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Authors: Askildsen Kjell

Tags: #Cuento

Cuentos reunidos (14 page)

Me bajé en la siguiente parada, y llevado por la autoestima que la invitación de Marion me había proporcionado —es una mujer hermosa— me dirigí al bar más próximo. Pero sólo llegué hasta la puerta; cuando la abrí y vi la cantidad de gente que había y oí la estruendos a música, me faltó el valor. Es una situación a la que estoy muy acostumbrado, esa aterradora sensación de alienación en un lugar desconocido, así que cerré la puerta y me fui a casa.

Aquella noche me desperté de un sueño que tal vez estuviera influido por esa autoestima que me había proporcionado Marion. Era un sueño de gran contenido erótico, y al contrario de lo que solía ocurrir en esa clase de sueños, en los que el rostro de la mujer —o de las mujeres— es desconocido o incluso se ha borrado, las facciones de aquella mujer aparecieron de repente muy nítidas, sin que eso hiciera disminuir mi deseo. Era el rostro de mi hermana.

Abrió la puerta antes de que me diera tiempo de llamar al timbre. Se apoyaba en dos muletas. Te vi llegar, dijo. Entiendo, dije. Me abrazó y se le cayó una muleta. Me agaché a recogerla. Deja que me apoye, dijo, rodeándome el hombro con el brazo. Lo hice, es decir, ella se apoyó en mí. Fue a pata coja junto a mí hasta el salón y se colocó junto a una mesa baja ya preparada. Cuando volví a entrar tras haber colgado mi gabardina, comimos sándwiches y hablamos de su pie. Miré a escondidas la alfombra, pero no vi ni rastro de pegamento para fotos.

Después de hablar un rato de todo y de nada, ella dijo: Te pareces cada vez más a papá. Como pensaba que ella sabía qué clase de relación había mantenido con él, me lo tomé un poco a mal, pero no dije nada. Me levanté a buscar un cenicero. ¿Adónde vas?, preguntó. A buscar un cenicero, contesté. Me indicó dónde podía encontrar uno, y fui a la cocina. Cuando volví a entrar me dijo que había pensado mucho en mí últimamente, en nosotros, que era una pena que no nos viéramos más a menudo ella y yo, que tan unidos habíamos estado el uno al otro. Bueno, dije, cada uno va forjando su propia vida. ¿Nunca me echas de menos?, preguntó. Claro que sí, contesté. Deberías saber lo sola que me siento muchas veces, dijo. Sí, asentí. Tú también estás solo, señaló ella, lo sé, te conozco. Ha pasado mucho tiempo desde que me conocías, dije. No has cambiado, dijo. Sí, contesté. ¿En qué sentido?, preguntó. No contesté. Luego dije: Acabas de decir que me parezco cada vez más a papá. ¿Qué has querido decir con eso? Es por tu forma de sonreír, dijo ella, y, además, mueves la parte superior de tu cuerpo exactamente como lo hacía él. ¿Ah sí? ¿Eso hago? No lo recordaba. Qué extraño. Supongo que no lo miraba tanto como tú, dije. ¿Qué quieres decir?, preguntó. Lo que he dicho, contesté. A mí no me gustaba mirarlo. Había algo repugnante en él. Oh, Dios mío, dijo ella. Permanecimos callados un rato; entonces me di cuenta de que estaba moviendo la parte superior de mi cuerpo, así que me enderecé y me recliné en el sillón. Por fin, ella dijo: Hay una botella de jerez en la parte de abajo de la rinconera. Hazme el favor de ir a por ella. Y trae dos vasos, si te apetece a ti también. Camino de la rinconera decidí coger sólo uno, pero enseguida cambié de idea. Le serví mucho a ella y poco a mí. Eso no me lo habías contado nunca, dijo ella. No, dije, vamos a hablar de otra cosa. Salud. Salud, contestó. Vacié el vaso. Te has servido muy poco, comentó. No bebo a mediodía, dije. Yo tampoco, señaló ella. Me serví más jerez. No sabía de qué hablar. Miré el reloj. No mires el reloj, dijo. ¿Dónde está Oskar?, pregunté. En casa de su madre. Va todos los sábados. Nunca vuelve antes de las cinco, así que puedes relajarte. Estoy relajado, contesté. Ya lo creo. Qué bien, dijo ella, ¿me sirves un poco más de jerez? Se lo serví, pero no tanto como la vez anterior. Más, dijo. Le llené el vaso. Salud, dijo. Vacié mi vaso. Sírvete, dijo. Recordé lo que ella le había dicho a Oskar, que yo era el único que la quería, y con una repentina y casi triunfante sensación de libertad, me llené el vaso. Me miró, sus ojos resplandecían. Me miras mucho, dijo. Sí, asentí. ¿Te acuerdas de que solía llamarte hermano mayor? Asentí. Y tú me llamabas hermana, añadió. Cogí el vaso y bebí. Ella hizo lo mismo. Lo recordaba. ¿Tienes novia ahora?, preguntó. No, contesté. ¿Ninguna es lo bastante buena para ti? No te burles de mí, dije. No me burlo de ti, objetó. Prefiero vivir solo, dije. Eso no te impide tener novia, señaló. No contesté. Eres hombre, dijo. No contesté. Me levanté y fui al servicio. Puse el tapón en el lavabo y abrí el grifo del agua fría. Metí las manos y las mantuve allí hasta que empezaron a dolerme; luego me las sequé y volví al salón. Me senté y dije lo que había ensayado: Prefiero a las mujeres que no exigen nada, que dan, reciben y se van. Ella no dijo nada. Me encendí un cigarrillo. Y tú dices que no estás solo, señaló ella, y luego añadió: Hermano mayor. La miré: tenía el rostro medio vuelto y los labios ligeramente abiertos; no había ni un sonido en la habitación, ni ninguno que entrara de afuera; el silencio duró mucho. Imagínate que…, dijo. ¿Qué?, pregunté. Nada, dijo ella. Sí, dije yo. Pero Otto, no sabes lo que… ¿Qué crees que estoy pensando? Estuve a punto de decirlo, en ese instante tenía dentro un coraje casi lo suficientemente grande. En lugar de eso, dije: ¿Cómo iba a saberlo? Ella cogió el vaso y me lo acercó. Está vacío, indicó. Dime cuándo quieres que pare, dije. No, dijo. Llené el vaso. Estamos bebiendo mucho para ser personas que no beben, comenté. Hay excepciones, dijo ella. Sí, contesté, hay excepciones para casi todo. ¿Te parece?, preguntó sin mirarme. Sí, contesté. Se oyó la puerta de la calle. Oh no, dijo ella. Me levanté. Fue un movimiento reflejo. No te vayas, dijo ella. Me senté. Oskar apareció en la puerta, apoyado en la muleta de mi hermana. Se detuvo. Noté por su gesto que no sabía que yo estaba allí. Hola, Oskar, saludé. Hola, contestó él. Miró a mi hermana y dijo: Tu muleta estaba en el suelo, cerca de la puerta. Ya lo sabía, señaló ella. Entonces perdona, dijo él, dejando caer la muleta. ¿Por qué has hecho eso?, preguntó ella. Él no contestó, y empujó la muleta hacia la pared con la punta del zapato, luego se fue a la cocina, cerrando la puerta tras de sí. No te vayas, por favor, rogó ella. Sí, me voy, dije. Hazlo por mí, dijo ella. No lo soporto, objeté. Oskar volvió al salón y me miró de pasada. No sabía que estuvieras aquí, dijo. Me iré enseguida, indiqué. Por mí no lo hagas, dijo. No, dije yo. Él atravesó la habitación y salió por la otra puerta. Miré a mi hermana; ella me miró directamente a la cara, y dijo: Eres un cobarde, había olvidado que eras tan cobarde. Me levanté. Sí, vete, dijo, vete. Me acerqué a ella. ¿Qué has dicho?, pregunté. Que eres un cobarde, contestó. Le di una bofetada. No fuerte. No, no creo que la abofeteara con mucha fuerza. Y sin embargo, gritó. Al instante oí a Oskar abrir la puerta; seguro que estaba escuchando detrás. Yo no me volví. No oí ningún paso. Miré a la pared. Sólo oía mi propia respiración. Entonces mi hermana dijo: Otto se va enseguida. Oskar no contestó. Oí cerrarse la puerta. Miré a mi hermana, nuestras miradas se cruzaron; había en ella algo que no entendía, algo suave. Vi que quería decirme algo. Bajé la mirada. Perdóname, hermano mayor, dijo ella. No contesté. Vete ya, añadió, pero llámame, ¿de acuerdo? Sí, contesté. Luego me di vuelta y me marché.

La colisión

Llevaba un rato junto a la ventana abierta mirando la acera. Estaba vacía, era domingo a primera hora de la tarde, y también él se sentía vacío por dentro, como si lo desierto de la acera hubiese penetrado en él, y cuando su mujer, desde el sillón al fondo de la habitación, le preguntó algo que sólo requería un sí o un no por respuesta, él no contestó. No contestó, él mismo era una acera completamente vacía. Salió de la habitación sin mirarla, y al cerrar la puerta le oyó decir: «Anton, Anton, ¿qué te pasa?». Él salió a la entrada, bajó los cuarenta y ocho desgastados escalones de la escalera y se adentró en el terrible domingo. Me he marchado, pensó, así de fácil. Entonces se percató del calor y de la intensa luz solar. Cruzó la calle en busca de la sombra de la acera de enfrente. Allí se detuvo. Levantó la vista y miró hacia las ventanas, no la vio. Echó a andar, a la sombra de los edificios de cuatro plantas. Tras unos cien metros, se detuvo en un cruce para dejar pasar un coche blanco. En dirección contraria se acercaba un coche gris; por lo demás, apenas había tráfico. Los dos coches iban muy despacio. Será porque es domingo, pensó. Y porque hace mucho calor. Al llegar los dos coches al cruce, chocaron. El coche gris giró hacia la derecha, y el blanco, al girar hacia la izquierda, golpeó la puerta trasera izquierda del coche gris. Resultó cómico. El conductor del coche gris empezó a soltar improperios por la ventanilla bajada.

—¡Me cago en Dios, hombre! ¿No sabes mirar o qué, joder?

—No te he visto.

—¿Que no me has visto? ¿Pero cómo coño has hecho para no verme?

—No lo sé. No me he fijado. ¿No puedes abrir la puerta?

—No, joder, se ha bloqueado.

—Inténtalo con la otra.

—Pero, por Dios, ¿crees que soy tan idiota como tú o qué?

—Te he dicho que no te he visto. Ni siquiera he frenado. Sal y compruébalo. No hay rastro de huellas de frenos. Reconozco que soy culpable, pero no he podido remediarlo.

—¡No he podido remediarlo! ¿No has podido remediarlo? Pues no estarás bien de la cabeza, joder.

Se desplazó al otro asiento y logró salir del coche. Fue a contemplar los desperfectos. Se golpeó la cabeza con el puño. El otro conductor se le acercó. Anton Hellmann ya no podía oír lo que decían. Se puso a desandar el camino por el que había venido. Sudaba. Le parecía que tenía polvo en la cara. Tendré que darme una ducha, pensó. Vio a su mujer asomada a la ventana mirando. Hizo como si no la viera. No me ha hecho nada, pensó. Pero que no grite. Miró la acera bajo sus pies. La pobre no puede remediarlo. Pero que no diga nada hasta que me haya duchado. Cruzó la calle y se metió en el portal, luego subió por la escalera.

Ella estaba en la entrada.

—¿Qué pasa, Anton?

—Nada.

—Sí, Anton, algo tiene que pasar. No me contestaste cuando te hablé antes, te marchaste sin más. Dime lo que pasa, por favor.

—No es nada. Voy a darme una ducha.

—Por favor, Anton. Me preocupas, no sé qué pensar.

—Pues no pienses nada. Voy a ducharme.

Se metió en el baño. Se desnudó. No hay nada que decir, pensó, ella no lo entendería, no tiene ningún abismo dentro. Abrió los grifos y los reguló hasta que el agua salió casi fría. Se quedó de pie bajo el chorro hasta que tuvo tanto frío que fue incapaz de pensar en otra cosa que en aguantar un poco más. Luego ya no pudo aguantar más. Cerró los grifos y se sentó sobre la tapa del váter. Puedo poner como pretexto que es domingo, pensó. Permaneció sentado inmóvil durante unos minutos, luego se secó el pelo y se vistió. Su mujer había hecho café y se había puesto pinzas en el pelo. Lo miró y le sonrió infeliz. Él recapacitó.

—Me ha venido bien —dijo, y se sentó.

Ella echaba el café en las tazas mientras decía:

—¿Te has cansado de mí?

—Pero, Vera, qué susceptible eres. No tiene nada que ver contigo.

—¿Hay otra?

—No, en ese caso sí tendría que ver contigo.

—Tiene que ver conmigo. Fue a mí a quien no contestaste dos veces, y de mí te marchaste sin una palabra.

—Sólo tiene que ver conmigo, conmigo y con estos jodidos domingos.

—No digas palabrotas, por favor.

—Sabes muy bien cómo me siento algunos domingos.

—Son los únicos días en que estamos solos.

Él no contestó. Sí, pensó. La miró. Ella lo miró a él.

—No contestas —dijo ella.

—No sirve de nada. Gracias por el café.

Y se levantó.

—Pero si no te lo has tomado.

—Sí, lo he hecho —dijo él.

—Pero Anton, no seas infantil. No te lo has tomado.

—Sí que me lo he tomado.

El significado

Ella llegó sigilosamente a casa, no encendió la luz. Él se despertó justo cuando ella se estaba acostando. Preguntó qué hora era. Las dos, contestó ella. Él preguntó qué tal había estado. Bueno, contestó ella, no ha estado mal. Él necesitaba ir al baño, se había bebido tres cervezas antes de acostarse, sobre las doce. Miró su reloj. Eran las tres. Son las tres, dijo al volver al dormitorio. Ah, bueno, contestó ella, dispuesta a acurrucarse junto a él. Él se apartó y dijo: Cierran a las dos. Me acompañaron hasta casa, dijo ella, el tipo se parecía a Stalin, bueno, no exactamente hasta casa. No quiero seguir, dijo él. No me acosté con él, dijo ella. No quiero seguir, repitió él. No es fácil venirse directamente a casa, dijo ella. Claro que no, contestó él. Había un tipo que quería acostarse conmigo, pero le dije que estaba casada y entonces se marchó. ¿De verdad se lo dijiste? Qué valiente por tu parte. No me quieres nada, dijo ella. Ahora quiero dormir, dijo él. Todo lo que hago está mal, dijo ella. Él no contestó. No he hecho nada malo. No, qué va, dijo él. El tipo sólo intentaba mostrarse amable, dijo ella. Claro que sí, contestó él, durante una hora. Lo que pasa es que estás celoso, dijo ella. ¿Solo eso? preguntó él. Ni siquiera te atreves a preguntar si me besó, dijo ella. Así es, dijo él, o si tú le besaste a él. No significó nada, dijo ella. Claro que no, dijo él, esas cosas nunca significan nada, ¿qué pueden significar? Claro que no significan nada, lo único que significa algo es… ¿Qué?, preguntó ella. Nada, nada, contestó él.

Allí está enterrado el perro

El invierno soltó sus garras a principios de marzo. Llegó un viento templado, casi cálido, del sudeste y la nieve, que reposaba en una capa muy gruesa desde antes de Navidad, se desplomó y derritió.

Un viernes por la tarde, tres días después del cambio de tiempo, Jakob E. agarró una pala de nieve del garaje y fue hacia la parte posterior de la casa. Se puso a quitar la nieve de la trampilla del sótano. Las últimas dos o tres veces que había bajado allí, había notado un vago aunque desagradable olor, cuyo origen no era capaz de explicarse. Ahora tenía la intención de abrir la trampilla y la puerta del sótano y ventilarlo todo bien tras el invierno.

Cuando al cabo de un rato dejó la pala y abrió la trampilla, se topó a la vez con la visión y el olor. Dio un grito, soltó el asa, y la trampilla volvió a caer en su sitio con un gran estruendo. Gritó otra vez, se estremeció y dio unos rápidos pasos hacia atrás, como si alguien lo estuviera persiguiendo.

Poco a poco fue disminuyendo el pánico y pensó: Eso es imposible. Clavó la mirada en la trampilla del sótano y siguió pensando: Eso es imposible. Un perro muerto, es imposible.

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