Read Cuentos reunidos Online

Authors: Askildsen Kjell

Tags: #Cuento

Cuentos reunidos (6 page)

Me desnudé en la oscuridad porque tenía dentro una imagen inventada de Elisabeth que me temía que no aguantara la luz. Y tal vez llevé conmigo esa imagen hasta que me dormí porque durante la noche tuve un sueño en el que una mujer estaba atada al vientre de un gran animal.

A la mañana siguiente llovía, una lluvia silenciosa y densa. Oí ruidos en el piso de abajo. No quise levantarme, prefería esperar hasta que Daniel y Elisabeth se hubiesen ido a trabajar. Mientras esperaba me quedé dormido.

Volví a despertarme sobre las nueve, y veinte minutos más tarde bajé la escalera y entré en el salón. Ya no llovía e intenté salir al jardín, pero la llave de la puerta de la terraza no estaba. Entré en la cocina. La mesa estaba puesta para mi desayuno, y junto al plato había una nota: Qué pena que tengas que marcharte. También Elisabeth lo siente. Espero que no sea nada grave. Por favor, deja la llave debajo de uno de los asientos de la terraza. Daniel.

Leí la nota dos veces. Por fin entendí.

Dejé la nota exactamente donde la había encontrado, subí al piso de arriba y entré en el dormitorio de Elisabeth y Daniel. Nunca había estado allí. La cama estaba hecha. No buscaba nada en especial. De los respaldos de las sillas no colgaba prenda alguna, y no había nada en las mesitas que indicara quién dormía dónde. Abrí la puerta de un armario empotrado donde colgaban vestidos y trajes. No buscaba nada en especial. Salí del dormitorio y fui a mi habitación. Me puse a hacer la maleta. No tardé nada. La bajé hasta la entrada. Faltaban aún casi dos horas para la salida del tren. Me senté en el salón. Tenía en la cabeza un obstinado pensamiento que no había cesado desde que leí su nota: Siento lo de Elisabeth. Espero que no sea nada grave. Dale recuerdos. Dejo las llaves en el buzón. Frank.

Vaya

Un día de verano que no llovió me entraron ganas de moverme, o al menos, de dar una vuelta por la manzana. La idea me animó, de repente me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no me sentía de tan buen humor. Hacía tanto calor que creí poder ponerme los calzoncillos cortos, pero al ir por ellos, me acordé de que los había tirado el año anterior en un ataque de melancolía. No obstante, la idea de los calzoncillos cortos se hizo tan imperiosa que corté las perneras de los calzoncillos largos que llevaba puestos. Nunca se es tan viejo como para perder la esperanza.

Era extraño salir después de tanto tiempo, aunque todo me resultaba familiar, claro está. Escribiré sobre esto, pensé, y de repente en medio de la acera noté una erección, pero no importaba, porque los bolsillos de los pantalones eran amplios y profundos.

Al llegar a la primera esquina —tardé mucho, porque aunque el espíritu iba muy dispuesto, las piernas no acompañaban— descubrí que al fin y al cabo no me apetecía dar una vuelta por la manzana. Ya que era verano quería ver algo verde, aunque sólo fuera un árbol, así que seguí recto. Hacía calor, tanto calor como cuando era niño, y me alegré de llevar los calzoncillos cortos. Y con la erección bajo un hábil control, me sentía bien. Puede que suene exagerado, pero así era.

Cuando ya casi había dejado atrás tres casas, oí a alguien gritar mi nombre. Aunque sonaba a voz de viejo, no me volví, pues hay muchos que se llaman Thomas. Pero al tercer grito miré hacia donde sonaba la voz, era un día tan poco corriente… Todo podía suceder. Y allí estaba, en la acera de enfrente, el viejo profesor Storm, del instituto. «Félix», grité, pero estaba tan poco acostumbrado a usar la voz que no me salió gran cosa. Nos separaba un denso tráfico, y ni él ni yo nos atrevíamos a cruzar la calle, habría sido estúpido perder la vida de pura alegría, cuando me había aguantado sin ella durante tanto tiempo. Así que lo único que pude hacer fue gritar su nombre una vez más y saludarlo con el bastón. Sentí una gran decepción, pero al menos era un consuelo saber que me había visto y llamado por mi nombre. «Adiós, Félix», grité, y me dispuse a seguir mi camino.

Pero cuando llegué al siguiente cruce allí estaba él, justo delante de mí, de modo que me había puesto triste sin motivo alguno. «Thomas, viejo amigo —dijo—, ¿dónde diablos has estado?». No quería decírselo, así que no le contesté, pero dije: «El mundo es grande, Félix». «Y todos están muertos o casi muertos». «Sí, sí, la vida exige lo suyo». «Bien dicho, Thomas, bien dicho». A mí no me pareció bien dicho en absoluto, y casi para hacerme merecedor de sus elogios dije: «Mientras tengamos sombra, hay vida». «Pues sí, sí, la maldad no tiene fin». En ese momento empecé a preguntarme si no estaba chocheando, y decidí ponerlo a prueba. «El problema no es la maldad —dije—, sino la insensatez, por ejemplo, la de esos jóvenes montados en motos enormes». Me miró un buen rato y dijo: «Creo que ahora no entiendo muy bien lo que quieres decir». Como yo no quería conseguir una victoria a su costa, me limité a decir, como por casualidad: «Pues eso, ¿qué es en realidad la maldad?». Huelga decir que no supo contestar, no era teólogo,

Y yo me apresuré a añadir: «Pero no hablemos de eso. ¿Cómo estás?». Era evidente que lo había puesto de mal humor, porque primero miró detenidamente el reloj y luego dijo: «Cada vez que me encuentro con alguien, me siento más solo que antes». No era precisamente una frase agradable, pero hice como si nada. «Pues sí —dije—, así es». Me di cuenta de que si no me daba prisa en despedirme, él lo haría primero, pero no me di la suficiente prisa, de modo que se me adelantó. «Tengo que irme, Thomas, he dejado las patatas en el fuego». «Ah, sí, las patatas», contesté. Entonces le di la mano y dije: «Bueno, por si no volvemos a encontrarnos». Dejé las palabras suspendidas en el aire, porque era una de esas frases que quedan mejor inacabadas. «Sí», dijo, y me estrechó la mano. «Adiós, Félix». «Adiós, Thomas».

Di media vuelta y regresé a casa. No había visto nada verde, pero, ¡vaya!, ¡cuántos acontecimientos para un solo día!

El clavo en el cerezo

Mi madre estaba en el jardincito de detrás de la casa, de eso hace ya mucho tiempo, yo era mucho más joven entonces. Estaba clavando un largo clavo en el tronco del cerezo, yo la veía desde la ventana del segundo piso, era un día bochornoso y nublado del mes de agosto, la vi colgar el martillo del clavo. Luego fue hasta la valla de madera al final del jardín, donde permaneció mucho rato, completamente inmóvil, contemplando el extenso descampado sin árboles. Bajé por la escalera y salí al jardín, no quería que se quedara allí, pues quién sabía lo que podía estar viendo. Me acerqué a ella. Me tocó el brazo, me miró y me sonrió. Había llorado. Dijo sonriendo: No aguanto más, Nicolay. De acuerdo, dije. Fuimos hasta la casa y entramos en la cocina. En ese momento llegó Sam quejándose del calor, y mi madre puso agua para el té. Las ventanas estaban abiertas. Sam hablaba a mi madre de una cama que causaba dolores de espalda a su mujer, y yo subí directamente a la habitación que llamábamos la habitación de Sam, porque él era el mayor y el primero que había tenido su propio cuarto. Me quedé de pie en medio del cuarto de Sam dejando pasar el tiempo, luego volví a bajar. Sam estaba hablando de un motor fuera de borda. Mi madre echó azúcar al té y no paraba de removerlo con la cucharita. Sam se secó la nuca con un pañuelo azul, no podía soportar mirarlo, dije a mi madre que iba a comprar tabaco, y estuve fuera un buen rato, pero cuando volví, él seguía allí. Hablaba del entierro, de que el reverendo había encontrado justo las palabras adecuadas. ¿Tú crees?, preguntó mi madre. Le pregunté a Sam por la edad de su hijo. Me miró. Siete, dijo, pero si ya lo sabes. No contesté, él seguía mirándome, mi madre se levantó y llevó las tazas al fregadero. Entonces empieza ahora el colegio, dije. Evidentemente, contestó, todos empiezan el colegio a los siete años. Sí, ya lo sé. Me levanté y fui hasta la entrada y luego subí al cuarto de Sam, sentía como si tuviera la cabeza en el fondo de un lago. Metí el paquete de tabaco en la maleta, la cerré con llave y me metí la llave en el bolsillo. No, me dije a mí mismo. Volví a abrir la maleta, saqué el paquete de tabaco, saqué el otro paquete del bolsillo y volví a bajar a la cocina con los dos paquetes de tabaco en la mano. Sam dejó de hablar. Mi madre estaba secando los cacharros con un paño de cuadros rojos y blancos. Me senté, dejé los dos paquetes de tabaco en la mesa y empecé a liarme un cigarrillo. Sam me miró. Se hizo el silencio durante un buen rato, hasta que mi madre se puso a tararear. Y tú, dijo Sam, sigues con lo tuyo. Sí, contesté. Jamás lo comprenderé, gente adulta escribiendo poesía. Quiero decir, sin hacer nada más. Bueno, bueno, Sam, dijo mi madre. Pues no lo entiendo, insistió Sam. Lógico, contesté. Me levanté y salí al jardín. Me resultaba demasiado pequeño, salté la valla y eché a andar por el descampado. Quería ser visible, pero a distancia. Anduve unos ochenta o noventa, tal vez cien metros, entonces me detuve y volví la cabeza. Podía ver la mitad del coche de Sam a la derecha de la casa. El aire no se movía. Apenas sentía nada. Me quedé mirando la casa y el coche durante mucho tiempo, tal vez un cuarto de hora, tal vez incluso más, hasta que Sam se fue, a él no lo vi, sólo el coche. Unos instantes después, salió mi madre, y cuando vi que me había visto, volví al jardín. Dijo que Sam había tenido que marcharse. Te manda recuerdos, dijo. ¿De veras?, pregunté. Es tu hermano, señaló ella. Pero, madre, dije. Entonces ella meneó la cabeza sonriendo. Le dije que por qué no se iba a descansar un rato. Asintió. Entramos. Se detuvo en medio de la habitación. Abrió la boca de par en par como si fuera a gritar, o como si le faltara el aire, luego la volvió a cerrar y dijo con un hilo de voz: Creo que no voy a superarlo, Nicolay. Quisiera morirme. La cogí por los estrechos y picudos hombros. Madre, dije. Quisiera morirme, repitió. Sí, madre, dije. La conduje hasta el sofá, estaba llorando, le tapé las piernas con una manta, apretó los ojos y lloró ruidosamente, yo estaba sentado en el borde del sofá mirando las lágrimas y pensando en mi padre, pensando en que ella seguramente lo había amado. Puse una mano sobre su pecho, de alguna manera era consciente de lo que hacía, y ella dejó de apretar los ojos, pero no los abrió. Ay, Nicolay, dijo. Duerme, madre, dije. No retiré la mano. Al cabo de un rato, ella respiraba tranquilamente, y entonces me levanté, fui a la entrada y subí al cuarto de Sam. Faltaban casi cinco horas para la salida del tren, pero estaba convencido de que ella lo comprendería. Hice la maleta, coloqué el traje negro en la parte de arriba. Tenía la sensación de que mi cabeza estaba en un gran espacio. Bajé por la escalera y salí. Fui andando hasta la estación, estaba lejos, pero me sobraba tiempo. Iba pensando en que ella tenía que haber amado a mi padre, y que Sam…, que ella seguramente también lo quería a él. Y pensé: No importa.

El punto de apoyo

Hace unos meses vino a verme mi casero. Llamó tres veces a la puerta antes de que me diera tiempo a abrir, y eso que fui lo más rápidamente que pude. No podía saber que era él. Por aquí viene muy poca gente, casi todos miembros de sectas religiosas que me preguntan si estoy en paz con Dios. Me produce cierto placer, pero nunca los dejo pasar de la puerta, pues la gente que cree en la vida eterna no es racional, no se sabe lo que puede llegar a hacer. Pero esta vez era, como ya he dicho, el casero. Le había escrito hacía casi un año para informarle que la barandilla de la escalera estaba rota, y pensé que venía por eso, así que lo dejé entrar. Miró a su alrededor. «Vive usted bien aquí», dijo. Era una afirmación bastante tendenciosa, que me hizo ponerme a la defensiva. «La barandilla de la escalera está rota», dije. «Sí, ya lo he visto. ¿La rompió usted?». «No, ¿por qué yo?». «Supongo que es el único que la usa, porque, aparte de usted, sólo vive gente joven en este portal, y no creo que se haya roto sola, ¿no?». Era obviamente una persona intratable y no quise entrar en ninguna discusión con él sobre cómo y por qué se estropean las cosas, de modo que dije escuetamente: «Como usted diga, pero yo necesito esa barandilla, estoy en mi derecho». No contestó nada a eso, a cambio, dijo que subiría el alquiler un veinte por ciento a partir del mes siguiente. «¿Otra vez? —dije—, y un veinte por ciento nada menos». «Debería ser más —contestó—, esta finca no produce más que pérdidas, pierdo dinero con ella». Hace mucho que dejé de discutir de economía con personas que dicen perder dinero con algo de lo que podrían haberse desprendido hace treinta años, de modo que no dije nada. Pero no le faltó ningún argumento para seguir con el tema, es de ese tipo de personas que funcionan solas. Se puso a disertar sobre todas las demás fincas que también daban pérdidas, resultaba lamentable escucharlo, debía de ser un capitalista muy pobre. Pero no dije nada, y por fin cesaron las lamentaciones, ya iba siendo hora. En cambio me preguntó, sin ninguna razón aparente, si creía en Dios. Estuve a punto de preguntarle a qué dios se refería, pero me limité a negarlo con la cabeza. «Pues tiene que hacerlo», dijo, así que después de todo había dejado colarse a uno de ellos en mi casa. En realidad no me sorprendió, pues es bastante corriente que la gente con muchas propiedades crea en Dios. Ahora bien, no quise darle pie para que pasara a otro tema, pues había tomado la firme determinación de no dejar pasar a los evangelistas de la puerta, de modo que no lo dejé seguir. «Así que sube el alquiler un veinte por ciento —dije—, presumo que ese es el motivo de su visita». Al parecer, mi resistencia lo pilló de sorpresa, pues abrió y cerró la boca un par de veces sin que saliera de ella sonido alguno, algo, me imagino, poco corriente en él. «Y espero que se ocupe de arreglar la barandilla», proseguí. Se puso rojo. «La barandilla, la barandilla —dijo impaciente—, vaya lata que está dando con la barandilla». Me pareció muy mal que dijera eso y me irrité. «Pero ¿no entiende usted —dije—, que en algunas ocasiones esa barandilla es mi punto de apoyo en la vida?». Me arrepentí por haberlo dicho, pues las formulaciones precisas deben reservarse para personas reflexivas, si no, pueden surgir complicaciones. Y surgieron complicaciones. No tengo fuerzas para repetir lo que me dijo, pero en su mayor parte trataba del más allá. Al final añadió algo sobre estar con un pie en la tumba, se estaba refiriendo a mí, y entonces me enfadé. «Deje ya de molestarme con su economía», le dije, porque en realidad era de lo que se trataba. Como no se disponía a marcharse, me permití dar un golpe en el suelo con el bastón. Entonces se marchó. Fue un alivio, me sentí contento y libre durante unos cuantos minutos, y recuerdo que me dije a mí mismo, para mis adentros, claro: «No te rindas, Thomas, no te rindas».

Other books

Aftershock by Sylvia Day
Scratch by Mel Teshco
Conard County Spy by Rachel Lee
The Trojan War by Barry Strauss
The Musashi Flex by Steve Perry
A Court Affair by Emily Purdy
Cowboy Up by Vicki Lewis Thompson
Illusions by Richard Bach
Spider Dance by Carole Nelson Douglas