Cuando dejaron la ciudad a sus espaldas, todos, menos Spock, profirieron un suspiro de alivio. Incluso McCoy, aunque no bajó la guardia, se permitió pensar que, quizá, no les recibiría un ejército de klingons cuando llegaran a la nave.
Ahora tenían ante ellos la carretera, todavía más desierta que las calles de la ciudad. La única luz que había era el pálido fulgor de la más pequeña de las dos lunas de Vancadia, velada ocasionalmente por tenues nubes altas. No podía verse por ninguna parte ni una sola luz artificial. Era como si la totalidad del planeta se hubiera apagado para pasar la noche.
—Esto no ha sido siempre así —comentó Rohgan cuando las últimas y escasas luces de la ciudad desaparecieron tras ellos—. Sólo espero que, cuando esos klingon de ustedes hayan continuado su camino, la vida regresará.
Durante los siguientes cien kilómetros —colinas suavemente onduladas y tierras cultivadas que a McCoy le recordaban su Georgia natal— los dos vancadianos intentaron determinar el momento aproximado en que habían llegado por primera vez los klingon al sistema chyrellkano. Finalmente decidieron que el plazo más probable había sido unos dos meses después del contacto inicial establecido por la Federación, y ni Spock ni McCoy estuvieron en desacuerdo. Los primeros rumores referentes a la repentina oposición de los chyrellkanos a conceder la independencia a Vancadia en el momento fijado habían comenzado a correr por aquella época, y la primera «oportuna» muerte de un candidato político se había producido tan sólo dos meses más tarde. La primera vez que alguien oyó hablar de Delkondros fue un año después de esa muerte, para ese entonces Chyrellka tenía un nuevo primer ministro llamado Kaulidren, casi histéricamente antivancadiano. Se apresuró a cerrar el férreo puño de Chyrellka sobre la colonia, le arrebató el poder al gobierno vancadiano electo y se lo entregó a los supervisores chyrellkanos, como el gobernador Ulmar.
Entonces había comenzado toda una serie de muertes… muertes obviamente violentas, como las documentadas en la grabación que Kaulidren había llevado a bordo de la
Enterprise
. Chyrellka había respondido con un número masivo de arrestos.
—A veces se tomaban la molestia de fabricar las pruebas —comentó amargamente Tylmaurek—, pero otras, no.
La gota que había colmado el vaso fue el inoportuno intento realizado por Delkondros de destruir no sólo la flota espacial chyrellkana, sino la capacidad del planeta para construir una nueva. A partir de ese instante, los chyrellkanos se transformaron en un ejército de ocupación, por más que una enorme mayoría de los vancadianos, como Rohgan, estaban horrorizados tanto por el ataque de Delkondros como por la matanza de los chyrellkanos residentes en el planeta.
—Cuando se mira en retrospectiva —comentó Rohgan en un momento dado—, resulta obvio que la mayoría de los problemas eran intencionadamente provocados por un grupo relativamente pequeño. Un grupo muy despiadado, dispuesto a matar de forma indiscriminada para conseguir sus fines. Nosotros, y me refiero tanto a los chyrellkanos como a los vancadianos, no somos así. Chyrellka ya se vio envuelta en una guerra hace mucho tiempo, pero el planeta durante doscientos años ha estado en paz, y tenía un gobierno a nivel mundial mucho antes de la colonización de Vancadia. No obstante, esos años de paz nos han hecho muy ingenuos. Nosotros creíamos en lo que nos decían Delkondros y otros como él. Sencillamente, nunca se nos ocurrió pensar…
Se interrumpió en un suspiro y todos continuaron en silencio durante varios kilómetros.
Poco después la carretera describió un giro cerrado a la izquierda, el aroma del mar —más penetrante, más limpio que el de la Tierra, pero en nada diferente— llegó hasta los hombres. Minutos más tarde aparecieron ante ellos, a lo lejos, algunas luces artificiales, además de unas pocas docenas de casas aisladas, las primeras que habían visto desde que salieron de la ciudad. Unas torres esqueléticas, que parecían versiones en miniatura de la media docena de rampas de lanzamiento que aún conservaba el Parque Espacial Kennedy, se encumbraban hacia el cielo nocturno por encima de todo lo que las circundaba. El sensor de Spock detectó una concentración de formas de vida dispersas en un área de varios kilómetros cuadrados, y quizá un centenar de ellas reunidas en la proximidad inmediata a las torres.
—Este es ahora nuestro único puerto espacial —les explicó Tylmaurek, sin esperar a las preguntas—. Está fuertemente vigilado y, si puede darse crédito a los rumores, lo utilizan principalmente para evacuar a los civiles clryrellkanos y reemplazarlos por soldados.
—El vancadiano sacudió la cabeza—. Hace diez años, apenas había soldados. Teníamos media docena de puertos espaciales como éste, que cada día nos traían centenares de nuevos colonos, e incluso algunos turistas. Delkondros y los klingon han destruido todo eso.
—¿Está por ahí su nave? —inquirió McCoy inquieto.
Rohgan negó con la cabeza.
—Esas torres son para Los lanzamientos ordinarios de las lanzaderas. Afortunadamente, nuestra nave no necesita todo ese apoyo. Con los motores que tiene, puede despegar casi desde cualquier parte.
Lentamente, Rohgan giró a la derecha y dirigió el coche flotante hacia una abertura que había entre los arbustos que en aquella zona flanqueaban la carretera. Simultáneamente, aumentó la energía que alimentaba los motores y McCoy oyó que el siseo de estos se incrementaba al entrar la máquina en su modo todo-terreno y elevarse varios centímetros más sobre el suelo. Después, durante varios minutos, ese fue el único sonido que les rodeó, en tanto Rohgan les conducía por un bosque parecido a un parque, cubierto de hierba y con algún sendero ocasional, a las claras poco transitado en las últimas semanas. Estaban cerca de la cima de una colina y Rohgan maniobraba cuidadosamente entre los árboles cuando Spock, que no había quitado ojo del sensor, levantó la mirada.
—Supongo, profesor —comentó el vulcaniano—, que la nave de la que nos ha hablado se encuentra aproximadamente cincuenta y siete grados a la derecha de la dirección que seguimos en este momento.
Rohgan lanzó una rápida mirada al oficial científico de la
Enterprise
.
—¿Cómo se ha enterado de eso?
—Detecto una concentración de antimateria en ese punto, y doy por supuesto que se trata de la fuente de alimentación de su nave. Todas las lanzaderas, que ahora tenemos detrás de nosotros, parecen procesar energía nuclear de bajo nivel para alimentar sus motores.
—¿Antimateria? —McCoy suspiró—. Ya se ha ido al infierno la última esperanza de que ese motor, o cualquier otra cosa, pueda ser un legítimo invento vancadiano. Esa antimateria ha de proceder forzosamente de los klingon. —Luego miró a Rohgan y Tylmaurek—. A menos que Vancadia tenga los medios necesarios para producir grandes cantidades de antimateria…
Rohgan, nuevamente, negó con la cabeza.
—No; que yo sepa no los tiene. Según tengo entendido, en los laboratorios de Chyrellka han creado pequeñas cantidades de ella, destinadas a la experimentación científica, pero nunca he conocido en detalle ninguno de los llamados inventos de Delkondros.
—Tampoco yo —agregó Tylmaurek—. Siempre que preguntaba algo…
—Unidad diecisiete —dijo una voz envuelta en parásitos de electricidad estática, desde algún punto del vehículo—, por favor, conteste.
Spock consultó inmediatamente su sensor.
—La señal procede de la dirección en que se encuentra la ciudad —declaró.
—Supongo que este trasto en el que viajamos es la unidad diecisiete —reflexionó McCoy, que miró a los dos vancadianos mientras la llamada se repetía—. ¿No puede ninguno de ustedes fingirse uno de sus tripulantes?
—Yo sugeriría que no lo hicieran, caballeros —les advirtió Spock—, a menos que conozcan los nombres de los ocupantes de los que espera respuesta el que llama.
—Pero si no respondemos… —comenzó McCoy.
—Si no respondemos, doctor, sus sospechas aumentarán. Si contestamos incorrectamente, esas sospechas quedarán completamente confirmadas.
La solicitud de respuesta continuó durante más de un minuto. Cuando finalmente cesó, Spock todavía estudiaba su sensor.
Pasados unos segundos, levantó los ojos.
—Detenga el vehículo, profesor.
—¿Qué? ¿Por qué tengo que…?
—El subterfugio que hemos intentado poner en práctica ha fracasado. Aproximadamente cinco segundos después que la solicitud de respuesta se interrumpiese, un dispositivo electrónico de nuestro coche comenzó a transmitir una señal identificativa. Sólo puedo suponer que su función es conducir a las autoridades hasta este vehículo.
McCoy hizo una mueca mientras el coche flotante aminoraba la marcha y se posaba sobre el suelo. Estaban cerca de la cima de la colina y los árboles comenzaban a ralear.
—¿No puede usted buscar ese dispositivo, Spock, y quitarlo del coche? —preguntó.
—Ya lo he localizado, doctor —le contestó Spock—. No obstante, dudo que pueda llegar a quitarlo del coche sin las herramientas adecuadas. Está aproximadamente unos veinticinco centímetros directamente detrás del propio dispositivo de comunicación y el sensor no detecta forma alguna de llegar hasta él. Es un diseño muy efectivo… muy probablemente estudiado para evitar los robos como el que hemos perpetrado nosotros.
—¡Esos condenados klingon paranoicos —masculló McCoy— piensan en todo!
—Ya casi hemos llegado a la nave —declaró Rohgan—. Si nos movemos con rapidez, podremos estar en ella antes que puedan enviar a nadie a perseguirnos. Después de todo, estamos a casi doscientos kilómetros de la ciudad.
Spock efectuó durante varios segundos un sondeo con el sensor de la zona que tenían ante sí.
—Puede que eso sea cierto, profesor —comentó finalmente—, pero sospecho que tendremos algunas dificultades para llegar hasta la nave.
—¿Qué? ¿Por qué íbamos a tener problemas…?
—Ahora mismo, por las formas de vida que detecto en las inmediaciones, calculo que estamos muy cerca del emplazamiento de su nave, profesor, pero dos de las formas de vida que se encuentran en la proximidad inmediata a la antimateria corresponden a klingons.
¡Lo había conseguido! ¡Iba a sobrevivir, a pesar de todo!
La atmósfera, que había abordado con un ángulo más inclinado del que la lanzadera había sido diseñada para soportar, se cerró alrededor de Hargemon como una manta de llamas generadas por la fricción, le arrancó los sensores delanteros y le dejó totalmente ciego hasta que el envolvente capullo de aire recalentado no se enfriara para volverse transparente. Incluso entonces estaría limitado a lo que sus propios ojos, poco técnicos, pero tremendamente fiables, pudieran ver a través del puesto de observación de emergencia.
¡Pero todavía estaba vivo! Aquello era, pensó con una repentina carcajada silenciosa, al menos un principio.
El puesto de observación perdió finalmente su mortaja de llamas, y un trozo de la superficie del planeta apareció en la estrecha abertura, apenas visible a la pálida luz de la única luna que lo iluminaba. Todavía descendía demasiado en picado, advirtió bruscamente. Tras levantar el morro de la lanzadera un grado más, luego dos, se inclinó hacia el puesto de observación en un intento de obtener una vista más amplia.
El corazón le dio un vuelco cuando detectó, varios kilómetros a su derecha, las luces del complejo de las lanzaderas. La suerte no le había dado la espalda. La otra nave, aquella a la que debía llegar si quería tener la oportunidad de salir del planeta, si quería tener la posibilidad de vengarse alguna vez del comandante, estaba sólo una docena de kilómetros tierra adentro, y otra docena hacia el sur. Al menos estaba en la zona correcta… un milagro, si se consideraba el método que había empleado para descender; aunque también distaba mucho de encontrarse a salvo. Aquella otra nave no estaría convenientemente encendida y, con los sensores inutilizados, Hargemon ya no tendría la posibilidad de dirigirse hacia su fuente de antimateria.
Y aunque pudiera hacerlo, tampoco tendría posibilidad alguna de aterrizar allí mismo. No se atrevía a utilizar los ruinosos restos de la pista de aterrizaje, con casi cien años de antigüedad. Era probable que los klingon que el comandante mantenía de guardia en el lugar, aún no hubieran recibido noticia de lo sucedido entre él y Kelgar, pero, a pesar de ello, su suspicacia y paranoia innatas serían más que suficientes para impulsarles de inmediato a ponerse en contacto con el comandante si una lanzadera inesperada y fuera de programa llegaba dando tumbos y la mano derecha del comandante, el hombre que supuestamente debía estar a miles de kilómetros controlando la
Enterprise
, salía a trompicones de ella y exigía con insistencia suicida subir a bordo de aquella nave.
Y, además, era realmente muy posible que llegase demasiado tarde, que la nave ya hubiese sido lanzada al espacio.
No obstante, no tenía sentido considerar siquiera unas posibilidades tan horrendas. Si la nave ya había sido lanzada, él se quedaría varado para siempre en aquel…
La lanzadera dio un salto que casi le tiró del asiento. Abruptamente, su mente volvió a concentrarse solamente en la supervivencia. ¿Qué demonios funcionaba mal ahora?
Tras pulsar los controles, descubrió inmediatamente qué había sucedido. Su entrada en la atmósfera había dañado algo más que los sensores. La diminuta computadora que hacía funcionar esos sensores, además de los controles de la lanzadera, había quedado también inutilizada; algunos de sus circuitos clave probablemente se habían sobrecargado por un efecto de retroalimentación antes que los sensores mismos pasaran a mejor vida. ¡Condenados diseños klingon!
Tras aferrar los controles manuales, comprobó que el diseño klingon aún no había dejado de amargarle la vida. Aquellos controles manuales estaban pensados para la fuerza de los klingon, no para la de un simple ser humano. Podía moverlos, aunque no con la velocidad ni la destreza que necesitaría en una situación como aquella, donde una fracción de segundo podría constituir toda la diferencia entre la vida y la muerte.
Mientras sus ojos se esforzaban por detectar puntos de referencia familiares a la tenue luz de la luna, lanzó silenciosas imprecaciones y volvió a luchar con los controles. Todavía luchaba con ellos un minuto más tarde, cuando el suelo pareció saltar repentinamente para interponerse en su camino y un gigantesco árbol —que se parecía notablemente a un sauce, según insistía en señalar un rincón de su mente— lanzó sus ramas ante él y derribó la lanzadera contra el suelo.