Cuando una hora más tarde fui a acostarme, Lucy ya estaba dormida. Permanecí mucho tiempo despierto, y a la mañana siguiente me acordaba de todo. Llovía. Intenté imaginarme que era una mañana de domingo cualquiera, pero no lo conseguí. Desayunamos en silencio, es decir, Lucy mencionó un par de asuntos triviales, pero yo no contesté. Luego añadió: No hace falta que estés tan callado por mí. En ese instante todo se me volvió negro por dentro. Tenía el cuchillo en la mano y golpeé el mango con tanta fuerza contra el plato, que estalló. Luego me levanté y salí de la habitación gritando: ¡Pobre Joachim, pobre Joachim!
Unas horas más tarde, volví a casa. Había pensado decirle que lamentaba no haber sido capaz de controlarme. La casa estaba a oscuras. Encendí las luces. En la mesa de la cocina había una nota en la que ponía: «Sí. Te llamaré mañana u otro día. Lucy».
Así salió de mi vida. Después de ocho años. Al principio me negué a creerlo, estaba seguro de que al cabo de un tiempo se daría cuenta de que me necesitaba tanto como yo a ella. Pero no se dio cuenta, ahora lo sé, he de aceptarlo, no era la que yo creía que era.
Era domingo por la mañana temprano. Yo había tomado una tumbona de la terraza y me la había bajado hasta un rincón del jardín, al fondo, junto al asta. Allí me puse a leer
Esch o la anarquía
. Mi hermano y mi cuñada no se habían levantado aún. De vez en cuando echaba una mirada hacia la casa, hacia la ventana de su dormitorio, pero la persiana seguía bajada. Llegué a la parte en la que Esch seduce a la madre Hentjen, empujándola hasta su cama de matrimonio dentro de la oscura alcoba, y noté cómo esa escena, parecida a una violación, me excitaba. Y cuando Elisabeth, mi cuñada, justo en ese instante apareció en la ventana abierta del dormitorio, fingí no haberla visto.
Al poco rato me llamó para que fuera a desayunar. Estábamos los dos solos. Dijo que a Daniel le dolía la cabeza. Estaba sentada frente a mí, y yo encontré aún más placer en mirarla ahora que la noche anterior, lo que en parte podía deberse a que la excitación aún no me había abandonado del todo. La mayor parte del tiempo, Elisabeth miraba el plato, y las pocas veces que su mirada se cruzaba con la mía, se apresuraba a desviarla. Más bien con el fin de alejar un silencio ya muy embarazoso le hice alguna que otra pregunta de las que resulta natural hacer a una cuñada a la que sólo hace veinticuatro horas que conoces. Y ella contestaba con una solicitud inusual, como si cada nueva pregunta fuera una tabla de salvación. Pero seguía evitando que nuestras miradas se cruzaran, y ese retraimiento en ella dejaba gran libertad de movimiento a mis ojos. Y lo que vi me hizo fantasear con imágenes que tenían un referente claro en la reticente sumisión de madre Hentjen en la oscura alcoba.
Después del desayuno atravesé andando la ciudad y fui a ver a mi madre. Hijo mío, dijo, acariciándome la mejilla. Había envejecido mucho, apenas quedaba nada de lo que había sido. Fui delante de ella hasta la cocina y me senté junto a la mesa. Pero, Frank, dijo, vamos a sentarnos al salón. ¿Por qué no nos quedamos aquí?, pregunté. Puso agua para el café y me dio las gracias por las postales, sobre todo por la de Jerusalén. Imagínate, has estado en Jerusalén, dijo. ¿Estuviste en el Gólgota? No, contesté, allí no. ¿Ah no?, qué pena, exclamó ella. Tu padre y yo hablábamos a menudo de ello, el lugar que más nos hubiera gustado visitar era Jerusalén, y en especial el Gólgota y Getsemaní. No contesté, pero le sonreí. Puso dos tazas en la mesa y me preguntó si quería bizcocho. Contesté que acababa de desayunar. Miró el reloj del estante de la cocina junto a la ventana y me preguntó qué opinaba de Elisabeth. Dije que me parecía muy agradable. ¿Te lo parece?, preguntó. Bueno, espero que tengas razón. ¿Qué quieres decir con eso?, pregunté. Pues no sé, contestó, pero no creo que sea muy buena para Daniel. Ninguna es lo suficientemente buena para Daniel, señalé. Bueno, dijo ella, dejemos el tema. Estuvimos un rato sin hablar de eso ni de nada. Llevaba dos años sin verla; el tiempo y la distancia me habían hecho reprimir mi aversión hacia ella, pero ahora volvió a aparecer. No has cambiado, dijo ella. No, contesté, lo hecho, hecho está.
Permanecí sentado en su cocina casi una hora; evité cuanto pude los temas que acentuaban la distancia entre los dos, y la visita podría haber acabado con una nota conciliadora de no haber sido porque se sintió obligada a contarme cuántas oraciones había dirigido a Jesucristo para que yo volviera a encontrarlo. La escuché un rato, y al final dije: Deja eso, madre. No puedo, contestó, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Me levanté. Entonces es mejor que me vaya, dije. Qué duro eres, exclamó. ¿Yo?, pregunté. Me acompañó hasta fuera. Gracias por haber venido, dijo. Que te vaya bien, madre, contesté. Dale recuerdos a Daniel, dijo ella. ¿Y a Elisabeth no?, pregunté. Sí, sí, a ella también. Dios te bendiga, hijo mío.
Me fui derecho al restaurante de la estación y me bebí dos jarras grandes de cerveza. Me tranquilicé un poco. Llegó un tren procedente del sur. Estuvo un par de minutos parado, y justo antes de volver a ponerse en marcha, Daniel salió de uno de los vagones. Con una sensación intuitiva de haber visto algo que no hubiera debido, giré rápidamente la cabeza en otra dirección. Cuando ya no podía ver el tren, volví a mirar el andén. Estaba desierto. Seguí un rato sentado, apuré el vaso y me fui.
Cuando volví a casa de mi hermano, él aún no había llegado. Dije a Elisabeth que mi madre me había dado recuerdos para ella. ¿No te encontraste con Daniel?, preguntó. No, contesté. Fue a buscarte, dijo ella. ¿A casa de mi madre?, pregunté. Sí, respondió.
Fui al salón por
Esch o la anarquía
, luego bajé a la tumbona del jardín. Estaba al sol, y me la llevé a la sombra del manzano. Elisabeth salió a la terraza, me preguntó si quería un café y al poco rato me lo trajo. Era menuda y delgada, y viéndola cruzar el césped pensé que sería fácil tomarla en brazos. Muchas gracias, Elisabeth, dije. Sonrió y volvió a entrar enseguida. Yo me quedé sentado, reflexionando sobre la distancia entre un pensamiento atrevido y un acto concreto.
Media hora más tarde llegó Daniel. Se había puesto un pantalón corto y una camisa de colores chillones que no se había abrochado, dejando al descubierto ese pecho velludo que hacía mucho tiempo yo le había envidiado. Se tumbó en la hierba y cerró los ojos al sol. Charlamos un poco sobre casi nada. Una mujer abrió una ventana en la casa de al lado, y al instante salió al jardín y se sentó de tal manera que yo podía verla. Daniel habló de un colega al que yo, según él, conocía, y que había muerto de cáncer de colon hacía poco. La mujer del jardín vecino volvió a entrar en la casa. Me aburría. Dije que necesitaba ir al baño, y me llevé la taza vacía. Elisabeth no estaba ni en el salón ni en la cocina. Subí a mi habitación. Por la ventana vi que Daniel se había levantado y estaba hojeando
Esch o la anarquía
. No creo que ese libro esté indicado para ti, pensé. La vecina volvió a salir de la casa; la vi abrir la boca y a Daniel acercarse a la valla. Me tumbé en la cama y pensé que no debería haber ido allí, que debería haberme acordado de lo poco que Daniel y yo tenemos en común. Sólo me quedé tumbado unos minutos, luego volví a bajar y salí al jardín. Daniel ya no estaba allí. Me senté en la tumbona, cogí el libro y me puse a leer. Al cabo de un rato retrocedí unas páginas para leer una vez más aquella escena entre Esch y la madre Hentjen, pero en ese instante Daniel salió por la puerta de la terraza de la casa de al lado. Parecía muy contento. He tenido que ayudar a la vecina a mover un armario, dijo. Acto seguido fue hasta el grifo del sótano y se lavó las manos. ¿Quieres una cerveza?, gritó. Sí, gracias, contesté. Dejé el libro en la hierba. Volvió con dos botellas de medio litro de cerveza. ¿Elisabeth nos ha abandonado?, pregunté. Enseguida vuelve, contestó. Se tumbó en la hierba y me dijo que no debería estar a la sombra. No contesté. Ay, qué bien se está, dijo. Yo seguía sin contestar. ¿No te parece? Pues sí, dije. Llegó Elisabeth. Me levanté. Siéntate aquí, dije, voy por otra silla. Dijo que ella misma podía ir por una. Subí a la terraza y volví con una silla plegable. Ella aún no se había sentado. Gracias, dijo. Mi hermano es un caballero, intervino Daniel. Sí, asintió Elisabeth. Se sentó de forma que podía vernos tanto a Daniel como a mí. Quiero causarle buena impresión, dije. ¿Lo oyes, Elisabeth?, preguntó Daniel. Sí, contestó ella. Cuando eras un chiquillo, dijo Daniel, siempre le traías ramos de flores silvestres a mamá, ¿te acuerdas? Me acordaba. No, contesté, no me acuerdo. ¿No te acuerdas? Ella decía siempre que tú eras su niño, y a veces te daba una rebanada de pan blanco con un montón de azúcar encima. ¿No recuerdas que una vez te la quité de la mano y la pisoteé en la gravilla delante de la escalera? No, contesté, no lo recuerdo. No recuerdo nada de cuando era pequeño. Tendrías al menos siete u ocho años, señaló él. Yo tampoco recuerdo apenas nada de cuando era pequeña, apuntó Elisabeth. Daniel se rió. ¿De qué te ríes?, preguntó Elisabeth. De nada, contestó. Elisabeth agachó la cabeza y la mirada, no pude ver sus ojos. Luego hizo un brusco movimiento con la cabeza y se levantó. Tengo que ir a…, dijo. Y se fue. Cerré los ojos. Daniel se quedó callado. Me puse a pensar en que mi hermano había cambiado algo en la historia de la rebanada de pan: él se había comido la mitad de la rebanada, y yo fui el que se la quitó de las manos de tal forma que acabó en la gravilla. Abrí los ojos, lo miré, y sentí un ligero malestar al contemplar su pecho cubierto de vello. Estaba haciendo chasquear sus finos labios, luego dijo: ¿Qué te parece ella? Me gusta, contesté. Se incorporó y le dio un trago a la botella, luego se echó hacia atrás y miró al cielo, pero no dijo nada. Yo me levanté y fui por el césped hacia la pequeña huerta donde se cultivaban lechuga, cebollino y una fila de guisantes. Pensé: ¿Cómo voy a aguantar aquí una semana entera? Tomé una vaina de guisantes, y Daniel gritó: Elisabeth juega al autoabastecimiento. Me comí los guisantes, volví a donde estaba Daniel, y dije: Siempre he deseado tener una huerta con guisantes, rábanos y nabos. En ese caso, dijo Daniel, Elisabeth sería la mujer ideal para ti. ¿Ya no la quieres?, pregunté. Me miró. ¿Qué quieres decir? Era una broma, contesté. Siguió mirándome un rato, luego se tumbó y cerró los ojos. Dije que tenía que escribir una carta, cogí el libro y me fui. En la escalera hacia el primer piso me crucé con Elisabeth. Qué huerta tan bonita tienes, dije. Ah, sí, contestó. He probado los guisantes, añadí. Ella estaba un escalón por encima de mí y nos hallábamos justo frente a frente. De nuevo pensé: Sería muy fácil tomarla en brazos. Cómete todos los que quieras, dijo ella. Gracias, contesté.
Aparté la mirada y ella acabó de bajar. Podría haberle mantenido la mirada un poco más, pensé. Entré en mi habitación y me tumbé en la cama.
Me despertó un rayo. El cielo estaba oscuro y noté frío. Me levanté y cerré la ventana. Un rayó reventó la capa de nubes, y al cabo de unos instantes empezó a caer un tremendo aguacero. Era bonito verlo.
Bajé al salón. Daniel estaba en la puerta de la terraza. La tormenta me había vuelto conciliador; me acerqué a él, y dije: ¿A que es fantástico? ¿Fantástico?, se extrañó. Se caerán todos los frutos verdes de los manzanos, y mira los guisantes. Los miré: algunos tallos estaban aplastados. Pues sí, es una pena, dije, pero se pueden atar. No creo, objetó él. Pues sí, dije, yo lo haré.
Al cabo de un rato la tormenta se alejó, y las hojas y la hierba brillaban al sol. Le pedí una cuerda a mi hermano. Pídesela a Elisabeth, dijo. Ella estaba en la cocina. Parecía haber llorado. Me dio un rollo de cuerda y unas tijeras. Salí al jardín. No había más que cuatro o cinco frutos verdes debajo de los tres manzanos. No tardé ni un minuto en atar los tallos de los guisantes, así que subí a la terraza y me senté. No me apetecía entrar en la casa.
Durante el almuerzo, se respiraba tanta tensión entre Daniel y Elisabeth que todos mis intentos por iniciar una conversación se vieron frustrados. Acabamos por callarnos del todo. Algo irresistible iba creciéndome por dentro, y antes de terminar de comer dejé los cubiertos en el plato, me levanté, y dije: Gracias. Me di cuenta de que Daniel me estaba mirando, pero no quise que nuestras miradas se cruzaran. Subí a mi habitación, cogí la chaqueta y salí de la casa. Atravesé la ciudad y llegué al restaurante de la estación. Me senté con una cerveza y noté un desasosiego martilleándome por dentro. Se acercó a mi mesa un hombre con un vaso de cerveza en la mano, y me preguntó si me importaba que se sentara. Lo rechacé con bastante brusquedad, pero el hombre se sentó. Me levanté en busca de otra mesa. Él se sentó tres mesas más allá y se me quedó mirando. Hice como si no lo viera. Me acabé la cerveza y fui a por otra. Me senté al otro lado de la mesa, de espaldas a él. Pensé en Daniel, en que había bajado del tren, en que se había lavado las manos después de haber estado en casa de la vecina, y en que se había reído de Elisabeth. También pensé en Elisabeth. En ese momento llegó otra vez ese pelmazo y se me sentó enfrente. No es tan fácil librarse de mí, dijo. Fuera de aquí, dije. Bah, dijo él. ¡Fuera de aquí!, exclamé. Bah, bah, bah, bah, dijo él. Me levanté, cogí el vaso, le tiré el contenido a la cara y me marché. Andaba deprisa, y no me volví hasta llegar a la puerta. No me siguió, se quedo secándose la cara con el mantel.
Volví a casa cuando estaba poniéndose el sol. Abrí con la llave. Todo estaba en silencio. Entré en el salón. Daniel estaba allí sentado. Así que has vuelto, dijo. No contesté. ¿Dónde has estado?, preguntó. Dando una vuelta, respondí, y me senté. Te fuiste sin decir nada, señaló. No contesté. Él no dijo nada más; estaba mirando por la ventana. ¿Elisabeth ha salido?, pregunté. Se ha acostado, contestó. Daniel seguía mirando por la ventana, luego dijo: Tal vez sea mejor que te marches. Ya lo había pensado, dije. No por mí, dijo. ¿Ah no?, pregunté. Me miró un instante, pero no contestó. Me levanté. Me acerqué a la mesa que había junto a la puerta de la terraza y cogí
Esch o la anarquía
. Se trata de Elisabeth, dijo, últimamente no está del todo bien. ¿Ah no?, pregunté. No me apetece hablar de ello, contestó. Me encaminé hacia la puerta. Me marcho mañana, dije. Pronunció mi nombre en el instante en que cerré la puerta al salir, pero hice como si no lo hubiera oído. Subí la escalera y entré en mi habitación. Había empezado a oscurecer, pero no encendí la luz. Me senté junto a la ventana. Se oían los grillos; por lo demás, todo estaba tranquilo y en silencio. No me sentía cansado, tenía demasiado frío por dentro para eso. Al cabo de un buen rato oí pasos en la escalera, luego una puerta. Volvió a hacerse el silencio.