—Yo creo que cuando tengas tres o cuatro pisos alquilados a inquilinos estables, te sentirás más holgada extendiendo tu capital a otros...
—¿Qué es mi capital? —le interrumpió Lux.
—Tu dinero —intervino Brooke mientras le ofrecía a Lux la rebanada de paté.
—¿Qué es esto? —preguntó Lux, observando el bulto gris amarronado.
—Paté —dijo Bill.
—¿Ah, sí? —dijo Lux metiendo un cuchillo en él y luego directamente en su boca. Empezó a empujarlo con la lengua, pegándoselo al paladar, y de repente se detuvo a mitad de camino.
—¿No te gusta? ¿Está malo? ¿No es bueno? —preguntó Bill, oliendo el trozo de paté.
—Como a todo el mundo le entusiasma, pensé que sería dulce —dijo Lux, mientras intentaba controlar el rebelde paté de hígado que tenía en la boca—. Sabe como a hígado.
—Es hígado.
—¿Qué? ¡Puaj!
Bill le tendió una servilleta de tela que tenía bordado el escudo de armas de su familia. Lux escupió el hígado en la servilleta y lo sacudió en la basura. Bill sonrió. Comieron y hablaron del último cuadro de Brooke, de a quién debería dirigirse Lux para encontrar trabajo, de las nuevas cortinas del despacho de Bill, de qué debía hacer Lux con su capital, con su pelo y con su hermosa vida. Fue una buena charla. Y mientras hablaban, la larga noche de sexo y rechazo empezó a surtir efecto en los músculos del cuello de Lux. Cuando vio que no podía sostener la cabeza ni un minuto más, Bill le insistió en que eligiera un dormitorio y se fuera a dormir. Lux eligió la habitación lavanda. Por la mañana, se quedaría tumbada sobre las sábanas color lavanda y contemplaría las paredes a juego, maravillándose de que su adorado color lila pudiera ser tan sugerente y de buen gusto.
Brooke le dio las buenas noches a Lux y cerró la puerta. Volvió al centro del piso y encontró a Bill en la entrada, delante del cuadro que le había comprado hacía tantos años. Brooke rodeó con sus brazos la suave espalda de Bill y soltó una risita en su oreja.
—¿Podemos quedárnosla, papi? ¿Podemos, eh, eh?
—Tiene algo —le dio la razón Bill mirando todavía el cuadro.
—¿Podemos adoptarla?
—Mmmmmm —dijo Bill con la cabeza en otra parte.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Brooke.
—En cómo debe de ser llevar una vida carente de expectativas —dijo Bill—. ¿Qué sentirías si nadie creyera que tienes algo que ofrecer? No habría responsabilidades. Y luego, supongamos que consigues llegar a alguna parte. Imagina, por ejemplo, que un día consigues abrirte una cuenta en una agencia de valores. ¿Se celebraría a lo grande? ¿Cómo te sentirías si nadie invirtiera en ti? ¿Si a nadie le importara tu felicidad?
—Libertad, diversión, tristeza, miedo. ¿Qué más da? No es nuestro caso.
—Creo que habría sido un gran presidente —dijo Bill sin venir a cuento.
—¿Presidente de qué? —preguntó Brooke rodeándolo con los brazos y aferrándolo por detrás.
—De los Estados Unidos de América.
Brooke, que se reía por todo, no se rió.
—¿Pintaste éste para mí? —preguntó Bill señalando la imagen de los dos hombres en extremos opuestos del sofá—. ¿Pretendías representar a dos amantes gays, sentados en público, sin dar muestras de cariño mutuo?
—No —dijo Brooke sintiéndose de repente bastante fría—. ¿Eso es lo que ves tú?
—No, no, no. Pero esa chica lo vio en un segundo. ¿Alguien más lo ve? ¿Brooke? ¿Tú lo ves?
El pánico le había estrechado la garganta, y la última pregunta adquirió un tono más agudo que el barítono habitual de Bill.
—¿De qué hablas? —preguntó Brooke. El tono de su voz la asustó.
Bill cogió la mano de Brooke y la sostuvo junto a sus labios un buen rato antes de besarle la palma. No quería perderla. Había sido su mujer en todo excepto en sexo, fidelidad y convivencia durante más de veinte años. Esa noche había hecho algo estúpido y especial por ella al intentar cambiarse a sí mismo para hacerla feliz.
—Lo que he hecho esta noche lo he hecho porque te quiero. Siento como si hubiéramos surcado las aguas de la experimentación sexual y encontrado eso que queda a veces cuando la pasión y el romance mueren.
—No te entiendo —insistió Brooke, pero en el fondo lo sabía.
—Nada —dijo él—. Yo... eh... supongo que estoy intentando decirte que te quiero.
—¿Es eso todo lo que querías decirme? —preguntó Brooke.
*
Tras una suntuosa fiesta, el abuelo paterno de Bill se había pegado un tiro en la cabeza en su quincuagésimo cumpleaños. El padre de Bill, a pesar de conocer a algunos de los mejores oncólogos de la ciudad, no había buscado tratamiento para su cáncer hasta que se convirtió en algo tan complejo e invasivo que pronto la muerte sucedió al diagnóstico.
Nadie le habló a Bill de los sufrimientos de esos hombres homosexuales hermosos e infelices, torturados por el sexo, pero su madre y su abuela le habían cuidado como un par de leonas que protegen a su último cachorro con vida. Lo observaron muy de cerca, aguardando con impaciencia la aparición de su inminente sexualidad. Le contagiaron su terror.
La llegada de la núbil y adolescente Brooke tranquilizó a todo el mundo durante muchos años. En los días de juegos preliminares a su vida sexual, la emoción de estar desnudos y juntos en soledad obnubiló cualquier detalle sobre los deseos que pudieran haber sentido en su interior. Todo era novedoso y bueno. En la facultad ambos experimentaron, a veces juntos. Con el paso del tiempo, Brooke perdió el interés por muchas de las cosas que le habían atraído en su juventud, como podían ser los tríos, el ron con coca-cola y las chicas. Los gustos de Bill cambiaron de forma bastante similar.
Cuando Bill era joven y despreocupado y aún bebía mucho, metía su pene casi en cualquier sitio, como es propio de la naturaleza de los chicos jóvenes y despreocupados que beben mucho. A los veinticinco su amor por Brooke era más fuerte, pero la pasión por su cuerpo estaba empezando su declive. Otros deseos comenzaron a pedirle acción. Los rechazó, aferrándose a Brooke y a la negación de sí mismo. La mentira supuró y él no pudo evitar que rezumara una vez que se filtró en sus relaciones más significativas como un veneno no identificado. A los treinta y siete, tras haber visitado a muchos urólogos, Bill seguía negándose a admitir, siquiera a sí mismo, que era un homosexual calenturiento. Prefería ser un heterosexual impotente. Ese año Brooke diseñó su primer tatuaje.
La marca de homosexualidad que corría por sus venas era clara y simple. A Bill le gustaban los cuerpos duros y rígidos, no las aberturas blancas y húmedas. Continuó acostándose con Brooke tan frecuentemente como pudo porque temía perderla. En el terreno sexual, realizó una actuación realmente buena porque le ayudaba a creerse su propia mentira acerca de sus deseos. Desempeñó el papel de amante de Brooke con maestría, casi como si su vida dependiera de convencerla a ella de que la pasión que sentía por su cuerpo era auténtica.
Pero la ficción requería muchas energías y con el paso de los años lo agotó. Para cuando cumplió los treinta y nueve, la madre de Bill, Eleanor, empezó a preocuparse por él de otra manera. Cuando vio aflorar en su hijo la depresión que había acechado a su marido, Eleanor decidió que estaba preparada para aceptar su homosexualidad, pero para entonces no podía dar marcha atrás al miedo y a la aversión a sí mismo que había inculcado silenciosamente a su cachorro grande y rubio.
Cuando su abuela murió y Bill heredó sus inmensas cantidades de dinero y propiedades, Eleanor se llevó aparte a su hijo después del funeral. Al calor de un agosto en Palm Beach, lo llevó a la playa, lejos de la casa donde nadie, salvo las olas, pudiera oírlos, y le dijo que pensaba que no tenía nada de malo ser homosexual.
—¿Por qué dices eso, madre?
—Porque tu padre y Miles Randolph no jugaron al golf ni una vez en su vida.
—¿El señor Randolph?
—Sí.
—¡Madre mía, en el funeral estaba llorando a voz en grito!
—Exacto.
—Vaya.
—Miles Randolph estaba enamorado de tu padre. Y yo también.
La madre de Bill cogió la pálida mano de su hijo. Apartó el pelo rubio de sus ojos verdes y le dijo a su hijo:
—Billy, tan sólo quiero que seas feliz,
Así que lo intentó. Se marchó a México y lo intentó. Fue a Bangkok y lo intentó con gran empeño. Pasó mucho tiempo en París intentando ser feliz, y en ocasiones lo fue; pero cada vez que volvía a casa, se topaba con el peso de la caoba y de los lazos familiares, y los ojos de sus compañeros hacían añicos su felicidad. Incluso dentro del atrayente mundo de sus amigos gays, sentía que tenía que ocultar su deseo por los hermosos hombres recostados en el bordillo de una piscina. Quizá fueron todos aquellos años viviendo bajo la mirada vigilante de unas leonas en alerta ante cualquier señal de peligro los que le provocaron miedo a salir del armario. Aun así, era un hombre apasionado que necesitaba sexo.
Cuando necesitaba amor, llamaba a Brooke. Ella veía que su erección se atenuaba cuando se quitaba el sujetador. Se preguntaba por qué pasaba la mayor parte de sus días de vacaciones dándose un garbeo en Francia. No se le había ocurrido que fuera de la otra acera hasta que Lux le puso nombre.
*
—Sé que me quieres, Bill, ¿pero hay algo más que quieras decirme? —preguntó Brooke, que no estaba preparada para asumir que el hombre que le había hecho el amor tres veces en una noche no se sintiera realmente atraído por las mujeres Obvió el hecho de que para ello había empleado un pene magnificado de forma artificial, y de que no se había corrido en absoluto.
—Brooke, te quiero —farfulló Bill.
—Ha quedado claro —dijo ella.
—Y yo... —dijo Bill, y entonces se detuvo. Se negaba a utilizar ningún adjetivo específico
Brooke esperó El silencio se prolongó hasta que Bill sintió que tenía que romperlo.
—Es sólo que esporádicamente me descubro mirando fijamente a hombres guapos —dijo Bill como si no fuera más que un matiz muy sutil de una norma jurídica concreta—. Tom McKenna, por ejemplo, el profesor del club de golf. Es un hombre muy atractivo y yo... eh... no creo que sea una atracción antinatural. Y ahí termina la cosa.
El estupidómetro de Brooke saltó de repente, registrando un porcentaje elevado de mierda en la declaración de Bill. Podría haberse enfadado con él si no fuera porque era evidente que lo estaba pasando terriblemente mal.
—¿Desde cuándo sientes esa atracción? —preguntó Brooke, que al mismo tiempo se preguntó cuánto tiempo llevaba ella sabiéndolo.
Cuando Lux le puso nombre, un virus informativo había empezado a procesar los recuerdos de Brooke, poniendo de relieve un momento, una mirada, un gesto concreto. ¿Desde cuándo lo sentía?
—Desde lo de Jack Berenbott —dijo Bill.
Jack era un antiguo amigo del colegio que se encontraron cuando estuvieron veraneando en St. Kid. Flirteó con Brooke y ella con él. Cuando Jack propuso que hicieran un trío, Bill aceptó, creyendo que quería ver a Brooke rebosante de placer Cuando terminó, intentó decirse a sí mismo que lo había hecho por ella, pero en realidad lo había hecho para ver a Jack.
—¿Tanto? —dijo Brooke con la voz entrecortada, sintiéndose como una idiota.
—Pensé que podría domarlo —dijo Bill.
—¡Domarlo! —dijo Brooke—. No es un poni, Bill.
—No soy totalmente gay Brooke —dijo Bill—. Ni mucho menos. Quiero decir, si tuvieras que trazar una curva de Gauss, verías que tengo muchísimos más puntos en la parte hetero de la curva que en la gay.
—Excepto que quieres hacerlo siempre con tíos —dijo Brooke.
—No. He experimentado un poco. Eso es todo —dijo Bill por rellenar—, mi corazón está contigo.
—Pero tu polla está con Jack Berenbott.
Bill se quedó en silencio un buen rato.
—Puedo cortarlo —dijo poniéndose muy serio.
—¿Tu polla? —preguntó Brooke.
—¡No! Lo de ser gay. No es una parte importante de mí. En serio. Te quiero. Te he querido desde la primera borrachera que compartimos juntos en el piso de tu abuela. Puedo cambiar por ti.
Brooke no respondió.
Se giró para observar su cuadro de los amantes que no se tocaban. Quería imaginarse que Lux estaba totalmente equivocada. Lux había entrado en el piso de Bill y había dicho «hola» al gorila de dos mil dólares con tutú que llevaba años viviendo allí en silencio. Ahora que le habían puesto nombre, no iba a regresar a las sombras.
—Sólo ha habido un par de hombres —dijo Bill sinceramente. Y, dado que consideraba que las relaciones sexuales que había tenido fuera de Estados Unidos no contaban realmente, él creía de corazón que era verdad—. Y no he tenido relaciones sexuales con nadie excepto contigo en al menos cinco años. Tú eres lo mejor de mi vida.
Brooke intentó procesar la información. Pensó en todas las veces que se había acostado con Bill. Lux tenía que estar equivocada. La chiflada esa de Queens. ¿Qué sabía ella?
Brooke permaneció de pie en la entrada del piso de Bill. De pronto todo lo que podía ver era la noche en St. Kid en que hicieron el amor con Jack Berenbott. Rememoró la noche, pero no consiguió encontrar ni una sola pista. Se lo pasaron bien con Jack, luego volvieron a su habitación y lo volvieron a hacer ellos dos solos. Había habido años de buen sexo desde entonces hasta ahora. Eso tenía que contar para algo.
Entonces comparó el magnífico sexo pasado con su impotencia presente. A lo mejor sólo necesitaban un descanso. A lo mejor él podía controlarlo. ¿Pero quería ella que lo controlara? ¿Quería estar con alguien que siempre estaba conteniendo la respiración? Empezó a dolerle la cabeza. Era demasiado. Estaba de pie en el final de la plataforma continental. De repente, todo lo que había ante ella era océano.
—Me voy a casa ya —dijo Brooke—. Llama a mi chófer, si no te importa.
Ganar
Margot estaba tumbada en la cama, pensando en la masturbación. El sol del sábado se filtraba por la persiana y no tenía nada apuntado en su agenda. Si quería, podía pasar toda la mañana en la cama dedicada al amante más constante y fiable que jamás había tenido. Pensando en sí misma, se quitó la camiseta y los pantalones de chándal y empezó a mover su pelvis formando un sensual número ocho, frotando sus muslos desnudos contra la suavidad de las sábanas.
Consideró la posibilidad de darse un baño largo y delicioso. Margot empezó a planificar la mañana. Llenaría la profunda bañera de agua caliente lo suficiente para que acariciara la parte inferior de su vagina abierta mientras ella masajeaba con sus dedos la superior. Entonces, justo antes de correrse, sacaría su cuerpo y lo pondría de nuevo sobre la cama, donde llegaría al orgasmo perfecto, a uno de esos que le hacía arañar las almohadas y gritar al techo. Luego, pensó Margot, saldría fuera a tomar un buen desayuno.