Read DARTH VADER El señor oscuro Online
Authors: James Luceno
Vader le miró, respirando hondo.
—Entonces, supongo que debería sentirme agradecido por lo poco a lo que puedo aferrarme.
—Sí, deberías hacerlo —repuso Sidious cortante.
L
a tripulación del
Bailarín Borracho
quedó tan sorprendida como Shryne por la revelación de su capitana. Pero, para la mayoría de ellos, eso sólo explicaba por qué habían llegado a confiar tanto en el juicio y la intuición de Jula.
Shryne y la mujer que afirmaba ser su madre estaban sentados en un rincón apartado del camarote principal, separados por platos de comida sin tocar y holoimágenes de tinte azul que teóricamente mostraban a un Roan de nueve meses dando sus primeros pasos fuera de la modesta morada que fue su hogar durante poco más de tres años. A él nunca le había gustado ver imágenes de sí mismo, y las imágenes sólo consiguieron aumentar la vergüenza que sentía ante la situación.
El Maestro Nat-Sem le había dicho una vez que el motivo de su incomodidad era la vanidad, y le ordenó pasarse una semana entera mirando su reflejo en el espejo, en un intento de enseñarle que lo que veía ante sí era tan él como un mapa de un lugar podía considerarse ese mismo territorio.
Al otro lado de la sala, Eyl Dix, Filli Bitters y Starstone se amontonaban alrededor de la consola de comunicaciones de la nave, a la que Filli había conseguido conectar el transpondedor de Bol Chatak y que ahora transmitía en las frecuencias que buscaría un Jedi en caso de apuro o de querer establecer contacto con otros Jedi. El joven rebanador, de rostro casi tan incoloro como su corto pelo de punta, seguía esforzándose por llamar la atención de Starstone, pero o ella ignoraba sus avances o sencillamente estaba demasiado concentrada esperando una señal de respuesta como para ser consciente de ellos.
Formaban una pareja de aspecto interesante, dada la complexión oscura y los rizos negros de ella, y Shryne se preguntó si Starstone no habría encontrado sin querer un nuevo sendero en su vida.
En otra parte del camarote, Brudi, Archyr y Skeck jugaban a las cartas en una mesa circular, y androides de trabajo zumbaban limpiando los aperitivos caídos y las bebidas derramadas. Shryne decidió que era una imagen agradable. Casi como la sala de estar de una familia, con los niños jugando, los adultos viendo deportes de competición en la HoloRed y los criados en la cocina ayudando a preparar un gran almuerzo para todos.
Al ser un Jedi, no estaba muy familiarizado con todo eso. El Templo había sido más bien como un enorme dormitorio, y siempre fue consciente de estar al servicio de una causa más importante que su familia o que uno mismo. Solía haber clases o reuniones a las que atender, tareas que necesitaban completarse como parte de su entrenamiento y largas sesiones de meditación o de combate a base de sable láser con Maestros o compañeros, exceptuando los escasos días en que a uno se le permitía pasear por Coruscant, recogiendo muestras de una realidad diferente.
En algunos sentidos, los Jedi llevaban una vida de realeza.
La orden había sido rica, privilegiada, con poder.
Y por eso no lo vimos venir,
pensó Shryne.
Por eso eran tantos los Jedi que no habían visto la trampa tendida por Palpatine. Se habían negado a aceptar que su poder había llegado a su fin, que su mundo se desplomaría a su alrededor. Pero ni siquiera quienes negaron esa posibilidad habrían creído nunca que matarían a miles de Jedi de golpe, o que la Orden podría acabarse de un solo envite, como si le hubieran traspasado el corazón.
Nos manipularon,
se dijo.
Y Skeck tenía razón: saber que te habían manipulado era peor que perder.
Pero Roan Shryne, que había sobrevivido por un capricho del destino, por las circunstancias y por voluntad de la Fuerza, había acabado sentado ante su madre, y ahora no sabía qué hacer al respecto.
Había visto una buena cantidad de madres interactuando con sus hijos, y comprendía lo que se suponía que debía sentir un niño, cómo se suponía que debía sentirse. Pero lo único que sentía por la mujer que tenía ante él era una conexión poco específica en la Fuerza.
Shryne no era el primer Jedi que se había encontrado con un pariente de sangre sin quererlo. A lo largo de los años había oído historias sobre padawan, Caballeros Jedi y hasta Maestros que conocieron a sus padres, hermanos, primos...
Desgraciadamente, nunca había oído cómo acababan esas historias.
—Nunca quise que te reclutaran —dijo Jula, tras desactivar el holoproyector—. Nunca comprendí cómo pudo entregarte tu padre a los Jedi. Cuando supe que había llamado al Templo, y que había agentes Jedi en camino para recogerte, intenté convencer a tu padre para que te ocultara.
—Eso pasa raras veces —dijo Shryne—. La mayoría de los niños sensibles a la Fuerza son entregados voluntariamente al Templo.
—¿De verdad? Pues a mí me pasó.
Shryne la miró con sus ojos, y a través de la Fuerza.
—¿De quién crees que heredaste tus habilidades? —preguntó Jula.
—La consciencia no es siempre cosa de familia. —Sonrió débilmente—. Pero sentí la Fuerza en ti en el momento en que entraste en la sala.
—Y yo sé que la sentiste.
Shryne exhaló aire y se retrepó en la silla.
—Así que tus padres eligieron que no te unieras a la Orden.
Ella asintió.
—Y les estoy agradecida por ello. Nunca habría podido acatar sus reglas. Y nunca quise que tú tuvieras que acatarlas, Roan. —Reflexionó un momento—. Tengo que confesarte algo: he sabido toda mi vida que en algún momento me encontraría contigo. Creo que en parte fue por eso por lo que me convertí en piloto cuando tu padre y yo nos separamos. Esperaba, bueno, tropezarme contigo. Fue por nuestra conexión con la Fuerza por lo que traje el
Bailarín
a este sector. Yo te sentí, Roan.
Muchos Jedi creen que no existen la suerte y la coincidencia, pero Shryne no era uno de ellos.
—¿Qué pasó entre tu marido y tú? —preguntó por fin.
Jula rió brevemente.
—Tú. De verdad. Jen, tu padre, no estaba de acuerdo conmigo y no creía que debíamos protegerte, esconderte. Discutimos amargamente al respecto, pero él era un creyente. Sentía que yo no debía esconderme, que básicamente le daba la espalda a lo que habría acabado siendo una vida más satisfactoria. Y, por supuesto, que tú te beneficiarías al criarte en el Templo.
»Jen tenía la capacidad necesaria para olvidarse de ti una vez te entregó a los Jedi. No, eso es demasiado cruel. Estaba lo bastante seguro de su decisión como para creer que había hecho lo que debía hacer, y que te iría muy bien. —Jula negó con la cabeza—. Yo nunca pude llegar a creerlo. Te echaba de menos. Me rompió el corazón ver cómo te llevaban lejos de mí, y saber que no volvería a verte. Eso fue lo que acabó estropeando nuestra relación.
Shryne lo meditó.
—Jen parece un Jedi sin título.
—¿Y eso?
—Comprendía que se debe aceptar aquello que el destino deposita ante ti. Que uno debe elegir y escoger sus batallas.
Los ojos grises de ella estudiaron su rostro.
—¿Y en qué me convierte eso, Roan?
—En una víctima del apego.
—¿Sabes una cosa? Puedo vivir con eso —repuso ella, sonriendo débilmente.
Shryne apartó los ojos de ella y captó una mirada de Starstone antes de que ésta volviera la cara para concentrarse en la consola de comunicaciones. Estaba escuchando su conversación, preocupada por si de pronto socavaban los esfuerzos que había hecho ella por mantenerlo en el buen camino. Notaba los deseos que sentía ella de apartarse de la consola antes de que fuera tarde y perdiese a Shryne para la causa.
Volvió a mirar a Jula.
—A cambio de eso, te proporcionaré una confesión propia. Rechacé un puesto en la División de Adquisiciones del Templo. Aún no sé muy bien por qué, aparte de estar convencido en cierto modo de que no me gustaba la idea de separar a los niños de sus familias. —Hizo una breve pausa—. Pero eso fue hace mucho tiempo.
Ella entendió lo que quería decir.
—Mucho tiempo en años, quizá. Pero creo que sigues sintiéndote como si te lo hubieras perdido.
—¿El qué?
—El vivir, Roan. El deseo, el romance, el amor, la risa, la diversión... Todas esas cosas que te negaron. Y los hijos. ¿Qué me dices de eso? ¿De un niño sensible en la Fuerza al que poder criar y del que aprender?
La mirada de él se apagó.
—No sé lo sensible a la Fuerza que sería un hijo mío.
—¿Cómo es eso?
Él negó vigorosamente con la cabeza.
—Por nada.
Jula estaba dispuesta a no insistir sobre el tema, pero tenía más cosas que decir.
—Roan, escúchame. Por lo que sé, la Orden Jedi está acabada. Debe de haber muerto el 90% de la Orden Jedi. Así que tampoco es que puedas elegir mucho. Te guste o no, ahora estás en el mundo real. Lo que significa que puedes conocer a tu padre, a tus tíos y tías. Todos ellos siguen hablando de ti. En algunos lugares, es muy importante tener un Jedi en la familia. O al menos lo era. —Guardó silencio un instante—. Cuando supe lo que había pasado, por un momento pensé... —Se rió como para desechar un pensamiento—. No quiero entrar en eso. Algún día me dirás la verdad de lo que pasó en Coruscant, y de por qué os traicionó Palpatine.
—Si alguna vez sabemos la verdad —repuso él, estrechando los ojos.
De la consola de comunicaciones brotó una exclamación de alegría y un momento después Starstone atravesaba corriendo el camarote hasta ellos.
—¡Roan, tenemos a alguien! ¡Un grupo de Jedi huyendo! —Se volvió hacia Jula—. Capitana, con su permiso quisiera organizar una cita con su nave.
Filli apareció junto a Starstone para explicar más la situación.
—Habrá que desviarse de nuestro rumbo a Mossak. Pero no nos desviaremos demasiado del camino.
Shryne sintió los ojos de Jula clavados en él.
—No intentaré convencerte. Es tu nave, y estoy seguro de que tienes asuntos importantes en algún otro lugar.
Jula se tomó un largo momento para responder.
—Te diré por qué lo haré: para poder pasar más tiempo contigo. Con suerte, el tiempo necesario para que nos conozcas mejor y al final convencerte de que te quedes con nosotros. —Desvió la mirada hacia Starstone—. También hay sitio para ti, Olee.
Starstone pestañeó indignada.
—¿Sitio para mí? No pienso traicionar a mi juramento Jedi sólo para vagabundear por la galaxia con una banda de contrabandistas. Y menos ahora que sé que han sobrevivido más Jedi. —Miró con dureza a Shryne—. Tenemos un contacto, Roan. No puedes pensarte en serio su oferta.
Shryne se rió en voz alta.
—Normalmente, los padawan no se dirigen de este modo a los Maestros —le dijo a Jula—. Ya ves lo rápido que cambian las cosas.
Starstone cruzó los brazos sobre el pecho.
—Dijiste que no debía llamarte Maestro.
—Eso no significa que no debas respetar a tus mayores.
—Te respeto. Son tus decisiones las que no respeto.
—Muchos Jedi han abandonado el Templo para llevar vidas normales —señaló Jula—. Algunos hasta se han casado y tenido hijos.
—No —dijo Starstone, negando con la cabeza—. Aprendices, quizá, pero no Caballeros Jedi.
—Eso no puede ser cierto —dijo Jula.
—Lo es —dijo Starstone, antes de que Shryne pudiera decir algo—. Sólo veinte Jedi han dejado alguna vez la Orden.
—No intentes discutir con ella —le aconsejó Shryne a Jula—. Se pasó la mitad de su vida en la biblioteca del Templo puliendo los bustos de esos Veinte Perdidos.
Starstone lo miró cortante.
—Ni se te ocurra convertirte en el veintiuno.
Shryne se permitió mostrarse serio.
—Pese a lo que dices de mí, yo no soy un Maestro, y ya no existe la Orden. ¿Cuántas veces tendrán que decírtelo para que aceptes la verdad?
Ella apretó los labios.
—Esto no tiene nada que ver con ser un Jedi. Y no se puede ser un Jedi y servir a la Fuerza si tu atención está dividida, o si se está emocionalmente implicado con otras personas. El amor conduce al apego; el apego, a la avaricia.
Ahí se esfuma la posible relación entre Olee y Filli Bitters,
pensó Shryne.
Mientras tanto, Jula miraba a Starstone como si la joven Jedi hubiera perdido la cabeza.
—Desde luego hicieron un trabajo de primera contigo, ¿eh? Olee, el amor es lo único que nos queda.
—¿Va a ayudarnos o no? —dijo Starstone, en vez de reaccionar al comentario.
—Ya dije que lo haría. —Jula se levantó y clavó la mirada en Shryne—. Pero, sólo para dejar las cosas claras... Roan, tú y yo sabemos que no tenéis acceso a ningún «fondo secreto». Vuelve a intentar persuadir con la Fuerza a algún miembro de mi tripulación, y puede que olvide que soy tu madre.
D
arth Sidious había ordenado que la mayoría de sus queridas estatuas y antiguos bajorrelieves Sith se sacaran de sus destrozados aposentos en el Edificio Administrativo del Senado, donde cuatro Jedi habían perdido la vida y uno se convirtió al Lado Oscuro. Una vez trasladados a la sala del trono, los bajorrelieves se montaron en las amplias paredes y las estatuas se colocaron en pedestales.
Sidious giró sobre su trono y los contemplaba ahora.
Tal y como había temido algún Jedi desde el principio, Anakin estaba maduro para su conversión desde el momento en que Qui-Gon Jinn lo llevó al Templo por primera vez, y los planes de Sidious se habían desarrollado a lo largo de más de una década sin incidente alguno. Pero ni siquiera Sidious podía prever la derrota de Anakin a manos de Obi-Wan Kenobi en Mustafar. En aquel momento, Anakin aún estaba entre dos mundos y era vulnerable. El que no hubiera podido vencer a su antiguo Maestro había prolongado esa vulnerabilidad.
Sidious recordaba el desesperado regreso a Coruscant; recordaba cómo usó todos sus poderes, y todas las pócimas y aparatos de su botiquín, para aliviar las extremidades cortadas y el cuerpo desesperadamente ampollado de Anakin.
Se recordaba pensando:
¿Y si Anakin debía morir?
Cuántos años tendría que dedicar entonces a buscar otro aprendiz aunque sólo fuera la mitad de poderoso en la Fuerza, por no decir uno creado por la misma Fuerza para restaurar el equilibrio roto y permitir así que el Lado Oscuro saliera por completo a la superficie tras un milenio de contención.