Cuentos reunidos (28 page)

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Authors: Askildsen Kjell

Tags: #Cuento

Se quitó de mala manera los zapatos y se tumbó en la cama, pero volvió a levantarse enseguida, se acercó a la puerta, se agachó e intentó mirar por el ojo de la cerradura. Lo que podía ver era la parte superior de la escalera y la puerta del que había sido el dormitorio de sus padres. Volvió a tumbarse. Apenas entraba ruido por la ventana, sólo se oía de vez en cuando algún que otro coche pasar. Eran las ocho menos diez. Pensó: Voy a tener que pedir otra almohada. Encendió un cigarrillo. No había cenicero en la habitación. Puso uno de sus zapatos sobre la mesita, con la suela hacia arriba. Supongo que debería bajar y estar con Marion, pensó. He venido por ella. Y de todos modos tengo que pedirle una almohada y un cenicero. Tal vez esté sentada abajo esperándome. Tal vez piense que no puede salir porque estoy aquí. Echó la ceniza del cigarrillo en la suela del zapato. Intentó pensar en algo de lo que poder hablar. Entonces oyó un ruido y a continuación pasos en la escalera. Se apresuró hasta la puerta y miró por el agujero de la cerradura. La vio con toda claridad cuando pasó por delante de su campo de visión, la vio volver la cabeza y mirarlo directamente.

Bajó al poco rato. Andaba silenciosamente, pero sin deslizarse.

Salió al jardín trasero y se sentó en una vieja silla plegable pintada de verde, junto a una mesa redonda de hierro forjado. Al cabo de un rato se fijó en el silencio: nada se movía ni se oía nada. De repente se sintió abandonado, casi encerrado, y se levantó. Se metió entre el estrecho macizo de flores y la fila aún más estrecha de verduras y se acercó a la valla de madera. Se quedó de espaldas contra ella mirando la casa y pensando: No tengo nada que hacer aquí. Justo en ese instante descubrió a Marion; estaba de pie en el salón mirándolo, algo retirada de la ventana. No puede estar segura de que la haya visto, pensó, dejando vagar la mirada. Se puso en cuclillas y se dedicó a arrancar la mala hierba que crecía entre los rábanos, mientras miraba la puerta a hurtadillas. Ella no salía. Entonces cree que no la he visto, pensó. Siguió arrancando mala hierba, y poco a poco fue sintiendo una especie de satisfacción, casi alegría al contemplar ese paisaje limpio y ordenado en miniatura. Dejó de mirar de reojo la puerta, ella podía salir si quería, él estaba ocupado, tenía delante una pequeña huerta.

Había llegado a las lechugas cuando Marion salió en compañía de un hombre que llevaba una botella en la mano. Marion llevaba tres copas. Bernhard enderezó la espalda. Marion le dijo que saludara a Oskar y dejó las copas sobre la mesa redonda. Bernhard saludó con la cabeza a Oskar y fue a lavarse las manos bajo el grifo del jardín. Se sentía atrapado. Marion echó vino en las copas. Bernhard se sacudió el agua de los dedos y se acercó a la mesa. Oskar le tendió la mano. Estoy mojado, dijo Bernhard. No importa, contestó Oskar. Este es conductor, pensó Bernhard. Salud, dijo Marion. Bebieron. Oskar se quitó la chaqueta, un vello negro y rizado le cubría los antebrazos. Oskar y yo nos vamos a casar, dijo Marion. Enhorabuena, dijo Bernhard. Intentó imaginárselos, pero no lo consiguió. Oskar es policía, señaló Marion. Ay, contestó Bernhard. Oskar sonrió. Qué oportuna la muerte de nuestro padre, pensó Bernhard, y dijo mirando a Oskar: Es la primera vez que brindo con un policía. ¿A que es una noche muy hermosa?, preguntó Marion. Tus verduras necesitan agua, dijo Bernhard. Ay, sí, asintió Marion. Dicen que seguirá el buen tiempo, comentó Oskar. Yo las riego, dijo Bernhard. Bebieron. Bernhard fumaba. Oskar habló de un colega al que le habían robado una canoa. Bernhard apuró la copa, y Marion volvió a llenársela. Él se levantó, entró en la casa, subió al piso de arriba y entró en el cuarto de la buhardilla. Permaneció allí de pie dejando transcurrir el tiempo, luego volvió a bajar. Se sentó y tomó un gran trago de vino. Encendió un cigarrillo. Marion y Oskar charlaban. Tengo que acordarme de pedir otra almohada, pensó Bernhard. Luego pensó: No iré al entierro. Lo pensó una y otra vez, varias veces. Marion se levantó. Sólo voy a…, dijo. ¿Crees que puedes darme otra almohada?, preguntó Bernhard. Claro que sí. Ella entró en la casa. Oskar se rascó el brazo. ¿Lleváis mucho tiempo juntos?, preguntó Bernhard. Ocho meses, contestó Oskar. Entonces conociste a mi padre. Sí. ¿Bien? No, bien no. Como sabes, estaba enfermo. Sólo quería ver a Marion. Y a ti, claro. Bernhard se rió. ¿A mí?, se extrañó. Marion volvió a salir, se había puesto una chaqueta sobre los hombros. Bernhard se levantó y se acercó al viejo cobertizo para bicicletas, donde antaño había una regadera. Todavía seguía allí. La llenó bajo el grifo y se fue hasta la hilera de verduras. No podía oír de qué hablaban

Marion y Oskar. La tierra que rodeaba los rábanos se puso negra. Pensó: Seguro que es un bruto. Y de repente le volvió con toda nitidez la fantasía del tren, y dentro de esa imagen se metió Camilla para ocupar el lugar de la mujer anónima. Quiso llevarse esa imagen hasta el cuarto de la buhardilla, y fue a dejar la regadera en el cobertizo. Marion dijo: Supongo que deberíamos hablar de lo de mañana, Bernhard. ¿De lo de mañana? Sí, he invitado a algunas personas a casa para después del entierro. Espero que te parezca bien. Sí, contestó Bernhard, supongo que es lo que suele hacerse. Siguió hasta el cobertizo, dejó la regadera, encendió un cigarrillo, volvió a la mesa y se sentó. Marion y Oskar estaban charlando. La copa de vino de Bernhard estaba llena; bebió. Había oscurecido, los rostros ya no eran del todo nítidos, él se sentía casi invisible. Casi libre.

Al poco rato Marion y Oskar entraron en la casa. Bernhard se quedó sentado fumando y bebiendo el vino a pequeños sorbos. Pensó: Qué oscuridad más agradable. De repente sintió una leve presión contra la pierna derecha, se estremeció y emitió un pequeño grito. La copa que tenía en la mano cayó al suelo, y aunque se dio cuenta casi inmediatamente de que era un gato lo que le había rozado la pierna, se sintió humillado por ese repentino susto. Dio una patada y notó y oyó que había acertado. Empujó el sillón hacia atrás y se levantó, permaneció un instante sin moverse, luego arrancó y se puso a dar vueltas por el camino enlosado que había delante de la casa. Se repitió por dentro una y otra vez su nombre como un conjuro, y poco a poco fue tranquilizándose. Se detuvo delante de la ventana abierta del salón y escuchó por si oía voces, pero la habitación estaba en silencio. Se fue hacia la puerta de la valla que daba a la calle, corrió el pasador y salió. Cruzó la calle y se metió en el callejón entre la óptica y la panadería, allí se detuvo y dejó su mirada deslizarse por las viejas casas que se apoyaban unas contra otras. Luego se dio vuelta y regresó por el mismo camino. Perra, dijo para sus adentros. Perra, perra, perra. Atravesó la puerta. Se encendió un cigarrillo. Por una ventana abierta de la casa vecina salía música. Tiró el cigarrillo a medio fumar, lo pisó y pensó: Tengo que acordarme del cenicero. Atravesó el salón y fue a la cocina. Marion estaba planchando una blusa blanca. Temió que ella quisiera que hablaran, de modo que dijo que tenía sueño y que quería irse a dormir. Ella lo miró y sonrió. No te encuentras muy bien, ¿verdad que no?, preguntó. Sí, contestó él, lo que pasa es que estoy cansado. Pidió un cenicero. Ella fue a buscar uno y dijo que había dejado una almohada de más en su cama. Él puso su dedo pulgar en el antebrazo de ella, y ella lo miró casi suplicante, le pareció a él. Luego le dio las buenas noches y se fue.

Al día siguiente, durante el sepelio, se sentó entre Marion y el sobrino de su padre, Gustav. Marion llevaba un pañuelo en la mano, pero no lo utilizó. El pastor hablaba de un padre responsable y de la pena y la pérdida de los familiares, que se atenuarían con el tiempo, pero no desaparecerían del todo, pues así eran los vínculos de la sangre y la ley del amor. Al sonar las últimas notas del último himno, Bernhard abandonó a toda prisa la capilla y salió a la calle. Se encendió un cigarrillo, sólo le quedaban tres en el paquete y pensó: Tengo que acordarme de comprar más. Al cabo de un rato salió Marion acompañada de Oskar y Camilla. Bernhard miró hacia otra parte. Pensó en cómo había tomado a Camilla en el cuarto de la buhardilla la noche anterior; ella se había resistido, pero al final se rindió. Echó a andar por la acera. Marion lo llamó. Él se detuvo y se volvió. Puedes ir en el coche de Camilla, dijo ella. Tengo que comprar tabaco, contestó él.

Tomaré un taxi. Ella lo miró. Como quieras, dijo. Él se rió. ¿Qué pasa?, preguntó ella. Nada, contestó él, y siguió andando. Como quieras, como quieras, se dijo por dentro. Como quieras, como quieras. Se detuvo en un quiosco y compró dos paquetes de cigarrillos, luego paró un taxi. El taxista lo miró por el espejo, y al cabo de unos instantes dijo: ¿De fiesta en mitad de la semana? Sí, contestó Bernhard. ¿Boda? Sí, se casa mi hermana. Entonces habrá una buena juerga, ¿no? Pues sí, una buena juerga. Bernhard se acercó todo lo que pudo a la puerta de su lado del asiento trasero para que los ojos del taxista desaparecieran del espejo. Se quitó la pajarita negra y se la metió en el bolsillo, luego se desabrochó los dos últimos botones de la camisa. Disculpe, si puede pare aquí, señaló. Tengo que comprar tabaco. Iré andando el último trecho. Pagó. El taxista le dijo que se divirtiera. Bernhard se rió. Gracias, contestó.

Los invitados habían llegado. Algunos de ellos se acercaron a Bernhard, se presentaron y le dieron el pésame. Hablaban en voz baja y parecían preocupados. Bernhard se encendió un cigarrillo. Marion le sonrió y luego invitó a todos a que se sentaran. Bernhard se sentó junto a la mesa más pequeña. Charlotte, la hermana de su madre, se sentó junto a él. Quiero estar a tu lado, dijo ella. ¿Ah sí?, preguntó él. Marion y Camilla sirvieron el café. Había un cenicero en la mesa. Él apagó el cigarrillo. Bueno, bueno, dijo Charlotte. Él sostenía la fuente de canapés delante de ella. Ah, salmón ahumado, es mi comida favorita. Entonces toma dos, dijo Bernhard. Camilla se acercó y se sentó justo enfrente de él. ¿Puedo?, preguntó Charlotte. Claro, contestó Bernhard. Entonces lo haré, dijo ella, riéndose disimuladamente. Uno debe tomar lo que le apetece, afirmó Bernhard, colocando la fuente delante de Camilla. La miró y sus miradas se cruzaron. Ella sonrió. Él pensó: Si supieras… Comieron. ¿Sabías, Bernhard, preguntó Charlotte, que ahora soy yo la más vieja de la familia? ¿De veras?, dijo Bernhard. De modo que la próxima vez me tocará a mí. Eso no se sabe, replicó él. Claro que sí, repuso ella. Él no contestó. Charlotte puso una mano en su brazo. No creas que me importa, dijo. Bueno, si tú lo dices, señaló él. Miró a su alrededor. Nadie parecía ya preocupado. Volvió a sostener la fuente delante de Charlotte. Es el cuarto entierro al que acudo en lo que va de año, dijo ella. Incluido el de mis periquitos. Bernhard se rió. ¿Los periquitos? Sí, murieron hace dos meses. Eran un macho y una hembra: ella puso huevos, se comieron a sus hijos y se murieron. ¿Por comerse los huevos?, preguntó él. Supongo que sí, contestó ella. Va contra natura comerse a los propios hijos. Bernhard se rió. Tal vez estuvieran emparentados, señaló. ¿Quiénes?, preguntó Charlotte. Los dos periquitos, contestó él. ¿Por qué?, preguntó ella. No, por nada, respondió él. Le pareció que Camilla estaba mirándolo de modo que desvió la mirada tan rápidamente hacia ella que la mujer no tuvo tiempo de retirar la suya. Él sonrió, y ella le devolvió la sonrisa. La próxima vez le miraré los pechos, pensó. Marion se levantó y dio un golpe con la cucharita en la taza. Dijo que no pretendía pronunciar un discurso, pero que quería agradecerles a todos que hubieran acudido para honrar el recuerdo de su padre. No quería decir nada sobre sus sentimientos en un día como ese porque se echaría a llorar. Pero quería darles las gracias a todos una vez más, y esperaba que disfrutaran de ese sencillo convite. Se sentó, y por unos instantes los invitados permanecieron callados, la mayoría con la cabeza gacha. Y siguieron comiendo. Qué discursito más bonito, dijo Charlotte. ¿No vas a decir algo tú también? ¡No!, contestó él, en una voz tan alta y cortante que tanto Charlotte como Camilla lo miraron. Notó cómo la cara se le estaba poniendo rígida. Aplastó el cigarrillo a medio fumar en el cenicero. Charlotte le puso una mano en el brazo y él se apresuró a retirarlo. Encendió otro cigarrillo. Dijo su propio nombre para sus adentros varias veces. Camilla estaba sentada muy erguida, mirando fijamente el plato. Bueno, bueno, dijo Charlotte. Bernhard buscó en vano algo que decir. Cogió la fuente y se la acercó a Charlotte. No, gracias, Bernhard, dijo, es suficiente. Lo dijo de un modo tan dulce y tan amable que Bernhard notó que una ola le recorría el cuerpo. Y de repente recordó una frase que le había oído decir cuando era pequeño; se volvió hacia ella y dijo: ¿Te acuerdas…? Había una frase, una especie de retahíla que solías recitar cuando yo era pequeño y tú querías consolarme, empezaba con respira, corazón… ¿Te acuerdas? Charlotte sonrió. Sí, sí, me acuerdo. Respira, corazón, pero no estalles, tienes un amigo, pero no lo sientes. ¿Sabes una cosa? Bastaba…, yo era tan joven en aquella época… Era tanto para consolarme a mí misma como a ti. Era cuando yo vivía con vosotros, tú tenías… vamos a ver, estabas en tercero. ¿Viviste aquí con nosotros?, preguntó Bernhard. Sí, aproximadamente medio año. Pues no me acuerdo de eso, dijo Bernhard. Qué extraño, señaló Charlotte, tendrías unos nueve años. No recuerdo apenas nada, objetó Bernhard. Encendió un cigarrillo. ¿Sabes?, dijo Charlotte, me apetece muchísimo un cigarrillo. No fumo, sólo en raras ocasiones. Le ofreció el paquete y luego le dio fuego. ¿Quieres tú uno?, le preguntó a Camilla. Gracias, contestó ella. Lo miraba mientras él le daba fuego. Él dejó de mirarla. Perra, pensó, espera y verás. Camilla dijo: ¿Cuánto tiempo vas a quedarte? Hasta mañana, contestó él, luego añadió: No lo sé. Y pensó: ¡Ahora!, y le miró los pechos. Acto seguido echó la silla hacia atrás y se levantó. Sin mirar a nadie colocó la silla en su sitio y se marchó. Lo he hecho, pensó, lo he hecho. Subió al cuarto de la buhardilla, se quitó el traje negro y se tumbó en la cama. Allí la tomó por la fuerza.

Bernhard se despertó en mitad de un sueño. El sol entraba oblicuamente por la ventana. Se vistió y abrió la puerta. Todo estaba en silencio. Bajó la escalera. La puerta que daba al jardín trasero estaba cerrada; la abrió con la llave y salió. El aire no se movía, pero sobre la montaña al este había una gran nube. Se sentó junto a la mesa de hierro forjado para vigilarla. La nube no se acercaba. Pensó: Es como si todo estuviera como antes, como si nada hubiera pasado.

Un poco más tarde —seguía sentado contemplando la nube que no se acercaba— oyó pasos detrás de él. Era Marion. Ah, estás aquí, dijo. Esa nube lleva casi media hora en el mismo sitio, dijo él. Estaría bien si lloviera un poco más, dijo ella. No se mueve, dijo él. Marion se metió un dedo en la boca y luego lo levantó al aire. No hay nada de viento, indicó. Permanecieron un rato callados. ¿Te apetece tomar algo?, preguntó Marion. ¿Como qué?, preguntó él. ¿Una copa de vino?, propuso ella. Con mucho gusto, gracias, dijo él. Ella se levantó y entró en la casa. Él se metió un dedo en la boca, y luego lo levantó al aire. Seguro que quiere hablar, pensó. Ella salió con una botella de vino y dos copas altas. Qué copas tan bonitas, comentó él. Me las ha regalado Oskar, señaló ella. No quiero hablar de Oskar, pensó él. Bebieron. Bernhard encendió un cigarrillo. Desapareciste de repente de la mesa, dijo Marion. ¿Pasó algo? No, contestó, nada, sólo que empezó a dolerme muchísimo la cabeza. Muchos recuerdos para ti de la tía Charlotte, dijo Marion. Él se rió y dijo: Ella es ahora la mayor de la familia, y la siguiente que va a morir, va a un entierro tras otro, y sus periquitos se murieron por comerse a sus hijos. Marion sonrió. Es encantadora, dijo, se parece a mamá. Bernhard: Me dijo que estuvo viviendo aquí en casa durante medio año cuando mamá estaba enferma. Sí, claro, contestó Marion, fue el año en que empecé a ir al colegio. Mamá estuvo hospitalizada. ¿Qué le pasaba? No lo sé exactamente, algo de los nervios. Qué raro que no me acuerde, dijo Bernhard. Tal vez no la echabas de menos, dijo Marion. Él no contestó. Bebió. Marion le sirvió más vino. ¿Te duele la cabeza a menudo?, preguntó. No, contestó él. Aunque sí, de vez en cuando. Tiró el cigarrillo y encendió otro. Mira, dijo, la nube sigue sin moverse. Camilla me ha dicho que te vas mañana, señaló Marion. Sí, contestó. Qué pena, dijo ella. Tengo que volver a mi trabajo. Bebió. Es un buen vino, dijo él. Al cabo de un rato la miró de reojo: estaba sentada mirándose las manos en el regazo, moviendo imperceptiblemente la cabeza. Por fin dijo ella, sin levantar la vista: No quieres hablar, ¿verdad que no? Pero si estoy hablando, contestó él. Sabes muy bien a lo que me refiero, dijo ella. Él no contestó. Me sentí tan feliz al verte, dijo ella, pero a lo mejor tú ni te diste cuenta. Él no contestó. No sabía qué decir. Luego dijo: Vine sólo por ti. Pensé… Se levantó. No te vayas, dijo Marion. No me voy, contestó él. ¿Qué pensaste?, preguntó ella. Él no contestó. Al cabo de un rato dijo: No puedo remediar ser como soy. Si por ejemplo mato a alguien, no es por mi culpa, pero no mato a nadie porque no soy así. Todo lo que hago lo hago porque soy como soy, y no es mi culpa ser así. Los demás pueden decir lo que les dé la gana. ¿Lo entiendes? Tomó la copa y bebió. Luego encendió un cigarrillo. Se acercó al macizo de flores y se quedó mirando la tierra seca. Luego miró la nube sobre la montaña, le pareció que había menguado. Se volvió hacia Marion: estaba sentada, inclinada hacia delante, haciendo girar la copa sobre la mesa. Él se sentó. Yo también puedo sentirme desesperada, dijo Marion. Sí, contestó él. Pero ahora estarás más a gusto, ¿no? Ella lo miró. Ahora que ha muerto nuestro padre, quiero decir. ¡Pero Bernhard! Él se rió. De acuerdo, dijo, entonces no hablemos más de ello. Voy a regar las flores.

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