Ah, porque la viejecita, en previsión
de que ocurrir pudiera cosa tal
aclaró al imponer su condición
que del gato en cuestión la defunción
debe ser natural,
y si no muere así, tampoco hay real.
Lo que le queda, pues, al mayordomo
ante este caso, es conservar su aplomo,
con paciencia llevar su dura cruz
y esperar que se muera el micifuz.
Y como el gato tiene siete vidas,
¡esas puyas, lector, están perdidas!
A punto de morir como un batracio
al desprenderse un techo en su palacio,
(de lo cual se salvó por un pelito),
estuvo en estos días Hirohito.
Y aunque el caso es bastante extraordinario,
nadie le ha dedicado un comentario...
Un tiempo la figura de Hirohito
fue una especie de mito:
envuelto en sus kimonos con dragones
(porque entonces no usaba pantalones)
era, para los hijos de su imperio,
como suele decirse, algo muy serio.
Teníanlo por dios más que por gente
y llegó a ser creencia muy corriente
que quien sin ser su cónyuge Nagato,
lo mirara de frente,
quedaba de inmediato
si no ciego, cegato.
Y como la mundial cursilería
otro asunto a la mano no tenía,
con los temas de Oriente
la cogió fuertemente:
se pusieron de moda los kimonos
y las sombrillas de subidos tonos
y los versos en forma de hai-kai
y el dúo de "Madame Butterfly"
Publicar el retrato de Hirohito
era en la prensa entonces casi un rito;
y en cuanto a su señora, la Nagato,
le sacaban en danza a cada rato.
Pero vinieron otros intereses
que no eran japoneses,
y el Japón fue quedando relegado
por las cajas de jabón "Mikado"
Luego la guerra se le vino encima;
cayó la cosa aquella en Hiroshima,
y el pueblo japonés descubrió un día
que aquel a quien por ídolo tenía
no era sino un pistola
¡un simple bebedor de coca-cola!...
Y ahora, ya lo veis: al pobrecito
se le desprende el techo,
se salva de morir por un pelito,
y esto a la gente se le importa un pito.
¡Ni siquiera le dicen que bien hecho!
Cuando yo estaba muchacho,
allá por el año treinta,
y andaba con mi cachucha
metida hasta las orejas
y mis pantalones cortos
y mis alpargatas negras;
cuando yo era un muchachito
de diez abriles apenas,
recuerdo que algunas tardes
al irme para la escuela
mamá me daba un centavo
para que cuando saliera
me lo gastara en alguna
de las muchas suculencias
que un muchacho goloso
y en una esquina cualquiera,
comprarse podía entonces
con tan humilde moneda.
Era entonces raro el dulce
por muy sabroso que fuera,
que en aquel tiempo en Caracas
más de un centavo valiera:
sólo un centavo pedían
por una torta burrera
y las conservas de coco
también a centavo eran,
lo mismo que las "pelotas",
los coquitos, las torrejas,
las tajadas de tequiche,
los caratos en botella,
los gofios y los golfiados,
los bizcochos de manteca
y aquellos crujientes dulces
que se llamaban las huecas
y a los que debió mi infancia
tantos dolores de muelas!
Tener un centavo entonces
y en la Caracas aquella,
era ser un potentado,
un Montecristo en potencia,
y al tesoro de Aladino
tener las puertas abiertas;
era tener en la mano
como la llave secreta
de un mundo maravilloso
de azafates y vidrieras
que en aventura de encanto
trocaba el viaje a la escuela.
De aquellos lejanos días
hace el tiempo como arena
y de los dulces de entonces
ya no hay ni tortas burreras;
se esfumaron lo tequiches,
coquitos, casi no quedan,
para siempre del carato
se vaciaron las botellas,
y las huecas ahuecaron
y los besitos no besan.
Y en cuanto a los centavitos,
nuestras puyas de la escuela,
nuestros cándidos centavos,
nuestras chivitas modernas,
las que quedan son muy pocas
y las muy pocas que quedan,
en vista de que ya nada
puede comprarse con ellas,
ya nadie les hace caso,
todo el mundo las desprecia;
quien encima carga algunas
las carga como una pena.
llegando hasta sonrojarse
si en el bolsillo le suenan,
y si alguna se le cae,
ni se agacha a recogerla.
Si en el autobús se paga
con cinco puyitas sueltas,
el chofer que las recibe
las toma como una afrenta
y aparte en la perolita
las coloca en cuarentena
para dárselas de cambio
a algún otro que atrás venga.
Ya ni para dar limosnas
sirven las tales monedas,
pues si usted a una viejita
con un centavo le llega,
con todo y ser tan viejita
la viejita se calienta.
Lo mismo son los muchachos:
Hoy a un muchacho su abuela
o sus padres o sus tíos
o su padrino o quien sea
le sale con una puya
cuando va para la escuela,
y podéis estar seguros
que lo que viene es enea,
pues el mentado muchacho,
por buen carácter que tenga,
¡se sentirá ante la puya
como puyado por ella!
Pared por medio al salón
donde a trabajar me encierro,
tiene mi vecina un perro
que va a ser mi perdición.
Practica el perro en cuestión
la costumbre singular
de que le basta escuchar
que yo a trabajar me siento
para armar un aspaviento
que no se puede aguantar.
Mientras yo no lo importuno
permanece él tan callado
que parece que ahí al lado
no hubiera perro ninguno.
Mas después del desayuno,
cuando me siento a escribir,
rompe entonces a latir
en tal forma —el muy marrajo!
que del cuarto en que trabajo
me obliga el perro a salir.
Gracias al perro en cuestión,
cuanto trabajo acometo
¡tengo que hacerlo en secreto
como si fuera un ladrón!
Pues apenas el bribón
oye que muevo el papel,
se pone como un chirel
a dar aullidos y gritos,
y eso que yo en mis escritos
nunca me meto con él.
Y es lo curioso, lector,
que mientras a mi me ladra
y el cacumen me taladra
con sus muestras de furor,
la otra noche un malhechor
entró adonde el perro habita,
de su rápida visita
se llevó hasta una ponchera,
y el perro — ¡quien lo creyera! —
no echó ni una ladradita.
A Elizabeth, princesa de Inglaterra,
como a cualquier negrita de esta tierra,
le ha dado el sarampión,
enfermedad tenida por plebeya
y que, por eso mismo, al darle a ella,
rompió la tradición.
Por muy cierto hasta ahora se tenía
—bastante nos lo han dicho en poesía—
que las princesas son,
dada su sangre azul, del todo inmunes
a esos males caseros y comunes
que atacan al montón.
Cuentos nos han contado, por quintales,
de princesas enfermas, cuyos males
son siempre de postín:
algún hechizamiento, algún letargo
o esas ganas de echarse largo a largo,
que llaman el "esplín".
Y si hubo un caso grave fue el de aquella
princesita tan floja como bella
que veinte años durmió,
hasta que vino un príncipe en su jaca,
la despertó moviéndole la hamaca
y le dijo: —Les go...
¡Ah crudeza del mundo! Así es la cosa:
Elizabeth está sarampionosa
como cualquier mortal.
Y su rostro, a la luna parecido,
por causa de las ronchas ha sufrido
un eclipse total.
Así pues, los discípulos de Apolo
que han visto a las princesas sufrir sólo
males del corazón,
se llevarían una gran sorpresa
si llegaran a ver a esta princesa
¡con esa picazón!
Desde que mister Jorgensen, un yanki
fotógrafo de oficio y ex sargento
logró en un hospital de Dinamarca
"pasarse" al otro sexo;
o, para ser más claros,
desde que tras un corto tratamiento
volvió de un hospital de Copenhague
llamándose Cristina nuestro tercio,
ha crecido en tal forma
el interés mundial por aquel reino,
que contra la avalancha de turistas
piensa tomar medidas el gobierno.
Que haya tanto turismo en Dinamarca
es harto ventajoso desde luego,
y mucho más sí, como en este caso,
son norteamericanos los viajeros.
Y no precisamente por los dólares
que vayan a dejar como recuerdo,
pues los yankis no compran sino loros
y por allá no hay loros, sino perros.
[*]
Es que yendo en persona
podrán ver los castillos, los museos,
admirar las estatuas de Thorwaldsen,
escuchar del gran Kapel los conciertos,
fotografiar la histórica terraza
donde Hamlet juró vengar al viejo
y comprobar, en fin, que Dinamarca
no es tan sólo un país mantequillero.
Así debiera ser, y así sería
si el turismo en cuestión fuera sincero,
pero ¡ay!, se ha descubierto que los yanquis
no van a Dinamarca a nada de eso.
Hay unos cuantos, claro,
que van para ilustrarse (los más viejos),
pero en su mayoría son mocitos
que sólo van a hacerse el tratamiento:
Llegan en un avión por la mañana,
cogen el autobús del aeropuerto
y a la vuelta ya están "del otro lado":
ya están cristinizados por completo.
Como serán los casos de abundantes
que el gobierno ha anunciado estar dispuesto
a tomar severísimas medidas
para que los turistas no hagan eso.
Si yo fuera el Ministro de Justicia
danés, yo ordenaría que en los puertos
pintase el Real Pintor un cartelito
en inglés, que dijera más o menos:
"Alerta a los turistas,
Atención, pasajeros:
Bajo pena de multa,
de expulsión o de arresto,
aquí el que llega macho sale macho.
¡Se prohibe pasarse al otro gremio!
[*]
Perros daneses
¿Qué ocurre en este Distrito,
qué diablos es lo que pasa
que a cada rato en su casa
se pega un tiro un rolito?
¿Qué ocurrirá en la ciudad
que a cada instante un rolito
pega el salto de tordito
por su propia voluntad?
Tal vez parezca simpleza
que yo sobre el caso escriba,
pero es que a mí, con franqueza,
me alarma esa lavativa.
Pues ellos, sin eufemismos,
raspan hasta al Justo Juez,
pero, ¿rasparse a sí mismos?
¡Esta es la primera vez!
Y es lo más raro, lector,
de tan extraña manía,
que todos, ¡quien lo diría!
se suicidan por amor.
Rolito que oye el rún rún
de que no lo quieren bien,
rolito que viene y ¡pún!,
se mete un tiro en la sien.
Y siguiendo esa tendencia
tan nefasta, pobrecitos,
ya van como seis rolitos
que se quitan la existencia.
Cuando a uno lo están robando
siempre hay alguien que previene:
—El policía no viene
porque se está suicidando.
Así, pues, lector, sugiero
que proclamemos a gritos:
—¡Ah caramba, compañero,
se rajaron los rolitos!
Ruin perro callejero,
perro municipal, perro sin amo,
que al sol o al aguacero
transitas como un gamo
trocado por la sarna en cachicamo.
Admiro tu entereza
de perro que no cambia su destino
de orgullosa pobreza
por el perro fino,
casero, impersonal y femenino.
Cuya vida sin gloria
ni desgracia, transcurre entre la holgura,
ignorando la euforia
que encierra la aventura
de hallar de pronto un hueso en la basura.
Que si bien se mantiene
igual que un viejo lord de noble cuna,
siempre gordo, no tiene
como tú la fortuna
de dialogar de noche con la luna.
Mientras a él las mujeres
le ponen cintas, límpianle los mocos,
tú, vagabundo, eres
—privilegio de pocos—
amigo de los niños y los locos.
Y en tanto que él divierte
—estúpido bufón— a las visitas,
a ti da gusto verte
con qué gracia ejercitas
tus dotes de Don Juan con las perritas...
Can corriente y moliente,
nombre nadie te dio, ni eres de casta;
mas tu seguramente
dirás iconoclasta:
—Soy simplemente perro, y eso basta.
La ciudadana escena
cruzas tras tu dietético recurso,
libre de la cadena
del perro de concurso
que ladra como haciendo algún discurso.
Y aunque venga un tranvía,
qué diablos, tú atraviesas la calzada
con la filosofía