Las órdenes y las respuestas corrieron por la pantalla, hasta que…
¡Allí estaba, la configuración exacta que incluía la orden bloqueadora de la entrada!
Tecleó otra orden.
La puerta se abrió. Todavía no estaba muerto del todo.
Hargemon se volvió hacia la puerta… y se detuvo. Era posible que lograra llegar hasta la lanzadera antes que Kelgar le diera alcance. Incluso puede que consiguiera salir con la lanzadera.
Pero lo único que necesitaría hacer Kelgar entonces sería regresar a la sala de control, emplazar la nave tras él y derribarle. Nunca conseguiría llegar a la superficie de Vancadia, como no fuera en átomos separados.
Hasta que…
Se volvió rápidamente hacia la computadora y tecleó una serie de comandos a la velocidad del rayo. El corazón le dio un salto al advertir que en ese sector no había sido colocado bloqueo alguno. El sistema de navegación de la nave estaba completamente abierto.
Otra serie de órdenes, una media docena de pulsaciones más, y Hargemon salió a escape de la sala sin esperar a que las confirmaciones apareciesen en la pantalla.
Diez segundos más tarde había traspuesto la puerta que conducía al pequeño muelle de la lanzadera. Tras pulsar la secuencia de apertura de la puerta para casos de emergencia en el teclado de combinación del panel de controles inmediato a la lanzadera restante, se lanzó al interior y cerró la escotilla.
La compuerta del hangar se abrió hacia arriba y el aire salió precipitadamente al espacio. Estaba a salvo, al menos por el momento. Afortunadamente, allí no había ningún campo de contención de la atmósfera como el que tenían a bordo de la
Enterprise
. Kelgar no podría entrar en aquella cubierta hasta que la lanzadera no hubiese salido y la puerta se cerrara tras ella.
Pero Kelgar no perdería el tiempo hasta que eso sucediera. Seguramente habría oído o visto abrirse y cerrarse la puerta interior que comunicaba con el muelle de la lanzadera y ya estaría de camino hacia la sala de control principal, impaciente a la espera de disparar contra la lanzadera, tanto como había ansiado disparar contra el propio Hargemon en de la sala de la computadora.
Tras hacerse con los controles, lanzó la pequeña nave a través de las compuertas en cuanto tuvo espacio suficiente para hacerla pasar, segundos antes que se abriese del todo.
Sin volverse a mirar a sus espaldas para ver si las órdenes que le había dado a la computadora en el último minuto habían surtido efecto, aplicó plena potencia y aceleró hacia el lado nocturno de la superficie del planeta. Más tarde ya tendría tiempo de sobras para preocuparse de su punto específico de destino y de la forma de encontrar a Spock y McCoy.
Primero debía ponerse fuera del radio de alcance de Kelgar… y rápido.
—¡Ha de haber alguna explicación para esto!
Kirk se paseaba por el puente con aire de frustración. En la pantalla frontal estaba la superficie de Vancadia, como lo había estado durante la última media hora; el escudo cubría invariablemente más de veinte mil kilómetros cuadrados y aumentaba a ritmo regular su opacidad. En la cubierta del hangar, las compuertas hacían testarudamente caso omiso de todas las órdenes de apertura dadas por la computadora y de todos los intentos de abrirla manualmente, incluidos los que el comandante Scott había realizado personalmente sobre el terreno. En la terminal de comunicaciones, la teniente Uhura había realizado todas las comprobaciones conocidas por la Flota Estelar y unas cuantas que ella misma había inventado sobre la marcha, pero seguían sin recibir respuesta alguna del cuartel general de la Flota Estelar o de cualquiera de las naves de la Federación desde que se había interrumpido el último mensaje del almirante Brady.
—Sí, capitán, siempre existe alguna clase de explicación —asintió Scott mientras se retiraba de la terminal científica ante la que él y el teniente Pritchard habían intentado desenmarañar uno de los programas especiales creados por Spock—, pero si me lo pregunta a mí…
—¡Eso es precisamente lo que hago, preguntárselo, Scotty, así que si tiene alguna idea, por remota que sea, por favor, cuéntemela!
—Sí, capitán, sólo quería decirle que no puedo evitar preguntarme si no nos habremos tropezado con otro Organia.
Kirk hizo una mueca mental, pero no dejó entrever indicio externo ninguno. La misma idea había pasado fugazmente por su cabeza cada vez que aparecía uno de aquellos acontecimientos nuevos e inexplicables, pero se había negado a darle crédito. Habría sido algo carente de sentido. Si verdaderamente se habían encontrado con otro grupo o entidad que tuviese poderes mentales o tecnológicos siquiera remotamente cercanos a los que poseían los organianos, todas las probabilidades apuntaban a que la
Enterprise
se hallaba indefensa. La primera —y hasta entonces única— vez en que tropezaron con los organianos había sido durante otro conflicto con los klingon, recordó con inquietud, un conflicto que sin la intervención de los organianos habría acabado en una guerra a gran escala. Los organianos, en cualquier caso, cuando finalmente perdieron la paciencia con ambos bandos, habían dejado inoperativas simultáneamente todas las naves de la Federación y de los klingon en la totalidad de la galaxia. Interrumpir las conexiones subespaciales con el cuartel general de la Flota Espacial sería comparativamente un juego de niños para alguien con esos poderes.
Las similitudes de la situación en que se hallaban en ese momento resultaban obvias, pero era igualmente obvio que, mientras no lo supieran con toda seguridad, deberían suponer exactamente lo contrario. Dar por sentado que un superpoder benevolente como los organianos controlaba la situación podría ser fatal si esa suposición resultaba errónea. Hasta que se demostrara lo contrario, si es que podía ser demostrado, debían pensar que la raíz de sus problemas residía en un fenómeno hasta el momento inexplicable, en algo que los propios klingon… o algún nuevo aliado de los klingon… habían conseguido inventar.
Al objeto de asegurar su propia supervivencia, debían dar por supuesto que, fuera lo que fuese lo que sucedía, era algo que, si conseguían desentrañar la verdad, podrían combatir o contrarrestar.
—Todo es posible, Scotty —asintió bruscamente el capitán Kirk—, pero no nos echemos aún al suelo ni nos hagamos los muertos, por si acaso se trata de alguna otra cosa, algo a lo que podamos hacer frente. Veamos, ¿qué tal les va a usted y al teniente Pritchard con el análisis de ese programa de Spock?
No iba a conseguirlo.
El sabotaje de última hora en el sistema de navegación no le había dado tiempo suficiente. Una vez más, había cometido el error de subestimar a Kelgar. El klingon debía haber advertido casi instantáneamente que el sistema no funcionaba como debía. Probablemente sólo había necesitado otro instante para detectar la causa: un sabotaje de última hora perpetrado por Hargemon.
En total, sólo había pasado poco más de un minuto hasta que Kelgar consiguiera estabilizar la nave, hacer que relocalizara el sistema de coordenadas correcto, y salir disparado con ella tras la lanzadera que huía.
El primer disparo erró por casi un kilómetro, su energía se transformó inofensivamente en luz al llegar a la atmósfera que estaba a lo lejos, delante de él; pero Hargemon sabía que los yerros no continuarían. El sistema de navegación de la nave, al que había centrado durante un breve período de tiempo en un falso sistema de coordenadas que estaba a noventa grados del correcto, aún no había acabado de realinearse. Una vez que lo hubiese hecho, en cuanto hubiera acabado de ajustarse —dentro de unos treinta segundos a lo sumo—, su radio de error quedaría reducido a poco más que el diámetro de la lanzadera en la que había escapado. E incluso si no lo conseguía, en un minuto más —o dos, con mucha suerte—, se acercaría tanto la nave persecutora que Kelgar podría realizar los disparos con los controles manuales.
Otro rayo de energía hendió la atmósfera casi exactamente delante de él. Esta vez el error había sido de unos doce metros como máximo. El realineamiento estaba casi concluido.
Abruptamente, Hargemon puso en picado la lanzadera y la hizo descender verticalmente. No aterrizaría dentro de un radio de cien kilómetros alrededor del sitio que había planeado, pero eso carecía de importancia. La única posibilidad que le quedaba para poder sobrevivir era entrar en la atmósfera antes que Kelgar se acercara demasiado. La nave del klingon no podía entrar en la atmósfera, al menos no demasiado, y los rayos de sus armas de energía, diseñadas para el vacío del espacio, se verían amortiguados y disipados.
Pero entonces, justo en el momento en que concluía que ni siquiera aquella maniobra iba a salvarle la vida, una de las gigantescas naves de vigilancia apareció en lo alto de su pantalla. La esperanza le invadió y su mente recorrió veloz los códigos que le habían permitido tener acceso a los controles de aquella nave. Pero, en el preciso instante en que la primera de las secuencias comenzaba a formarse y sus dedos salían disparados para teclear la primera de las claves, la esperanza le abandonó. Aquellos códigos sólo podían ser transmitidos por la computadora que estaba a bordo de la nave principal, aquella con la que Kelgar se acercaba. Con tiempo, él podría haber hallado la manera de burlar las protecciones que bloqueaban las señales de todas las fuentes menos de una, apoderarse de los controles de los cañones de láser y volverlos contra Kelgar, pero no tenía tiempo.
No, la única conexión directa entre la lanzadera y las naves de vigilancia era la que podía utilizarse para detonar las cargas de antimateria instaladas en todas ellas.
—Sólo para jugar sobre seguro —había comentado el comandante—. No quiero que una de esas asesinas intente derribarme a mí si algo sale mal y decide no reconocer el código de mi salvoconducto.
Era obvio que Kelgar no sentía más que desprecio ante semejantes precauciones «humanas» , pero no había dicho absolutamente nada. Y ahora…
Otro rayo de energía pasó junto a la lanzadera.
Sin vacilación, Hargemon realizó un deslizamiento de lado y luego describió una curva ascendente; los motores acentuaron la fuerza propia de la maniobra y le aplastaron contra el asiento del piloto, apenas acolchado. Hargemon podía oír la propia lanzadera, que protestaba con crujidos y pequeños restallidos metálicos. Los bordes de su campo visual se nublaron cuando aceleró más la fuerza ascendente de la pequeña nave… y luego la redujo.
Repentinamente volvió a encontrarse en una caída libre. En la pantalla que tenía directamente delante se veía la monolítica proa de la nave de vigilancia, con sus cañones de láser operativos presumiblemente orientada hacia él. Pero sabía que no iban a dispararle, al menos mientras la lanzadera mantuviese a la vista el código de salvoconducto. Por un instante le pasó por la cabeza la idea de apagarlo. Si Kelgar estaba directamente detrás de él…
Pero, no. Lo que deseaba era una oportunidad de supervivencia, no la posibilidad de hacer que Kelgar pereciese junto con él. La posición que ocupaba en aquel momento, justo entre Kelgar y la nave de vigilancia, le proporcionaba un instante de respiro. Kelgar no iba a dispararle mientras estuviera en la línea de tiro de los cañones de láser. Con o sin el código del salvoconducto, la nave de vigilancia contestaría a los disparos si creía que era atacada.
En el último instante, Hargemon se desvió hacia un lado, pasó a toda velocidad junto a la nave de vigilancia, a una distancia de menos de cien metros, y luego volvió a alinearse con ella, tras la gigantesca unidad de cohetes de la parte trasera. Si no quedaba completamente oculto a los sensores de manufactura klingon que tenía la nave de Kelgar, al menos su imagen se confundiría con la nave de vigilancia.
Envió el código de detonación.
Detrás de él, el campo de contención del vacío de la antimateria quedó deshecho. En cuestión de milésimas de segundo, la materia normal que lo rodeaba se cerró sobre él, y tanto la materia como la antimateria se convirtieron en energía pura. Como un torpedo de fotones en miniatura, la detonación deshizo la nave de vigilancia con una llamarada de calor y luz mil veces más poderosa que cualquier cosa de la que fueran capaces los cañones láser de la nave misma. Los sensores traseros de la lanzadera de Hargemon ardieron y dejaron de funcionar, la pequeña nave corcoveó y amenazó entrar en barrena.
Tras recuperar el control de la lanzadera, el hombre volvió a dirigir el morro de la pequeña nave hacia abajo, para descender directamente a la atmósfera. Al menos ahora tendría una oportunidad… varias oportunidades. Si la explosión se había producido en el momento en que pasaba la nave de Kelgar, eso sería lo mejor de todo. Tanto Kelgar como la nave habrían desaparecido ya, vaporizados en una bola de fuego de multimillones de grados. Un poco antes, y la explosión habría quemado los sensores frontales de Kelgar, como había quemado los traseros de la lanzadera. Un poco antes todavía y, aunque la nave de Kelgar no hubiese sufrido absolutamente ningún daño, era posible que le hubiera perdido en la explosión, o pensara que ésta le había destruido.
Lo sabría dentro de un minuto, cuando su lanzadera penetrara en la atmósfera de Vancadia… si es que llegaba a penetrar en aquella atmósfera.
Habían visto sólo tres vehículos en movimiento por la ciudad, todos ellos coches flotantes del gobierno, como el que ellos conducían. Uno de ellos llevaba dentro un grupo de tres, entre los que había un klingon, los otros sólo transportaban seres que el sensor de Spock había identificado como completamente humanos. Ninguno de ellos prestó la más mínima atención al vehículo robado, pero el coche en el que iba el klingon, según advirtió Rohgan con inquietud, arrancó ante la casa de uno de sus compañeros de conspiración, otro de los hombres que Tylmaurek recordaba del consejo anterior a la aparición de Delkondros.
—Deben saber algo —comentó Rohgan con una nerviosa arruga en la frente—, pero es obvio que no lo saben todo si van a casa de personas que llevan más de un día a bordo de la nave.
—Quizá —le contestó Tylmaurek con un tono de optimismo que no sentía— simplemente visitan a las personas que yo conozco, las personas a las que han pensado que podría recurrir en busca de ayuda. Tal vez por eso fueron a la vivienda de usted.
Rohgan asintió con la cabeza.
—Sólo puedo esperar que así sea.