Me levanté de la cama, y puedo, con cierta satisfacción, afirmar que había recobrado del todo mi propio yo. Me puse bajo la ventana y dije en voz alta: «Él volverá a verme».
Al día siguiente hacía buen tiempo, lo cual fue un alivio, y el abrigo estaba prácticamente seco. Fui al parque a la misma hora que de costumbre, él no debía notar ninguna irregularidad en mí que le hiciera pensar que me llevaba ventaja.
Pero cuando me acerqué al banco, ya estaba allí. Así que era él quien mostraba una conducta irregular.
—Buenos días —dijo.
—Buenos días —contesté mientras me sentaba, y como para coger el toro por los cuernos, añadí enseguida:
—Pensé que tal vez no vendría usted hoy.
—Bravo —dijo—. Uno cero para usted.
Esa respuesta me satisfizo; él era mi igual.
—¿Se sentía usted a menudo culpable? —pregunté.
—No entiendo.
—¿Se sentía a menudo culpable como juez? Pues era su profesión el adjudicar a otros la suma necesaria de culpa, ¿no?
—Mi profesión era dictaminar la culpabilidad basándome en la evaluación de otras personas.
—¿Intenta usted disculparse? No es necesario.
—No me sentía culpable. Pero, en cambio, me sentía a menudo a merced de la inflexibilidad de la ley, como en su caso.
—Sí, porque usted no es supersticioso.
Me miró.
—¿Qué quiere decir ahora? —preguntó.
—Sólo los supersticiosos opinan que la misión de un médico es prolongar el sufrimiento de seres marcados por la muerte.
—Ya, ahora entiendo. ¿Pero no le da miedo que se pueda abusar de la legalización de la eutanasia?
—Por supuesto que no se puede abusar de una legalización. Porque entonces la eutanasia ya no sería eutanasia, sino asesinato.
No contestó. Lo miré de reojo. Tenía una expresión hosca, impenetrable. No me importaba. Bien es verdad que no sabía si su hosquedad se debía a algo que yo había dicho, o si simplemente era así; no podía saberlo, pues no lo había mirado prácticamente nunca. En ese momento me entraron ganas de recuperar lo perdido y escudriñarlo, y lo hice sin disimulo, volví la cabeza y miré fijamente su perfil; eso era lo menos que me podía permitir ante aquel hombre que me había condenado a varios años de cárcel. Incluso saqué las gafas del bolsillo del abrigo y me las puse; no hacía falta, lo veía bien sin ellas, pero sentí un repentino deseo de provocarlo. Era algo tan impropio de mí mirar con tanto descaro a una persona que por un instante me sentí ajeno a mí mismo; era una sensación rara, pero en absoluto desagradable. Y el romper con mi habitual conducta tuvo un sorprendente efecto de contagio. Me reí por primera vez en muchos años; seguramente suena horrible. Y él dijo, sin mirarme, pero en un tono brusco:
—No me importa de qué se está riendo, pero no parece que se esté divirtiendo, y es una pena, pues, por lo demás, es usted una persona sensata.
Me sentí inmediatamente más indulgente y, además, un poco avergonzado. Aparté mi mirada de su perfil enfadado y dije.
—Tiene usted razón. No ha sido una risa buena.
No quise darle más.
Permanecimos callados; pensé en mi vida miserable y me puse melancólico. Me imaginé el hogar del juez, con cómodos sillones y grandes bibliotecas.
—Tendrá usted ama de llaves, ¿no?
—Sí. ¿Por qué me lo pregunta?
—Simplemente intento imaginarme la vida de un juez retirado.
—Ah bueno, no es gran cosa. Inactividad, ¿sabe usted?, días largos y pasivos.
—Sí, el tiempo no quiere moverse.
—Y es lo único que queda.
—Ese tiempo que se hace demasiado largo, tal vez lleno de enfermedad, que lo hace aún más largo, y luego se acaba. Y cuando por fin llegamos a ese punto pensamos: qué vida más absurda.
—Bueno, absurda…
—Absurda.
No contestó. Ninguno de los dos dijimos nada más. Al cabo de un rato me levanté. A pesar de la soledad que sentía, no quería compartir con él mi tristeza.
—Adiós —dije.
—Adiós, doctor.
La tristeza produce sentimentalismo, y la palabra doctor, sin atisbo de ironía, me alcanzó como una ola de calor. Me di rápidamente vuelta y me alejé muy deprisa. Allí y en ese momento supe que iba a morir. No estaba sorprendido. Como máximo, estaba sorprendido de no estar sorprendido. Y de repente me habían abandonado la tristeza y el sentimentalismo. Aminoré el paso. Necesitaba por dentro una serenidad que exigía lentitud.
Al llegar a casa, aún con una lúcida serenidad por dentro, saqué papel de escribir y un sobre. En el sobre escribí: «Al juez que me condenó». Luego me senté junto a la pequeña mesa en la que suelo comer, y empecé a escribir esta historia.
Hoy he ido al parque por última vez. Estaba de un humor extraño, casi arrogante. Tal vez se debía a ese inusual placer que había sentido al poner palabras a mis anteriores encuentros con el juez, o tal vez a que no había dudado ni un instante de mi decisión.
También hoy él estaba allí sentado cuando llegué. Parecía atormentado. Lo saludé con más amabilidad que de costumbre, me resultó completamente natural. Me miró, como para averiguar si lo decía en serio.
—Bueno —dijo—, ¿tiene usted mejor día hoy?
—Pues sí, hoy tengo un buen día. ¿Y usted?
—Gracias, razonablemente bueno. Entonces, ¿ya no opina que la vida es absurda?
—Ah sí, completamente absurda.
—Hum. Yo no habría podido vivir con un conocimiento de ese tipo.
—Bueno, se olvida usted del instinto de conservación, es un instinto duro de roer que ha destrozado muchas decisiones sensatas.
No contestó. Yo no pensaba quedarme mucho tiempo, de modo que tras una breve pausa dije:
—Ya no volveremos a vernos. He venido a despedirme.
—¿Ah sí? Qué pena. ¿Se va de viaje?
—Sí.
—¿Y no va a volver?
—No.
—Hum. Bueno. Espero que no le parezca inoportuno que le diga que echaré de menos nuestros encuentros aquí.
—Es muy amable por su parte.
—El tiempo será más largo.
—Hay hombres solitarios sentados en muchos otros bancos.
—Bueno, usted entiende muy bien a lo que me refiero. ¿Puedo preguntarle adónde va?
Alguien dijo que la persona que sabe que va a morir en un plazo de veinticuatro horas se siente libre para hacer lo que sea, pero eso no es verdad, incluso en esa situación, uno es incapaz de actuar en contra de su naturaleza, de su ego. No es que el haberle dado una respuesta abierta y sincera hubiera ido en contra de mi naturaleza, pero de antemano había decidido mantenerle oculto el destino de mi viaje, así que para qué alterarlo, al fin y al cabo era mi único allegado, por así decirlo. Pero ¿qué podía contestarle?
—Ya lo sabrá —contesté por fin.
Lo noté algo desconcertado, pero no dijo nada. Se metió la mano en el bolsillo y sacó la cartera. Rebuscó un instante y luego me dio una tarjeta de visita.
—Gracias —dije, y me la metí en el bolsillo del abrigo.
Sentí que debía marcharme. Me puse de pie. Él hizo lo mismo. Me tendió la mano.
—Qué le vaya bien —dijo.
—Gracias, lo mismo le digo. Adiós.
—Adiós.
Me marché. Me pareció que él no volvía a sentarse, pero no me di vuelta para comprobarlo. Me fui tranquilamente a casa, no pensaba en nada en especial. Algo me sonreía por dentro. Cuando bajé al sótano, me quedé un rato debajo de la ventana mirando la calle vacía, luego me senté a concluir esta historia. Pondré la tarjeta de visita del juez encima del sobre.
Ya he acabado, dentro de un momento doblaré las hojas y las meteré en el sobre. Y ahora, justo antes de que suceda, ahora que voy a realizar el único acto definitivo que el ser humano es capaz de efectuar, hay un pensamiento que hace sombra a todos los demás: por qué no he hecho esto hace mucho tiempo.
Tomamos el café de la mañana en el jardín. Apenas hablamos. Beate se levantó y colocó las tazas en la bandeja. Será mejor subir los sillones a la terraza, dijo. ¿Por qué?, pregunté yo. Seguro que va a llover, contestó. ¿Llover?, dije, no hay ni una nube en el cielo. Hace bochorno, ¿no te parece? No, contesté. Tal vez me equivoque, repuso ella. Subió a la terraza y entró en el salón. Yo seguí sentado un cuarto de hora más, luego me subí un sillón a la terraza. Permanecí unos instantes contemplando el bosque al otro lado de la valla, pero no había nada que ver. A través de la puerta abierta de la terraza oí canturrear a Beate. Seguro que ha oído el parte meteorológico, pensé. Volví a bajar al jardín y me acerqué a la parte delantera de la casa, al buzón junto a la puerta negra de hierro forjado. Estaba vacío. Cerré la puerta, que por alguna razón se había quedado abierta; entonces vi que alguien había vomitado justo al lado. Me sentí indignado. Coloqué la manguera en el grifo de la pared, lo abrí a tope y luego arrastré la manguera hasta la puerta. El chorro no dio del todo en el blanco, y una parte del vómito salió disparada hacia el jardín, el resto se dispersó por el asfalto. No había cerca ningún sumidero, de modo que sólo conseguí alejar la sustancia amarillenta unos cuatro o cinco metros de la puerta. Pero fue un alivio conseguir apartar un poco aquella porquería.
Después de cerrar el grifo y enrollar la manguera, ya no supe qué hacer. Subí a la terraza a sentarme. Al cabo de unos minutos oí a Beate canturrear de nuevo; sonaba como si estuviera pensando en algo en lo que le gustaba pensar, supongo que creía que no la oía. Tosí, y se hizo el silencio. Ella salió y dijo: ¿Estás aquí? Se había maquillado. ¿Vas a salir?, pregunté. No, contestó. Me volví hacia el jardín y dije: Algún idiota ha vomitado justo delante de la puerta. ¿Ah sí?, dijo ella. Qué asco, exclamé yo. Ella no contestó. Me levanté. ¿Tienes un cigarrillo?, preguntó. Le di uno, y también fuego. Gracias, dijo. Bajé de la terraza y me senté junto a la mesa del jardín. Beate se quedó en la terraza fumando. Tiró el cigarrillo a medio fumar a la gravilla delante de la escalera. ¿Por qué haces eso?, pregunté. Se acabará consumiendo, contestó. Se metió en el salón. Me quedé mirando fijamente el fino hilo de humo que subía del cigarrillo, quería verlo consumirse del todo. Un momento después me levanté, presa de una sensación de desamparo. Bajé hasta la valla, crucé la estrecha franja de césped y me adentré en el bosque. Enseguida me senté en un tocón, casi oculto tras unos matorrales. Beate salió a la terraza. Miró hacia donde estaba sentado y me llamó. No puede verme, pensé. Ella volvió a bajar al jardín y dio la vuelta a la casa. Subió de nuevo a la terraza. Volvió a mirar hacia donde yo estaba. Es imposible que me vea, pensé. Ella se dio vuelta y se metió en el salón. Yo me levanté y continué adentrándome en el bosque.
Cuando estábamos sentados a la mesa, Beate dijo: Ahí está de nuevo. ¿Quién?, pregunté. El hombre, contestó, ahí, en la orilla del bosque, junto al gran… No, ha vuelto a desaparecer. Me levanté y me acerqué a la ventana. ¿Dónde?, pregunté. Junto al pino grande, contestó. ¿Estás segura de que era el mismo hombre?, pregunté. Creo que sí, respondió. Ahí ya no hay nadie, dije. Desapareció, repuso ella. Volví a la mesa y dije: A esa distancia no puedes haber visto si se trataba del mismo hombre. Beate no contestó enseguida, luego señaló: A ti sí te habría reconocido. Eso es diferente, dije. A mí me conoces. Comimos en silencio. Luego ella preguntó: Por cierto, ¿por qué no contestaste cuando te llamé? ¿Me llamaste?, pregunté yo. Te vi, contestó ella. ¿Por qué diste la vuelta a la casa?, pregunté. Para que no pensaras que te había visto, respondió. Pensé que no me habías visto, repuse. ¿Por qué no me contestaste?, volvió a preguntar. ¿Para qué iba a contestarte si pensaba que no me habías visto?, pregunté yo. Podría haber estado en otro lugar. Si no me hubieras visto, o si no hubieras hecho como si no me vieses, no habría habido ningún problema.
Cariño, dijo ella, no hay ningún problema.
No dijimos nada más en un rato. Beate no paraba de volver la cabeza hacia la ventana. Dije: Al final no ha llovido. No, repuso ella, la lluvia se hace rogar. Dejé los cubiertos en la mesa, me recliné en la silla y dije: ¿Sabes? A veces me irritas. ¿Ah sí?, contestó ella. Nunca admites que te has equivocado, señalé. Sí que lo hago, respondió ella. Me equivoco a menudo. Todo el mundo se equivoca. Absolutamente todos. Me limité a mirarla, y noté que ella se daba cuenta de que se había pasado. Se levantó, cogió la salsera y la fuente vacía de verduras y se metió en la cocina. No volvió a salir. Yo también me levanté, me puse la chaqueta y me quedé un momento escuchando, pero reinaba un silencio total. Bajé al jardín, di la vuelta a la casa y salí a la calle. Me dirigí hacia el este, alejándome de la ciudad. Notaba que estaba alterado. Los jardines de los chalés de ambos lados de la calle estaban vacíos, y no se oían más ruidos que el regular murmullo de la autovía. Dejé atrás las casas y me adentré en la gran explanada que va hasta el fiordo.
Llegué al fiordo, a un pequeño café al aire libre, y me senté junto a una mesa a la orilla del agua. Pedí una cerveza y encendí un cigarrillo. Tenía calor, pero no me quité la chaqueta, pues suponía que la camisa tendría manchas de sudor en las axilas. Todos los demás clientes estaban a mis espaldas; delante de mí se extendía el fiordo y las lejanas colinas cubiertas de árboles. El murmullo de las voces y el suave gorgoteo del agua entre las piedras de la playa me sumió en un estado de ausencia adormecida. Mis pensamientos seguían caminos aparentemente carentes de lógica, y no eran desagradables, al contrario, sentía un inusual bienestar, y por eso resultó aún más incomprensible que de repente y sin ninguna transición perceptible me invadiera una sensación de angustioso abandono. Había algo absoluto, tanto en la angustia como en el abandono, algo que de alguna manera ponía el tiempo en suspenso. En realidad, no creo que pasaran más de unos cuantos segundos hasta que los sentidos se me corrigieron y me devolvieron al allí y al entonces.
Volví a casa por el mismo camino por el que había llegado, atravesando la gran explanada. El sol se estaba acercando a las montañas del oeste; sobre la ciudad se había posado una capa de neblina, y el aire ni se movía. Noté dentro de mí una especie de desgana por volver a casa, y de repente pensé, y fue un pensamiento nítido y claro: Ojalá estuviera muerta.
Pero seguí. Atravesé la puerta y me dirigí a la parte posterior de la casa. Beate se había sentado junto a la mesa del jardín; justo enfrente de ella estaba su hermano mayor. Me acerqué a ellos, me sentía muy tranquilo. Intercambiamos algunas palabras rutinarias. Beate no me preguntó dónde había estado, y ninguno de los dos me invitó a acompañarlos en la charla, algo que, de todos modos, habría rechazado con cualquier pretexto.