Crucé corriendo el campo de fútbol y atravesé el patio del colegio donde Hans estaba bebiendo agua de la fuente verde, pasé por las ventanas de las aulas, y Hans me alcanzó, tenía la barbilla mojada y no capté lo que dijo al pasarme a toda velocidad, sentía pinchazos y el cordón del zapato se me había desatado, y mientras me agachaba a atármelo en la calle, delante de la valla pintada de blanco del director del banco, el señor Rosenstand, oí acercarse a Kalle. Lo esperé porque sentía pinchazos, de modo que estaba a su lado cuando llegamos a la esquina de la pastelería de Back y vimos las llamas atravesar el tejado de la estrecha casa de dos plantas que era su hogar, y desde cuyo tragaluz se podía ver el mar, el horizonte y los destellos del Gran Faro.
¿Kalle estaba sonriendo o luchando contra el llanto? ¿Y por qué empezó a andar inclinado, con el hombro derecho hacia delante y el izquierdo hacia atrás, como torcido, y por qué se detuvo junto a la escalera de Schmidt, donde permaneció inmóvil hasta que se derrumbó el tejado y se perdió toda esperanza? No pregunto hoy, pregunté entonces, aunque hubiera sido igual de natural preguntar por qué no, porque no es raro que te comportes de un modo extraño cuando se está quemando tu casa con todo lo que hay en ella: huevos de pájaro, mariposas y colección de sellos.
No voy a demorarme mucho en el incendio, pues todos tenemos algún incendio en nuestro pasado, y aquel fue un incendio de sol, un incendio de tarde desprovisto de cualquier efecto mágico de medianoche, y como además se trataba de un incendio del viento del oeste, no se corría ningún riesgo de que se propagara a las casas vecinas.
Tuvo que ser dos o tres días después, porque, cuando pasamos por la casa destruida por el incendio, las brasas estaban apagadas y las cenizas frías; un día caluroso, casi sin viento, hacia las cinco, Hans no había visto a Kalle desde que se alejó corriendo de él en la llanura, y yo no lo había visto desde que estaba perplejo o afligido junto a la escalera de Schmidt, pero sabíamos que él y sus padres se alojaban en casa de un tío suyo al lado este del río. Las cenizas se habían enfriado, como ya he dicho, y proseguimos a lo largo de la valla pintada de blanco del director del banco, el señor Rosenstand, para entrar en el patio del colegio, donde Hans se acercó a la fuente verde, y cuando acabó de beber subimos a gatas al tejado de chapa ondulada donde podíamos estar boca arriba a la sombra mirando el parque, que en ese momento estaba desierto bajo los grandes olmos. Era un día medio muerto, y creo que nos aburríamos, no tendríamos gran cosa que contarnos, no creo que fuéramos ya tan niños, aunque no tendríamos más de quince años, ahora me parece que apenas dije una palabra aquel verano, y tampoco oí lo que decían los demás, todos los sonidos eran sonidos lejanos, todos los días hizo calor y sol, que sea como sea esto significa algo, si es que algo significa algo, así es como yo creo que fue y así fue. Y cuando llevábamos media hora o tal vez más tumbados en el tejado de chapa ondulada, yo lo vi primero, venía andando del otro lado del parque, donde estaba el dique, un dique sin desagüe, con la forma de una gran herradura alrededor de dos árboles gigantes torcidos y a punto de caerse, pero declarados monumento natural protegido, y sustentados por dos grandes pilares. No había ni gota de agua en el dique aquel verano, y si te metías dentro podías estar de pie sin que te vieran desde el sendero, y de allí venía Karl. Se miró el hombro, pero eso no significaba necesariamente que tuviera algo que ocultar, y si no se hubiese caído, pero se cayó, supongo que lo habríamos llamado, o al menos no nos habríamos escondido, pero cuando se cayó se quedó tumbado, aunque era imposible que se hubiese hecho daño, y por eso no dijimos nada, sino que nos limitamos a observar. Al principio Karl estaba muy silencioso, luego lo oímos llorar, y nos hicimos tan pequeños como pudimos, arriba en el tejado de chapa ondulada. No era un llanto vehemente, y si no hubiera sido porque su casa se había quemado hacía bien poco, tal vez habríamos pensado que estaba canturreando, pero no lo hacía porque, cuando un poco después se levantó, lo vimos secarse los ojos. Venía derecho hacia nosotros, ya era demasiado tarde para darnos a conocer, nos hicimos invisibles, ya no lo veíamos, solo lo oíamos, lo seguimos con los oídos, paso a paso, hasta la entrada techada del patio de recreo del colegio. Allí se detuvieron los pasos, que fueron sustituidos por otros sonidos: las suelas de sus zapatos contra la pared cuando trepó la ancha viga y entró en la cochera justo debajo de nosotros. Solo nos separaban de él una fina chapa ondulada y, como máximo, dos o tres metros de aire. Lo oíamos respirar y al cabo de un rato llorar. Luego se hizo el silencio durante varios minutos y pensé que la única manera de escapar sería correr por el tejado y saltar al jardín del conserje. Le hice señas a Hans para explicarle mi plan, y al principio dijo que no con la cabeza, porque supongo que tenía más miedo al conserje que a Karl, pero luego cambió de idea y corrimos todo lo que pudimos por el tejado, saltamos al césped delante de la ventana de la cocina y salimos por la puerta sin cerrarla tras nosotros, corriendo a todo correr, Hans primero y yo detrás, hasta que llegamos al muelle. Allí intentamos reímos de lo que Karl podía haber pensado, porque tuvimos que hacer un ruido infernal al correr por el tejado de chapa, pero no lo conseguimos del todo (algo que indica otra vez que ya no éramos tan niños) porque nos sentíamos culpables, al menos yo, aunque me pregunto hoy, no demasiado tiempo después, qué podríamos haber hecho sino correr.
También el día siguiente fue caluroso y soleado. Di un paseo por el parque, crucé la plaza de los festejos y me adentré en el bosque. No creo que me dirigiera a ningún sitio en particular, aunque es verdad que el sendero conducía a la playa de Fladenstrand, donde solía bañarme solo, porque no sabía nadar, y si no llegué hasta allí tal vez fuera porque a la izquierda del sendero avisté botellas vacías de cerveza, primero una y luego muchas, demasiadas para poder llevármelas a casa. Las escondí en una rendija cubierta de vegetación y tomé el camino más rápido a casa para coger algo en donde llevármelas, con el fin de venderlas luego. Como digo, tomé el camino más corto, salí del bosque y atravesé la llanura, y allí estaba él, tumbado de lado, con las rodillas encogidas, como si estuviera dormido, pero no dormía, se volvió hacia mí con una paja entre los labios. Me sentí tan culpable ante su mirada que enseguida compartí con él las botellas vacías, que eran el clavo ardiendo al que me agarraba con un torrente de palabras; me esforcé al máximo, diez botellas no eran suficientes, conté mal y convertí diez en quince, pero él apenas me escuchaba, dijo que tenía que irse a casa. Nos fuimos juntos, supongo que hablaríamos de algo, pero no del incendio, no hasta que él dijo: Vamos a construir una casa nueva, con jardín y seto alrededor. Reaccioné como si me hubiera expuesto un milagro, quise oír detalles, entonces se quedó algo extrañado y dijo: No se lo contarás a nadie, ¿no? Claro que no se lo contaré a nadie. Se calló y me hizo callar a mí. Ni siquiera conseguí preguntarle por qué tenía que ser un secreto, él era superior a mí en virtud del incendio, o tal vez del llanto; yo era culpable de haber huido por un tejado de hojalata, él decidía, y ninguno de los dos dijimos nada hasta llegar a la plantación de árboles donde los pinos más altos apenas nos llegaban al pecho; entonces me preguntó si yo sabía lo que era el día del Juicio. Le conté lo que sabía, que de repente un día el mundo sucumbiría de una u otra manera, un día cuando nadie se lo espere tal vez llegue una tormenta cuyo igual nadie ha visto, o un terremoto que haga que todo el fuego que se encuentra dentro de la tierra suba por las grietas, y nadie escapará, ni una sola persona. ¿Cuando nadie se lo espere?, preguntó Karl, y yo no entendí que me estaba pidiendo consuelo, una afirmación, yo era muy ecuánime y contesté que quizá alguno que otro sí lo esperara, siempre hay alguien que lo espera, pero la mayoría no. Creo que no dijimos nada más, al menos no me hizo más preguntas. Habíamos pasado ya por la plantación de árboles y nos encontrábamos en el camino entre la fábrica de cerveza y el jardín del diácono, y desde allí tomaríamos distintas direcciones; él vaciló un poco, o mejor dicho, escarbó con el pie la hierba que crecía debajo de la alambrada, y se marchó.
Llegaron días en los que aparentemente no ocurría nada, un día caluroso y despejado seguía a otro igual. Yo me pasaba las horas en mi rincón del jardín, debajo del ciruelo más grande, boca abajo en la hierba, felizmente infeliz, a mis quince años.
Una tarde Kalle llegó por el jardín. Se sentó en la hierba con su cara grande, brillante de sudor. Calló durante un buen rato, luego me preguntó sin más si yo creía en Dios.
Claro que sí.
Yo no, dijo.
Lo miré. Había visto a muchas personas que vivían como si no creyeran en Dios, pero a nadie que lo hubiera dicho. Sabía, había oído, que existía un pecado para el cual no había perdón, un pecado mortal; nunca me habría atrevido a preguntar a mis padres en qué consistía ese pecado, preguntarles algo así era tan impensable como pedirles que me contaran cómo había sido concebido yo, pero tenía una idea de que precisamente eso, es decir, negar la existencia de Dios, era un pecado irreparable, el que ataba la piedra de molino al cuello del condenado.
Me entró miedo. El Infierno se me había acercado.
No sabes lo que dices, dije.
Sí.
Imagínate que vas al Infierno.
No existe. Simplemente morimos.
¿Entonces por qué crees que nacimos, si solo vamos a vivir un tiempo y luego no hay nada más?
No lo sé. ¿Acaso crees que también las hormigas y las moscas van al Cielo?
No han sido creadas a semejanza de Dios.
No contestó. Creí que lo había dejado mudo.
He leído en algún sitio, dijo, que las personas no quieren a Dios, sino que tienen miedo al Infierno.
No es verdad.
¿Acaso tú no tienes miedo al Infierno?
Sí, pero… si te asustas por algo vas a tus padres, y eso no significa que no los quieras.
Eso es diferente. Lo harías aunque no los quisieras, si sabes que ellos te quieren a ti.
Se volvió lentamente hacia mí, la cara ya no le brillaba, tenía manchas rojas. Parecía asustado.
¿Te vienes a Kalotten?, preguntó. Tengo que enseñarte algo.
Cruzamos el jardín y salimos a la calle. No quiso decirme qué era lo que tenía que enseñarme, y no le insistí. Atravesamos en silencio las calles desiertas de la tarde por el lado derecho, a la sombra de los árboles y las setas. Serían cerca de las seis, al menos la forja de Klipper estaba cerrada, y él nunca se marchaba hasta más o menos esa hora. Lo recuerdo porque cogimos el atajo por su solar y subimos la empinada pendiente hasta la estrecha cornisa de la montaña, donde teníamos que andar uno detrás del otro. Salimos a un llano, que mediría unos dos o tres metros de ancho, y desde donde se podía ver el mar y el Gran Faro. Unos ocho o nueve metros más abajo se encontraba el patio cimentado del Templo.
Karl se detuvo y se echó el flequillo hacia atrás. Estaba sudando otra vez. Permaneció unos instantes mirando hacia su casa, destruida por el incendio. Yo empezaba a impacientarme. Lo había acompañado hasta allí porque quería realizar una buena acción, y me parecía que ya era hora de que me pidiera ayuda.
¿Crees que Dios podría haber evitado el incendio?, preguntó.
Sí.
Estaba en medio de la pequeña llanura, a algo más de un metro del precipicio.
¿Es verdad que Dios no deja que se burlen de él?
Sí.
Me miró asustado. Estaba de espaldas al mar y a los tejados de las casas. Retrocedió un paso. Yo me quedé como clavado en el sitio; me mareo, siempre me he mareado, no soporto ver a nadie balancearse al borde de un precipicio, no lo aguanto, pero me fascina, y no le di la espalda a Karl. Retrocedió un paso más y se detuvo a unos centímetros del precipicio, todavía de espaldas. Yo sabía que estaba tan mareado como yo. Nos miramos fijamente, creo que yo signifiqué mucho para él en ese momento. ¡Estaba tan asustado… y se mostraba tan valiente!
Me burlo de Dios, dijo, susurró, sus palabras apenas me llegaron. Seguía moviendo los labios, pero yo no oí nada más. Entonces se dio vuelta, miró hacia abajo, y entregó a Dios la mejor carta que tenía en la mano, su vértigo. No sé cuánto tiempo permaneció así, pero lo suficiente y más de lo que yo habría podido permanecer allí para probar lo contrario, es decir, que Dios existía y que me atrevía a poner mi vida en Sus manos.
Ya se había terminado todo. No se mostraba triunfante. No me miraba. Sin mediar palabra volvimos sobre nuestros pasos por la estrecha cornisa, bajando después por detrás de la forja de Klipper. Karl andaba cabizbajo, como si se sintiera avergonzado. No dijo ni una palabra, ni siquiera adiós, simplemente se marchó, y yo, que iba en dirección contraria, me quedé mirándolo. Karl llevaba un pantalón corto que le llegaba hasta la mitad de la rodilla. Lo vi desaparecer por la esquina, luego me di vuelta y fui hacia casa, despacio, por el lado izquierdo del camino, a la sombra de los árboles y las setas.
Vivo en un sótano; lo cual es, se vea como se vea, resultado de que todo me ha ido cuesta abajo.
El cuarto no tiene más que una ventana, y sólo la parte superior de ésta se encuentra por encima de la acera; eso hace que vea el mundo exterior desde abajo. No es un mundo grande, pero a menudo tengo la sensación de que es lo suficientemente grande.
Sólo veo las piernas y la parte inferior del cuerpo de los que pasan por delante de mi ventana, pero después de llevar cuatro años viviendo aquí, sé en la mayoría de los casos a quién pertenecen esos cuerpos y esas piernas. Eso se debe a que por este lugar hay poco tránsito; vivo casi al final de un callejón sin salida.
Soy un hombre parco en palabras, pero, no obstante, de vez en cuando hablo conmigo mismo. Lo que digo en esas ocasiones son cosas que me parece necesario decir.
Un día que estaba junto a la ventana y acababa de ver pasar la parte inferior del cuerpo del propietario del inmueble, me sentí de repente tan solo que decidí salir a la calle.
Me puse los zapatos y el abrigo, y me metí las gafas para leer en el bolsillo, por si acaso. Luego salí. La ventaja de vivir en un sótano es que subes cuando estás descansado y bajas cuando llegas cansado a casa. Creo que es la única ventaja.