El club erótico de los martes (25 page)

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Authors: Lisa Beth Kovetz

Tags: #GusiX, Erótico, Humor

—Vale, allá va —dijo Brooke. Recitó su nuevo poema de memoria:

Reposando sobre una almohada mis caderas,

satisfice los deseos de mi parte delantera.

E intenté no pensar

en cómo bebería mi madre

si con un consolador me deleitase.

—¡Bravo! ¡Bravo! —aplaudió Margot.

—No es una rima perfecta —confesó Brooke—, pero a ver qué rima con «madre».

—Bueno, «padre» —ofreció Aimee—, pero no veo que encaje en tu poema.

Mientras intentaban encontrar la rima perfecta para el poemilla de Brooke, los pensamientos de Margot saltaron de «vibrador» a «sexo» y a «amor», para detenerse definitivamente sobre la palabra «dinero».

—¿Tú crees que es realmente así? —preguntó Margot—. Ser prostituta, quiero decir.

—No tengo ni idea —dijo Aimee—. Pregúntale a Lux.

—Eso es muy cruel —dijo Brooke.

—No lo he dicho con maldad —dijo Aimee—. Me refería a que se puso como una fiera, y yo sólo había insinuado que se estaba vendiendo. Y creo que a lo mejor me acerqué a la realidad más de lo que podía imaginar. Es decir, si eso no es una posibilidad, no lo temes, y... ay, Dios mío, ¿tú crees que Lux era realmente una prostituta?

—Tiene dinero escondido en algún sitio —dijo Margot—. No ha pedido que le hagamos ninguna carta de recomendación ni parece que tenga intención de buscar un trabajo. Ha pagado por anticipado los servicios de un abogado, un hombre muy mayor. Uno de esos tipos que lleva inactivo tres años pero sigue yendo al trabajo de todas formas. Le miré y estoy segura de que el juego es su principal fuente de ingresos. Sus únicas clientas son Lux y una mujer anciana.

—¿Crees que puede ser su chulo? —preguntó Aimee—. Deberíamos denunciarlo. Quiero decir, ¿no deberíamos protegerla de alguna forma?

—No, no. No puede ser. ¿O sí? Los chulos tienen que ser capullos con fuerza, ¿no? —preguntó Margot a Brooke.

—¿Y yo qué sé? Crecí en la Quinta Avenida. Lo más próximo a una prostituta que he visto era mi niñera. Me quería porque le pagaban.

—Bueno, pues este tipo no es su chulo. Si apenas puede sujetar un lápiz. Aunque cumplimentó el impreso de exención bastante bien.

Por un instante se hizo el silencio, pues las tres mujeres estaban sumidas en sus pensamientos.

—He sido una cabrona, ¿verdad? —preguntó Aimee.

—Por supuesto —rió Brooke—. ¿Respecto a qué?

—Con Lux. Se viste fatal. Y es maleducada y ordinaria. Y es muy joven y muy guapa. Tiene muchas posibilidades a su alcance. Pero aquí estamos nosotras hablando de si la pobre chica es una prostituta, y ahora me doy cuenta de la cantidad de cosas que doy por sentadas. Tengo que ser más amable con ella. He sido Grima Wormtongue cuando debería haber sido Aragorn.

—Me has descolocado con esa última frase pero la primera idea era acertada. Sí, has sido una auténtica cabrona con ella —reconoció Brooke.

—Voy a ser mejor. Voy a ser más agradable con ella. Chicas, ¿por qué no la invitáis a venir la próxima vez?

—Sí —dijo Margot—. Tan pronto como firme el contrato, podré hablar con ella de nuevo.

—¿La remodelamos? —preguntó Aimee—. ¿La llevamos de compras y a que se haga un corte de pelo decente?

—A mí me gusta tal como es, y, de todas formas, tú no puedes salir de la cama —le recordó Brooke.

—La invitaré a comer con nosotras cuando envíe los documentos que faltan y su cheque. Pero recuerda, Aimee, no es una cría o una huérfana —terció Margot, y habría seguido si no fuera porque sonó el timbre.

—¿Estás esperando a alguien? —preguntó Margot.

—Sí —dijo Aimee—. Voy a vender la vagina.

—¿Alguien la quiere? —preguntó Brooke educadamente.

—Te sorprenderías de lo popular que es esa vagina —dijo Aimee.

Margot miró fijamente a sus amigas espantada.

—¿De qué —preguntó Margot— estáis hablando?

—La vagina rubia gigante que tiene puesta él en el cuarto de estar.

Margot todavía no podía imaginar de qué hablaba Aimee.

—Se la vendí a un club del Meatpacking District por doce mil dólares —dijo Aimee—. Enmarcada, por supuesto.

—¡Ah, una fotografía! —dijo Margot triunfante—. Estáis hablando de una fotografía.

—Por supuesto —dijo Aimee soltando una risita desde la cama—. Voy a empezar una nueva vida. Y en esta hermosa nueva vida no hay lugar para una vagina rubia de 2,45 por 1,75 metros.

21

Viagra

—No te gustó el vestido que te compré —dijo Bill en lugar de «hola» cuando Brooke giró la llave y entró en su piso. En la serena oscuridad, Brooke se apoyó sobre un tablero de madera exótica tallada y le miró por encima de sus gafas de sol. El piso, de doce habitaciones, aunque suntuosamente decorado, estaba sobrecargado de costosos muebles y cubierto con telas tan delicadas que Brooke sentía que no había ningún lugar para aposentar el trasero. Brooke había heredado una casa similar de su abuela materna y vivió en ella durante un breve periodo de tiempo antes de trasladarse a una parte más animada de la ciudad.

—Cielo, eres un hombre anclado en la anticuada moda preuniversitaria que todavía piensa que Bean, Bass y los hermanos Brooks componen el triunvirato del universo de la moda.

—Pero era mejor, ¿verdad?

—¿Mejor?

—Que el último vestido que te compré.

—Claro que sí. ¡Ese vestido de gala de color melocotón! Éste ha sido mucho mejor.

—Bueno, algo es algo. No te importa si lo sigo intentando, ¿no?

—Soy tu muñeca. Vísteme como quieras.

—¿En serio?

—Bueno, no. Quiero decir, sí. Me puedes comprar ropa pero, de verdad, Bill, no puedo prometerte que vaya a llevarla. Fuera de casa, quiero decir.

Brooke se puso de puntillas para besarlo. Perdió el equilibrio y se cayó un poco hacia él. La sensación de su exquisito cuerpo fibroso encendió rápidamente un pequeño interruptor dentro de ella, e inmediatamente se apartó. Habían planeado una bonita tarde y no quería presionarle. A lo mejor más tarde, o a la mañana siguiente, sacaría un tema peliagudo. No tenía pruebas de que estuviera acostándose con otra persona, sólo la sospecha. Cuando estuviera preparado, él le diría lo que iba mal.

*

Los zapatos de rubíes la harían casi tan alta como Bill. Al igual que Brooke, Bill era alto, delgado y rubio. Como si de dos dioses patricios se tratara, harían una pareja encantadora esa noche.

—¿Crees que debería llevar el de cuello vuelto o el de pico? —preguntó Bill.

—Los picos están de moda, creo.

—Mi madre dice que los de cuello vuelto.

Brooke le oyó, pero no respondió. Bill tenía una gran colección de esmóquines, a cual más bonito.

Su Lanvin de rubíes había llegado y el ama de llaves de Bill lo colgó en la parte interior de la puerta de su dormitorio. Brooke se quitó la ropa y se metió en la ducha. Envuelta en una toalla, se extendió crema por el cuerpo y se maquilló. Se deslizó el vestido por la cabeza y dejó que se le acoplara al cuerpo. Brooke era toda una experta en el arte de ponerse despampanante.

Él estaba esperando en el recibidor cuando ella bajó a paso rápido las escaleras, con el vestido rojo bailando alrededor de sus tobillos. El bolso tenía una pequeña asa dorada que se colocó en la muñeca para poder entrelazar su mano a la de él cuando bailaran. Dejó que su bolso se balanceara un instante cuando él se dio la vuelta y ella hizo su pose «tachan» para que pudiera admirar su vestido.

Por cómo la miró supo que la quería. Él adoraba sus bromas y le encantaba su estilo. Había llegado a adorar los tatuajes que una vez tanto le horrorizaron. Adoraba sus cuadros, y, para ella, eso era como adorar su alma. Adoraba sus pies y sus piernas, sus dedos y sus ojos. Con todo ese amor que él derrochaba, seguramente encontrarían la forma de volver a encauzar su vida sexual.

—Me cabe el móvil en el bolso, pero como me lo lleve ya no cabrá nada más. Así que, ¿llevo el móvil y el pintalabios, o dinero, peine y pintalabios? ¿Qué opinas?

Bill le sonrió inexpresivamente.

—Vamos —dijo, y una sonrisilla picara se dibujó en sus labios.

La gala benéfica por la distrofia muscular se iba a celebrar en el Guggenheim, uno de los lugares favoritos de Brooke en esa ciudad. Ahora que él era juez, todos sus antiguos compañeros le cortejaban con gran insistencia. Bill y Brooke serían el centro de atención de una feroz tormenta social que resultaría tan aduladora como aburrida. Aun así, Bill entró en el museo con Brooke cogida del brazo como un gran barco que navega por aguas tranquilas. Su rostro afable y apacible ocultaba el problema que empezaba a sentir en sus piernas.

—Está preciosa esta noche, señora Simpson —exclamó un joven abogado al que le habría encantado quitarle el Lanvin—. Su señoría, ¿le importa si bailo con su chica?

—En realidad, sí —dijo Bill arrastrando a Brooke a la pista de baile.

—Madre mía, qué posesivo estás esta noche, Bill —dijo Brooke.

Al haber asistido a las mismas fiestas y a los mismos bailes del instituto, Bill y Brooke conocían los mismos valses de igual manera que un perro conoce su propio almohadón de franela a cuadros para dormir. Su mano se posó sobre la parte desnuda de su espalda y ella apoyó las suyas en la suavidad de su cuello. Pegó su mejilla a la de él, y su pecho contra la parte frontal de su esmoquin. Cuando presionó la parte inferior de su torso, notó que tenía una erección.

Brooke dio un pequeño traspié en sus zapatos de rubíes.

—¿Es por mí? —le preguntó, y al ver que no respondía, miró a su alrededor para ver lo que se acababa de cruzar por su campo visual. ¿Acaso era el deseo de triunfar sobre el joven abogado lo que había excitado a Bill?

—¿Es por los cuadros?

—No.

—¿La decoración del techo? —preguntó, y volvió a presionar su cuerpo contra el de él mientras bailaban para cerciorarse de que estaba realmente ahí. Estaba claro, algo grande y cálido estaba destrozando la hechura de los pantalones del esmoquin de Bill.

—¿Es quizá por mi vestido? —conjeturó Brooke.

—Shh. Sólo baila conmigo.

Se deslizaron por la pista de baile, muy pegados el uno al otro, y Brooke no pudo evitar que su sangre se dirigiera al centro de sus piernas y empezara a crear una sensación de esperanza cálida y húmeda.

—¿Soy yo? —preguntó finalmente.

—No —dijo—. Quiero decir, sí. Es por ti. El médico me ha recetado algo. Me dijo que tardaría unas cuatro horas en hacer efecto, pero se excedió en unas tres horas y media.

—Estás de broma —dijo Brooke, y paró de bailar.

—No, no estoy bromeando, y ni se te ocurra alejarte de mí —dijo Bill, y la atrajo más hacia él.

—No puedes tenerme toda la noche delante de tu problema de empinamiento artificial.

—Sí que puedo.

Brooke se apartó y se dirigió al bar, dejando a Bill en evidencia en la pista de baile y haciéndole sentirse estúpido. Caminó con calma hacia la mesa que les habían asignado. Se movía lentamente, como si no tuviera ninguna preocupación en la vida. Cualquiera que notara la indecorosa protuberancia en el esmoquin de Bill creería sin lugar a dudas que era una sombra que pasaba por su entrepierna y no la erección más grande e incontrolable que jamás había experimentado Bill. Se sentó con cuidado junto a la mesa y sacó su móvil.

«¡
Rrrrrrring ba ba ru raa
!», cantó el teléfono móvil de Brooke desde el interior de su minúsculo bolso. Sabía que era él. Estaba sentado a tan sólo unos metros de ella, y lo vio marcar.

—Lo hice por ti —dijo cuando ella lo cogió—. Lo hice para hacerte feliz.

—¡SOY FELIZ! —gritó Brooke al móvil. Lo cerró de golpe y al instante anduvo los pocos pasos que la separaban de Bill—. ¿POR QUÉ NADIE PUEDE CREERSE QUE SEA FELIZ?

—No grites —le rogó mientras saludaba con la mano a un rostro familiar y a su mujer embarazada.

Brooke se sentó en una silla junto a él. Le rodeó los hombros con sus brazos y le susurró al oído.

—Soy muy feliz. Y te quiero.

—Yo también te quiero, Brooke. Es sólo que soy...

—¿Qué? —preguntó.

Él observó el rojo perfecto de sus labios. Analizó la forma en la que el rojo rubí de su barra de labios confería a su boca una apariencia húmeda y prometedora.

—¿Que eres qué? —preguntó Brooke.

—He llegado a la conclusión de que... mmm... yo... mmm, no soy suficiente para una mujer excitante y vibrante como tú —dijo finalmente.

Brooke dejó caer la mano sobre su regazo y rodeó con ella su sobresaliente erección.

—¿Qué parte no es suficiente?

Le bajó la cremallera y tiró de sus calzoncillos. Bill jadeó mientras ella le agarraba el pene. Puso ambas manos sobre la mesa y asió el mantel de lino.

—¿Es suficiente que me quieres? ¿Qué me quieres desde hace más de veinte años?

Bill quería responder, pero no encontró las palabras.

—Creo que es el momento de que nos asentemos y nos casemos —dijo sinceramente mientras acariciaba su erección.

Sabía que Brooke merecía más de lo que él podía darle. Pensaba que se merecía a un hombre mejor, pero al mismo tiempo le asustaba la idea de que algún día Brooke pudiera encontrar a uno. Creía que algún día superarían todo este asunto sexual y envejecerían juntos, cogidos de las manos. Sin embargo, en ese momento juzgó más adecuado apoyarse en la mesa conforme la sangre bajaba de su cabeza.

—Brooke —dijo Bill con dificultad—, para un segundo.

—Nop —dijo Brooke mientras tiraba y soltaba, tiraba y soltaba.

—Vamos, vammmmos fuera, al patio —suplicó él—. Tengo que decirte una cosa.

—Anda, hola, señor Adelman. Señora Adelman. —Brooke llamó a una pareja mayor que se detuvo ante su mesa para presentarle a Bill sus respetos.

—Su resolución del caso Baldwin contra Sterling me pareció muy acertada —dijo el señor Adelman.

—Gracias, Mark —gritó Bill con voz áspera y aguda.

Los Adelman pusieron cara de preocupación.

—Laringitis —intervino Brooke rápidamente—. La fiebre ha desaparecido y los médicos dicen que está bien, pero la voz no la ha recuperado aún.

—Té caliente con miel es lo mejor para lo que usted tiene —propuso el señor Adelman.

—¡Buena idea! Bill, lo de la miel puede estar bien —dijo Brooke.

Bill sólo pudo asentir con la cabeza a los Adelman conforme sus testículos se contraían y se relajaban una y otra vez al ritmo de los movimientos cada vez más rápidos de la mano de Brooke.

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