Authors: Antonio Salas
En marzo de 2006, en plena crisis de las caricaturas del profeta Muhammad, el cómico italiano Leo Bassi se salvó por los pelos de un atentado en el teatro Alfil de Madrid. Bassi ya había recibido feroces amenazas de muerte e insultos por la irreverente interpretación del cristianismo que exhibía en su obra
La Revelación
, originados por grupos de integristas cristianos. El 1 de marzo el jefe de sala descubrió un artefacto explosivo colocado cerca del camerino de Bassi. Según fuentes de la Jefatura Superior de Policía de Madrid, el artefacto consistía en un bote repleto de pólvora y aluminio, unido a una botella con gasolina. La mecha era de combustión lenta y, de no haber sido descubierta casualmente, habría tardado una hora en hacer detonar el artefacto, que tendría que haber explotado sobre las 22:30. Es decir, en plena representación y con el teatro lleno de público.
Un antiguo cuento sufí relata la historia de un anciano maestro del arte de la guerra de Al Andalus, capaz de derrotar a cualquier adversario pese a su edad. Un día fue retado por un guerrero con fama de invencible, mucho más joven y fuerte. Su técnica consistía en provocar la ira del adversario y aprovechar sus errores. Nunca había perdido un combate. El anciano maestro y el joven guerrero se reunieron en la plaza de la ciudad para batirse, y durante horas el joven guerrero escupió, burló, ofendió e insultó al anciano, a su familia y antepasados, pero el viejo maestro no se inmutó. Al final, agotado y humillado, el joven guerrero se retiró y los discípulos preguntaron al maestro cómo había soportado tal indignidad cobardemente, sin sacar su espada aun a riesgo de ser vencido por el joven. El maestro les dijo: «Si alguien te hace un regalo y tú no lo aceptas, ¿a quién pertenece ese regalo?». «A quien intentó entregarlo», respondió un discípulo. «Pues lo mismo vale para la rabia, la ira, los insultos y la envidia —dijo el maestro—: Cuando no son aceptados continúan perteneciendo a quien los cargaba consigo...» Desgraciadamente, ni los cristianos ni los musulmanes solemos hacer gala de la templanza de aquel viejo maestro de Al Andalus, y respondemos de forma violenta a las provocaciones, colocándonos al mismo nivel que los provocadores.
A principios de octubre de 2005, en plena efervescencia de la crisis de las caricaturas, conseguí colarme en un prometedor curso sobre terrorismo islamista organizado por el Ministerio de Defensa y la Universidad de Zaragoza, y destinado a funcionarios de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado fundamentalmente. Durante una semana, miembros de la Policía, la Guardia Civil, el CNI y los tres ejércitos, y un puñado de estudiantes de Derecho, Ciencias Policiales, etcétera, convivirían con los miembros de la Academia Militar de Jaca para formarse en materia antiterrorista. Gracias al buen hacer de amigos como el agente Juan o David Madrid, que también asistía al curso, yo podría «infiltrarme» entre todos aquellos uniformes azules, verdes, blancos... El nivel del profesorado no podía ser más elevado: desde Felipe González, ex presidente del Gobierno de España, hasta José Bono, ministro de Defensa, pasando por el general Aurelio Madrigal, ex secretario general del CNI; Telesforo Rubio, jefe de la Comisaría General de Información del Cuerpo Nacional de Policía; Pedro Muñoz, general de división del gabinete del director general de la Guardia Civil; general Fulgencio Coll, jefe de las tropas españolas en Iraq; Gustavo de Arístegui, diputado del Partido Popular, etcétera.
Fue una semana intensa, con interesantísimas aportaciones de personajes como Mohamed Bagher Karimian, agregado cultural de la embajada de Irán en España; el profesor Bichara Khader, de la Universidad de Lovaina; Felipe Sahagún, profesor de la Universidad Complutense de Madrid; Algimantas Prazauskas, catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad de Vilna (Lituania); o Volkan Vural, embajador de Turquía en España, entre otros. Mucha información, muchos puntos de vista, y una convivencia obligada, compartiendo residencia de estudiantes con policías y militares, a la que no estaba acostumbrado.
No me gustan los militares. Nunca me han gustado. Quizás porque nunca había tenido oportunidad de convivir con ninguno. Mi generación ya no vivió el servicio militar obligatorio, así que yo jamás me había vestido un uniforme ni había empuñado un fusil, y tal vez por eso no tenía buen concepto de la disciplina castrense. Pero aquella semana en la Academia Militar de Jaca, conviviendo veinticuatro horas al día con miembros del ejército, me hizo replantearme algunos de mis prejuicios sobre los militares y reafirmarme en otros.
También sumé nuevas entradas a mi anecdotario, que ojalá algún día pueda compartir con mis lectores. Porque es evidente que un tipo con mi aspecto —llevaba más de un año sin afeitarme la barba y con un tratamiento intensivo de bronceados para oscurecer mi piel— no pasaba desapercibido entre los más de trescientos pulcros, elegantes y afeitados militares que tenía por compañeros. No puedo evitar mencionar, sin embargo, que, como había ocurrido en la universidad madrileña en las charlas entre alumnos, Antonio Salas y sus infiltraciones con cámara oculta volvieron a ser objeto de debate entre policías, militares y guardias civiles sin que ninguno de ellos, excepto David Madrid, supiese que estaba presente en la tertulia.
El día que llegamos a Jaca, David Madrid me había dejado muy claro que no quería que lo relacionasen conmigo: «Está bien, Toni, yo te ayudo a entrar, pero una vez dentro tú no me conoces, ¿vale? Si te detienen por esas pintas, a mí no me digas nada». Dicho y hecho. En la sala de conferencias David se sentaba dos o tres filas por detrás de mí, como si no nos conociésemos. Solo tenía que mirarme al espejo para comprender el porqué...
La organización del ambicioso curso había advertido que el primer día los alumnos podían asistir con los uniformes del cuerpo al que pertenecían, pero que a partir de la segunda jornada todos iríamos de paisano. Así que no era extraño que entre trescientos uniformes de la Armada, el Ejército de Tierra, la Guardia Civil o el Cuerpo Nacional de Policía, solamente los presuntos miembros del CNI, algún estudiante de la academia y yo apareciésemos de paisano. Afortunadamente, nadie me detuvo en aquel curso, pero sí es verdad que podía notar las miradas de mis compañeros clavadas en mi nuca, cada vez que entraba o salía del aula, siempre solo. O mientras aprovechaba los descansos entre conferencias para repasar mis apuntes de árabe.
Pero una tarde otro tipo bastante inquietante me esperó a la salida de las clases para intentar establecer directamente un contacto conmigo. Era un hombre alto y atlético, con un evidente porte militar. Él también llamaba la atención, y tampoco vestía uniforme. Y la tarde que me abordó, como si fuese una advertencia del destino, el sol se puso dos veces sobre Jaca, porque ese día se producía un eclipse que varios de mis compañeros contemplaron con sus gafas de sol reglamentarias. La imagen de un nutrido grupo de espías, agentes de policía, guardias civiles y militares con lentes oscuras mirando al cielo no deja de tener su gracia. Y entre ellos destacaba ese venezolano de espigada figura.
Solo dijo llamarse Pascualino y trabajar en la embajada venezolana en Madrid. Cuando aquel tipo me invitó a un café con la excusa de que le había parecido muy interesante la pregunta que había hecho a uno de los conferenciantes, no tenía ni idea de que quien me había interceptado a la salida del aula era el mismísimo teniente coronel Pascualino Angiolillo Fernández, agregado militar adjunto de la embajada de Venezuela en Madrid desde el 10 de mayo de 2004, y posteriormente jefe de Estado Mayor y segundo comandante de la 11
a
Brigada de Infantería. Estoy seguro de que cuando el teniente coronel Angiolillo lea estas líneas, que las leerá, recordará a aquel muchacho de aspecto talibán al que contactó en el curso de Jaca. Yo no tenía ni idea de quién era él, ni él de quién era yo. Y ninguno de los dos sospechábamos que en los próximos años me pasaría muchos meses en su país, buscando, y encontrando, terroristas internacionales...
En aquel curso escuché por primera vez el nombre de Ilich Ramírez Sánchez. Primero de labios de mi espontáneo interlocutor y después en boca de algunos de los conferenciantes. Hasta ese instante, lo confieso con pudor, recordaba vagamente haber oído hablar de Carlos el Chacal, el terrorista internacional, en contadas ocasiones. Y siempre me había parecido alguien más cercano a un personaje de ficción al estilo de James Bond o Jason Bourne. Por supuesto, había visto películas como
The Jackal (El Chacal)
o
The Assignment
(titulada en español
Caza al terrorista
), en las que Bruce Willis y Aidan Quinn respectivamente daban vida al terrorista más famoso de la historia. Lo que no me imaginaba es que el personaje protagonista de aquellas películas era un personaje real. Y yo mejor que nadie debería saber que la realidad supera siempre a las ficciones cinematográficas.
Ilich Ramírez Sánchez, conocido mundialmente como
Carlos el Chacal
, y en ambientes árabes como
Comandante Salem
, nació en Caracas el 12 de octubre de 1949. Hijo de Elba María Sánchez y del abogado Altagracia Ramírez Navas (1914-2003), ambos oriundos del estado Táchira. Altagracia Ramírez fue un convencido y consecuente marxista-leninista, que inculcó a Ilich Ramírez desde su más tierna infancia la formación ideológica y la fuente de inspiración para su futura vida de combatiente internacionalista. Sus dos hermanos menores, Lenin y Vladimir Ramírez Sánchez, también nacieron en Caracas, en 1951 y en 1958 respectivamente.
Se han escrito docenas y docenas de libros sobre el Chacal, atribuyéndole las biografías más fantásticas, estoy seguro de que repletas de incorrecciones, mentiras y exageraciones. Pero probablemente la que más se acerque a la verdad, al menos a la parte confesable, sea la biografía de Ilich Ramírez que su hermano pequeño Vladimir escribiría algún tiempo después para mí. Con ciertos matices, quizás sea el resumen más fiable de los aspectos biográficos de Ilich que a su familia le interesaba reconocer.
Ilich y Lenin cursaron estudios de secundaria en el Liceo Fermín Toro de Caracas, de donde ambos regresaron como bachilleres en ciencias en junio de 1966. Y fue allí, en el Fermín Toro, donde el pequeño Ilich comenzó a perfilar su carácter de líder revolucionario. Yo ni siquiera había nacido cuando, tras la separación de sus padres, Ilich, su madre y sus hermanos se mudaron a Londres. En septiembre de 1968, y por un azar del destino que nada tiene que ver con lo que relatan todas las biografías del Chacal escritas hasta ahora, Ilich y Lenin obtuvieron una beca para cursar estudios en la Universidad Patricio Lumumba de Moscú. Allí los hermanos Ramírez conocieron a jóvenes comunistas de todo el mundo, e Ilich empatizó sobre todo con los palestinos. Finalmente en el verano de 1970, después de algunas travesuras universitarias, Ilich es expulsado de la Lumumba. En lugar de regresar a Londres con su hermano, viajó a Oriente Medio para conocer in situ la causa palestina, implicándose en ese mismo instante con la lucha del Frente Popular para la Liberación de Palestina (FPLP). «Su mentor en dicha organización, Wadih Haddad, le confiere como seudónimo de combate el nombre
Carlos
, por ser un nombre hispano proveniente del árabe
Khalil
.»
Ilich
Carlos
regresa a Londres en febrero de 1971, ya convertido en agente del FPLP. En 1973 debe demostrar que ya está capacitado para realizar algo más que labores de espionaje para su organización. Su prueba de fuego consistirá en asesinar a Joseph Edward Sieff, dueño de las tiendas Marks and Spencer, y vicepresidente de la Federación Sionista de Gran Bretaña. El 30 de diciembre, el joven Carlos se cuela en la casa del magnate judío, le encañona con la Beretta de 9 mm que el FPLP le había confiado para la operación y le dispara a la cara a quemarropa. Sieff cayó al suelo con estrépito, pero cuando Ilich iba a rematarlo, el arma se encasquilló. Creyéndolo muerto, Carlos consiguió escapar antes de que llegase la policía. Milagrosamente, la bala, que entró a la altura de la nariz, quedó encajada en la mandíbula y Sieff sobrevivió. Pero Ilich Ramírez ya había demostrado al FPLP que estaba dispuesto a jugar fuerte en su compromiso con la causa. Mi mayor temor en esta infiltración era que algún grupo terrorista pusiese a prueba mi lealtad de la misma forma...
En octubre de 1974, según el relato «oficial» de su hermano pequeño, Ilich se mudó a París, desde donde continuaba su trabajo como agente del FPLP, mientras disfrutaba de una vida de mujeres, música y diversión. Es imposible saber cuántas operaciones terroristas protagonizó, hasta que el 27 de junio de 1975 la providencia decide acabar con su anonimato. Mientras se encontraba en una fiesta organizada por la comunidad latina en París, en un apartamento situado en el número 9 de la rue Toullier, tres funcionarios de policía franceses y un compañero de Ilich en el FPLP interrumpieron la celebración. El terrorista libanés Michel Moukharbal había sido detenido en el aeropuerto al serle descubiertos sus pasaportes falsos, y tras un efectivo interrogatorio había decidido conducir a los agentes hasta el escondite de Ilich en la rue Toullier. Carlos pierde los nervios al ver a los policías en la puerta del apartamento, junto a su camarada libanés. Se produce un tiroteo. Un minuto después, Carlos huye calle abajo, dejando atrás tres cadáveres y un policía malherido. ¿Cómo es posible que un pistolero novato como él acabase con tres agentes expertos y con el delator libanés sin sufrir un solo rasguño? Según el sumario del caso, porque los tres agentes iban desarmados.
Carlos escapa, pero la investigación policial y el interrogatorio a los amigos latinos del fugitivo en París —alguno de los cuales he tenido la fortuna de conocer durante esta investigación— no tardan en identificarlo como el venezolano Ilich Ramírez Sánchez. Su foto aparece en todos los informativos franceses, y de otros países, junto con la orden de captura internacional para el asesino de los policías y el delator. En Londres, María Otaola
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reconoce la fotografía en la prensa. Ella es una joven vasca que había sido amante de Ilich, y que todavía le guardaba una maleta en su apartamento. El actual novio de María decidió forzar la cerradura de dicha maleta y descubrió en su interior todo un arsenal terrorista y diferentes pasaportes. El diario
The Guardian
, al cubrir la noticia del descubrimiento en casa de Otaola, se hizo eco de que allí habían encontrado un ejemplar de la novela
El día del Chacal
, de Frederick Forsyth, y a algún redactor se le ocurrió la brillante idea de etiquetar al fugitivo de la rue Toullier con el alias del asesino imaginado por Forsyth, y de esta forma tan absurda nació el mito de Carlos el Chacal.