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Authors: Askildsen Kjell

Tags: #Cuento

Cuentos reunidos (21 page)

—Bien, entonces me voy.

—¿Has pagado?

Él sacó la cartera y llamó al camarero.

—¿Estás enfadado conmigo? —preguntó ella.

Él no contestó.

—¿Estás enfadado conmigo? —repitió ella.

—¿Contigo? No. No haces más que bailar y divertirte.

—Bailar no tiene nada de malo, ¿no?

—Bailas y te diviertes. Claro que no tiene nada de malo.

Llegó el camarero. Él pagó. El camarero se fue.

—¿Entonces no te importa que me quede un rato más? —preguntó ella. —¿Importa algo lo que yo sienta?

—No lo sé muy bien.

—Entiendo.

Ella no dijo nada más. Él se levantó.

—Tú tienes el dinero —dijo ella.

—¿Cuánto necesitas?

—Quiero otro ouzo.

Él sacó la cartera y dejó un billete de cien en la mesa. Se marchó. Salió a la oscuridad cálida y un poco bochornosa y pensó: No se ha venido conmigo.

El hotel no estaba lejos. Cuando hubo subido la mitad de las escaleras, se detuvo. Vuelvo solo, antes que Ingrid, pensó. El recepcionista va a creer que ella ha encontrado a otro, pero voy a ahorrarle ese placer.

Miró a su alrededor. Las escaleras continuaban hacia arriba más allá de la entrada del hotel y se perdían en la oscuridad. Siguió subiendo. Desde donde estaba podía ver perfectamente la entrada. Alternaba sus pensamientos entre Ingrid y la mujer alemana. Debería haberme ido con ella, pensó, así Ingrid sabría qué se siente.

Se sentó, encendió un cigarrillo y esperó; luego encendió otro. Veía cada vez con mayor claridad a la mujer alemana en su interior. Joder, tanta fidelidad, pensó, así te lo agradecen. Fidelidad a cambio de nada.

Entonces llegó Ingrid, acompañada por el matrimonio alemán. Charlaban y se reían. De repente pensó que podían verlo y se encogió. El alemán dejó pasar primero a las señoras, luego desaparecieron los tres dentro del hotel.

Se quedó sentado, tal vez hablaran un rato antes de despedirse. Y, por cierto, ella recibiría su merecido, si es que empezaba a preocuparse por él.

Encendió un cigarrillo y pensó: No diré nada. Ella puede decir lo que quiera, no voy a contestarle.

Se levantó, bajó las escaleras y entró en el hotel. Saludó con la cabeza al recepcionista, ahora se lo podía permitir, ahora que llegaba último.

Ella se estaba haciendo la dormida, pero había dejado encendida la lámpara de la mesita del lado de él. Ella no sabe que yo sé a qué hora ha llegado, pensó. Ella no sabe que yo sé que no está dormida, y yo no le diré que lo sé. Se hace la dormida porque no quiere mostrar que acaba de llegar, quiere parecer mejor de lo que es.

Se desnudó, apagó la luz y se tapó con la sábana. Estuvo un rato pensando en que Ingrid se hacía la dormida, y en la mujer alemana. La veía con toda claridad en su mente.

A la mañana siguiente se levantó antes que Ingrid, como de costumbre. No la despertó. Se vistió y salió.

Hacía mucho calor, pero desde el mar llegaba algo de aire; era tan temprano que la calina aún no había borrado la isla llana delante de la entrada al puerto.

Dio un paseo por el borde del muelle. Las barcas de pesca, pintadas de rojo, verde y blanco habían llegado ya hacía tiempo, estaban al abrigo del malecón con las redes de nailon amarillo enrolladas detrás de la caja del motor.

Cruzó el estrecho canal que unía el puerto con el lago. En la parte oeste del lago había tres terrazas en fila. Se sentó junto a una mesa y pidió un capuchino y una tostada con jamón. Se preguntó si Ingrid acudiría, sabía dónde encontrarlo.

Cuando acabó de desayunar, fue al quiosco y compró una postal con el lago. Volvió a la mesa. Pidió una cerveza y se puso a escribir a su madre: «Querida madre: En este momento estoy sentado donde he pintado una cruz. Se dice que el lago que ves en la postal es muy profundo. Antiguamente se pensaba que no tenía fondo. Estoy muy bien. Todo es muy barato, pero creo que los griegos no me gustan demasiado. Parecen bastante primitivos. Te escribiré más adelante. Ingrid te manda saludos. Tu Bjorn».

Dio vuelta la postal y pintó una cruz. Luego leyó lo que había escrito, y se sintió satisfecho. Lo que importa es decir algo con pocas palabras, pensó.

Estaba a punto de acabarse la cerveza cuando llegó Ingrid.

—Hola. ¿Has dormido bien?

—Estupendamente.

Ella pidió una tortilla francesa y un té. Se puso a mirar a los adolescentes que se estaban lanzando al mar desde el borde del muelle y dijo:

—No sé cómo se atreven.

—¿Cómo?

—Yo no me habría atrevido nunca a bañarme en un lugar tan profundo.

—Qué más da si sabes nadar.

—No es lo mismo.

—Es igual de fácil ahogarse en una profundidad de dos metros que de cien.

—No entiendes lo que quiero decir.

Él se tragó una respuesta irritada, y pensó: Típico de mujeres. Y eso es lo que tanto me gusta de ella, que sea tan femenina, tan desvalida.

Puso su mano sobre la de ella y dijo con una sonrisa, esa sonrisa que ella solía decir que le gustaba tanto:

—Entiendo más de lo que crees.

Ella lo miró, escéptica, interrogante.

Él dijo:

—No será por nada que te quiera tanto.

Encuentro

Los árboles, la arena suelta por donde estaba más pisado el sendero, aunque muy poca gente andaba por allí, el dique con el puente, aunque llamarlo puente: tres tablones carcomidos.

—¿Y luego?

—Me pegaba. No veía más que sus zapatos lustrosos, siempre ha llevado los zapatos lustrosos, y un trozo de sus pantalones. No quería gritar, pero al final siempre tenía que gritar, no se daba por vencido hasta que yo no me echaba a llorar.

Unos metros más de sendero, las agujas de los pinos resbaladizas bajo las suelas de los zapatos, luego la playa, arena y mar, todo inalterado, como cuando él, como cuando yo… ¿yo?

—¿Creías que lo habías olvidado?

—Tal vez no olvidado, pero la distancia, el tiempo y el hecho de que él mandara por mí… Ya no soy el que era, al menos eso pensé.

—¿Y él?

—Aquí todo está como antes, me refiero a los decorados, no se puede romper su exigencia de una sucesión adecuada de los acontecimientos.

Había marea baja, la arena estaba dura. Siguieron las sinuosidades de la playa. Una raíz de árbol devuelta a la tierra por el mar, medio enterrada, una botella vacía, una medusa muerta perforada por un palito, olor a algas y fondo de bosque, el cielo bajo, pronto empezará a llover, ni un soplo de viento.

—¿Entonces te vuelves a marchar?

—Sí.

Él no oyó su pregunta, de repente vio la cortina marrón que colgaba entre los dos salones, no fue allí, sino en el balcón del dormitorio, la persiana baja casi del todo, la franja de luz en la parte inferior, sus piernas y las voces, la lluvia en la espalda —«te estoy diciendo que nunca he…», «¡eso es lo que tú dices!»— el movimiento brusco, las puntiagudas rodillas de él, la cara de ella a unos centímetros del suelo, ni un grito, yo podría haberlo impedido, podría haber llamado a la ventana, quería hacerlo, no es verdad que no quisiera, y por cierto, cómo podía saber yo que todo aquello no era normal, con las paredes y los estantes llenos de Dios, con la expiación de la culpa detrás de la puerta cerrada del cuarto oscuro, los chanclos y los paraguas…

El pabellón, los escaramujos, la explanada, las primeras gotas de lluvia (te vas a mojar, no importa, tu vestido, no importa, toma, la chaqueta, qué caliente está, ¿tú no tienes frío?), gotas de lluvia en la camisa. ¿A qué había salido yo al balcón con esa lluvia?

—No solo me pegaba a mí —dijo él—. También pegaba a mi madre.

—¿Por qué?

—No lo sé.

¿Por qué? «Te estoy diciendo que nunca he», ¿fue eso todo lo que oí? ¿Eché a correr? ¿Salté del balcón antes de que aquello hubiese acabado? No pude ver lo que ella sentía, pues su cabeza colgaba boca abajo, resultaba imposible interpretar su expresión, pero no lloraba, no mientras yo la miraba, no pude haberlo visto todo.

—¿Cómo era ella en realidad?

—¿Mi madre? Buena, creo. Lloraba a menudo. Nunca se chivaba, al menos que yo sepa, y cuando mi padre venía a sacarme del cuarto oscuro, ella nunca estaba, no sé donde estaba, pero nunca en el salón ni en la cocina. ¿Tú la conocías?

—Solo de vista. Recuerdo que se ruborizaba con mucha facilidad.

—Es verdad. Se me había olvidado. Resultaba llamativo, imposible de ignorar.

—Recuerdo una vez —dijo él—, que ella estaba cosiendo. Creo que yo estaba enfermo, a veces me dejaba estar tumbado en el diván del comedor. No decíamos nada, los dos llevábamos mucho rato sin decir nada. Entonces de repente se sonrojó. Yo la estaba mirando, era incapaz de quitarle ojo, y fue entonces o en otra ocasión cuando le pregunté por qué mi padre jamás se sonrojaba, pero ella no me contestó.

Las casas, la calle que rodeaba el parque de los viejos tilos, la lluvia silenciosa, fría en la espalda, la casa con el gran porche, los perales junto a la pared (por qué no entras, en realidad iba a… querrías venir luego a tomar un café, con mucho gusto, gracias por dejarme la chaqueta, tendrás frío, tienes la espalda empapada, digamos sobre las cinco, gracias por la compañía), la puerta que se cierra tras ella con un chasquido, el camino a casa… ¿casa?

Abrió la puerta con la llave. Oyó a su padre hacer ruido con las cacerolas.

—¿Eres tú, Gabriel?

—Sí.

Olía a pescado. Subió y se cambió de camisa. La ventana estaba abierta hacia la calle silenciosa y las casas bajas. Su mirada se detuvo un instante en el DIOS ES AMOR en un marco negro sobre la cama. Lo bajó de la pared. ¡Qué infantil eres!, pensó. No, no lo soy. Lo colocó en el mueble bajo que había junto a la cama.

—¿Vienes, Gabriel?

Se tomó su tiempo. Su padre se había sentado. Estaba esperando. Entrelazó las manos y bajó la cabeza. Gabriel miró por la ventana.

—Que aproveche.

Estaban sentados uno enfrente del otro.

—Está bueno.

—Hay que aprender de todo cuando uno se queda solo.

No estaba bueno, al pescado le faltaba sal. No había ningún salero en la mesa, y no se atrevió, no me atrevo, así es él, así soy yo, no tengo nada que hacer aquí.

—Me alegra tenerte aquí de nuevo, chico. La casa se quedó muy vacía al morir tu madre.

Él no contestó. El reloj de la cocina hacía tictac y el grifo goteaba. Ahora me toca a mí hablar, ¿qué voy a decir?

—¿Tuvo muchos dolores?

—No. Pero habría querido despedirse de ti. Quería pedirte perdón.

—¿Por qué?

—Todo el mundo tiene algo por lo que pedir perdón.

—¿Ah, sí?

—Dios…

—Me gustaría que mantuvieras a Dios al margen de esto.

—No quiero. No puedo.

—Entonces no hablemos de ello.

Silencio.

—¿Has ido a ver su tumba?

—Aún no.

—Tal vez quieras llevarle algunas flores del jardín. ¿Vas a ir esta tarde?

—He quedado con Bodil.

—¿Qué Bodil?

—Bodil Karm.

—Ah.

—Gracias por la comida.

El padre bajó la cabeza, entrelazó las manos y movió los labios, pero en silencio.

—De nada.

La escalera del piso de arriba, le he contradicho, la mancha oscura donde antes colgaba DIOS ES AMOR, tal vez suba y repare en ello, ya no llueve, un rayo de sol se reflejaba en el espejo, podemos sentarnos en el porche, pasos en la escalera, no me da tiempo a colgarlo de nuevo, no abriré.

El padre no entró, se fue a su dormitorio. Gabriel se sentó en la cama y notó cómo le latía el corazón. He vuelto a ser el mismo, pensó. Puedo dar saltos, puedo bajar un cuadro de la pared, pero estoy de nuevo capturado en la red. De nuevo soy un pequeño pecador, como entonces.

Entonces. La ventana estaba abierta, la cortina se movía ligeramente hacia el pálido cielo de la tarde, no podían dejar de acariciarse, el edredón se había caído al suelo, la piel desnuda, el canto de las cigarras a través de la ventana, el suave crujido de las hojas, las respiraciones tranquilas —tienes frío, no, y tú, no— la tenue oscuridad, las manos de él moviéndose tranquilamente ahora que nada corría prisa, pero había que guardar muchas cosas, todas las palabras pronunciadas en voz baja, el contenido subordinado al buen sonido —escucha los árboles, escucha las cigarras, qué silencio—, pensamientos largos en nuevos e inusuales caminos, palabras grandes, felices, que no buscaban respuesta, solo eco, la cabeza rubia sobre la almohada, los olores, la noche de julio y ella —podría llorar, me siento tan feliz—.

Y luego: el chasquido de la puerta, los pasos, las voces, la culpabilidad sin transición, los segundos de pánico; ella: cierra la puerta con llave, los pasos por la escalera, el picaporte; el padre: ¿Por qué has cerrado la puerta, Gabriel? Tengo visita. Hay que irse ya a dormir. La vergüenza porque el padre no hubiese llamado a la puerta, el miedo y el sentimiento de culpa, suficientemente fuerte ya en ese momento, pero aún más cuando volvió después de haberla acompañado a su casa; se había hecho tarde, el padre estaba sentado en la oscuridad del salón: Quiero hablar contigo, Gabriel. Silencio. Vi que se trataba de una chica. ¿Quién era? No hay respuesta. La luz estaba apagada y habías cerrado la puerta con llave, ¿quién era? No voy a decírtelo. Sé quién era, solo te lo he preguntado para darte la oportunidad de no ocultarme nada, pero como no quieres hablar, tendré que pensar lo peor y es mi obligación contárselo a su padre. Si lo haces… Lo haré. Es miserable. Cuida tus palabras, Gabriel. Es miserable, miserable.

Había sol en el espejo. Bajó la escalera y salió de la casa, el camino estaba duro y mojado tras la lluvia. Llamó a la puerta.

—Mi madre ha salido —dijo ella—. Ponte cómodo. ¿Quieres café o té?

—Me da igual. ¿Puedo sentarme en el porche?

—Claro que sí.

Salió al porche y se sentó en un sillón de mimbre. Ella iba y venía. Canturreaba. Una gran paz se posó sobre él, una sensación de bienestar físico y psíquico que ciertamente había sentido antes, pero muy de tarde en tarde.

—Qué bien tienes que estar aquí.

—¿Tú crees?

—Con este porche y este jardín.

—Hay que cuidarlo, y además, el verano es corto. Parece que has olvidado cómo es este lugar en invierno.

Té con limón, galletas con queso, el lejano sonido de una motosierra.

—Si supieras las veces que he pasado por delante de vuestra valla soñando con este maravilloso jardín…

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