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Authors: Askildsen Kjell

Tags: #Cuento

Cuentos reunidos (9 page)

Podría haber tenido tanto a la señora Karm como a Charlotte, al menos a la señora Karm, ella lo quería por encima de todo, y Charlotte también. Seis o siete putas y María, eso es todo, y las putas solo cuando había bebido lo suficiente para armarme de valor. Ni siquiera recuerdo el aspecto que tenían. Solo María. Mardon… Abrió los ojos y dejó vagar la mirada desde la cruz detrás de la persiana hasta el pequeño punto luminoso de la puerta. No, claro que no. La habitación tiene que ser más grande de lo que parece, al menos cuatro metros por tres, pero ahora, en la oscuridad, parece mucho más… Podríamos haber jugado una partida de ajedrez, aunque supongo que él no juega… Podría encender la luz para ver cómo es en realidad el cuarto. No recuerdo que hubiera ninguna estufa, pero no puede ser, no puede uno apañárselas sin una estufa, pronto llegará el invierno. Debería tener algún cuadro en las paredes. Qué invento tan raro clavar dibujos de manos y máscaras, por lo menos tiene cien. Ah, sí, con que me parezco a un Ford. Intentó recordar qué aspecto tenía un Ford. Vera puso una manta sobre el colchón hinchable. Digas lo que digas, no puedo dejar de sentir lástima por él. Yo tampoco, a la vez que deseo que estuviera muerto. Me hace sentir alguna estúpida —cómo lo llamaría— obligación. Como si estuviera en deuda con él. Además, hay algo repulsivo en ese hombre, físicamente, quiero decir, y soy incapaz de pensar en la noche en la que fui concebido —y apuesto lo que sea a que era noche cerrada— sin que se me revuelvan las entrañas. Vera lo miró sorprendida. El padre oyó una puerta que se abría y se cerraba, y un poco más tarde descubrió que el punto luminoso ya no estaba. Escuchó, pero solo oyó su propio corazón. Late más deprisa de lo que debe. Qué extraño, dijo Vera. ¿Quiere decir eso, dijo Mardon, que eres capaz de pensar en la vida sexual de tus padres sin sentir, cómo lo expresaría, malestar? Claro que sí. El padre se incorporó en la cama y escuchó. Es el silencio lo que lo provoca. Fueron los japoneses, ¿no? los que construyeron cuartos insonorizados —celdas— de un formato muy especial, para volver loca a la gente. No es probable, los techos tendrían que ser muy altos. El corazón no me late muy deprisa porque tenga miedo, sino al revés. He hecho un viaje demasiado largo, no he aguantado el esfuerzo, y el miedo no es sino un resultado natural de que el corazón… Volvió a acostarse, mirando hacia la pared. Alargó la mano y palpó el papel pintado. Pues sí, tenía que ser una habitación de techo muy alto, por ejemplo, de dos por dos y diez metros de alto, y sin un solo sonido. Podría escribir una nota y marcharme, explicarle que no consigo dormir, que solo quería saludarlo, que echo de menos mi casa, que sufro de insomnio, que soy mayor de lo que pensaba, él lo entenderá, en el fondo se sentirá aliviado, no me necesita, y yo no necesito a nadie que no me necesite. Podré morirme sin que nadie me llore. Podría escribir que estoy agradecido porque me recibió amablemente y que en realidad no era mi intención quedarme a dormir, pero no quise rechazar tu oferta, pero no logro dormirme y el tren sale temprano mañana por la mañana. Quería verte, y te he visto. Tengo que volver al lugar donde pertenezco, donde están mis cosas; así es hacerse viejo, así es saber que pronto estarás acabado. Cuando era joven, pensaba que la muerte parecería cada vez menos aterradora conforme te ibas haciendo mayor, simplemente porque ya estabas cansado y porque tenía que ser así para poder soportarlo, pero no es verdad, es mentira. Tal vez no lo sea para todo el mundo, para los que se han aprovechado de todo, los que nunca han dejado escapar ninguna oportunidad, de modo que si tuviera que darte un consejo, Mardon, te diría: Nunca dejes escapar ninguna oportunidad, aprovecha lo que se te ofrece, incluso si se te acusara de ser desconsiderado —si eres lo que se llama un hombre considerado acabarás como un hombre de mediana edad y luego un hombre viejo en un desván—. Me viste, oh, Dios mío, se me había olvidado, cómo he podido olvidar algo así. Tal vez eras demasiado pequeño para entender, pero me viste aquella tarde en el desván. Retiró la mano y se incorporó otra vez, vio la cruz detrás de la persiana, notó las palpitaciones de su corazón y el rubor le quemaba las mejillas y la frente, se levantó, palpó la pared en busca del interruptor de la luz, no lo encontró, pero estaba allí, o tal vez al otro lado de la puerta, no, tranquilízate, tiene que estar en alguna parte, pero no lo encontró. Se acercó a la ventana y tiró de la persiana. Primero se movió desganada, luego se le escapó de la mano enrollándose con un traqueteo que le disparó una columna de temor ardiente dentro. Por un instante se quedó como congelado y pegado al suelo, luego apoyó las manos en el alféizar de la ventana y la cabeza en el travesaño del centro. Apenas la recuerdo, dijo Mardon, aunque vivió hasta que yo cumplí quince años. No ha dejado huellas, o acaso solo huellas ocultas. No tenía ningún poder sobre mí, si entiendes lo que quiero decir. Vaciló un poco, y dijo: Creo que aquellos que recuerdan tienen más control sobre su vida. Estas fotos no me dicen prácticamente nada. Podría hablarte de un seto con bayas blancas que estallaban cuando las apretaba, o de los polvorientos hierbajos al lado izquierdo del camino del colegio: esos son mis recuerdos. Y de mi padre, pero eso sería más adelante. Una vez lo vi masturbarse en el desván. Tuvo que ser antes de morir mi madre. Me gustaría saber cómo reaccioné entonces. Más tarde eso lo ha hecho en cierto modo más humano, dándole una nueva dimensión, si entiendes lo que quiero decir. Él no me vio, si me hubiera visto todo habría sido mucho más difícil. Y un día —lo recuerdo especialmente bien— lo vi sentado en un banco bajo la lluvia, solo. Hice como si no lo hubiera visto. ¿Por qué un hombre está sentado en un banco bajo la lluvia, a menos de trescientos metros de su casa? Ella no contestó. El padre se enderezó y se volvió hacia la habitación. Se acercó a la puerta, encontró el interruptor y lo giró. Luego volvió a la ventana y bajó la persiana, sin mirar a la niña en la hierba. Se quitó el pijama y se vistió deprisa, como si no tuviera tiempo que perder. A continuación metió el pijama en la maleta y la cerró. Luego se quedó de pie, con la mirada perdida, como si de todos modos tuviera tiempo de sobra. Mardon encendió un cigarrillo y dijo: En realidad no podemos evitar ser quienes somos, ¿verdad? Estamos completamente a merced de nuestro pasado, ¿no es así? Nunca hemos creado nuestro propio pasado. Somos flechas disparadas del vientre de nuestra madre, y aterrizamos en un cementerio. ¿Qué importancia tiene entonces —en el momento de aterrizar— si hemos volado bajo o alto? ¿O hasta dónde hemos volado o a cuántos hemos herido en el camino? Eso, dijo Vera, no puede ser toda la verdad. Entonces muéstrame el resto de ella. El padre abrió la cartera y sacó el recibo azul claro de la agencia de viajes, se sentó y se puso a escribir en el reverso, que estaba en blanco. «Querido Mardon: Vuelvo a casa en el tren que sale dentro de unas horas. Tenía muchas ganas de volver a verte, y me alegro de haber venido. Pero soy más viejo de lo que pensaba, y el largo viaje me ha dejado muy cansado. Si al menos hubiera logrado dormir…, pero había olvidado el efecto que tienen en mí las habitaciones extrañas, y mi corazón no es tan fuerte como antes. Estoy seguro de que me entenderás. Que te vaya todo muy bien, chico. Con cariño, tu padre». Dejó la carta encima de la mesa, luego se acercó a la puerta, apagó la luz y abrió con cuidado. El pasillo estaba oscuro. Volvió a cerrar la puerta y encendió la luz. Tal vez no se hayan dormido. Empujó la puerta hasta abrirla del todo, de manera que la luz de la habitación iluminara la escalera. Oía un murmullo lejano y difuso. Sí, sí, da pena, lo sé. Pero entonces finge un poco de amor, aunque solo sea por un día, no solo por él, también por ti. Empezó a deslizarse por el pasillo hacia la escalera. ¿Fingir amor? Parece muy sencillo. Se agarró al pasamanos con la mano derecha. El pasillo de la planta baja estaba a oscuras. Cuando me dio los álbumes lo llamé padre. Pude ver lo feliz que se sintió, y entonces lo odié. ¿Qué me ha hecho él para que ni siquiera pueda soportar que se sienta feliz por algo que yo le diga? Andaba despacio, cada vez estaba más oscuro. A cada paso que daba era como si dejara atrás un yugo. Iba tanteando continuamente para encontrar el interruptor, abrió la puerta del portal, voy camino a casa. ¿O qué le has hecho tú a él? preguntó Vera. Ella había apagado la luz y estaba tumbada en el colchón hinchable, con las manos debajo de la mejilla. ¿Qué quieres decir? Solo que suele ser el deudor el que odia a su acreedor, no al revés. Andaba sonriente en medio de la tranquila calle, entre los portales sin número, robados, eso dicen, dentro de dos días estaré en casa, voy camino a casa. Recuerdo, dijo ella, que en una ocasión una persona me hizo un gran favor. Debería haberle dado las gracias, se las debía, eso me parecía, pero no lo hice, lo aplacé hasta que me pareció demasiado tarde, y un día me enteré de que había muerto. ¿Adivinas lo que sentí? Alivio. Pero no vine por aquí, veamos, vine por el este, más vale salir de estas callejuelas, nunca se sabe lo que puede ocurrir, un gato negro significa suerte. No soy supersticioso. Dios sabe adónde llegaré. Este lugar tiene muy mala pinta, más vale andar por en medio de la calle. Nunca he estado aquí. ¿Por qué creo que vine por el este y, en ese caso, dónde está el este, en mitad de la noche? Bueno, tengo mucho tiempo, puedo ir hacia el oeste, pues antes o después me toparé con algo que no sean gatos negros. Dime qué puedo hacer, dijo Mardon. Ella no contestó. Estaba llorando. ¿Por qué lloras, Vera? Oyó pasos detrás de él. Echó a andar más deprisa, quería volverse, no lo hizo, subió a la acera izquierda. ¿Qué piensa este que estoy haciendo aquí tan tarde, con una maleta por en medio de la calle? Mardon se arrodilló junto al colchón hinchable. Dime por qué lloras, Vera. Le pareció que los pasos se estaban acercando. Miró hacia atrás, pero no había nadie, y cuando se detuvo, los pasos se acallaron. Dio la vuelta y volvió por el mismo camino por el que había llegado, y enseguida oyó de nuevo los pasos. Estoy acompañado por mí mismo. Mardon le acarició la mejilla húmeda. Cuéntamelo, Vera. Ella levantó la cabeza y lo miró. Soy tonta, eso es todo, dijo. Él apenas podía distinguir sus facciones. Procurar que pase unos días agradables, Mardon. Sí. Puso su mejilla junto a la de ella y cerró los ojos. El padre entró en la ancha calle comercial y giró hacia la izquierda, hacia la estación de ferrocarril.

Un lugar maravilloso

—¿No vas demasiado deprisa? —preguntó ella.

—No —contestó él.

Al poco rato se salió de la carretera principal y tomó la estrecha bajada hacia el fiordo, llena de curvas.

—Todo está mucho más verde que la última vez —dijo ella.

—Sí —asintió él.

—Es como si la carretera se hubiera estrechado —comentó ella.

—No voy demasiado deprisa —dijo él.

Justo antes de llegar a la gran encina donde solían aparcar el coche, ella dijo que tenía la sensación de que algo iba mal. Lo decía siempre que se acercaban a la casa de verano, y él no contestó. Tal vez algún día tenga razón, pensó.

Aparcó el coche y la ayudó a ponerse la mochila que pesaba menos.

—Ve andando —dijo.

—Te espero —contestó ella.

—Ahora te alcanzo —dijo él.

La alcanzó cuando había bajado la mitad del empinado camino casi cubierto por la vegetación. Estaba esperándolo.

—¿Pesa mucho? —preguntó él.

—No —contestó ella.

Siguieron andando. Al cabo de unos minutos la casa apareció a sus pies. Él se quedó atrás; ella siempre iba delante los últimos metros. Abrió la verja de un empujón, y dijo:

—Alguien ha estado aquí.

—¿Ah sí?

—Puse una piedra sobre la columna de la puerta —explicó—, y ya no está.

—Bueno, bueno —dijo él—. La habrá agarrado alguien. ¿Tenía algo en especial?

—No —contestó ella—, era una piedra normal y corriente.

Él cerró la puerta a su espalda de otro empujón.

—No me gusta que alguien haya estado aquí —dijo ella.

Él no contestó. Vio que el manzano estaba floreciendo y dijo:

—Mira el manzano.

—Sí —contestó ella—, qué precioso está, ¿verdad?

Ella estaba ya junto a la puerta. Se quitó la mochila. Él se acercó a ella, dejó las bolsas de la compra al lado de la mochila y sacó la llave del bolsillo. —¿Vas a abrir tú? —preguntó.

—Hazlo tú —contestó ella.

Él abrió con la llave y entró. Dejó la mochila en la cocina y fue al salón. Abrió una ventana y se quedó mirando el fiordo. Ella lo llamó. Él acudió.

—Por favor, iza la bandera —dijo ella.

—¿Ahora? —preguntó él.

—Quiero que la gente sepa que estamos aquí.

La miró, luego fue por las bolsas y volvió a entrar. Sacó la bandera del cajón de la cómoda de la entrada.

—Era siempre lo primero que hacía mi padre cuando llegábamos aquí —dijo ella—. Izar la bandera.

—Sí —asintió él—, ya lo sé.

—No te importa hacerlo, ¿no?

—¿No ves que la he agarrado? —dijo él, acercándose al asta.

Estaban sentados a la mesa de la cocina. Acababan de comer. Ella miraba por la ventana hacia el tupido bosque.

—A que es un lugar maravilloso —dijo.

—Sí —contestó él.

—No creo que nadie tenga un lugar mejor —opinó ella.

Él no contestó.

—Pero me hubiera gustado haber quitado todos esos matorrales de la linde del bosque.

—¿Por qué? —preguntó él.

—Porque… no se puede ver lo que hay detrás.

—No están en nuestra finca —dijo él.

—Es cierto —repuso ella—, pero aún así… Mi padre los quitaba siempre. Permanecieron un rato callados.

—¿Qué vamos a hacer mañana? —preguntó ella.

—¿Vamos a hacer algo? —preguntó él.

—No lo sé —contestó ella—. Remar un poco. Hasta la isla Orm, por ejemplo.

—Aquí se está bien —repuso él.

—Claro que sí. Entonces nos quedamos aquí, ¿sí? Además, hay mucho que hacer.

—Mañana descansamos —apuntó él.

—Pero hay que vaciar la letrina —objetó ella.

—No corre prisa —dijo él.

—No, siempre que se haga en algún momento.

Se encontraban en el muelle de cemento, el sol estaba a punto de ponerse.

—Me encanta este lugar —dijo ella.

Él no dijo nada.

—Ahí, justo ahí es donde me caí al agua.

—Sí —asintió él—, ya me lo has contado.

—Tendría unos cuatro años —prosiguió ella.

—Cinco —corrigió él.

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