Cuando la sentí muy cerca, abrí los ojos y le sonreí, luego volví a cerrarlos. Mi madre le explicó lo ocurrido. Yo no dije nada, quería estar desvalido, abandonado a los cuidados de Sonia. Vino con cojines, me los colocó bajo los hombros y la cabeza, y le pedí una pastilla. Se ausentó durante un buen rato, sería entonces cuando llamó a la ambulancia, pero no dijo nada al volver con la pastilla. Me la dio y me preguntó cómo me sentía. Bien, contesté, y aunque era la verdad, no pretendía que se lo creyera. Era cierto que el hombro me dolía, pero me sentía bien. Se me quedó mirando un buen rato, luego subió a la terraza por la tumbona. Pero no para mí. Para mi madre. Tras reflexionar, me pareció lo correcto, pero podría haber preguntado para que hubiera tenido la oportunidad de rechazarla. Mi madre protestó, quería que me tumbara yo. No, dijo Sonia. La tumbona es para ti. Yo no dije nada. Pensé:
Le he dicho a Sonia que me encontraba bien, es por eso. Sonia acomodó a mi madre en la tumbona, luego se metió en casa. El césped estaba duro, y me pregunté cuánto tiempo pretendía Sonia dejarme allí tumbado, pues en ese momento no sabía que había llamado al hospital. Todo estaba en silencio, y oí parar un coche delante de la casa, y que alguien llamaba a la puerta. Al cabo de un rato llegó Sonia acompañada por dos hombres vestidos de blanco. Bajaron por la escalera y fueron directamente hacia mi madre. Uno de ellos le habló, el otro se volvió hacia mí y me miró fijamente las piernas. ¿Cuánto tiempo lleva con eso?, preguntó señalando la escayola. Una semana, dije. ¿Se cayó del tejado?, preguntó. Accidente de coche, contesté. Volví la cara hacia el otro lado. ¿Es necesario?, preguntó mi madre. Sí, mamá, contestó Sonia. El hombre que había hablado conmigo fue por una camilla, el otro se me acercó y me preguntó cómo estaba. Bien, contesté. Seguro que Sonia le había dicho algo de mi hombro, porque él se inclinó sobre mí y lo tocó. Su ayudante llegó con la camilla, me levantaron y me pusieron sobre ella. Me subieron por la escalera hasta el dormitorio. Sonia iba delante señalando el camino. Me tumbaron en la cama y se marcharon, Sonia también. Volvió al cabo de un rato. Voy a acompañar a mamá al hospital, dijo. De acuerdo, contesté. ¿Necesitas algo? preguntó. No, contesté. Se marchó. Mi intención no había sido ser cortante, en realidad no, pues entendí que mi madre también la necesitaba.
Pronto cayó el silencio sobre la casa. Se me cerraron los ojos y vi aquel vasto y desierto paisaje, ese que tanto duele mirar, es demasiado vasto y demasiado desierto, de alguna manera está dentro y fuera de mí. Abrí los ojos para que desapareciera, pero tenía tanto sueño que volvieron a cerrarse solos. Supongo que se debía a las pastillas. No tengo miedo, dije en voz alta, sólo por decir algo. Lo repetí varias veces. Y ya no recuerdo más.
Desperté en la penumbra. Las cortinas estaban echadas, el reloj marcaba las cinco. La puerta del dormitorio estaba entreabierta, y por la rendija entraba una fina franja de luz. En la mesa de noche había una botella de agua, y la cuña estaba colocada de modo que podía alcanzarla con la mano sana. No tenía ningún pretexto para despertar a Sonia. Encendí la lámpara y me puse a leer
Maigret y la muchacha muerta
, que Sonia me había traído. Al cabo de un rato sentí hambre, pero era muy temprano para llamar a Sonia. Seguí leyendo. Cuando el despertador marcaba las seis y media, empecé a impacientarme y a irritarme. Me parecía muy desconsiderado por parte de Sonia no haberme hecho un par de tostadas, debería haber supuesto que me despertaría en el transcurso de la noche. Me quedé quieto para oír los ruidos de la casa, pero el silencio era total. Me imaginé a Sonia y me entró hambre de otra clase. La vi con más nitidez de lo que la había visto jamás en la realidad, y no hice nada por borrar la imagen. Permanecí así durante un buen rato, hasta que oí sonar un despertador. Cogí el libro pero no me puse a leerlo. Esperé. Al final la llamé. Entonces acudió. Llevaba una bata de color rosa. Estaba tumbado con el libro en la mano para que se diera cuenta de que llevaba tiempo despierto. He oído el despertador, dije. Estabas profundamente dormido, dijo ella, no quise despertarte. ¿Te duele algo? El hombro, contesté. ¿Quieres que vaya a buscar una pastilla?, preguntó. Gracias, contesté. Se fue. Iba descalza. Andaba de puntillas. Dejé el libro en la mesa de noche. Ella volvió con la pastilla y un vaso de agua. Me sostuvo por los hombros. Pude ver uno de sus pechos. Luego le pedí que me pusiera otro debajo del hombro. Qué guapa eres, dije. ¿Estás más cómodo?, preguntó. Sí, gracias, contesté. Enseguida te traeré el desayuno, dijo, en cuanto me vista. No es necesario, dije. ¿No tienes hambre?, preguntó. Sí, contesté. Me miró. Fui incapaz de interpretar su mirada. Luego se fue. Tardó mucho en volver.
Cuando llegó con el desayuno, estaba completamente vestida. Llevaba un blusón abotonado hasta el cuello. Me dijo que tenía que incorporarme, y fue a buscar más cojines para ponérmelos en la espalda. Estaba cambiada. Miraba a todas partes menos a mí. Puso la bandeja con las tostadas y el café sobre el edredón ante de mí. Llámame si quieres algo, dijo al marcharse.
Cuando hube desayunado, decidí que no la llamaría, tendría que venir por propia iniciativa. Puse el plato y la taza sobre la mesa de noche y dejé caer la bandeja al suelo, convencido de que lo oiría. Conseguí quitarme los cojines de la espalda. Estuve esperando durante mucho tiempo, pero no llegaba. Recordé que había olvidado preguntarle por nuestra madre. Luego pensé que cuando me recuperara me quedaría completamente solo. Tendría toda la casa para mí solo, y nadie sabría cuándo entraba o salía, ni lo que hacía. No tendría que esconderme.
Por fin llegó. La pastilla ya había empezado a hacer efecto, y me sentía mucho más benévolo con respecto a ella. Le pregunté por nuestra madre y dijo que estaba levantándose. Creía que estaba en el hospital, dije. No, contestó, sólo fueron heridas superficiales. Le conté lo que me había dicho sobre nuestro padre. Al principio dio la impresión de no creerme, luego fue como si todo el cuerpo se le quedara rígido, también la mirada. Dijo: ¡Qué… qué… asco! Me sorprendió un poco esa reacción tan fuerte, pues ella era una joven moderna. Esas cosas pasan, dije. Me miró fijamente, como si hubiera dicho algo incorrecto. ¿Conque sí, eh?, dijo; cogió la bandeja del suelo y plantó el plato y la taza en ella con movimientos airados y bruscos. No digas a mamá que te lo he dicho, dije. ¿Por qué no?, preguntó. Me pidió que no te lo dijera, contesté. Entonces, ¿por qué me lo has dicho? Me pareció conveniente que lo supieras, contesté. ¿Por qué?, preguntó. No contesté, estaba empezando a irritarme, pues no me gusta que me reprendan. ¿Para qué tú y yo compartiéramos un pequeño secreto?, preguntó en un tono que no pretendía agradarme. Sí, por qué no, contesté. Se me quedó mirando un buen rato, luego dijo: Creo que nos hemos equivocado el uno con el otro. Qué pena, dije. Cerré los ojos. La oí marcharse y cerrar la puerta tras ella. No había estado cerrada desde que volví del hospital, y ella sabía que yo quería que permaneciera abierta. Estaba enfadado ya de antes, y la puerta cerrada no contribuyó precisamente a disminuir mi ira. Tendría que marcharse, no quería verla más. No estaba tan desvalido como para tener que soportar cualquier cosa de ella. No le había hecho nada.
Pasó bastante tiempo hasta que volví a tranquilizarme. Entonces pensé que su conducta seguramente tendría más que ver con mi padre que conmigo y que, cuando hubiera reflexionado un poco, ella misma comprendería lo irrazonable que se había mostrado.
Pero fui incapaz de tranquilizarme del todo, y tuve que reconocer ante mí mismo que temía su vuelta. Constantemente me parecía oír pasos fuera, cada vez cerraba los ojos fingiendo que dormía, y cada vez me sentía igual de aliviado al comprobar que no llegaba. Al final me quedé con los ojos cerrados, escuchando y esperando, y luego no recuerdo nada más hasta que vi a mi madre junto a la cama, y me miraba. Tenía una gasa en la frente y una especie de gorro en la cabeza. ¿Has tenido una pesadilla?, preguntó. ¿He hablado en sueños?, pregunté. No, contestó, pero hacías muecas. ¿Te duele? Sí, contesté. Iré por una pastilla, dijo. Apenas podía andar. Pensé que Sonia seguramente se sentiría avergonzada por haberse comportado tan mal, y que por eso acudía mi madre en lugar de ella, pero cuando mi madre regresó con la pastilla, dijo: Bueno, ya sólo quedamos tú y yo. Lo dijo como si yo lo supiera. No contesté. Me dio la pastilla y quiso sostenerme por el hombro, pero dije que no hacía falta. Me metí la pastilla en la boca y bebí de la botella de agua. Ella se sentó en la silla junto a la ventana. Dijo: Sonia estaba muy preocupada por mí, pero echaba mucho de menos sus cosas. Asentí con la cabeza. Sí, y dijo que tú entenderías por qué tenía que irse. Sí, dije. Me sonrió, luego añadió: No sabes cuánto te lo agradezco. ¿Qué?, pregunté, aunque sabía a lo que se refería. Cuando me desperté y te vi en el suelo a mi lado, dijo, pensé que al menos William sí me quería. Claro que sí, dije. Cerré los ojos. Al cabo de un rato se levantó y se fue. Volví a abrir los ojos y pensé: Si ella supiera…
Cuando Bernhard L. volvió al hogar de su infancia con el fin de asistir al sepelio de su padre, Marion le dio un abrazo bastante torpe. Era una tarde calurosa, y ella tenía grandes manchas húmedas en las axilas. Así que has venido, dijo. Él comentó que venía cansado del viaje y que le gustaría cambiarse. Ella le había preparado el cuarto de la buhardilla. La ventana estaba abierta y el sol entraba a raudales. Se desnudó del todo y se tumbó en la cama. Empezó a tocarse, intentando reproducir aquella fantasía que tanto le había excitado en el estrecho compartimiento del tren, pero no lo logró. Entonces oyó a Marion subir la escalera y se vistió. Por la ventana entraban los ruidos de la calle. Marion volvió a bajar la escalera. Él abrió el armario y colgó el traje negro.
Cuando algo más tarde bajó, se encontró a Marion llorando en el salón. Suponía que no le había oído entrar, pero no estaba seguro, porque la mujer se comportó como si la hubiera sorprendido haciendo algo malo. No sabía qué decir. Se acercó a la ventana y se puso a contemplar el pequeño jardín trasero. Tú lo querías, dijo él por fin. Un gato negro se subió de un salto a la valla de madera. Debería haberme portado mejor con él, señaló ella. Pero tú eras la que lo cuidabas, dijo él. El gato saltó de la valla hasta el tejado del viejo cobertizo para bicicletas. Ella dijo: A veces era tan…, pero, claro, tenía dolores… Había momentos en que casi deseaba que… Me arrepiento tanto… Él encendió un cigarrillo. No pensaba que fuera a morir, añadió ella. Él preguntó cómo había sido. Ella tardó en contestar. Él tiró la ceniza del cigarro en una maceta. Estaba sentado en ese sillón, dijo ella. Yo estaba en la cocina. Me dijo que viniera a leerle el periódico. Le contesté que estaba haciendo la comida. Dijo que no tenía hambre. Pues yo sí que tengo, dije. Luego nos quedamos callados y al final volvió a decir: ¿Vienes ya? No contesté. Estaba enfadada con él. Un poco más tarde gritó mi nombre aunque no demasiado alto, pero no entré hasta pasados dos o tres minutos y, para entonces, ya estaba muerto.
Bernhard se imaginó a su padre, pero no sentía nada. Marion se echó a llorar de nuevo. Él buscó un cenicero para apagar el cigarrillo. Fue a la cocina y lo tiró en el fregadero. Luego bebió un vaso con agua. Sonó el timbre. Marion le pidió que fuera a abrir. Era una mujer. Lo miró y dijo: Tú tienes que ser el hermano de Marion. Así es, asintió él. Él la siguió hasta el salón. Marion no estaba allí, él pensó que habría ido a la cocina a secarse las lágrimas. La mujer le tendió la mano, estaba húmeda, pero a él no le importó. Soy Camilla, se presentó. Y yo Bernhard, dijo él, voy a buscar a Marion. Llegó justo en ese momento. Las contempló unos instantes: eran en todos los aspectos tan distintas que no entendía qué podían tener que ver la una con la otra. Camilla estaba de pie, de espaldas, con la ropa muy pegada al cuerpo. Él pensó: ¿No se dará cuenta Marion de que se está aprovechando de ella? Al instante, desechó esa idea. Camilla se volvió hacia él, y preguntó algo. Él contestó. Ella sonrió y bajó la mirada. Es dependienta, pensó él. Marion dijo media frase y se fue a la cocina. Él abrió una ventana. Siéntate, dijo. Ella se sentó. Marion se habrá alegrado de que hayas venido, dijo ella. Él se rió y se sentó frente a ella. Le preguntó si ella había conocido a su padre. Camilla le dio una larga respuesta mientras miraba alternativamente a sus manos y a él: lo había conocido y no lo había conocido. Estaba sentada en el filo de la silla con las rodillas juntas y las manos cruzadas sobre los muslos. Él le ofreció un cigarrillo y le dio fuego. Se preguntó quién de los dos sería el primero en descubrir que no había un cenicero cerca. Al final dijo: Voy a buscar un cenicero. Fue a la cocina. Marion estaba preparando una fuente de sándwiches. Le dio un cenicero minúsculo. ¿No tienes uno un poco más grande?, preguntó él. Qué barbaridad, dijo ella, y le dio uno grande. Él volvió al salón. Preguntó a Camilla cómo se habían conocido Marion y ella. Ella se lo dijo. Marion entró y puso un mantel blanco en la mesa. Deja que te ayude, dijo Camilla, sin levantarse. No, no, contestó Marion. Acabó de poner la mesa y empezaron a comer. Camilla y Marion hablaron de una amiga común que había tenido un hijo que nació con la espina bífida. Eran las siete. Bernhard se dio cuenta de que Camilla no paraba de mirarlo. Él estaba fantaseando con ella. De repente, entró una avispa y se posó sobre uno de los sándwiches. Camilla se levantó y se plantó en medio de la habitación. Dijo que era alérgica a las avispas.
Marion cogió un sándwich de queso y lo estampó encima del que tenía la avispa. Bernhard se rió. Marion se acercó a la ventana y tiró los dos sándwiches al jardín trasero. Ya está, dijo. Bernhard se rió de nuevo. Marion y Camilla volvieron a sentarse. Comed, dijo Marion, a Bernhard le dio la impresión de que estaba contenta. Camilla contó que la última vez que la picó una avispa había tenido que ir a urgencias. Come, Bernhard, insistió Marion. Contestó que estaba lleno y se levantó. Fue hasta la entrada y subió la escalera. La puerta de la habitación de Marion estaba cerrada, la abrió y se quedó en el umbral mirando hacia el interior. La cama estaba sin hacer, y de los respaldos de las sillas colgaban prendas. Encima de la cómoda había una foto grande enmarcada: sus padres de pie, sonrientes, sobre la alta escalera de la calle. Cerró la puerta y volvió a bajar.
Al cabo de un rato Camilla dijo que se marchaba. Bernhard volvió a subir al cuarto de la buhardilla. Si se asomaba por la ventana podía ver la escalera de la calle justo debajo de él. Camilla estaba mirando hacia la puerta; apenas podía ver su pelo y un poco de su cuerpo. Marion era la que hablaba, pero era incapaz de captar lo que estaba diciendo. No, no, en absoluto, dijo Camilla. Empezó a bajar los escalones. Él retiró la cabeza. La vio cruzar la calle y desaparecer por el callejón entre la óptica y la panadería. Perra, dijo para sus adentros. Se encontró con su propia mirada en el espejo de la cómoda, la mantuvo unos instantes, bastante rato, los ojos empezaron a sonreír y dijo: Así es. Perra.