Desde entonces he tenido más mareos. Pero he colocado las sillas en lugares estratégicos. La habitación parece muy desordenada así. Da la impresión de que no vive nadie. Pero yo aún vivo aquí. Vivo y espero.
La verdad es, aunque tal vez no sea esa la palabra más adecuada para empezar, no pretendo… mi intención no es sino aportar una versión, mi versión, porque yo lo seguí todo muy de cerca, a distancia, bien es verdad, normalmente no habría podido pronunciarme de no haber sido por el largavista de mi padre, con el que tenía prohibido enfocar a las personas, era un telescopio, de manera que todo lo veía boca abajo, pero uno se acostumbra a eso. Así pues, veía todo sin oír nada, tenía dieciséis años, mi padre estaba de congreso en Irlanda, era otoño o final del verano, a principios de septiembre, mi madre había ido a casa de una amiga y yo había tomado el largavista del despacho y estaba incumpliendo la prohibición de mi padre —la mujer estaba sentada leyendo un libro fino, con un cigarrillo en la mano, y yo nunca había estado tan cerca de ella—; entonces comprendí perfectamente el sentido de aquellas palabras que mi padre había escrito, creo que con tinta, en el estuche del largavista: «Para el que es limpio, todo es limpio, excepto un largavista». Es cierto que ya la había visto una vez a través del largavista, claro está, pero en aquella ocasión todo fue muy rápido, ella cogió tres rosas en un abrir y cerrar de ojos, el grado de cercanía tiene que ver con el tiempo, y aunque esperé con infinita paciencia, ella no volvió a salir.
Estaba sentada de espaldas a la casa, y cuando levantaba la vista del libro tenía delante el campo de centeno y el estrecho camino de carruajes que dividía el campo en dos y conducía al Bosque de las Cornejas, que no era un bosque de verdad, sino un grupo de árboles, de un tiro de piedra de largo y la mitad de ancho, donde había igual de cornejas que en todas partes; más allá, demasiado lejos ya para verlo a simple vista, estaba el Peñasco Gris, que tampoco se correspondía con su nombre, pues no era un peñasco, sino una montaña que resguardaba de los vientos del mar.
Debí de perderme en ensoñaciones, porque sin que me diera cuenta ella había desaparecido, la silla estaba vacía, no, vacía no, pues el libro seguía allí, lo que significaba que volvería. Pero antes llegó otra persona, un desconocido, que cogió el libro, se sentó y se puso a leer. Aunque yo lo estaba viendo boca abajo, estaba seguro de no haberlo visto nunca. Ella volvió a salir enseguida y él se levantó, puso un dedo bajo la barbilla de la mujer y acto seguido le plantó un rápido y ligero beso en la boca. Luego hablaron, ella vehemente, él sonriente; yo estaba muy excitado, no por celos, eso no puede decirse, no en aquel momento, estaban los dos muy juntos, cuando él no la miraba a los ojos, le miraba los pechos; sacaba a la mujer casi una cabeza, debían de estar muy seguros de que nadie los veía, solo podían ser vistos desde mi habitación, y la distancia era tan grande que si yo no hubiera tenido el largavista… No pensarían en eso, claro está, tendrían la casa para ellos solos, suponía yo, el marido estaría fuera. El marido era un hombre muy simpático, siempre cortés y casi siempre amable; una vez que me lo encontré en el camino de carruajes, entre el Bosque de las Cornejas y el Peñasco Gris, se detuvo y dijo: Si no fuera por nosotros dos, este camino acabaría cubierto por la vegetación. Pues sí, te he visto, chico, esa es una buena manera de llegar a ser tú mismo. No puedo asegurar que esas fueran sus palabras exactas, las repito tal y como aparecieron ante mí cuando las extraje de mi memoria y las pesé o me pesé a mí en ellas, él no sabe, no puede saber lo que esas palabras significaron para mí, coronaron mi soledad; bueno, basta ya de eso, como estaba diciendo, seguramente tenían la casa para ellos solos y no creo que se sintieran vigilados, y cuando él la besó por segunda vez, ella lo abrazó y vi cómo la mano de él estaba muy… yo solo tenía dieciséis años y era completamente pudoroso en el sentido de que nunca había puesto en práctica mis deseos, no me había atrevido a realizar mis sueños por temor a Dios y al sexo; además, mis padres no habían abierto ni una rendija de la cortina a su vida erótica en común, estaban tan desprovistos de sexo como solo pueden estarlo los padres, incluso hoy, cuando ya llevan un montón de años bajo tierra, soy incapaz de pensar en el instante en que fui concebido sin asquearme, admito que esto tiene poco que ver con el asunto que nos ocupa, pero bueno, allí estaba yo, viendo la mano de él, sin que ella protestara o se alejara, y no es de extrañar que aquella noche no consiguiera dormir, que tuviera miedo de morirme con tanto pecado sobre la retina, ni tampoco es de extrañar que la tarde del día siguiente y el resto de las tardes me quedara en mi cuarto con el largavista preparado en la mesa junto a la ventana, y esa persistente atención mía sería la razón de que presenciara parte del drama, y si no drama, esa no es en cierto modo la palabra adecuada, tal vez porque lo vi todo boca abajo o porque no oí ni un sonido, aunque pude ver cómo se gritaban; o porque los decorados eran tan idílicos que constituían un contraste demasiado grande: los árboles con sus copas tupidas e inmóviles, los dos arriates paralelos de dalias que acababan en una pila para pájaros en la que un amorcillo apuntaba al sol, la hiedra que subía por la pared y los rosales trepadores que cubrían la madera del porche, las losas bajo la ventana del salón, la pequeña mesa con mantel azul junto a la que tal vez había estado sentada ella por la mañana mientras yo estaba en el colegio; no había nada que augurara lo que iba a ocurrir, nada.
Lo primero que sucedió fue que Ferdinand Storm bajó por la escalera del porche. Yo no lo habría reconocido de no haber sido por el largavista, él había herido mis sentimientos al menos en dos ocasiones, no diré de qué manera, como si yo no tuviera ya suficientes complejos, siempre parecía ser el dueño del suelo que pisaba, ahora también —yo era demasiado inexperto como para entender lo que haría él en el jardín de ella, ni siquiera se me ocurrió—, tenía las manos en los bolsillos del pantalón y hacía chasquear la lengua; entonces apareció ella, vestida con falda y jersey, con un cigarrillo en la mano, no pude ver a los dos a la vez hasta que se sentaron junto a la mesa, él de espaldas —si a ella no se le ocurrió que yo podía verla sería por el gran árbol que había delante de mi ventana—, así suele ser, lo lejano cubre lo que está detrás, yo estaba sentado a horcajadas en una silla, con el largavista apoyado en el alto respaldo, disfrutando así de una buena vista sobre ese jardín antaño del Edén. Ella se esforzaba por agradarle, él estaba en el último curso de bachillerato y ella casi podía ser su madre, yo no sospeché nada hasta que vi la manera en la que ella jugueteaba con los dedos de él, y una vez él le apretó con fuerza el antebrazo desnudo; daba la impresión de haberle hecho daño y me pareció que ella dijo ¡oh! pero con una sonrisa. Estaba tan absorto en ellos dos que no reparé en el marido que de repente estaba allí, al pie de la escalera del porche, como si hubiera estado allí siempre, inmóvil, callado, tenía que saberlo, nada indicaba que estuviera sorprendido. Entonces avanzó cuatro o cinco pasos, se detuvo y dijo algo. Ferdinand Storm se levantó y contestó. Ya no parecía el dueño del suelo que pisaba, estaba desafiando el derecho a la propiedad. Sus respuestas eran escuetas, acompañadas de un movimiento de cabeza, tenía que estar empleando palabras descaradas, porque de repente Beck avanzó tres pasos y lo golpeó con la palma de la mano. Ferdinand Storm le devolvió el golpe, rápido y preciso y probablemente con todo el peso de su sentimiento de culpa. Beck se tambaleó. Su mujer se levantó e intentó… ella, la manzana de la discordia, intentó impedir más actos violentos colocándose entre ellos, de lo que no podía salir nada bueno, claro está; Beck le dio un empujón para que se apartara, con tanta fuerza que ella cayó de espaldas sobre el seto bajo, no resultó cómico, aunque no se hizo daño, y no mereció más miradas que la mía; Beck sólo tenía ojos para Ferdinand Storm, quien, según dijo Beck luego en el juicio, representaba la suma de intrusos en el territorio de su matrimonio; no es pues de extrañar que empleara todas sus fuerzas. La lucha no fue larga, creo que duró menos de un minuto, y eso que Ferdinand Storm no era un alfeñique, ni un cobarde; tal vez perdió por sentirse moralmente inferior. Por un instante llevó ventaja, pero vaciló, y enseguida Beck se abalanzó sobre él, golpeándole, según pude ver, la cabeza contra una de las losas de pizarra, y la lucha acabó. Aunque no hubiese oído ni un solo sonido, pude ver el silencio que se instaló. Beck estaba al lado del joven, no podía verle la cara, pero sí la estrecha espalda y los brazos colgando, así permaneció un rato, luego se acercó a la escalera del porche y entró en la casa sin echar siquiera un vistazo en dirección a su mujer. Ella se levantó lentamente y se inclinó sobre Ferdinand Storm, que yacía inmóvil con la cara vuelta hacia el otro lado. No lo tocó, se limitó a mirar, yo no sabía si estaba muerto o solo inconsciente; luego ella se enderezó y echó a andar muy pensativa por el sendero del jardín entre las dalias, pasó por delante de la pila para los pájaros y el amorcillo, salió por la verja, se internó en el camino de carruajes donde yo nunca la había visto, y desapareció entre los árboles del Bosque de las Cornejas. Entonces dejé el largavista; entiendo lo que quería decir Beck al asegurar que no sabía lo que hacía, pero no podía haber hecho otra cosa —yo sí sabía lo que hacía cuando me puse a seguirla, presa de un impulso que borraba en mí cualquier reserva—, me metí por los campos de centeno y crucé el Bosque de las Cornejas, ella no estaba en ninguna parte, tendría que haber llegado hasta el Peñasco Gris, pero no, no era así, porque de repente estaba sentada a solo veinte metros de mí, donde el camino se desviaba; ella me vio a mí antes de que yo la viera a ella, me vio vacilar —yo seguí andando, con las piernas rígidas y la espalda demasiado recta—, lo sabía, pero no podía remediarlo, tampoco podía remediar mi sonrojo, agaché la cabeza y me acerqué, ella estaba sentada con la barbilla apoyada en una rodilla, miré la hora, estaba ya muy cerca de ella, levanté la vista y la saludé sin mediar palabra, pero ella no me vio, ni siquiera… me ignoró… me…
…Y cuando regresé, no sé al cabo de cuánto tiempo, pues me había tumbado boca arriba entre los árboles, despojando el futuro de todas sus plumas, en lo que tardé lo mío, el sol estaba a punto de ponerse, pues era septiembre; entonces ella ya no estaba allí, pero pude ver donde había estado sentada. Volví a casa, subí a mi cuarto y dirigí el largavista hacia un jardín vacío.
Cuando leo o estoy ocupado resolviendo un problema de ajedrez, suelo sentarme junto a la ventana mirando hacia la calle. Nunca se sabe si va a suceder algo que merezca la pena presenciar, aunque es muy poco probable, la última vez fue hace tres o cuatro años. Pero también puede haber algo de distracción en lo cotidiano, y fuera de la ventana al menos hay algo que se mueve, aquí dentro sólo me muevo yo y la aguja del reloj.
Pero hace tres o cuatro años vi algo extraño, y fue lo último asombroso que he visto, aunque, como ya he dicho, no soy indiferente a las actividades más cotidianas, por ejemplo, personas que se pelean, se pegan y golpean, o personas que se desploman sobre la acera y permanecen allí porque están demasiado borrachas o enfermas para llegar a su casa, si es que la tienen; muchos de ellos no la tienen, supongo, no hay casas suficientes en este mundo.
Pero lo que vi aquella vez fue diferente. Tuvo que ser en Semana Santa o en Pentecostés, porque no era invierno, y recuerdo haber pensado que, lógicamente, esa clase de actividad estaría relacionada con una de las fiestas religiosas.
Mi ventana da a una bocacalle tan corta que puedo divisarla entera sin problemas, tengo buena vista.
Estaba mirando dos moscas apareándose en el alféizar de la ventana, lo más probable es que fuera en Pentecostés, me servía de distracción observarlas, aunque prácticamente no se movían. No me excité mirándolas, pero recuerdo bien que sí me pasaba cuando joven.
Como ya he dicho, estaba mirando las dos moscas, y acababa de tocar con mucho cuidado el ala de la hembra y luego el ala del macho sin que se dieran cuenta, lo cual me pareció extraño, pues el macho llevaba ya al menos diez minutos sentado sobre la hembra, no exagero, debería haber empleado más tiempo de mi vida en estudiar los insectos, aunque en realidad, ¿por qué? Bueno, en ese momento avisté a un hombre en la parte más lejana de la calle, un hombre que se comportaba de un modo muy chocante. Era como si estuviera batiendo los brazos, y luego gritó algo, algo que al principio no capté. De alguna manera, era un hombre sistemático, con un especial sentido geográfico del orden, porque correteaba desde la primera ventana del lado derecho de la calle hasta la primera ventana del lado izquierdo y luego continuaba hasta la segunda ventana del lado derecho y desde allí a la segunda ventana del lado izquierdo, etcétera, y llamaba a todas las ventanas gritando algo. Era inusual y extraño, y abrí la ventana, fue antes de que se estropearan las bisagras, y le oí gritar: «Jesús ha llegado». Pero también gritaba otra cosa, algo parecido a «Yo he llegado». Y cuando se acercó más, pude oír que efectivamente era eso lo que gritaba: «Jesús ha llegado, yo he llegado». Y no paraba de corretear de un lado a otro de la calle, llamando a las ventanas que alcanzaba con la mano. Era un espectáculo indignante, la locura religiosa es indignante.
La primera reacción fue tan sorprendente como adecuada: de un quinto piso, salió zumbando un taburete más o menos hacia la mitad de la calle. No alcanzó al hombre, lo cual, espero, no era la intención, pero se rompió, claro. Fue un esfuerzo inútil, pues el hombre aún se hizo notar más, tal vez le hiciera falta esa confirmación de que estaba llevando a cabo una importante misión.
La siguiente reacción estaba emparentada con la primera, pero fue menos tajante, y no del todo carente de comicidad. Se abrió de golpe una ventana, y una voz enfurecida gritó: «¡Está usted loco, hombre!». Fue en ese momento cuando me di cuenta de que el hombre de la calle era de hecho peligroso y despertaba instintos latentes en el prójimo. Pensé: ¿No hay por aquí una persona sensata a la que no le fallen las piernas y pueda bajar a poner fin a todo esto? Poco a poco se habían ido asomando bastantes cabezas por las ventanas que daban a la calle, pero abajo, el loco, completamente solo, seguía dominando la situación.