Él miró la larga melena rubia, la estrecha espalda, los recortes de periódico; yo también tenía carteles, pero hace diez mil días, hombres con banderas rojas dando grandes zancadas de continente en continente, con una hoz en la mano. ¿Qué significaba ese invento de las máscaras? ¿Es usted pintora? Pintora, lo que se dice pintora… contestó. No soy muy buena. ¿Quiere una copa de vino? Es dulce. Al sonreír me recuerda usted a Mardon, cuénteme algo de él, de cuando era pequeño. Supongo que era como todos los niños, contestó él, pero no era verdad, cazaba pájaros que encerraba en su habitación con el gato, y a los once años robaba libros de las estanterías de casa para pagarse la huida a Australia. No lo conocía bien, prosiguió, no hablaba mucho, y yo estaba siempre muy ocupado. ¿Cómo está? ¿Qué hace? Ya está aquí. Ella se acercó a la puerta y la abrió. El viejo (bueno, no soy tan viejo) se levantó y se frotó las palmas de las manos en la chaqueta. Dio dos pasos hacia delante, uno corto y otro un poco más largo. Se miraron en silencio. ¡Mardon, Mardon, qué te has hecho! Luego se dieron la mano en silencio. Tengo la mano húmeda, pensó, qué puedo decir, yo no tengo voz, él no tiene dedo índice, estoy llorando, dios mío, estoy llorando. Has llegado antes de lo previsto, dijo Mardon, pensaba que no… Se volvieron los dos a la vez y la miraron. Los ojos de la mujer estaban llenos de lágrimas. No puedo remediarlo, dijo ella, era tan… después de todos estos años, ustedes se han vuelto muy grandes. Apartaron la vista de ella y la posaron sobre la desgastada alfombra. Digan ustedes algo, alguno de los dos, cualquier cosa. ¿Encontraste la casa? Sí, pero no tienen número. Los roban apenas los ponen nuevos. Seguramente algún tipo que quiere que la gente se equivoque de casa. ¿Que roban los letreros de los números para que la gente se equivoque? No lo sé, pero no me extrañaría. ¿Habéis estado bebiendo vino? Sí, tu amiga ha sido muy amable… en tu habitación hacía mucho frío.
Se sentaron. Tengo que salir, pensó Mardon, tengo que salir a prepararme a que haya llegado. Pobre hombre, pobre diablo, la verruga junto a la nariz le ha crecido mucho, seguro que tiene cáncer, morirá antes de llegar a ser feliz, me da pena, si no hubiera sido mi padre, mi padre sentado solo en el banco del parque bajo la lluvia, mi padre en cuclillas detrás del sillón del salón en penumbra, creías que no te veía, mi padre encima del arcón de madera en el rincón más escondido del desván… las manchas casi invisibles en el suelo. Tengo que salir un momento, no tardaré mucho, una media hora, me he olvidado de una cosa. Su padre estaba junto a la ventana y lo vio andar a toda prisa por la calle. Si supieras lo solo que estoy, Mardon, eres lo único que me queda. Las farolas estaban encendidas. Pobre Mardon, le dijo Vera Dadalavi. Yo también me llamo Mardon. ¿Es verdad que lo llamó así por usted? No fue mi culpa, yo no estaba en casa. ¿Cree que volverá? Naturalmente, contestó ella, poniéndole una mano en el brazo. Mi padre también se llamaba Mardon, dijo él. Comprendo, contestó ella con dulzura. Siéntese. Tómese una copa de vino. Salud. Salud. Si está deprimido es porque ha hecho un largo viaje, uno se deprime fácilmente después de un viaje tan largo, pero se le pasará. ¿Está seguro de que no tiene hambre?
Cuando volvió, las copas y la botella estaban vacías. Aquí estoy, dijo, antes de descubrir que su padre no estaba. ¿Dónde está? En el servicio. Has estado bebiendo, Mardon, hora viene, pórtate bien con él, Mardon, es de esos a los que se puede aplastar entre dos uñas. Qué baño tan raro, dijo el padre, parecía haber estado riéndose. ¿Verdad que sí? dijo Mardon. Ven, vamos a celebrarlo, dijo, sacando una botella del bolsillo del abrigo. Nunca hemos bebido juntos, dijo el padre. Haz memoria, dijo Mardon, aquel restaurante detrás de la Plaza, ¿cómo se llamaba? Después del entierro, yo tenía frío por dentro, un restaurante pequeño con gamos en las paredes. Nos bebimos dos copas cada uno. ¿Te acuerdas? No, no me acuerdo. Supongo que tenía bastante en qué pensar. He olvidado muchas cosas. ¿Gamos en las paredes, dices? Sí, estuve allí después, cuando me hice lo suficientemente mayor para ir solo, entonces habían cambiado los animales por un papel pintado que imitaba al ladrillo, y detrás de la barra había una chica joven con los ojos más claros que he visto en mi vida, como si hubiese emergido directamente del mar. Era inusualmente hermosa, es decir, de la barra hacia arriba, el resto del cuerpo lo tenía muerto. Estaba sentada en una banqueta alta con ruedas, y se decía que la había atropellado un vehículo oruga. ¿Qué pasa? Nada, contestó el padre, nada. ¿Tiene algo en contra de que lo dibuje?, preguntó Vera. En absoluto, adelante, pero he de encontrar un sitio para… ¿hay un hotel por aquí cerca? Ni hablar, te quedarás en mi habitación, faltaría más. No es ninguna maravilla, nunca me he ocupado de acondicionarla, pero tengo sábanas limpias. Voy a hacer la cama, así estará hecha. No tardo nada. No quiero que te molestes… pero Mardon ya había salido por la puerta. Desaparece con cualquier pretexto, como si yo fuera un leproso, no debería haber venido. ¿Se ha fijado usted en que casi todos los seres humanos nos parecemos a un coche? preguntó Vera. No. Usted se parece a un Ford. Yo me parezco a un Volkswagen. Voy a ayudar a Mardon a hacer la cama, dijo él, levantándose de repente. La puerta estaba entornada y la abrió del todo. Mardon estaba tumbado en la cama mirando al techo. Me he mareado de repente, dijo. Se me pasará enseguida. Se levantó. No está mareado, se ha tumbado para matar el tiempo, no sabe cómo hacer pasar los minutos. Solo me quedaré esta noche, dijo, y Mardon preguntó ¿por qué? No contestó, y Mardon pensó, sí que me da pena, ¿por qué me da pena? ¿Y por qué, si me da pena, no puedo tratarlo bien? No debería ocupar tu cama… ¿dónde vas a dormir tú? En la habitación de Vera. Así que era eso. Abrió una puerta en la pared y sacó ropa de cama limpia. Soy su hijo, y por eso cree que tiene que quererme. Pobre maldito cojo, no se tiene un hijo impunemente. Me gustaría saber qué haría si empezara a llamarle Mardon. ¿Me ayudas con la funda del edredón, Mardon
el Grande
? Deja que te ayude, dijo el padre, mirando fijamente la mano de Mardon. ¿Qué te pasó en el dedo? Tuve una infección… nada importante. Bueno, ya está. Se las puede arreglar uno perfectamente sin un dedo, y más sin el dedo índice. ¿Volvemos?
Vera se había atado la larga melena rubia con una cinta marrón. Ajá, de modo que se acuestan juntos, pensó el padre. Ella le lleva al menos diez años. Yo me he acostado con demasiadas pocas mujeres en mi vida, con casi ninguna, no me atrevía, me asustaban, yo lo llamaba tener ética, algún nombre hay que poner a las debilidades de uno, así que por qué no ética, ahora entiendo lo que quiere decir ética. ¿Cómo están los vecinos?, preguntó Mardon. ¿Martens, por ejemplo? Ha muerto, ¿no lo sabías? Gracias a Dios, dijo Mardon, y su padre dijo pero qué dices. He de confesar, dijo Mardon, que hay algunas personas a las que he deseado ver a diez pies bajo tierra; una de esas personas es Martens, y ahora está allí. Salud. ¿Pero qué dices? ¿Qué te hizo? Se chivaba y mentía sobre mí, tú deberías saberlo… y una vez… bueno, lo mismo da. Martens y la señora Bauske eran de la misma ralea, pero ella no ha muerto ¿verdad que no? Murió hace medio año de cáncer. Tienes que perdonarme, pero no puedo decir que lo lamente. ¿Qué quieres decir, preguntó el padre, con que yo debería saber que Martens mentía sobre ti? No he querido decir exactamente eso, no digo que tú supieras que él mentía, pero cuando él se chivaba de mí, tú me castigabas, sin saber si era verdad lo que decía. Si, eso es verdad… dijo el padre, mirando la alfombra debajo de la silla… Mardon se levantó, le dio la espalda y pensó no debería haberlo dicho, tengo la mala costumbre de hurgar en el pasado, no he pretendido… si al menos hubiera sido mi intención herirle… Me desprecia, pensó el padre, si no, no me habría dicho eso. Lo ha llevado dentro todos estos años, y ahora me manda de nuevo a casa, con esa carga. Tengo que decir algo, pensó Mardon, ¿qué puedo decir? ¿Que no le guardo rencor? Esas cosas no se dicen, yo no las digo. No creas que te guardo rencor; si hubiera sido así, no te lo habría dicho. Sé, contestó el padre, que no he sido un buen padre para ti. Por qué no dejamos, dijo Mardon, de ser padre e hijo. Por qué no podemos ser simplemente personas, así no tenemos que pensar que deberíamos ser infalibles. Si no te llamaras Mardon, te pediría permiso para llamarte por tu nombre. ¿Por qué no Mardon? preguntó el padre. Porque eso, contestó Mardon, sería como hablarme a mí mismo. Vera se echó a reír. No es motivo de risa, Vera. Imagínate que todos fuéramos solo seres humanos, no parientes, con quienes se deben tener determinados derechos y deberes, quiero decir. Esta idea debía tener Jesucristo al llamar a su madre mujer. Salud, hombre. El padre levantó la copa. Por lo menos tengo que impedir que se beba la botella entera él solo. Salud, Mardon. Qué graciosos sois, dijo Vera. No le hagas caso, dijo Mardon, solo con ver a un niño bizco se le saltan las lágrimas. El padre bajó la vista. No destaca exactamente por su tacto. Así que no le gusta llamarse como yo. Mardon Lender segundo, y Mardon Lender tercero. ¿Te has sentido alguna vez incómodo por llamarte igual que tu abuelo y que yo? Mardon lo miró. Claro que sí. Ya que lo preguntas, he de confesar que a menudo me he preguntado qué es lo que hace a los padres poner a sus hijos el nombre de su progenitor. Las dos razones más a mano son, claro está, bueno, no te lo tomes a mal, que el padre, con o sin razón, se tiene a sí mismo en muy alta estima. O que la madre tal vez no esté del todo segura de que el niño es hijo de su marido. No hables así de tu madre, dijo el padre, enderezándose en la silla. ¿Por qué no? Porque… Se levantó. Dejemos ya ese tema. No estoy… No estoy acostumbrado a beber. Si no te importa, me gustaría acostarme… ha sido un día muy largo. Cogió la maleta y el abrigo. Claro que sí. Espero que duermas bien. Seguro. Buenas noches.
Mardon oyó los irregulares pasos de su padre por el pasillo y se miró el trozo de dedo. El padre encendió la luz y cerró la puerta tras él. Dejó el abrigo encima de la cama, soltó la maleta y se quedó mirando el cuarto desnudo y frío. ¿No te da pena?, preguntó Vera. Sí, contestó Mardon, sin dejar de mirarse el trozo de dedo índice. El padre se acercó a la ventana y bajó una persiana agujereada con el dibujo de una niña sentada en la hierba bajo un gran árbol. ¿No quieres ir a verlo?, le preguntó Vera. No contestó. El padre miró la niña en la hierba y pensó que si su hijo supiera lo que significa tener ya casi toda la vida a las espaldas… No tengo tiempo de esperar en vano. Mardon se llenó la copa y bebió. Sabía que sería así, lo sabía. ¿Qué puedo hacer, Vera? Ve a su habitación y dile algo, algo que le haga sentirse bien, no sé qué, cualquier cosa, lo que le dirías si supieras que iba a morir esta noche, la mentira más grande que te puedas imaginar, por ejemplo, así sabrás que no volverá a su casa más pobre de lo que ha venido. Mardon se volvió y la miró. El padre se acercó a la maleta, la puso encima de la mesa y la abrió. Deslizó los dedos por los dos primeros álbumes. Solo digo lo que siento, y sin embargo, tengo remordimientos. ¿Por qué, Vera? ¿Puedes explicármelo? Tú mismo has dicho, Mardon, que los remordimientos son la puerta al subconsciente, a lo olvidado. El padre sacó los álbumes de la maleta y abrió uno de ellos. Mardon, cinco años. Mardon en el jardín de la abuela. Mardon en la playa. Mardon en su primer día de colegio. Debería haber omitido el nombre. Verano de 1948. Dios mío, ahí está Martens, justo detrás de él, con una mano en mi hombro, no éramos tan buenos amigos. Mardon se levantó. Voy a ir a preguntarle si necesita algo. El padre arrancó la foto y se la metió en el bolsillo. Llamaron a la puerta. Adelante. Solo quería preguntarte si necesitas algo. Cerró la puerta tras él. ¿Qué tienes ahí? Ah, una cosa que he traído, pensé que tal vez te… Los hice al principio para mí, lo verás por lo que escribí, pero si quieres… son tu infancia. Cerró el álbum y retrocedió un paso. Cuando pienso, pensó Vera, que Dios no existe… Claro que sí, dijo Mardon, claro que los quiero, muchísimas gracias, padre, gracias. Vera se quitó el collar de guisantes secos pintados y lo dejó en el platillo de cristal que tenía junto al gran despertador verde. No recuerdo haber visto nunca estas fotos, dijo Mardon. Si hay algunas que no te interesan, puedes quitarlas. Vera levantó la cabeza y se miró en el espejo. Oh, Dios mío. Muchas gracias, padre. Lo había llamado padre. Lo he llamado padre, no puede pedirme más. Había dicho padre. Mi chico, mi hijo. Ella se quitó la cinta marrón y sacudió la melena, separó un poco los pies, cogió el cepillo del pelo, se miró a los ojos, pasó la lengua por la parte de atrás de los dientes de arriba, levantó el cepillo, se fijó en una espinilla que tenía debajo de la comisura izquierda de los labios, dejó el cepillo, adelantó la barbilla, colocó los dedos índice a ambos lados del punto negro y apretó de tal manera que la espinilla salió serpenteando por el poro, la cogió con una uña, oyó pasos en el pasillo, se limpió la grasa blanca en la falda, cogió la borla de los polvos, vio que la puerta se abría y que Mardon entraba con dos álbumes de fotos bajo el brazo. El padre se puso a desnudarse bajo la bombita desnuda. Le han hecho ilusión los álbumes. Era evidente, lo que pasa es que le cuesta mucho mostrar sus sentimientos, eso lo ha heredado de mí. Así que bebimos juntos después del entierro, se me había olvidado, debió de significar mucho para él. Mardon tiró los álbumes sobre el sofá. Mi pasado, una cariñosa advertencia sin segundas intenciones, claro. Míralo. Ella lo miró. El padre se puso el pijama encima de la ropa interior, apagó la luz y se acostó. Se quedó mirando la cruz de los cristales tras la persiana un buen rato. Dentro de tres días habrá luna llena. Ahora están mirando los álbumes. No voy a poder dormir. Cada vez que abría los ojos miraba fijamente la cruz. Al menos te has ahorrado los años cortos, María, los años cortos y las noches largas. No te dio tiempo a tener miedo a la muerte, miedo no, no quiero decir miedo. Mardon… el corazón le latía más deprisa, aunque sabía que no eran más que imaginaciones suyas: nadie había susurrado su nombre. Puedo abrir los ojos cuando quiera… también puedo encender la luz. No es necesario, basta con pensar en otra cosa. Estoy en mis cabales. Están hojeando los álbumes. O tal vez estén haciendo el amor. Yo la habría preferido un poco más llenita, no tan esbelta, cada cual tiene su gusto, no es que la hubiera rechazado, pero si hubiera sido uno de esos oficiales alemanes que tenían a las mujeres alineadas ante ellos, libres de señalar —con la fusta— a la que querían, yo habría escogido a una bajita, algo llenita y con cara de estar asustada. Habría… no, no es verdad, uno piensa lo que uno no hace, lo que no es capaz de hacer. Si yo soy un cerdo, todos son unos cerdos. No he hecho nada de lo que me arrepienta, lo único de lo que me arrepiento es de lo que no he hecho.