Tuvo una mañana muy ajetreada y no pensó mucho en lo que había pasado, pero ya de camino a casa le volvió todo con tanta fuerza que por un instante barajó la posibilidad de castigarla con cenar fuera. Pero, aunque opinaba que ella se lo merecía, pensó que eso no sería más que un aplazamiento que a ella le daba ventaja. Y no quería concederle ese placer.
Abrió la puerta de casa, y lo que se encontró se parecía sorprendentemente a lo que solía encontrarse. Ella se mostró amable, y la comida estaba preparada, chuletas de cerdo con col estofada. Primero se sintió aliviado, luego indignado. Primero participó en la pequeña conversación sobre temas cotidianos, luego se calló.
—¿Pasa algo? —preguntó ella, pero no preocupada, simplemente como si hubiera dicho: «¿Quieres más patatas?».
Él decidió no contestar. Luego dijo:
—¿Qué iba a pasar?
—Solo lo pregunto.
Y no dijeron nada más. Después de comer fue a echarse la siesta, como hacía siempre. ¿Qué pasa?, pensó. La sigo queriendo, ¿no?
No se durmió, pero permaneció acostado más tiempo de lo normal. No sabía para qué se iba a levantar.
Ella solía entrar a despertarlo a la media hora, para que la siesta no le estropeara el sueño nocturno. Ese día no entró.
Cuando hubo transcurrido una hora se levantó. Ella no estaba en el salón. Había una nota sobre la mesa baja: «Voy a dar un paseo, Eva».
Conque esas tenemos, pensó, se ha ido a dar un paseo así, sin más.
Estaba acostumbrado a que le sirvieran café después de la siesta. Fue a la cocina y puso la cafetera.
De repente se acordó del libro. Quería leer lo que ella había leído. Se puso a buscarlo. Primero en el salón, luego en el dormitorio, y al final en la cocina. No lo encontró. Miró en los cajones, detrás de los libros de la estantería, en los armarios de la cocina, pero sin resultado.
Se tomó dos tazas de café. Ella no llegaba.
Dio vuelta la nota de la mesa del salón y escribió: «Voy a dar un paseo, Harry».
Fue a dar un paseo. Se encaminó hacia el parque, pero cambió de idea, porque no era improbable que Eva estuviera allí: podría pensar que la estaba buscando.
Se metió por un callejón y fue en dirección norte. Luego anduvo al tuntún pensando en él mismo, hasta que cayó en la cuenta de que debería haberse quedado en casa; habría estado mucho mejor sentado impertérrito en el sofá cuando ella volviera.
Se apresuró a llegar a su casa.
Ella estaba sentada en el sofá, impertérrita. Levantó la vista del libro y sonrió. Luego siguió leyendo. Pero era otro libro, él vio enseguida que era mucho más gordo que el que estaba leyendo la noche anterior.
Sopesó la victoria contra la derrota y pensó que lograría dominar la situación. Abrió el grifo del agua fría y la dejó correr mientras se estudiaba la cara y pensaba: No tiene motivos para quejarse, ¡de qué coño puede quejarse! Cerró el grifo y fue a toda prisa al salón. Dijo:
—¡Si tienes tantos motivos de queja, puedes marcharte!
Ella lo miró, primero interrogante, luego con esa mirada dura que había visto en ella la noche anterior.
—¿Marcharme? —preguntó—. ¿Qué quieres decir con eso?
—Si no estás bien aquí, puedes marcharte, ¿no te parece?
—¿Ah, sí? ¿Puedo? ¿Adónde?
—Adonde sea.
Ella dejó el libro abierto boca abajo, como él había aprendido que no se deben dejar los libros. Luego dijo:
—¿Por qué no te sientas?
—Gracias. Estoy bien de pie.
—Por favor, siéntate Harry.
Él se sentó, se miró las manos y empezó a rascarse la uña del pulgar izquierdo.
—Tenemos que hablar —dijo ella. Él no contestó.
—¿No podemos hablar? —dijo ella.
—Habla.
—Hablar los dos, Harry.
Él seguía rascándose la uña del pulgar.
—Me siento muy aislada, Harry. Sé lo que acordamos, pero entonces… entonces no sabía lo que era estar en casa todo el día. No me malinterpretes, no tengo nada en contra de lo que hago, pero no es suficiente… estoy en casa todo el día, y me siento…, así que esta mañana he solicitado un trabajo y me han aceptado, he dicho que sí, aunque puedo no tomarlo, pero he dicho que puedo empezar el día uno.
Se hizo una larga pausa, luego él dijo:
—¿Ah, sí?
—Creo que tengo que aceptar ese trabajo, Harry.
—¿Ah, sí? En ese caso no tengo nada que decir al respecto, ¿no?
—No entiendes nada. Tú también te alegrarás.
—Ahora resulta que no sé lo que me conviene, ¿es eso lo que quieres decir?
—No sabes cómo me siento.
—Crees que vas a volverte loca.
Ella dijo, con una voz que ya no era insistente, sino con un timbre duro y frío que le hizo sentirse perplejo:
—¡Ni se te ocurra no tomarme en serio! ¡Ni se te ocurra!
Él comprendió que se había pasado de la raya, aunque era incapaz de reconocerlo abiertamente. De modo que no dijo nada. Pero de repente se sintió muy inseguro e intranquilo.
Se hizo un largo silencio. Él la miró de pasada; lo último que ella había dicho aún estaba grabado en su rostro: era una expresión agresiva y cerrada a la vez.
—¿Qué tipo de trabajo es? —preguntó por fin.
—En los Grandes Almacenes. —Su voz era fría e irreconciliable—. En la sección de utensilios de cocina.
Al fin y al cabo los clientes son sobre todo mujeres, pensó él.
—Esto me toma de sorpresa —dijo él—. Habíamos llegado a un acuerdo.
—Ya lo sé. Pero eso fue entonces. Además, dijiste que mis ingresos se los comerían los impuestos.
—Y a ti te parecía maravilloso ser ama de casa.
—Sí, lo creía. Los dos nos equivocamos.
—Eso no nos hará más ricos, si es lo que crees.
—Al menos no seremos más pobres.
Ella hablaba como si ya se hubiera informado, y él no insistió. Ella hablaba de otro modo; ese tono medio interrogante detrás de sus palabras, al que él estaba acostumbrado y que tanto le gustaba, había desaparecido.
De pronto supo que había perdido. No podría impedirle que hiciera lo que quisiera. Él podía elegir entre ser contravenido o ser complaciente de tal modo que no tuviera sensación de derrota.
Reflexionó, luego se levantó y dijo:
—¿Quieres una cerveza?
—¿Ahora? No, gracias.
Él volvió de la cocina, dejó la botella y el vaso sobre la mesa del salón, y se quedó de pie.
—Sé que esto es importante para ti, y sabes que siempre he querido tu bien, aunque a lo mejor no siempre he sabido lo que realmente te convenía.
Ella lo interrumpió:
—¿Y yo qué?
Él no sabía a qué se refería, pero esa manera tan impaciente en la que lo dijo lo ofendió. ¡Estaba a punto de cumplir lo que ella tanto deseaba, y lo interrumpía de esa manera!
Alzó los hombros, luego echó cerveza en el vaso; todavía seguía de pie.
—Perdona —dijo ella—. Te he interrumpido.
Él bebió.
—Da lo mismo —dijo por fin—. Lo que quería decir era que creo que debes tomar ese trabajo, aunque vas a hacerlo diga yo lo que diga.
Su mirada se encontró con la de ella, era una mirada extraña, se sentía incapaz de interpretarla. Miró hacia otro lado y bebió. Luego esperó, pero ella no dijo nada. Siguió esperando, bebió otro trago, vació el vaso y volvió a llenarlo.
Por fin ella dijo, mirándose el regazo, con una voz que tampoco supo interpretar; sonaba extrañamente hueca, como si las palabras llegaran desde muy lejos, o casi desde ninguna parte:
—Sabes que no lo habría hecho si no te hubiera parecido bien.
Ingrid tenía aquella distancia en la mirada que a él no le gustaba, porque lo excluía. Se había sentido a gusto, pero ya no era así.
Miró hacia la mesa en la que estaba sentado el matrimonio alemán. Él es mucho mayor que ella, pensó. Ella no es mucho mayor que yo. Está estupenda.
Se volvió hacia Ingrid, pero ella solo tenía ojos para el baile en corro delante de la barra. La mayor parte de los bailarines eran griegos, los pocos turistas que se habían atrevido a salir estaban medio borrachos o más, y casi todos eran mujeres.
—Fingen que es algo improvisado —dijo él, porque había oído decir en el hotel que no lo era.
—Relájate —dijo Ingrid.
—Lo intento.
—No seas tan negativo —dijo ella—. ¿No ves que la gente se está divirtiendo?
—Exactamente.
—No hay nada malo en pasárselo bien, ¿no?
—No se dan cuenta de que todo está preparado de antemano.
Ingrid alzó los hombros y no contestó.
La mujer alemana lo miró de repente con una sonrisa. Era una sonrisa normal, amable, y él se la devolvió.
—¿La conoces? —preguntó Ingrid.
—¿A quién?
—A la mujer a la que has sonreído.
—No, no la conozco. Se hospedan en el hotel.
—¿Por qué has preguntado «a quién»?
—Porque no sabía a quién te estabas refiriendo.
—Vaya por Dios.
Él no contestó.
—Me apetece un ouzo —dijo Ingrid.
—No, esta noche no. ¿No recuerdas lo mal que lo pasaste anteayer?
—Fue porque había comido marisco.
Ella llamó al camarero y se lo pidió.
El ambiente del local se iba caldeando.
La mujer alemana volvió a mirarlo. No sonrió. Él vio que Ingrid estaba absorta en el baile. Levantó la copa, la mujer alemana hizo lo mismo. Seguía sin sonreír. Él desvió la mirada.
Se quedó reflexionando. Al cabo de un rato se dijo: No hay nadie que sepa lo que estoy pensando. Imagina que Ingrid supiera lo que estoy pensando en este momento.
Ingrid dijo: Quiero bailar.
Él se limitó a asentir con la cabeza, estaba lejos de ella. Ella se colocó entre dos griegos. Claro, pensó él, claro que sí. Miró a la mujer alemana. Luego miró a su marido y volvió a pensar: Él es mayor que ella. Y yo soy más joven que ella. Y ella me está mirando. Yo la miro a ella, y si Ingrid se da cuenta mejor, no le viene mal tener algo en qué pensar. Miró de nuevo a la mujer, esperando que ella lo mirara a él, y cuando lo hizo, él levantó la copa y pensó: Que lo vea. La mujer alemana también levantó la copa: no sonrió. A lo mejor tiene cinco años más que yo, pensó él. Luego miró a Ingrid, vio que sonreía al griego de su izquierda; era joven y guapo. Ya, ya, pensó él. La mujer alemana lo miró sin sonreír, pero durante mucho rato. Él clavó la mirada en la suya, sin sonreír. Si Ingrid puede, pensó, también puedo yo. Él la miró y ella miró al griego y le sonrió. Luego él miró al alemán. Tiene al menos diez años más que ella, pensó, no creo que sea algo que a ella le agrade, a él tampoco, aunque estará muy orgulloso de tener una mujer guapa y diez años más joven que él, pero supongo que eso crea problemas.
Ingrid bailaba y sonreía al joven y guapo griego. Tiene al menos cinco años menos que ella, pensó, y ella siempre ha dicho que solo le gustan los hombres que como mínimo tienen su misma edad. Luego pensó: Pero yo siempre he dicho que nunca me interesaría por una mujer mayor que yo.
Bebió y fue al servicio; tuvo que atravesar dos puertas antes de dar con él. Al salir, se encontró con la mujer alemana. Él se detuvo, ella también. Se besaron sin mediar palabra. Luego ella se soltó y prosiguió su camino. Él se metió la mano en el bolsillo y volvió a la mesa. Ingrid miró al joven griego, le dijo algo y se echó a reír. Está ligando, pensó.
Al poco rato fue a sentarse, sonriente, contenta y acalorada.
—Ya veo que te estás divirtiendo —dijo él.
—Sí, ha estado muy bien.
—Pues sí, no se acaba el mundo por eso —dijo él.
Ella lo miró.
—Desde luego eso sería demasiado estúpido —respondió ella.
—¿A que sí? —dijo él.
Ella lo miró y dijo:
—Pero nunca se sabe.
La mujer alemana volvió del servicio y lo miró. Ella sí que ha mordido el anzuelo, pensó él. Ingrid llamó al camarero y le pidió un ouzo.
—Espero que sepas lo que haces —dijo él.
Ella no contestó.
Él miró a la mujer alemana y sus miradas se cruzaron. Se echó vino blanco en la copa.
El camarero llegó con el ouzo.
Ahora le toca ir primero a ella al servicio, pensó él.
—¿No quieres bailar? —le preguntó Ingrid.
—¿Y estropearte la diversión? —dijo él.
—Vaya por Dios, ¿quieres que nos vayamos?
—No, ¿por qué? Yo estoy muy bien.
—No te oigo.
—Estoy muy bien.
—Me alegro. Salud.
Me ha besado, pensó él. La miró, ella estaba hablando con su marido; él le sonreía mientras le hablaba.
Ella lo engaña, pensó.
—Entonces tendré que bailar sola —dijo Ingrid.
—¿Sola?
Ella se levantó y se colocó entre dos griegos, no los de antes, sino uno de su misma edad y otro mayor. La siguió con la mirada durante un rato, sin ver nada que pudiera justificar sus pensamientos, luego miró a la mujer alemana, hasta que sus miradas se cruzaron. Ella le hizo un movimiento con la cabeza que él no supo interpretar. Luego se levantó y se acercó a él.
—
Cehen wír mal spazíeren?
—dijo.
Él no entendió.
—
You speak English?
—
Yes?
—
You take me with you for a walk?
—
Yes, no, my wife…
—
You are not free?
—
No, my wife…
—
I see. Why did you kiss me then?
—
I…
—Notó que se estaba ruborizando, no sabía qué decir.
—
I see
—dijo ella, y se fue.
Él dio un trago. No sabía dónde mirar. Dio otro trago. Miró el mantel blanco lleno de manchas. Encendió un cigarrillo, y se puso a mirar a los que bailaban, sin ver. Si no viene me iré, pensó. Vació la copa y la llenó de nuevo. Si no ha llegado cuando me haya acabado esta copa, me iré.
Entonces llegó ella.
—¿Qué quería? —preguntó.
—No la entendí.
Ella lo miraba y él se dio cuenta aunque no la estaba mirando.
Ella no dijo nada más.
—Quisiera irme ya —dijo él.
—¿Sí?
—Es decir, si te es posible abandonar a todos tus admiradores.
—Oh, Dios.
—Aunque no pasa nada si me voy solo.
—Por supuesto que no.
—No creo que te cueste nada encontrar a alguien que te acompañe al hotel.
—Claro que no, y, por cierto, soy perfectamente capaz de encontrar el camino sola.