—¡Dime eso otra vez!
No me pareció necesario; además, vi que el camarero se estaba acercando.
—Aquí no queremos líos —dijo.
—¿Podría pedirle a este hombre que se marche? —pregunté—. Asegura que es mi hermano gemelo.
Por un instante, Johannes me miró estupefacto, luego me dio un fuerte empujón, a la vez que me soltó la solapa. La silla cayó hacia atrás y, camino del suelo, pensé: Soy demasiado viejo para caerme, seguro que me rompo en pedazos.
Pero fue la silla la que se rompió. Bien es verdad que me golpeé la nuca contra el suelo, pero no dolió demasiado, mas noté espantado que había mojado los pantalones, y estaba tan avergonzado que me quedé un rato con los ojos cerrados tumbado en el suelo, hasta que noté una mano sobre la mejilla y vi varios rostros. Desde la puerta, oí a Johannes gritar que era mi hermano gemelo.
—¿Está usted bien? —preguntó uno de los hombres que se habían inclinado sobre mí.
—Sí, gracias, gracias —contesté, aturdido. Y logré sonreír, seguro de presentar un aspecto horrible. Pero me ayudaron a levantarme, fueron muy serviciales, bueno, directamente amables, y me puse sentimental, dando las gracias a diestro y siniestro.
Allí estaba sentado como antes, sólo que con los pantalones mojados. A Johannes lo habían echado, pero estaba seguro de que estaría esperándome fuera. Me consolé pensando que aún faltaba mucho para que el café cerrara; tal vez se cansara de esperar y aplazara la venganza para otra ocasión.
Me miré los pantalones. Ay, estaban muy mal. Una gran mancha oscura ante la cual sería incapaz de tomar una actitud racional, por mucho que quisiera. ¡Mi dignidad!, gemí por dentro, aunque no tuviera nada que ver con mi dignidad, sino con mi vanidad.
Se me acercó un hombre. Sería uno de los que se habían inclinado sobre mí, y seguramente también me habría visto echar un miserable vistazo a mis pantalones. Puso un frasco con sobres de sal y pimienta en mi mesa y me dijo que echara sal encima, porque así absorbería la humedad. Imagínese, qué amable por su parte. Me sentí cálido por dentro, y estuve a punto de levantarme y estrecharle la mano, pero temí que no le gustara, de modo que me limité a darle las gracias.
—De todas formas, todo el mundo pensará que es cerveza —dijo.
Yo no lo creía así, pues mi experiencia me dice que la gente piensa siempre lo peor. Pero él lo dijo con buena intención, así que le agradecí efusivamente el consuelo.
Me eché dos sobres de sal encima y pensé que tal vez fuera buena idea empezar a llevar en el bolsillo algunos de esos sobres tan prácticos, por si acaso. Por no decir sobres de pimienta, se me ocurrió de repente, y me apresuré a meterme cuatro en el bolsillo. ¡Ja! pensé confiado, ahora que Johannes se atreva.
Al cabo de un rato tuve que ir al lavabo, y me atrevo a decir que fui con la cabeza alta y el ánimo elevado. Ojalá no lo hubiera hecho, pues debería haber recordado que los lavabos de los cafés son lugares para muchas clases de evacuación. Apenas hube entrado, se me acercó un joven borracho que me miró dos veces y luego preguntó que de dónde me habían sacado. Nunca suelo contestar a ese tipo de preguntas, pero en ese momento…, bueno, tampoco estaba del todo sobrio, así que le pregunté si no tenía educación. De descarado pasó a malvado. Dijo un montón de cosas que atentaban seriamente contra mi honor, y el episodio fue el doble de penoso porque había un hombre junto al urinario que escuchó todo. Le dije algo muy feo, no quiero decir qué, y se me encaró con sus ojillos. Quería pegarme, estaba seguro, y de alguna manera me pareció natural, pues sabía que podía conmigo. Pero se contentó con agitar el puño delante de mis narices. En ese instante entró el portero, seguramente nos habría visto, porque el lavabo está vigilado. Jamás hubiera imaginado que algún día eso me parecería algo bueno. Pero fue un punto de vista que duró poco.
—Esta noche no hay más que problemas contigo —dijo. Me lo estaba diciendo a mí.
—¿Conmigo? —pregunté asustado—. Él me importunó.
—Vaya. Primero uno y luego otro. Muchas importunaciones en una noche, ¿no? Creo que sería mejor que lo dejaras por hoy.
Sabía que había perdido, jamás he oído hablar de porteros que cambien de opinión. Si han decidido algo, son insensibles incluso a los argumentos más obvios.
Y sin embargo, precisamente porque estaba en juego una parte muy importante de mi existencia, estaba dispuesto a intentarlo, aunque no pude decir más de siete palabras antes de que me aplastara:
—Y más vale que dejes de robar sobres de sal y pimienta. No creo que seas tan pobre, ¿no?
No pude contestar. Cualquier respuesta habría debilitado aún más mi credibilidad.
Ay, cómo entiendo a los que denuncian la injusticia. Si él hubiera sido menos grande y yo más joven, si hubiera tenido una mínima posibilidad de ganarlo, me habría abalanzado sobre él. Ah, sí, lo hubiera abatido. Aún queda en mí algo de verdad. ¿Qué digo, verdad? Quiero decir sentido de la justicia. No, tampoco eso. Hay demasiadas palabras elegantes en el mundo. Agresividad es la palabra, es una buena palabra.
No sé si pensé eso estando allí, pero lo sentí. De modo que lo único que hice fue levantar el puño y marcharme. Era lo único que podía hacer. Levanté el puño en alto por encima de la cabeza, como hacen los jóvenes en las manifestaciones. Y luego salí del lavabo y del café, convencido de que me marchaba para siempre. No exagero nada si digo que sentía una gran amargura.
Pero pronto tuve otras cosas en qué pensar, no sólo que mi mundo se había reducido drástica e irremediablemente. Había salido del lavabo con mi urgencia sin solucionar; ahora la necesidad de vaciarme se me vino encima con tanta fuerza que mi problemática de la libertad se convirtió en algo completamente nimio. Ah, sí, también de esa manera el espíritu se ahoga en la materia.
Pero ya de vuelta en casa y con mis necesidades primarias satisfechas, me volvió la amargura. O la aflicción, se podría muy bien llamar aflicción. Apenas tienes ya nada más que perder, Paulus, me dije, estás casi acabado.
Cuando por fin me dormí —tardé mucho—, tuve un sueño. No creo en los sueños, quiero decir que no creo en la interpretación de los sueños. Pero sucede, no obstante, que un sueño te hace despertarte animado, casi alegre. Y ese sueño fue de tal naturaleza que me desperté con una especie de acceso de optimismo. Soñé que Johannes había muerto. Estaba en su entierro, su hija también. Ella no paraba de reír, sobre todo cuando estaban a punto de bajar el ataúd y resultaba que era más grande que la tumba y no podían bajarlo. La hija se reía tanto que estaba doblada, y yo tampoco podía dejar de reírme. Entonces ella se me acercaba y decía, vámonos, no perdamos tiempo, te he amado siempre, vayamos a tu casa. Y nos marchábamos, y ella se reía todo el tiempo y me tocaba, era algo impúdico, pero bueno. Luego señalaba el sol, que estaba a punto de ponerse, y, de repente, el astro daba un salto en el cielo y subía sin cesar, y ella no paraba de tocarme, me tocaba tanto que me desperté, y ya era de día. Durante el desayuno, comiendo el huevo, me dije a mí mismo: No debes resignarte, Paulus, debes volver, no te han vetado la entrada para siempre, y además ese portero no está allí tan a menudo, tal vez sea sólo un suplente, nunca dejes que alguien te quite algo, no hasta que lo hayan hecho de verdad. Vuelve allí.
No sé. Fue un buen sueño, pero no tenía nada que ver con el café. A veces pienso en volver como si nada hubiera ocurrido. Pero no es tan fácil. Así que no sé. No era más que un sueño.
Una tarde de noviembre, subiendo las escaleras hasta mi apartamento, en el segundo piso, me percaté de que sobre mi puerta se dibujaba una sombra. Comprendí de inmediato que procedía de alguien que se encontraba entre la puerta y la lamparita de la entrada del desván, y me detuve. Se habían cometido muchos robos en las casas del barrio en los últimos tiempos, también algún que otro atraco, seguramente debido al aumento del desempleo, y tenía razones fundadas para suponer que la persona que estaba inmóvil en la escalera del desván no deseaba ser vista. Por eso me di vuelta, disponiéndome a bajar de nuevo; sé por experiencia que debe evitarse descubrir a quien desea permanecer oculto. Después de haber bajado unos cuantos peldaños, oí pasos detrás de mí y me asusté, hasta que escuché a alguien pronunciar mi nombre. Era Oskar, el marido de mi hermana, y aunque no lo tenía en gran estima, respiré aliviado.
Volví a subir, y como inmediatamente comprendí que no podría evitar invitarlo a entrar, le estreché la mano. Colgamos los abrigos en el perchero de la reducida entrada, luego lo precedí hasta el salón y encendí las dos lámparas de pie. Se quedó plantado en medio de la habitación mirando a su alrededor. Dijo que nunca había estado allí. No, supongo que no, dije. Me preguntó que cuánto tiempo llevaba viviendo allí. Seis años, contesté. Pues sí, eso será, dijo él. Sí, asentí yo. Se quitó las gafas y se restregó un ojo. Lo invité a sentarse, pero se quedó de pie, limpiándose las gafas con un gran pañuelo mientras miraba al infinito, medio a ciegas, con los ojos entornados. Por fin volvió a ponerse las gafas. Pero si tienes teléfono, dijo. Sí, asentí. Pues no apareces en la guía, señaló él. No, contesté. Me senté. Él me miró. Le pregunté si le apetecía un café. No, gracias, contestó, además, iba a irse enseguida. Se sentó frente a mí.
Dijo que lo enviaba mi hermana, ella quería que fuera a verla, se había torcido un tobillo y quería hablarme de algo, él no sabía de qué, no se lo había querido decir, aunque, sí, por lo visto tenía algo que ver con la infancia, y cuando él le había dicho que por qué no me escribía, ella se había puesto histérica, había destapado un tubo de cola y lo había vaciado sobre la alfombra. ¿Un tubo de cola de pegar?, pregunté. Sí, contestó, cola para pegar fotos, estaba pegando unas fotos que se habían despegado de las páginas de un viejo álbum. Oskar volvió a quitarse las gafas para restregarse un ojo, luego volvió a sacar el pañuelo y se puso a limpiar los cristales. Voy a llamarla, dije. Sí, asintió él, así al menos sabrá que he estado aquí. Por cierto, prosiguió, si me das tu número de teléfono, podrá llamarte cuando quiera algo, así no tendré que atravesar media ciudad para venir a verte. No quería darle mi número, pero para no ofenderlo, dije que no lo recordaba. Me escrutó a través de sus gruesas lentes, resultaba algo incómodo, suelo mentir sólo como autodefensa, y en esos casos es probable que se me note, al menos tuve la sensación de que ese era exactamente el caso, y añadí que era un número que nunca usaba, pues uno no suele llamarse a sí mismo. No, claro que no, dijo, y lo dijo de un modo que me irritó, pues me sentía como si me hubiera regañado, y salí a coger el tabaco del bolsillo de la gabardina. Por desgracia no tengo otra cosa que ofrecerte que café, dije. Él no contestó. Me senté y encendí un pitillo. Tú sí que tienes suerte, dijo él. ¿Ah sí? Vives aquí completamente solo, señaló. Bueno, objeté, aunque estaba de acuerdo con él. Yo a veces no sé dónde meterme, dijo. No contesté. Me voy, dijo levantándose. Me dio un poco de pena, de modo que dije: ¿No estáis bien? No, contestó. Fue hacia la puerta. Lo seguí. Lo ayudé a ponerse la gabardina. Dijo: Se pondrá muy contenta si la llamas. Dice que eres la única persona que la quiere.
Seguramente tendría el teléfono al alcance de la mano, porque lo cogió de inmediato. Dije quién era. Ay, Otto, cuánto me alegro. Daba la sensación de ser sincera y no parecía histérica, y la conversación que siguió transcurrió en un tono calmado y amistoso. Al cabo de un rato me invitó a ir a verla, y yo acepté. Luego dijo: Porque no te habrás olvidado de nosotros, ¿no? ¿Olvidado de vosotros?, pregunté. No, dijo ella, de nosotros, de ti y de mí. No, dije. ¿Vienes mañana?, preguntó. Vacilé. Sí, contesté. ¿Sobre la una? Sí, asentí.
Al colgar el tubo del teléfono me sentía contento, casi eufórico, una sensación que me invade a menudo cuando he superado alguna dificultad, y me di un homenaje sirviéndome un cuarto de vaso de whisky, algo que no suelo hacer a esa hora del día. Mi euforia duraba, tal vez gracias al whisky, y me permití otro cuarto de vaso. Cerca de las siete y media salí de mi casa y me dirigí al Koryfee, un café que no hace honor a su nombre pero donde a veces me tomo una o dos cervezas.
Allí me encontré con Karl Homann, un hombre de mi edad que vive en el barrio y con quien tengo una relación algo forzada porque en una ocasión me salvó la vida. Por suerte no estaba solo, así que cuando me invitó a sentarme con él, me pareció que podía permitirme buscar una mesa para mí solo. Fui hacia el fondo del local. El hecho de haber tenido el coraje de rechazar su invitación me había alterado de tal manera que no descubrí a Marion, una mujer con quien había tenido una relación no del todo carente de dolor, hasta después de haberme sentado. Estaba sentada tres mesas más allá. Hojeaba un periódico y posiblemente aún no me había visto. Tampoco yo habría tenido necesariamente que verla a ella, y pedí una cerveza mientras esperaba la evolución de los hechos. No obstante, había algo insoportable en esa situación, y forcé que nuestras miradas se cruzaran. Y cuando al rato ella levantó la vista del periódico y me miró, comprendí que me había descubierto hacía tiempo. Le sonreí y levanté mi vaso. Ella levantó el suyo, dobló el periódico y se acercó a mi mesa. Me levanté. Otto, dijo, y me dio un abrazo. Luego añadió: ¿Puedo sentarme? Claro, contesté, pero me iré pronto, voy a casa de mi hermana. Cogió su vaso. Parecía algo alterada. Dijo que estaba encantada de verme, y yo dije que estaba encantado de verla a ella. Dijo que pensaba a menudo en mí. No contesté, aunque yo también pensaba en ella, pero, eso sí, con sentimientos algo contradictorios, en parte debido a su vehemencia sexual, a la que yo no había logrado corresponder, lo que en una ocasión, la última, le había hecho exclamar que un coito no es una misa. Le pregunté, para desviar la conversación, cómo se encontraba, y charlamos tranquilamente hasta que apuré mi vaso y dije que tenía que marcharme. Entonces ella también se iría, dijo. Después, al levantarnos, añadió: Si no hubieras tenido que ir a ver a tu hermana, ¿habrías querido venir a mi casa? Me habría sentido tentado, le contesté. Llámame alguna vez, dijo. Sí, contesté.
Me acompañó hasta la parada del autobús, allí se apretó contra mí, susurrando palabras atrevidas y frívolas que le hubieran causado un dilema mayor a mi cuerpo de no haber llegado el autobús, pero llegó, y ella volvió a decir: Llámame. Sí, contesté.