Authors: Antonio Salas
—¿Quieres infiltrarte en los skinheads? —me había dicho el del MOSSAD—. Bueno, son solo la tropa de base de personajes más siniestros y poderosos, que no llevan la cabeza rapada.
—Pero ¿podéis orientarme, darme alguna idea? No sé por dónde empezar.
—La verdad es que no, Antonio. Nosotros no nos ocupamos de los peces pequeños... —me dijo en aquel momento, dejándome a mi suerte.
Curiosamente, recuerdo con claridad que en aquella primera conversación me comentó que a su «agencia» le interesaban personajes más influyentes que los skinheads, y prometo que mencionó de manera explícita a Ahmed Rami, un oficial del ejército marroquí refugiado en Suecia, que dirigía Radio Islam, un poderoso medio de comunicación revisionista y antisionista, con contactos en todas las organizaciones neonazis del mundo. La providencia querría que unos años después yo tuviese la oportunidad de conocer a Ahmed Rami, precisamente en Barcelona, y durante el transcurso de la presente infiltración.
Cuando en 2003 le expliqué a Abraham que pensaba infiltrarme en las mafias del tráfico de mujeres, me tomó un poco más en serio. Pero cuando en 2004 cometí el error de pedirle ayuda para mi nuevo objetivo, él ya sabía que no bromeaba. Ya le había demostrado en dos ocasiones que cuando decía que pensaba infiltrarme en un colectivo criminal, terminaba haciéndolo. Sin embargo, Abraham, como los demás servicios secretos, no estaba dispuesto a ayudarme gratis. Hasta aquella noche de 2004, la última vez que lo vi en persona, Abraham y yo siempre nos habíamos reunido en locales públicos de Barcelona. Normalmente autoservicios. Pero cuando le dije que estaba haciendo cursos sobre contraterrorismo y estudiando árabe para infiltrarme, su actitud cambió. Y el último día que lo vi me invitó a cenar en su casa. Me mostró su estudio, equipado con lo más moderno del espionaje electrónico. Me presentó a su esposa, a su hija y al novio de la misma. E intentó convencerme de que aceptase viajar con él a Tel Aviv para recibir formación «especial» con la inteligencia israelí. Me habló de un mundo nuevo, de lujo y glamur, que podría conocer de su mano. Me prometió introducirme en el
lobby
judío norteamericano, presentarme a Steven Spielberg, a David Copperfield y a no sé cuántos famosos judíos más. Incluso juró ser amigo íntimo del juez Baltasar Garzón... «Toni, se acabaron las infiltraciones sin medios, sin recursos, ahora vas a conocer un mundo diferente», fueron sus palabras literales. Pero me asusté.
A pesar de todas las imaginativas tonterías que se han escrito sobre mí, nunca he trabajado para ningún servicio de información español, y mucho menos iba a hacerlo para un servicio extranjero. El relativo éxito que han tenido mis últimos trabajos me ha permitido una independencia económica y una libertad que no tenía intención de perder, y menos aún por una causa que me era tan ajena como la israelí. El éxito de
Diario de un skin
me permitió sufragar la investigación de
El año que trafiqué con mujeres
, sin necesitar la ayuda de ninguna cadena de televisión, línea editorial ni mucho menos agencias de información. Y
El año que trafiqué con mujeres
ha sido la única fuente de financiación de esta infiltración en el terrorismo internacional, con la misma independencia. Sin embargo, esa no fue la única razón por la que agradecí y rechacé la generosa oferta de Abraham. Había algo más. Tal vez fuese el frío gélido que inspiraba su mirada gris. O quizás mi amarga experiencia con los responsables de un servicio policial, como el que me delató a los nazis. O a lo mejor fue solo ese sentimiento etéreo e indefinible que llamamos intuición, y que me ha salvado de situaciones difíciles muchas veces. El caso es que cuando salí de la casa de Abraham, tras aquella cena tan cordial, fue la última vez que lo vi en persona. Y solo volví a hablar con él, por teléfono, en una ocasión.
Ya había decidido que mi identidad en esta nueva infiltración sería la de un radical palestino, así que necesitaba preparar una biografía creíble y un
atrezzo
lo más auténtico posible para la puesta en escena de mi nuevo personaje. Desechada la opción saharaui, habría sido demasiado evidente, caro y difícil hacerme pasar por un iraquí, un iraní o un afgano. Además, ni los iraníes ni los afganos hablan árabe. Y por eso viajé a Jordania.
En Ammán, una ciudad tan cosmopolita y moderna como cualquier capital europea, y a la que debería regresar en varias ocasiones durante esta investigación, adquirí todos los «complementos» necesarios para mi personaje. Compré ropa, libros, objetos de decoración y todo lo que, en mi profunda ignorancia, debería servir para habilitar mi nuevo hogar como la casa de un musulmán radical. Cuadros con imágenes de la Kaaba (
), el templo sagrado de La Meca; un teclado de ordenador con los caracteres árabes; diccionarios; mapas, ropa tradicional, etcétera. A decir verdad, lo único que iba a conseguir con todo aquello es parecer un occidental que intentaba pasar por árabe, mientras que los verdaderos terroristas yihadistas son árabes que intentan parecer occidentales. Así que, en realidad, yo debía convertirme en un occidental, que pareciese un árabe, que intenta parecer occidental... Algo bastante más sutil y complicado. Como todo en esta infiltración.
Desde Ammán crucé a Israel con la intención de hacerme algunas fotografías en Belén, Jerusalén o Ramallah que pudiesen fortalecer la biografía de mi nueva identidad, como la de un palestino radical.
Viajé en coche desde Ammán hasta el paso fronterizo del puente del Rey Hussein. Y crucé del lado jordano al israelí en el transporte que une los dos puestos fronterizos. En mi autobús viajaban varios israelíes y también varios árabes; jordanos, palestinos o de otras nacionalidades. Supongo que mi aspecto todavía podía recordar más al de un occidental que al de un árabe.
En aquel momento desconocía la enfermiza pero comprensible paranoia de los servicios de seguridad israelíes y sus extremas medidas de seguridad en las fronteras del país. Yo no soy ningún funcionario del CNI, ni tengo ningún adiestramiento ni formación especial. Estoy tan cualificado para «jugar» a los espías como cualquier ciudadano europeo que trabaja en algo que no tiene nada que ver con el espionaje. Y aquella situación me vino grande. Los controles israelíes son muy exigentes: hay que pasar varios detectores de metales, revisiones del equipaje y entrevistas con funcionarios de seguridad, y cuando crees que has concluido el ciclo, vuelve a comenzar. Llegué a pensar, que todos los militares de la aduana sabían que era Antonio Salas intentando entrar en el país para hacerme pasar por un terrorista palestino. Así que, después de cuatro horas y media de constantes interrogatorios y de registrar una y otra vez mis maletas, caí en el error de los novatos y telefoneé a Abraham para pedirle ayuda.
—¿Shalom, Abraham? Soy Antonio Salas. Perdona que no te haya llamado en tanto tiempo, pero ahora tengo un problema. Estoy en el paso de la frontera del puente del Rey Hussein, llevo más de cuatro horas intentando entrar en Israel pero no hay manera. ¿Puedes ayudarme?
—No te preocupes, ahora mismo te mando a alguien. No te muevas de ahí —me respondió el del MOSSAD, cortante y contundente.
En una ocasión, Abraham me había contado que uno de sus hijos era piloto de combate en Israel. Uno de los responsables de los bombardeos a los asentamientos terroristas palestinos, quizás uno de los autores de los últimos bombardeos a la Franja de Gaza. En aquel momento todavía me creía a pies juntillas la versión israelí sobre el conflicto, y por un segundo pensé que quizás sería el hijo de Abraham o alguno de sus antiguos subordinados del MOSSAD quien vendría a recogerme. Sin embargo, intuí que si permitía que la inteligencia israelí se pegase a mí en aquel primer viaje a Palestina, después iba a ser muy difícil quitármela de encima. Además, en cuanto viesen mi pasaporte se habría acabado mi anonimato. Y sé por experiencia que un periodista infiltrado puede convertirse en la mejor moneda de cambio prescindible con la que negociar un intercambio de información. Me lo enseñó el mando policial español que me delató a Hammerskin. Así que, como siempre, me dejé llevar por la intuición.
Hice esa llamada, la última vez que hablé con Abraham, por culpa de los nervios y la inexperiencia. Si hubiese esperado solo cinco minutos más, habría descubierto que esos controles tan estrictos son habituales en Israel, que nadie sospechaba de mí a pesar de mi incipiente barba y mi cara de culpable. Por eso, cuando me entregaron mi pasaporte y mi maleta, y me dijeron que podía continuar, salí lo más rápidamente posible del puesto fronterizo, me metí en un taxi y me marché sin esperar al contacto que Abraham enviaba en mi ayuda, apagando el teléfono móvil y quitándole la batería.
En Jerusalén (Al Quds) me conciencié del miedo con el que vive la mayoría de los israelíes, siempre recelosos de los autobuses, las cafeterías o cualquier otra concentración humana donde un terrorista suicida palestino pudiese detonar su carga explosiva. En aquel momento me parecían comprensibles todas las medidas de precaución que Israel tomaba para evitar el paso de terroristas a sus territorios... Aún no tenía muy claro de quién eran realmente dichos territorios.
En Ramallah adquirí buena parte del
atrezzo
para mi álter ego palestino. En las calles Al Irsal, Palestine, Al Ma’es o Al Nahda, que rodean la emblemática plaza Menara y su emblemático monumento de los cuatro leones, existen montones de tiendas y comercios, y también puestos callejeros, donde es posible adquirir desde pasamontañas con el anagrama de Hamas a vídeos con las últimas voluntades de los terroristas suicidas o las últimas hazañas del escurridizo Yuba, el francotirador de Bagdad.
Y fue allí, en un ordenador de mi hotel en Ramallah, donde me di cuenta de que realmente tengo compañeros periodistas a los que les gustaría verme muerto y donde encajé algunos de los ataques que mis abundantes críticos me dirigían desde España. En mi país había estallado una feroz polémica tras la publicación de mi libro
El año que trafiqué con mujeres
: se abrió un debate encarnizado sobre la prostitución, que se prolongó durante meses e hizo que los proxenetas y sus clientes se sumasen a los neonazis en su odio hacia
Tiger88
. Internet se llenó de descalificaciones, insultos y ataques, y también de especulaciones, conjeturas y divagaciones sobre mi identidad real, mis motivaciones y mis objetivos. Incluso surgieron páginas web enteras dedicadas a desacreditarme, aunque lo más interesante es que se nutrían de conjeturas, basadas en rumores, fundados en suposiciones totalmente falsas, que unas webs reproducían de otras. Y que ponían a mi servicio aquellas especulaciones sobre mi paradero, mi identidad o mi próxima infiltración, muy alejadas de la realidad, que me permitían continuar infiltrado. Sin proponérmelo y como mandan los preceptos del arte de la guerra de Sun Tzu, mis detractores, con el fin de perjudicarme, se iban a convertir en mis mejores aliados en esta infiltración. Desde un propietario de burdeles que intentaba eliminar competencia hasta un judío antifascista, pasando por una mujer despechada, un grupo de periodistas, un parapsicólogo visionario o un agente del MOSSAD encubierto, se me otorgaron todas las identidades imaginables.
Esos días, en un conocido periódico levantino, un comentarista que resultó ser colega y paisano de José Luis Roberto, presidente del partido ultraderechista España2000 y cofundador de la federación de burdeles ANELA,
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me dirigía todo tipo de descalificaciones, anunciaba acciones legales contra mí e incluso especulaba con una de mis supuestas identidades reales. Pero lo mejor es que, tras desearme la suerte de mis compañeros asesinados Julio Anguita Parrado, Salvador Ortega o Xosé Couso, se indignaba porque dedicase mi libro a Couso, a quien yo conocía desde años antes de su muerte y que había sido mi cámara en alguna ocasión. El colega de Roberto terminaba invitándome, «si tenía huevos», a infiltrarme en América Latina o en Oriente Medio... Otra conocida figura del periodismo incluso precisaba más, afirmando: «Si tiene huevos, que se vaya a Palestina». Lo tragicómico es que yo leía aquellas críticas desde Ramallah, y después me pasaría meses y meses en América Latina y en todo Oriente Medio. Pero no podía utilizar eso en mi defensa.
He tenido que esperar seis años para poder responder a aquellos ataques. Yo ya estaba en Palestina cuando mis críticos, desde sus cómodas oficinas en Europa, me retaban a infiltrarme en Oriente Medio con la esperanza de que una bala perdida consiguiera lo que no lograron los skin o las mafias. Y esa es una de las pegas de este tipo de periodismo. La única forma en la que puedo defenderme de mis detractores es con mi trabajo. Yo no puedo, ni quiero, ni debo, enzarzarme en acalorados debates para justificar mis investigaciones. Mi único argumento es el fruto de mi trabajo. Y, por desgracia, el anonimato es imprescindible para realizar una investigación como infiltrado dentro de grupos criminales. Aunque habría bastado que aquellos comentaristas, escandalizados con mi denuncia contra la prostitución, hubiesen leído el libro que cuestionaban. De haberlo hecho verían que en el cuadernillo
Diario de un traficante de mujeres
incluido en la última edición del libro y también accesible en
www.antoniosalas.org
, mi última anotación estaba redactada en Jerusalén. No habría sido demasiado difícil deducir, como hizo alguno de mis lectores más sagaces, que ya estaba en Palestina.