Kirk pulsó uno de los botones en los brazos de su asiento.
—Señor Scott —dijo cuando el jefe de ingenieros respondió a la llamada—. Voy a enviar una lanzadera ahí abajo. Escoja la más fiable de todas y luego, entre usted y el teniente Pritchard, pongan en funcionamiento un programa automático que la lleve hasta un punto inmediatamente por debajo del escudo. Veamos si podemos determinar la naturaleza del mismo, su fuente energética y alguna manera de eludirlo o desactivarlo.
—Sí, capitán. Me reuniré con el teniente en el muelle de las lanzaderas.
—Dos minutos, Scotty. El teniente ya va de camino hacia allí.
Con el ceño aún fruncido, Kirk se volvió hacia la pantalla frontal. Parecía como si la potencia del escudo hubiese aumentado durante los segundos que había mantenido los ojos apartados de él.
Hargemon sonrió con infinita satisfacción al contemplar la
Enterprise
, indefensa, en la pantalla que tenía delante. La pequeña estación repetidora, firmemente anclada a la nave estelar mediante su rayo tractor de un kilómetro de largo, funcionaba a la perfección. Si lo deseara, podría hacer en aquel preciso instante que la
Enterprise
entrara en un deslizamiento irreversible que la conduciría a la destrucción. Kirk no sería capaz de detenerla. Spock no sería capaz de detenerla. Sin duda alguna, quienquiera que en aquellos momentos se hallara a cargo de la terminal científica, no sería capaz de detenerla. Sólo Spock, si todavía estuviese a bordo, tendría alguna probabilidad de detectar el problema y evitar la destrucción.
Y quizá ni siquiera Spock podría conseguirlo, pensó con una leve punzada de pesar. Era una desgracia que el vulcaniano no pudiera tener la oportunidad de intentarlo. Había sentido la tentación de concedérsela, pero el comandante se había negado de lleno. Y él debía admitir, que por una vez el comandante tenía razón.
Sin embargo, el turno de Hargemon llegaría muy pronto.
El comandante le había dado a aquel proyecto el nombre de prueba, y también en eso había tenido razón, aunque quizá no del todo en el sentido que él creía.
Con una sonrisa, Hargemon pensó en el acorazado klingon que llegaría a toda velocidad a recogerles cuando él, el comandante y los demás hubieran concluido su trabajo en el sistema chyrellkano. Aquel sería un buen objetivo para su propia «prueba». La computadora de ese crucero sería un juego de niños comparada con la que había a bordo de la
Enterprise
. Podría conseguir que hiciera toda clase de monerías computerizadas en cuestión de semanas. Incluso aquel idiota de Kelgar que el comandante le había endilgado sería capaz de engañar a esa primitiva colección de microcircuitos, ahora que había observado a Hargemon y, presumiblemente, había aprendido de él.
Su atención volvió bruscamente a la pantalla. ¡La escotilla de lanzaderas de la
Enterprise
se abría! ¿Qué demonios pensaba Kirk que podría conseguir enviando una lanzadera al exterior de la nave?
Durante un momento, una sensación de fracaso le aferró el estómago. ¿Habría adivinado Kirk la verdad? ¿No habría sido suficiente con quitar de en medio a Spock?
Pero, no; eso no tenía importancia. Incluso aunque Kirk hubiera captado las líneas generales de lo que sucedía, incluso si enviaba esa lanzadera para comprobar su teoría, nunca sería capaz de dilucidar los detalles específicos. Sólo Spock, que a veces parecía vivir en una simbiosis virtual con la computadora, podría conseguir algo semejante… al menos en el tiempo que le quedaba a la
Enterprise
.
A pesar de todo, no tenía sentido correr ni siquiera ese mínimo riesgo.
Sus dedos corrieron por el teclado que él mismo había diseñado. Hargemon cursó una serie de órdenes y observó mientras una a una pasaban por la parte inferior de la pantalla y eran confirmadas. Las órdenes verbales habrían sido más eficientes, pero los sistemas klingon que se había visto obligado a adaptar para sus propósitos no disponían de esa capacidad, al menos no con el grado de precisión y fiabilidad que él necesitaba.
Cuando la última de las órdenes fue repetida en la pantalla, las compuertas de la lanzadera comenzaron a cerrarse. Se echó a reír mientras imaginaba la cara del piloto de la lanzadera, y luego la de Kirk cuando la información llegara hasta el puente. ¡El capitán estaría fuera de sí! Era un hombre que vivía para controlar —a hombres y máquinas por igual—, y el control se le escapaba de las manos, camino del caos.
Un pitido de la pantalla le indicó que alguien había intentado abrir manualmente las compuertas, Hargemon volvió a reír. Era casi demasiado malo que Kirk debiera morir junto a todos los demás. Habría resultado más satisfactorio encararse con él, contarle con toda precisión qué había sucedido… y por qué.
Otro pitido. Otro intento de apertura manual. Esta vez provenía de la sala de ingeniería, probablemente realizado por Scott.
Durante varios segundos no sucedió nada más. Luego, toda una serie de órdenes y respuestas codificadas, cada una de las cuales era fácilmente reconocible por sus ojos expertos, pasaron rápidamente por la pantalla.
Más pruebas, aunque esta vez no de los sensores sino de los circuitos de control, de las desviaciones, e incluso de partes de la computadora.
Aunque, por supuesto, no de las partes que tenían importancia. Esas partes estaban…
Con el ceño fruncido, siguió una de las series de datos que atravesó la pantalla. No la reconocía. ¿Sería el substituto de Spock mejor de lo que él había creído? ¿Habría heredado uno de los programas detectores de problemas de Spock y lo utilizaba ahora?
Pero, no, aquella hilera de datos no indicaba una prueba. Se trataba de una respuesta… una respuesta que acababa de dar la computadora.
Una respuesta que la computadora no debería haber dado, advirtió con inquietud.
El fruncimiento del entrecejo se hizo más profundo y aguardó hasta que la serie hubo concluido. Las pruebas habían acabado, al menos por el momento. Para garantizar que no volvieran a comenzar mientras él realizaba las suyas propias, tecleó una sola orden y luego procedió a enviar mensajes que destellaron en la pantalla.
Así continuó durante cinco minutos; sus ojos sondeaban las fórmulas, las reconocían y las descartaban, las reconocían y las descartaban.
Hasta que…
¿Qué era aquello? Le recorrió un escalofrío. ¿Había cometido un error? Después de tantos meses de trabajo, ¿era posible que hubiera pasado por alto algo tan obvio? Miró el teclado con expresión ceñuda. Con control verbal, algo semejante nunca habría podido suceder. ¿Estaría la totalidad de aquel proyecto a punto de desmoronares sobre su cabeza a causa de la primitiva tecnología de los klingon?
¡Pero, no! Al repasarlo una vez más, comprobó que no se trataba de un error, no podía ser un error. Era algo demasiado complejo para que pudiera deberse a un simple error de teclado al hacer el programa.
Pero, si no se trataba de un error, ¿qué era? ¿Y cómo se había metido allí?
El escalofrío de aprensión desapareció, para ser reemplazado por una colérica determinación de llegar al fondo de aquel misterio. ¿Habría cambiado Kelgar cosas sin su expresa autorización? Si lo había hecho…
Aquella bien podía ser la oportunidad que había esperado, pensó abruptamente Hargemon, una oportunidad para quitarse de encima a Kelgar. Si Kelgar, en la errónea creencia de comprender aquellos intrincados programas, había tomado la decisión de cambiarlos, era casi seguro que hubiese liado algo. Y, si había una cosa que el comandante no estaba en absoluto dispuesto a tolerar, era que alguien se pusiera a liar las cosas. Al igual que Kirk, el comandante descargaba todo el peso de su poder cuando las cosas no salían bien.
Una débil sonrisa pasó por los labios de Hargemon. El comandante se había puesto completamente lívido cuando les había llegado desde Vancadia el mensaje que daba cuenta de la fuga de Spock y McCoy. Alguien había cometido un error y alguien iba a pagar por ello.
Kelgar había cometido un error allí, con la computadora, y con un poco de suerte sería el propio Kelgar quien pagaría por ello. En el peor de los casos, ya no sería el ayudante incompetente y entrometido perro guardián que se había visto obligado a soportar durante los últimos seis meses. Puede que otro ocupara su lugar, pero eso no sucedería de inmediato, al menos no hasta que los planes de Hargemon estuvieran bien encaminados.
Así, pues, ¿qué era exactamente lo que había hecho Kelgar? O, más probablemente, ¿qué había tratado de hacer? Con una débil sonrisa, Hargemon se puso a teclear metódicamente órdenes y preguntas.
Lentamente, a medida que las respuestas comenzaron a aparecer en la pantalla, la sonrisa del hombre desapareció. Fuera lo que fuese lo que Kelgar había hecho, era muchísimo más complejo de lo imaginado por Hargemon. Aquel cambio había estado alojado en el corazón mismo de su programa y afectaba a cada aspecto de éste.
Y estaba muy bien escondido, advirtió con sobresalto. Si no hubiera logrado identificar aquella respuesta anormal cuando corría por la pantalla, jamás habría logrado encontrarlo. De mala gana, aumentó un punto la estimación que había realizado sobre la competencia de Kelgar. Aquello no era obra del chapucero por el que había tomado al klingon. Era el trabajo de alguien que, klingon o no klingon, sabía con total precisión lo que hacía.
Era obra de alguien que, comprendió Hargemon con un nuevo escalofrío, sabía de computadoras tanto como él mismo… al menos de aquella computadora en particular. Pero, aún así, ¿qué efectos tendría aquel cambio?
Más preguntas, más órdenes, más respuestas que corrían veloces por la parte inferior de la pantalla. Hasta que…
—¡Así que se trata de eso! —Las palabras salieron espontáneamente de sus labios.
Los cambios no tendrían efecto alguno… mientras la computadora de la
Enterprise
dispusiera de su plena alimentación y estuviera en funcionamiento.
Pero cuando se apagara a causa de la completa pérdida de alimentación, como sucedería dentro de poco, y su contenido fuese leído por otra computadora…
—Ya veo que lo ha descubierto —dijo la rasposa voz de Kelgar procedente de ninguna parte, e instantes después su rostro reemplazó los datos en la pantalla.
En aquel preciso instante, Hargemon oyó algo a sus espaldas… un siseo y luego un chasquido. Se volvió bruscamente y vio que la única puerta de salida de la sala se había deslizado… encerrándole definitivamente en el interior.
—¿Qué demonio cree que…?
—Si quiere que le diga la verdad, Hargemon —continuó Kelgar sin prestar atención a los inútiles intentos que realizaba el otro para hablar—, no me sorprende en lo más mínimo y, desde luego, puedo asegurarle que no me decepciona. Ya le había dicho al comandante que muy probablemente lo descubriría.
—¿Está enterado el comandante de esto?
—Por supuesto. Todo fue idea suya. Al igual que lo fue la alarma destinada a alertarnos cuando usted descubriese los cambios efectuados.
Hargémon se puso bruscamente en pie, dio media vuelta y empujó la puerta. No consiguió moverla.
—No podrá moverla —le advirtió la imagen.
—¿Por qué?
—Porque no podíamos saber cómo reaccionaría usted. Después de todo, la destrucción de una nave comandada por un hombre al que usted detesta es una cosa. Pero la destrucción de toda la Flota Estelar es otra muy distinta. Incluso un traidor como usted podría no estar dispuesto a llegar tan lejos.
De pronto, mientras contemplaba nuevamente el sonriente rostro burlón del klingon, la situación adquirió una claridad absoluta ante los ojos de Hargemon. Kelgar, según la mejor tradición klingon, se disponía a asesinar a su superior inmediato. Por supuesto, presentaría la situación bajo un aspecto diferente ante el comandante, pero el comandante la aceptaría y…
El comandante sería asimismo asesinado muy pronto y el mérito de haber puesto de rodillas a la totalidad de la Federación iría a parar a un verdadero klingon.
—¡Imbécil! —le espetó Hargemon—. ¡En lo que yo he hecho hay mucho más de lo que usted podría llegar nunca a imaginar! ¡Si cree que lo único que se precisa es conseguir que mi programa infecte las computadoras que intentarán reconstruir la memoria de la computadora de la
Enterprise
, ha sido usted muchísimo más chapucero de lo que yo creía!
—Eso ya lo veremos, Hargemon, eso ya lo veremos. O, mejor dicho, yo lo veré. Pero pienso concederle un momento para que pueda apreciar mi hábil trabajo y tal vez revisar la valoración que había hecho de mis capacidades.
En aquel momento el mundo de Hargemon, que ya presentaba un mal aspecto, acabó de desmoronarse. De pronto, el hombre comprendió que, tanto si Kelgar conseguía tener éxito en sus planes a largo plazo como si no, indudablemente lo tendría el cumplimiento de su primer paso: el asesinato de su superior inmediato, el propio Hargemon. También comprendió que su única esperanza de supervivencia, por pobre que fuese, residía en la mismísima nave y tripulación cuya destrucción había proyectado durante meses.
Sus dedos volaron por el teclado y escribieron las órdenes, antes que Kelgar pudiera advertir lo que hacía y le detuviera.
Pero nada sucedió. Donde debían correr por la pantalla las series de datos, sólo se veía la imagen de Kelgar.
—¿Lo ve? —comentó Kelgar—. El comandante y yo teníamos toda la razón al no confiar en usted. Si no hubiera instalado esos bloqueos para evitar que enviase usted el código de reinicialización a la
Enterprise
, habría destruido todo el proyecto antes que pudiéramos siquiera darle buen comienzo.
La imagen de Kelgar desapareció abruptamente. Volvió a verse la
Enterprise
, con las compuertas de la lanzadera firmemente cerradas.
La mente de Hargemon corría a toda velocidad. Kelga entraría por la puerta que tenía a sus espaldas dentro de un minuto, posiblemente menos.
Visualizó lo que había en la pantalla un momento antes de cerrarse la puerta y comenzó a teclear órdenes. Por primera vez se alegró de tener una entrada de teclado. Si hubiese sido una computadora activada por la voz, no habría tenido la más mínima posibilidad, pues todo estaría ahora codificado para obedecer a las voces de Kelgar o del comandante, y nada que él pudiese hacer conseguiría abrir la puerta. Pero con un teclado, y su recuerdo de los datos que figuraban en la pantalla momentos antes de cerrarse, había por lo menos una posibilidad.