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Authors: Askildsen Kjell

Tags: #Cuento

Cuentos reunidos (22 page)

—Pero vosotros también teníais un bonito jardín.

—No había en él un solo rincón que no pudiera verse desde la casa. No podía esconderme fuera ni dentro, excepto en el sótano.

—¿Pero no tenías tu propia habitación?

—Sí, pero no me atrevía a cerrar la puerta. No podía tener ningún secreto para ellos, y entraban en mi cuarto cuando querían, sin llamar. Tenía un pequeño escritorio con cajones que podían cerrarse, pero no me atrevía a esconder la llave. La verdad es que no recuerdo que me lo prohibieran nunca, pero, como ves, no hizo falta. Mis secretos los escondía en otras partes. Recuerdo que en una ocasión me olvidé del diario, un pequeño cuaderno amarillo, fácil de esconder. Me lo había dejado encima de la mesa. Tendría entonces unos quince o dieciséis años, y en la portada había escrito que era mío y que nadie más que yo podía abrirlo. Mi madre no solo lo había abierto, sino que arriba, en una de las páginas, había escrito: «Dios lo ve todo».

—¿Qué fue realmente lo que hizo que te marcharas de casa?

—No lo sé. No me acuerdo. Sé que tiene que parecerte raro, pues no hace tanto tiempo, pero la verdad es que no me acuerdo. Algunas veces creo que fue cuando vi a mi padre pegar a mi madre, pero no puede ser, tiene que haber sido mucho más tarde.

—Qué extraño.

—Sí, son muchas las cosas que no recuerdo, que no sé si son reales o solo las he soñado, y se trata de episodios que no datan de muy atrás en el tiempo. Otras cosas las recuerdo con mucha claridad, pero no siempre soy capaz de saber cuándo sucedieron, si cuando tenía ocho, diez o quince años. Pero lo más curioso de todo tal vez sea que en ciertos períodos de mi vida he soñado lo mismo noche tras noche, hasta que empecé a dudar de si realmente se trataba de un sueño, si no era algo que había vivido de verdad. Durante algún tiempo creí, por ejemplo, que no había aprobado el bachillerato, que había dejado en blanco la prueba de inglés escrito, no porque no supiera, no era una pesadilla, todo lo contrario, era un sueño bonito, me presenté al examen, pero me quedé sentado mirando a los demás, pues sabía que no hacía falta hacerlo, que se trataba de un examen superfluo, y que sería mejor ir al bosque. Me levanté y me marché. Sé que puede sonar raro, pero durante algún tiempo, varios meses, casi creí que realmente había abandonado el aula del examen, aunque sabía que no era así, me gustaría poder explicarlo…

—Entiendo —dijo ella, levantándose—. Vuelvo enseguida.

La sensación de bienestar se había esfumado. Tengo que preguntárselo a mi padre, él es el único que puede decírmelo si puede, si quiere.

—Tengo que irme —dijo.

—¿Ya?

—Tengo que hablar con mi padre. ¿Puedo llamarte?

—Claro que sí.

Andaba deprisa, como si quisiera mantener en caliente su decisión. He de hacerlo ahora, ahora o nunca, tengo miedo sin motivo, de niño tenía motivos para tenerle miedo porque me pegaba, ahora le tengo miedo por costumbre, ya no puede hacerme nada, soy yo quien puede hacerle algo a él, tal vez él pueda decírmelo, no me asusta la verdad.

—¿Eres tú, Gabriel?

—Sí.

—¿Ya has vuelto? ¿Quieres café?

—No, gracias.

Se sentó junto a la mesa del salón más pequeño. El sol estaba a punto de ponerse, y enviaba hilos de luz a través de la ventana que daba al norte, hasta la cortina marrón entre los dos salones.

—Quiero preguntarte algo.

—Pregunta lo que quieras.

—No es que quiera hurgar en el pasado, pero, por qué… pregunto porque no lo sé, puede sonar extraño, pero ¿por qué me marché de casa? Quiero decir, ¿qué fue lo que me hizo marcharme?

—No removamos todo aquello. Dejemos olvidado lo que olvidado está.

—No. Tengo que saberlo.

—He intentado comprender cómo pudo ocurrir. De qué manera fallé. Porque no debes creer que te echo toda la culpa a ti.

—No hablemos de culpa. ¿Qué quieres decir?

—Tal vez te quería demasiado.

—¿Es así como lo ves?

—Tal vez intenté retenerte.

—Querías que fuera como tú.

—¿Me estás acusando?

—Yo no quería ser como tú. Tal vez cuando era pequeño, no me acuerdo, pero después no. Te llamaba Abraham.

—¿Abraham?

—Y yo era Isaac. Hasta donde soy capaz de recordar te tenía miedo, no solo porque me castigaras…

—Nunca te castigaba sin razón.

—Eso creía yo entonces. Siempre me sentía culpable porque no era lo suficientemente mayor para distinguir entre culpa y sentimiento de culpa.

—No hay ninguna diferencia.

—Claro que la hay. ¿Por qué se sonrojaba siempre mi madre?

—Deja a tu madre descansar en paz.

—Descansa en paz. ¿Por qué la castigabas?

—¿La castigaba?

—Le pegabas.

—¿Cuándo?

—No lo sé. Lo veía. ¿Era porque me trataba demasiado bien?

—¡Gabriel! ¿Para eso has venido?

—¡No! No. No debería haber venido.

—Deberías haber venido con otro ánimo.

—Te pido que me digas por qué me fui.

—Debería poder decírtelo tu conciencia.

—¿Qué quieres decir?

—No te fuiste con las manos vacías.

—Lo sé.

—Tu madre nunca lo superó.

Gabriel se levantó.

—Ya veo que no llegamos a ninguna parte. Sigues donde lo dejaste, jugando con mi sentimiento de culpa, escudándote en Dios. Dices que nunca me castigabas sin razón. ¿Qué razón? ¿Qué razones? ¿Las mismas que hicieron a los inquisidores liquidar a todos los que se oponían a la autoridad de la Iglesia? ¿Crees que me querías demasiado? ¡Mide tu amor con las horas que me pasaba encerrado en el cuarto oscuro!

—¿Crees de verdad que lo hacía por gusto?

—No lo sé, pero al menos lo hacías con la conciencia tranquila.

—Sí. ¿Puedes decir tú lo mismo de tus propios actos?

—No. Pero los verdugos de los campos de concentración pueden decir lo mismo de los suyos. ¿Eso les exime de culpa?

—Ya basta, Gabriel. Has dicho más de lo que hubiera tolerado a nadie más que a ti. Algún día comprenderás que has sido injusto conmigo. Ya soy viejo, y tal vez no viva para verlo, pero algún día comprenderás que…

—¡Cállate!

—¡Estoy en mi casa!

—¡Espera entonces a que me haya ido!

La entrada, la escalera de arriba, tiemblo, el cuarto, al menos logré decírselo, no hay que sentir lástima por él, ya no tendrá que verme más, la maleta, al menos no ganó, qué significa ganó, al fin y al cabo todo el mundo pierde, las victorias provisionales no son más que derrotas aplazadas, pero no he venido para vencer, sino para no ser vencido por una vez, no lo vuelvo a colgar en su sitio, será mi último saludo, DIOS ES AMOR en el cuarto oscuro, así es, ha sido una visita corta, ojalá él no… Bajo la escalera, pero no puedo marcharme sin despedirme, sí puedo, ¿es porque tengo miedo? No va a ser una huida, sino una despedida, ¿debo llamar a la puerta o entrar sin más? Llamo, ya no estoy en mi casa, no contesta, entonces me voy, tiene que haberme oído, si no ha salido al jardín.

Abrió la puerta. Su padre estaba sentado en el sillón de respaldo alto, mirándolo.

—Vengo a despedirme.

—¿Te marchas?

—Sí.

—No es como me lo había imaginado.

—Lo mismo digo.

—Ojalá te comprendiera.

No contesto.

—Me puse muy contento cuando escribiste diciendo que ibas a venir.

—Siento que haya acabado así.

—¿De verdad lo sientes?

—¿Qué quieres decir?

—¿Lo sientes realmente?

—Ya te lo he dicho. No quería luchar contra ti, ni siquiera quería tener razón sobre ti. Dime una cosa, padre, imagínate que no fuera tu hijo, imagínate que fuera un conocido y que hubieras sabido de mí lo mismo que sabes ahora, ¿te habría hecho ilusión volver a verme? ¿Alojarme en tu casa?

—Evidentemente no habría sido lo mismo.

—Así es. Y si tú sólo hubieras sido mi semejante en lugar de mi padre, no habría venido a verte. ¿No significa esto que lo que nos une no es más que una convención? Somos padre e hijo, y por tanto estamos obligados a mostrarnos afecto mutuamente; si no lo hacemos, nos invade el sentimiento de culpa. Pero ¿por qué? ¿Existe alguna razón para creer que el afecto es algo genético? No nos exigimos a nosotros mismos sentir afecto por un vecino o un compañero de trabajo. No sé si entiendes lo que quiero decir.

—Sí. Conque es así como lo ves. Una convención. Que Dios te perdone esas palabras, Gabriel. Algún día te darás cuenta de lo equivocado que estás.

—Siempre has dicho eso, desde que tengo uso de razón te recuerdo diciendo algún día… Qué diferente habría sido si no hubieras creído en Dios.

—O si tú hubieras creído en él.

—Sí. Estamos condenados a atormentarnos mutuamente.

—No culpes a Dios de ello.

—A Dios no, a la idea de Dios, ese mito tan persistente de un poder que justifica unos actos y puntos de vista que en el futuro serán calificados de inhumanos. Tú crees que Dios es la meta de una fe, pero no es verdad, Dios es la fe en Dios, y por eso Dios morirá, muere día a día.

—Estás obsesionado.

—No, no soy más que un representante de un futuro que se niega a recibir una herencia, que se niega a llevar a Dios sobre la espalda.

—Será mejor que te vayas.

—Sí.

Fue hacia la puerta. Puso la mano en el picaporte y se volvió a mirar por última vez a su padre, que estaba sentado inmóvil en el sillón de respaldo alto, con los ojos cerrados y las manos agarradas a los desgastados reposabrazos.

María

Un otoño me encontré por sorpresa con mi hija María en la acera delante de la relojería; estaba más delgada, pero no me costó nada reconocerla. No recuerdo ya por qué estaba yo en la calle, pero tenía que tratarse de algo importante, porque fue después de que la barandilla de la escalera se hubiera roto, así que en realidad ya había dejado de salir a la calle. Pero fuera como fuera, me encontré con ella, y se me ocurrió pensar: Qué casualidad tan extraña que yo haya salido justamente hoy. Pareció alegrarse de verme, porque dijo «padre» y me dio la mano. Ella era la que más me gustaba de mis hijos; cuando era pequeña decía a menudo que yo era el mejor padre del mundo. Y solía cantar para mí, por cierto bastante mal, pero no era culpa de ella, lo había heredado de su madre. «María —dije— eres realmente tú, tienes buen aspecto». «Sí, bebo orina y soy vegetariana», contestó. Me eché a reír, hacía mucho que no me reía, imagínate, tenía una hija con sentido del humor, incluso con un humor un poco atrevido, quién lo diría. Fue un momento hermoso. Pero me equivoqué, qué fastidio que uno nunca consiga quitarse las ilusiones de encima. Mi hija se quedó como embobada y con la mirada perdida. «Te estás burlando de mí —dijo—, pero si yo te contara…». «Me pareció haberte oído decir orina», contesté. «Orina, sí, y me he convertido en otra persona». No lo dudé ni un momento, era lógico, debe de resultar imposible seguir siendo la misma persona antes y después de haber empezado a beber orina. «Bueno, bueno», dije en tono conciliador, y con ganas de hablar de otra cosa, tal vez de algo agradable, nunca se sabe. Entonces me fijé en que llevaba una alianza y le comenté: «Veo que te has casado». Ella miró el anillo. «Ah, lo llevo sólo para mantener a raya a los pesados». Eso sí que tendría que ser una broma, calculé rápidamente que por lo menos tendría unos cincuenta y cinco años, y tampoco era tan guapa. Así que volví a reírme por segunda vez en mucho tiempo, y en medio de la acera. «¿De qué te ríes?», preguntó. «Creo que me estoy haciendo mayor», contesté, cuando me di cuenta de que me había equivocado una vez más, «conque es así como se hace hoy en día». Ella no contestó, así que no sé, supongo y espero que mi hija no sea muy representativa de los nuevos tiempos. Pero ¿por qué he tenido hijos como ella, por qué?

Nos quedamos un instante callados, pensé que ya era hora de despedirse, un encuentro inesperado no debe durar demasiado, pero justo en ese momento mi hija me preguntó si me encontraba bien. No sé lo que quiso preguntar, pero contesté la verdad, que lo único que me molestaba eran las piernas. «Ya no me obedecen, mis pasos son cada vez más cortos, y pronto no podré moverme». No sé por qué le hablé tanto de mis piernas, y ciertamente resultó que no debería haberlo hecho. «Será la edad», dijo ella. «Desde luego que es la edad —contesté—, ¿qué otra cosa iba a ser?». «Pero supongo que ya no necesitas usarlas tanto, ¿no?». «Sí tú lo dices —contesté—, si tú lo dices». Al menos captó la ironía, diré eso en su favor, y se irritó, pero no consigo misma, porque dijo: «Todo lo que digo está mal». No supe qué contestar a eso, ¿qué podría haber contestado? Me limité a sacudir la cabeza inexpresivamente, ya hay demasiadas palabras en circulación por el mundo, y el que habla mucho no puede mantener lo dicho.

«Bueno, tengo que seguir mi camino —dijo mi hija tras una pausa breve, pero lo suficientemente larga—, tengo que ir al herbolario antes de que cierren. Ya nos veremos» Y me dio la mano. «Adiós, María» dije. Y se marchó. Esa era mi hija. Sé que todo tiene su lógica inherente, pero no siempre resulta fácil descubrirla.

Canícula

…Y aunque no ocurrió ayer, recuerdo claramente que estábamos tumbados boca abajo cortando cabezas de espigas y que era pleno verano, sin una nube en el cielo, pero con un fuerte viento procedente del oeste, del Mar del Norte, y lo único que se avistaba en el cielo, aparte del sol, era alguna que otra gaviota. Hans dijo que tenía sed, pero nosotros seguimos cortando cabezas de espigas, cada uno por nuestro lado. Era por la tarde, entre las cuatro y las seis, y Karl, al que también llamábamos Kalle, se levantó en una ocasión, pero enseguida volvió a tumbarse buscando la protección del viento, esa protección que le proporcionaba la propia tierra, porque en la llanura no crecía otra cosa que paja, espigas, pensamientos, y una pequeña flor sin nombre. Yo no sabía entonces lo que significa una llanura de ese tipo, que puedes llevártela dentro y tumbarte sobre ella en un piso de una gran ciudad o en una oficina un día de invierno; yo no estaba allí tumbado disfrutando del momento, solo estaba tumbado, a medio camino entre el mar y la ciudad, con un montón de cabezas de espigas a treinta centímetros de la cara, con pantalón corto y camisa de cuadros remangada, y en compañía de Hans y Kalle, a quien a veces llamábamos Lasarus, nunca he sabido por qué. Entonces oímos la sirena. Levantamos la cabeza, pero no vimos nada raro, miramos en vano en todas las direcciones, conservando la esperanza hasta el último momento; nos incorporamos dando la espalda al viento y miramos fijamente hacia la ciudad, gritando al unísono, cuando descubrimos el humo. Y echamos a correr. Hans delante, sobre sus largas y delgadas piernas, y Kalle el último, y cuando nos gritó que lo esperáramos, hicimos como si no lo oyéramos, estaba demasiado gordo y tenía los pies planos, y pronto había veinte metros entre Hans y yo, y quince entre yo y Kalle, mientras el humo era cada vez más denso, pero las sirenas ya no sonaban.

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