Cuentos reunidos (19 page)

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Authors: Askildsen Kjell

Tags: #Cuento

A las dos y cuarto entró a acostarse. Nina estaba dormida. A las nueve y media se despertó y se levantó sin hacer ruido. Nina dormía. Se había quitado la sábana con los pies. En la parte delantera del hombro izquierdo tenía una moradura tan grande como un puño. Por un instante le sobrevino un repentino ataque de ternura, pero enseguida recordó todo. Salió de la habitación sin hacer ruido.

El camarero gordo lo miró. Carl señaló el vaso. El camarero asintió y entró en el bar. Carl echaba de menos a Nina, con la esperanza de que no llegara.

En ese instante llegó. Llevaba una blusa azul que le cubría el hombro.

—Estás aquí —dijo, y se sentó. Sonrió levemente. Él no sonrió, evitó encontrarse con su mirada. Como si yo tuviera mala conciencia, pensó.

—Creo que me emborraché —dijo ella—. ¿Te ataqué?

Él asintió con la cabeza.

—¿Por qué?

—Te dije lo que pensaba de ti.

—Ah, comprendo.

El camarero llegó con una botella de cerveza. Nina también pidió una.

—Comprendes —dijo Carl.

—¿Y qué pensaste de mí?

—Que de repente entendí lo que habías querido expresar al decir que una chica iba por ahí exhibiendo el coño.

—¿Ah sí? ¿Por qué?

—Solo te acuerdas de lo que quieres, ¿no?

—Recuerdo que me enfadé y me lancé sobre ti.

—¿Y Nikos?

—¿Nikos?

Carl repitió los detalles que más lo habían humillado, excepto lo que había dicho ella de que él no era capaz de satisfacerla. Lo repitió con todo detalle, y esperó que ella se sintiera destrozada.

Llegó el camarero con la otra cerveza justo cuando Carl había terminado de decir todo lo que quería. Ella llenó el vaso despacio, luego dio un largo sorbo y dijo:

—¡Por Dios, Carl, no tenías motivos para enfadarte así! Estaba borracha y no hice nada malo.

—Bueno, bueno. De acuerdo.

—Carl.

—No nos entendemos. ¿Qué habrías dicho si yo hubiera hecho lo mismo?

—Pero tú no eres así.

—Vaya por Dios.

—Eso es importante. Tú eres tú y yo soy yo. No me conoces.

—No.

—No me tortures.

Dejó vagar la mirada y dijo:

—Un momento antes de que llegaras estaba echándote de menos, a la vez que esperaba que no vinieras. Sentía una especie de temor a que aparecieras de repente. Como si me remordiera la conciencia y encima con razón. Ya me ha pasado otras veces. Eso de echarte de menos y no querer que vengas, pura esquizofrenia. Esta noche he decidido que lo nuestro tiene que acabar. Uno se siente muy mal cuando se deja pisotear.

—Pero estaba borracha.

—Querías emborracharte, como tantas otras veces. Y cuando te emborrachas, casi siempre me pisoteas. No soy tan imbécil como para no darme cuenta de que se debe a algo en nuestra relación, algo que tú deberías intentar remediar, pero no lo haces. Callas, te emborrachas y me pisoteas. No soy un gilipollas, y estoy harto de que me traten como si lo fuera.

—Pero no dijiste nada, ¿por qué no dijiste algo?

—No puedo meterme en tus cosas de esa manera, no puedo. No tengo ningún derecho sobre ti, pero sí tengo derecho a dar la espalda a quien juega conmigo y me humilla. Si hubiera dicho más de lo que dije, me habrías humillado aún más. Debí de haberme marchado, pero me sentía demasiado miserable para hacerlo.

Ella no dijo nada. Él se sintió de repente vacío. Echó cerveza en el vaso, aunque estaba casi lleno. Quería marcharse. Esperaba que ella le dijera algo ofensivo o hiriente que pudiera darle un motivo para hacerlo. Pero ella no dijo nada. Estaban sentados uno enfrente del otro, y Carl hacía como si contemplara lo que pasaba a su alrededor. Nina tenía la cabeza ligeramente ladeada y los ojos clavados en la mesa verde. Transcurrieron unos minutos. Carl se levantó y fue al servicio. Meó y estaba triste, y cuando volvió al bar en penumbra una pieza de jazz procedente de un tocadiscos en el rincón detrás de la barra lo hizo detenerse. Un saxofón penetró el aire con secuencias vulnerables y heridos, justo lo que necesitaba. Pidió un raki para no estar delante de la barra sin tomar nada. Podía ver a Nina, escuchaba la música y la miraba a ella. Pensó: ¿Por qué me remuerde la conciencia?

Vació el vaso, salió, se sentó y dijo:

—Me remuerde la conciencia, es ridículo, pero también estoy un poco triste. No estoy seguro de que sea por tu culpa, puede deberse a mi falta de respeto por mí mismo.

No sabía muy bien por qué lo había dicho y qué quería que ella contestara, pero ella no contestó nada; se limitó a seguir mirando al infinito. Y de repente esa acusación no mencionada de la noche anterior se colocó entre ellos como un muro y como una libertad. Al levantarse, él dijo:

—Me vuelvo a casa.

Dejó un billete encima de la mesa y se marchó. Ella dijo algo tras él, pero él no pudo captarlo. No sabía adónde ir. Fue hacia el centro, adentrándose en la espesura de las estrechas calles y callejones. El sol ya estaba bajo en el cielo, solo en algunos puntos entraba en las casas.

La había abandonado, pero ella seguía pegada a su cerebro.

Cuando ya no sabía dónde estaba, se sentó en un bar, bebió raki, comió caracoles y se dijo severamente a sí mismo: ¡Esclavo, maldita alma de esclavo, cada vez que intentas obrar con justicia contigo mismo te derrumbas de compasión por la que te atormenta!

Bebió, se hizo de noche, e hizo las paces consigo mismo. Fue de bar en bar y se emborrachó. Sonrió burlonamente al darse cuenta de que cuando se hablaba a sí mismo ya no decía «tú», sino «nosotros». Esta noche no nos vamos a casa, ¿verdad que no? Nos emborrachamos y nos tumbamos en la playa, para que ella se haga preguntas. La mandamos a la mierda y nos tumbamos en el lugar exacto donde ella besó a aquel maldito hombre de seguros. Pero primero nos emborrachamos.

Y así fue.

El resto de la noche quedaba muy lejano en su memoria. Recordaba remotamente que apareció Nina —no sabía dónde— y que se negó a irse con ella, quería ir a la playa. Allí vomitó, fue denigrante, y lo recordaba.

Se despertó avanzada la mañana en la pensión. Nina le acarició el pecho y el pelo y dijo que lo entendía todo.

Él sabía que ella no lo entendía todo. Pero tal vez entendiera algo.

Los dedos de Nina lo acariciaban y lo tocaban mientras iban quitando cada vez más trozo de sábana del cuerpo de Carl. Él se acordaba de todo y quería resistirse, si no, todo sería como si nada hubiera pasado. Pero el deseo pudo con él, ella se dio cuenta y lo aprovechó, y no hubo nada que hacer.

Justo antes de que él se corriera, un grito desarticulado salió de ella, y un largo temblor le recorrió el cuerpo. Él no sabía qué creer, pero sabía lo que ella quería que creyese.

Se sentía vacío y triste.

Ella jugueteaba con su pelo.

—Ahora todo es como antes, ¿verdad?

Él se quedó pensando.

—Sí —contestó.

La capelina

Estaban los dos leyendo, llevaban mucho tiempo sin decirse nada y ella de repente dijo:

—Cuando lleguemos a Yugoslavia me compraré una de esas capelinas que no me compré el año pasado.

—¿Por qué página vas? —preguntó él.

—Por la treinta y tres. ¿Por qué?

—No, por nada.

Ella no dijo nada más y siguió leyendo. Por razones que desconocía, él se acordó de repente de un diálogo que había escuchado la noche anterior a través de la ventana abierta. Primero una voz de hombre desde la calle: «No me da la gana seguir intentando ligar contigo». Luego una voz de mujer desde una ventana (pensó él): «¿Por qué no?». «Porque nunca consigo nada». Solo eso, ni una palabra más.

Ella leía. Él tenía el libro abierto, pero no leía; la estaba mirando. ¿Qué es lo que le ha hecho acordarse de una capelina?, pensó.

Al cabo de un rato, ella dejó el libro.

—Voy a hacerme un huevo frito —dijo—. ¿Quieres uno?

—No, gracias. —A él no le gustaban los huevos fritos.

Ella fue a la cocina, y él aprovechó para coger el libro y abrirlo en la página treinta y tres. No encontró nada que razonablemente pudiera dar lugar a asociaciones con una capelina. Ni con Yugoslavia. No soy capaz de entenderla, pensó, creía que la conocía, pero cada vez me cuesta más entenderla. Decidió leer las páginas anteriores a la treinta y tres, tal vez la clave estuviera ahí, pero en ese momento ella volvió por un cigarrillo, y él dejó rápidamente el libro. Se sentía como un mirón y pensó que ella lo había visto hojear el libro, por eso dijo:

—¿Es emocionante?

—¿Emocionante? Interesante.

—¿De qué trata?

—De alguien que quiere algo diferente… no sé cómo explicarlo… de una mujer que cree que está bien y a gusto, pero que, sin embargo, añora otra cosa. Y no sabe muy bien por qué, pero lo cierto es que lo sabe. Bueno, los problemas que suele tener la gente.

—¿La gente?

—¿Sí?

—Yo no.

—Tú no.

—¿Yo no soy la gente?

—¿Qué quieres decir con eso? ¡Ay, el huevo frito!

Iba camino de la cocina, de repente se volvió y cogió el libro. Él no siguió leyendo. ¿Qué ha querido decir con tú no?, pensó. Intentó interpretar la manera en la que lo dijo, pero no lo consiguió. Voy a leer ese libro, pensó.

Ella volvió, se había comido el huevo frito en la cocina; a él se le antojó como algo raro, solía llevarse la cena al salón.

Se lo preguntó:

—¿Por qué has cenado en la cocina?

—¿Cómo?

—Has cenado en la cocina —dijo él.

—Sí, ¿y qué?

—Sueles cenar aquí.

—¿Ah, sí? Pues no, ceno a menudo en la cocina. ¿Qué te pasa? Sabes que ceno muchas veces en la cocina.

Él no contestó. Se quedó pensando, pero no entendía que ella pudiera tener razón. Sabes que ceno muchas veces en la cocina. Eso no era verdad.

—Creo que voy a acostarme —dijo ella.

Él la miró, sin responder. Ella lo miró, y dijo, muy tranquila, casi sin mostrar ninguna emoción:

—Creo que voy a volverme loca.

—¿Qué?

—Digo que creo que voy a volverme loca.

—Tal vez.

Ella lo miró, su mirada se endureció, pero solo por un instante.

—Tal vez —dijo ella.

Él la miró, su mirada era fría y lo sabía, aunque notaba por dentro una especie de acaloramiento e intranquilidad.

—Tal vez —repitió él—. ¿Y en qué consiste esa locura? —Vio cómo se levantaban sus hombros. Luego volvieron a bajar.

—Buenas noches —dijo ella. Se quedó inmóvil un instante, y se marchó.

Él tenía la sensación de que ella le estaba haciendo trampas, de que se retiraba con una especie de victoria. Se sentía un perdedor y se enfureció. ¡Maldita mujer!, pensó ¡Qué se habrá creído! ¡Querer hacerse la interesante inventándose de repente una locura!

Se fue tranquilizando poco a poco, pero no del todo. Fue a la cocina y cogió una cerveza de la nevera. Eran las diez menos cuarto. Volvió al salón, se sentó, se levantó, se puso a pasear por la alfombra verde, parándose de vez en cuando a beber un trago de cerveza, mientras se le ocurrían pensamientos contradictorios. ¡Como si tuviera algo de qué quejarse!, pensó.

Ella quiere algo diferente.
De una mujer que cree que está bien y a gusto, pero que, sin embargo, añora otra cosa. Bueno, los problemas que suele tener la gente
.

El mundo de sus asociaciones se había convertido de repente en algo distinto. Algo inocente y sin importancia en algo complicado, algo serio.
Creo que voy a volverme loca
. De una manera u otra lo habrá dicho en serio, pero ¿de qué manera?

Fue por otra botella de cerveza, descartó la posibilidad de que tal vez ella se hubiera enterado de algo sobre Anne, por ejemplo, o sobre Lucy. Sería demasiado improbable, ella no conocía a nadie de esos círculos, y él había tomado toda clase de precauciones.

No lo entendía, se acabó la botella y apagó las luces.

Ella estaba en la cama, leyendo. Apenas levantó la mirada antes de volver a concentrarse en el libro. Él hizo como si nada. Pensó: Hace como si nada, bueno, me da igual, por mí puede hacer lo que quiera.

Se acostó, apagó la lámpara de la mesa de noche, le dio la espalda y le deseó buenas noches.

—Buenas noches— contestó ella.

Él no conseguía conciliar el sueño. Al cabo de un rato se dio cuenta de que ella no pasaba las páginas del libro. Se quedó escuchando para estar completamente seguro. En efecto, no pasaba las páginas. Pensó que se había dormido y se estiró para apagar la lámpara del otro lado, pero ella tenía los ojos abiertos y se encontró con su mirada por encima del libro. Lo miró muy tranquila, sin embargo había algo en su mirada que lo hizo sentirse inquieto, algo a la vez distante y escrutador.

—¿Te molesta que lea? —preguntó ella—. ¿Quieres que apague la luz?

—No, no —contestó él—. Solo pensaba que… No estás leyendo.

—Claro que estoy leyendo. ¿No lo ves?

Él le arrancó el libro de la mano y miró el número de la página. Treinta y ocho. Le devolvió el libro, sin decir nada.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó ella.

—Has leído cinco páginas desde que te levantaste a freír un huevo —dijo él.

—Entremedias pienso.

—¡Ya lo veo, ya!

—Me recuerdas a mi padre —dijo ella.

Él tardó bastante en responder, luego dijo:

—Creía que él te gustaba.

—¿Eso creías? Pues lo quería.

¡Qué cosa tan rara! ¡Qué coño quería decir con eso!

—¡Ja, ja! —se rió él y le dio la espalda.

—Mi padre jugaba siempre a ser Dios —dijo ella—. No sé si entiendes lo que quiero decir.

—¡No! —dijo él— ¡Ni tampoco me interesa! ¡Y ahora me gustaría dormir!

—Sí, claro. Que duermas bien.

Una terrible ira se apoderó de él, de repente se levantó, arrancó el edredón, la almohada y la sábana, cerró la puerta tras sí con un gran estallido y se fue al salón. Tiró las cosas en el sofá, encendió la luz del techo y fue a pasos de gigante a la cocina por otra botella de cerveza.
Me recuerdas a mi padre. Siempre jugaba a ser Dios
.

Un rato después fue por otra botella y pensó: Mañana no iré a la oficina, para que vea la que ha liado.

Por fin se durmió.

Se despertó con sol en la cara. Durante uno o dos segundos estuvo desorientado, luego se acordó de todo.

Se levantó y entró sin hacer ruido en el dormitorio por su ropa; ella no se despertó. Se preparó un sencillo desayuno, luego se metió en el coche y condujo hacia el centro. La empresa de electricidad en la que trabajaba disponía de plazas de aparcamiento para los niveles superiores del personal administrativo en un solar de derribo a solo un par de minutos de la oficina, lo que había contribuido a convertirla en un atractivo lugar de trabajo.

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