—Suaviza mucho la garganta —afirmó la señora Adelman.
—¿Quieres que te traiga un poco de miel, Bill? —preguntó Brooke mientras movía la mano a partir del codo, teniendo cuidado de no alterar la línea recta de su hombro.
—Creo que estaré bien si seguimos aquí sentados, cariño —dijo Bill.
Los Adelman sonrieron y se fueron a saludar a otros amigos, ignorando por completo lo que estaba ocurriendo bajo el mantel blanco de lino de la mesa número cinco. Brooke era, después de todo, una experta en fiestas y había adquirido ciertas aptitudes en todos aquellos bailes interminables.
—Vámonos a casa —dijo Bill tan pronto como los Adelman dejaron vía libre.
—Quedémonos —dijo Brooke, sonriendo, tirando, frotando.
—Creo que deberíamos irnos.
—¡Eh, mira! ¿Es eso mantequilla?
Sus miradas se encontraron y en un instante Bill vislumbró todo lo que perdería si optaba por ser sincero. De pronto quitó su erección de las manos de Brooke y la metió en sus pantalones.
—La mantequilla me arruinaría el esmoquin —le dijo mientras que en una acción continuada se retiraba de la mesa y abría su móvil para llamar a su chófer. Cogió a Brooke del brazo y cruzó con ella la fiesta dirigiéndose a la puerta.
—Buenas noches, señora Crane. Me alegro de verte, Ed. Eh, Sal, ¿qué tal el tenis? —dijo Bill, devolviendo sonrisas y saludos, y bromas banales y chistosas que ocultaban la implacable empuñadura que habían tenido las manos de Brooke. Su vestido se ondeaba tras ella y sus zapatos repiqueteaban contra el mármol conforme zigzagueaba detrás de él.
—Buenas noches, Thomas. Disculpa que nos retiremos tan pronto. Bill tiene un dolor de cabeza horroroso. Sí, sí, llámame y nos ponemos al día.
Se detuvo a la espera de que la puerta giratoria se vaciara.
—Una fiesta estupenda —gritó Brooke a su anfitrión mientras Bill la arrastraba por la puerta de cristal que daba a la calle. Su coche se estaba deteniendo cuando él la besó con fuerza en la boca y la empujó hacia el interior del asiento trasero.
—Conduzca despacio —ordenó Bill al conductor cerrando la mampara que se interponía entre ellos. Brooke se habría esperado sin problemas a que llegaran a casa, pero Bill ya le estaba subiendo los pliegues rubí de su vestido. Le habría quitado la ropa interior en caso de que la hubiera llevado. Se desabrochó los pantalones y, agarrando a Brooke por el dragón, se tumbó sobre los asientos de cuero de su coche y la penetró con una enorme erección.
—Te quiero, Bill —le dijo, pero al segundo no le importó su respuesta. Había cosas que hablar, pero los pensamientos inteligentes estaban dando paso a las sensaciones. Era como en los viejos tiempos, cuando Bill la estaba descubriendo y aún podía excitarse con cualquier forma de sexo. Se inclinó para tocar su boca mientras ella se movía hada delante y hacia detrás a través de su pene rígido. A la altura de la calle 34 ella había empezado a irse. Comenzó en su nuca y rodó ondeando por la espina dorsal. Cuando empezó a decir «oh... oh... oh», Bill se sentó y la besó en la boca, en el cuello y en los pechos.
Conforme acababa, conforme sentía que nunca podría volver a hacerlo, empezó a darse cuenta de que él no se había corrido. Ni siquiera le faltaba poco. Su erección estaba hecha de cemento.
El conductor se detuvo delante del edificio donde vivía Bill y esperó a recibir más instrucciones.
—Dé la vuelta al bloque —gritó Bill con voz ronca desde el asiento trasero.
A pesar del tráfico, no tardó lo bastante. Brooke encontró sus zapatos y Bill se recolocó su ropa antes de entrar corriendo en el edificio y subir al apartamento.
Él se tumbó en la cama desnudo sobre la espalda con una erección perpendicular al techo. Un ángulo de noventa grados perfecto. Brooke salió del baño y él se incorporó. Se quitó el vestido por las piernas. Bill se puso de pie (ahora su erección estaba exactamente en paralelo al suelo) y besó su cara, sus ojos y sus labios.
—¿Puedes continuar? —le preguntó él.
Ella asintió con la cabeza, sorprendida y encantada de que quisiera.
Gruñido va, gruñido viene, la segunda vez no estuvo tan bien como la primera. En su coche había sido tal la sorpresa de hacer el amor con él que no había sido capaz de pensar absolutamente en nada. En su cama, supo que ya no era el mejor compañero sexual de su vida. Podía sentir que él no disfrutaba con su cuerpo del mismo modo que ella disfrutaba con el de él. Eso atenuó su pasión. Cuando él se lubricó y la penetró por detrás, e incluso cuando ella tenía su cuerpo firmemente sujeto al suyo, supo que él no estaba con ella de la misma forma que ella estaba con él. Y al final, tras proporcionarle unos cuantos orgasmos satisfactorios más, él aún no había conseguido correrse. De hecho, independientemente de lo que hicieran, no conseguían que la erección bajara, así que al final decidieron darse un baño caliente e intentar relajarse.
—¡No la toques! —la avisó cuando ella se metió en la amplia bañera de mármol.
—No iba a hacerlo —prometió ella—. ¿Quieres que te lave la espalda?
—Sí, por favor —respondió con voz débil.
Cuando por fin recuperó su tamaño humano, Bill salió de la bañera, se secó y se metió desnudo en la cama junto a Brooke.
—Te quiero —le dijo.
Ella se deslizó por las sábanas y dijo:
—Lo sé.
Un silencioso agotamiento de felicidad se apoderó de ellos. Brooke pensaba que conocía las limitaciones de Bill. Tenía mal gusto con los vestidos, y buen gusto para el arte. Quizá con un urólogo mejor superarían este pequeño bache, o carencia sexual, de su relación. No obstante, ella creía que estaban unidos. «Y tenemos muchas razones para ser felices —pensó Brooke—, a pesar incluso de las ostensibles imperfecciones eyaculatorias.»
Mal sexo
Intentó no mirar el cardenal de su cara y la sangre en el ojo donde le había pegado un puñetazo. Lux estaba trabajando demasiado duro como para perder el tiempo pensando en fracasos pasados.
No había conseguido, como venía siendo habitual en él, una erección inmediata al ver cómo la tela dejaba al descubierto sus pezones conforme caía al suelo. Giró sobre la ropa de cama, apartó la sábana de Trevor y estrechó su hermoso cuerpo contra el suyo, pero él seguía ahí tumbado con una expresión de confusión afligida en su rostro y sin el suculento deseo que le ayudara a calmar el malestar. Lux botó y presionó y lamió y provocó, pero aun así no ocurrió nada hasta que le hizo cosquillas en el espacio de piel que tenía entre sus testículos y el recto. Sólo entonces gimió y de repente le inundó la pasión. Lux pensó en cómo puede hervir una olla hasta desbordarse de repente y salpicar toda la cocina.
Los documentos ya estaban firmados, y su dinero en el banco. Lux ya estaba lista para volver a su vida de siempre, con la salvedad de que viviría en su casa y tendría otro trabajo. Sería mejor así, lo sabía. No se verían todos los días y por lo tanto no se sentiría tan amenazada y atrapada por su amor. Por la noche, mientras introducía su llave en la cerradura de la puerta de Trevor, pensó por un momento que debería haber llamado primero. Pero eso habría arruinado la sorpresa. Probablemente pensaría que ella necesitaba más tiempo pero, en realidad, lo echaba de menos. Lux entró en el piso y fue directa a su cama.
Él aún estaba despierto, recién salido de la ducha, tumbado sobre
su
espalda, mirando al techo y pensando en la pérdida y en su reciente experiencia cercana a la muerte. Se decía a sí mismo una y otra vez que eso no era la muerte. Ella sólo había puesto en peligro su trabajo y su reputación, pero no su vida. Los cardenales se curarían. Se giró bruscamente hacia la puerta cuando oyó la llave en la cerradura y el pánico elevó sus hombros casi a la altura de las orejas. Buscó un arma, un lugar para esconderse o el teléfono. Estaba marcando el 911 cuando la puerta se abrió y vio que era ella. La persona que podía destrozarle la vida entera.
Y aun así, cuando ella se quedó desnuda delante de él, no pudo encontrar las palabras para decirle que se marchara. «Vete», gritaba su cerebro, pero no podía articular las palabras en sus labios. El miedo que inhibió su erección inicial quedó paralizado cuando las manos de ella recorrieron su cuerpo. Paralizado pero no eliminado. Cuando detuvo su mirada en la parte superior de su cabeza, excesivamente roja e inclinada a la altura de su entrepierna, se sintió como un animal muy grande y viejo demasiado estirado entre las ramas de un árbol demasiado alto intentando agarrar una fruta dulce que sencillamente estaba fuera de su alcance. Sintió que iba a caerse; y en la cima del placer doloroso, Trevor realmente manoseó la ropa de cama en busca de una rama con la que impulsarse y alejarse de ella. Iba a destruirlo, lo sabía.
Lux estaba esforzándose para satisfacer a su hombre. La suposición de Margot había sido correcta: Trevor tenía mucha polla con la que trabajar; y de repente Lux se descubrió pensando en todo lo que Brooke había dicho acerca de que una demasiado grande puede ser un problema. Trevor siempre había tenido el tamaño perfecto, pero esa noche a Lux le dolía la mandíbula y le molestaba la espalda. Y él no parecía estar más cerca de quererla.
Puso las manos sobre sus muslos y estrechó su cuerpo hasta llegar a su pecho. Dejó que el pene saliera de su boca y empujó un poco su pecho para indicarle que quería que se volviera a tumbar en la cama. Trevor no se movió. Ella se levantó y lo empujó hacia la cama. Se quedó ahí tumbado mientras ella se subía encima de él, se la introducía y empezaba a menearla. Como él no ayudaba, se acarició ella misma los pechos. Hicieron falta tres o cuatro ciclos de frotamientos y meneos para que él reaccionara.
Lux pensó en el momento en que una atracción del parque comienza su recorrido: una sacudida súbita y fuerte, y de repente la aventura ya se ha terminado.
Cuando Trevor por fin se movió y empezó a hacerle el amor en serio, Lux pensó: «Al fin, he ganado».
El proceso duró exactamente quince minutos. Trevor se corrió, Lux no. Luego se liberó de ella y se excusó para ir al cuarto de baño. Al minuto volvió, con la cara roja y húmeda a causa de un lavado rápido y muy agresivo. Lux, un poco cansada y confusa, le sonrió, esperando que le devolviera la sonrisa.
—Lux —dijo Trevor— necesito que me devuelvas las llaves.
—¡Ay! —dijo Lux—. Pero...
Pero antes de que pudiera protestar, él ya tenía la mano metida en su bolso, y estaba sacando de su llavero las dos llaves que le permitían entrar en su casa.
—Por favor, vístete.
Lux estaba sentada en su cama, envuelta en las sábanas cien por cien algodón de buena calidad que su ex mujer había comprado de rebajas en Macy's. Ella había dado por hecho cuando cruzó la puerta que pasaría allí la noche, por no decir el fin de semana. Era la una de la mañana, y no sabía a dónde ir. Parecía muy tarde para coger el metro de vuelta a Queens, y no llevaba encima suficiente dinero para un taxi. Además, ¿por qué iba a querer él que se marchara? Ella lo había arreglado todo para que pudiera conservar su trabajo. El desastre del trabajo ya se había solucionado. Al aparecer en su piso le había dado a entender que podía tenerla otra vez. ¿Qué parte no había entendido?
—Vístete, Lux —repitió, pero ella seguía ahí sentada, sin entender nada—. Tienes que irte. Lárgate. No puedes volver aquí nunca más.
—Sí que puedo. Ahora puedo hacer lo que quiera. Ya no trabajo allí. No tienes por qué preocuparte. Tengo dinero, Trevor. No necesito nada de ti. Nunca te he pedido dinero, ¿y sabes qué?, no lo necesito, así que trágatelo. Sólo quiero estar contigo.
—He recogido tus cosas y se las he enviado a tu abogado.
—¿Por qué?
—Vete ya —dijo Trevor, que empezaba a enfadarse.
No le habían dicho nada, pero creía que estaba en fase de prueba en el trabajo. Pensaba que había perdido todos los privilegios de su cargo y que sería el primero en ser despedido cuando las cosas fueran mal. Al final de su carrera se veía obligado a volver al principio, cuando tenía que mostrar su mejor actitud de lameculos de todos los tiempos. Le había costado al bufete 15.000 dólares sin razón alguna. Tenía cincuenta y cuatro años y no creía que pudiera volver a encontrar otro trabajo si perdía éste. Toda su comodidad y seguridad estaban escritas con acuarela en sábanas de seda y él se había corrido sobre ellas, desdibujando y arruinando su vida por esa chiquilla guapa y sucia. No podía permitir que nadie se enterara de lo ocurrido esa noche.
—¿No me querías? —preguntó Lux enfadada, como si él hubiera roto su promesa.
—Lux, tienes que marcharte —dijo Trevor.
Lux no estaba preparada para afrontar la realidad que él le estaba mostrando. Durante toda su vida había tenido que afrontar el problema de hombres que querían robarla, retenerla, poseerla y controlarla. No entendía el concepto de que alguien la abandonara, y, por lo tanto, Lux sólo podía centrarse en el problema físico de a dónde ir. Su piso estaba cerrado, pero los inquilinos ya se habían mudado. El trayecto de vuelta a Queens era largo, y no quería meterse en el metro con la minifalda.
—Voy a necesitar dinero —le informó Lux—, para un taxi.
Se levantó de la cama de Trevor y se encaminó desnuda a la ducha. Empañó el cuarto de baño y se lavó. Utilizó un par de toallas limpias y las dejó en el suelo formando un montón. En el dormitorio, Trevor miraba cómo se vestía en silencio y a su aire.
Lux se abrochó su recargado sujetador rosa, que se transparentaba, al igual que sus pechos, a través de la camiseta blanca sin mangas que iba encima de él. Encontró el minúsculo retazo de tela que hacía de ropa interior, pero no se lo puso. Intencionadamente, se puso los zapatos de aguja que le había prestado Jonella y luego se paseó con la ropa interior colgada en un dedo, buscando su falda. Cuando la encontró, dobló mucho la cintura para cogerla del suelo, apuntando con el trasero hacia Trevor. Escuchó atentamente, a la espera de los gruñidos y los silbidos, y los «oh, nena, nena» que deberían haber salido de su boca, pero él estaba sentado en su cama, con el ceño un poco fruncido. Tenía las palmas de las manos juntas, y estaba analizando las curvas coincidentes de las cutículas de sus pulgares.
—Trevor —dijo.
No había pretendido decirlo tan enfadada. Quería ser dulce y cariñosa, pero su voz reflejaba todo el sonido de Queens y el aullido de un chucho rechazado, un perro de lucha que conocía la perrera y todo lo que le esperaba allí. Se quedó parada con su juventud y sus zapatos de tacón alto, y nada más, esperando a que él la mirara. Tardó un rato, y cuando finalmente él levantó la vista hacia ella reflejando en su rostro de todo menos amor y deseo, ella comprendió por fin que se había acabado. Introdujo sus largas piernas en su minúscula ropa interior y en su minifalda. Luego cogió su bolso y se quedó parada delante de Trevor con la palma de la mano extendida.