Humor y amor (8 page)

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Authors: Aquiles Nazoa

Tags: #teatro, #humor, #poesía

es mucho el "picure"

que el páramo pasa,

y no en escarpines

¡sino en alpargatas!

LA PILDORA Y EL PERRO

La píldora milagrosa,

la píldora ya famosa

bajo la acción de la cual

puede, en materia amorosa,

hacer uno cualquier cosa

sin temor a la engorrosa

consecuencia natural.

Con éxito al cien por cien

se está aplicando actualmente,

no en personas solamente

sino en los perros también.

Después de esta introducción,

escuchemos lo que pasa

cuando al zaguán de la casa

de Fifí, llega Nerón.

Sale a abrirle la señora:

— ¡Nerón! ¿Usted por aquí?

Y el perro sin más demora

le pregunta por Fifí.

Fifí que es toda un bombón,

sale, huele a la visita,

a echarle el brazo lo invita,

y ya en el entreportón,

a la señora le grita:

— Hasta luego, mamaíta,

voy al cine con Nerón;

vamos a ver La Pasión.

Y al salir por el zaguán

de brazo Fifí y Nerón,

la señora, que es un pan,

les echa su bendición.

Y agrega la muy ladina

mientras Nerón la fulmina

con su mirar taciturno:

—Pasen por la de la esquina

que ésa es la que está de turno.

LA SIESTA EN EL BRASIL

Un doctor brasilero de apellido Ovejeiro

—según leo en un diario de Río de Janeiro—

ha escrito dos artículos en donde les asesta

un rudo golpe a todos los que duermen la siesta.

Ovejeiro comprende que la siesta es un vicio

al que el clima del trópico resulta muy propicio,

un vicio al que Ovejeiro no le pone objeción,

siempre que los viciosos tengan moderación.

Pero, según parece, la gente brasilera

es, durmiendo la siesta, la que más exagera,

y de allí que Ovejeiro lanzara una protesta

pidiéndole al gobierno que prohiba la siesta.

Las siestas, dice el docto compatriota de Vargas,

van siendo en nuestra tierra cada día más largas;

dese usted, a las dos de la tarde, una vuelta

y hallará a todo el mundo durmiendo a pierna suelta.

¡A las dos de la tarde todo el Brasil durmiendo!

¿No es esto un espectáculo sencillamente horrendo?

¿Qué dirá quien nos mire con extranjeros ojos?

!Que los cariocas somos una cuerda de flojos!

Antiguamente, agrega lleno de indignación,

sólo nos acostábamos a hacer la digestión,

y a los pocos minutos, no más de cinco o diez,

cogíamos el saco, y a la calle otra vez.

Pero ahora es asunto de cerrar los portones

y ponerse piyamas y hacer las oraciones,

para ir despertándose a las cuatro... pasadas,

y eso si nos despiertan las sábanas sudadas.

Y es lo peor del caso que, inexplicablemente,

todo el que duerme siesta se levanta caliente,

lo que completado con los ojos hinchones,

nos da a todos un aire de feroces matones.

En fin, para Ovejeiro tan dañina es la siesta,

que hasta a los que duermen les resulta funesta,

y de allí que Ovejeiro quiera que en el Brasil

se erradique la siesta como hábito incivil.

El doctor Ovejeiro tiene mucha razón,

pero yo para el caso tengo otra solución

que es (perdonad el criollo vocablo al que recurro)

repartir café gratis a la Hora del Burro.

LAS LOMBRICITAS

Mientras se oía

desde una rosa

la deliciosa

marcha nupcial

que con sus notas

creaba un ambiente

completamente

matrimonial.

Dos lombricitas

de edad temprana,

cierta mañana

del mes de abril

solicitaron

en la pradera

al grillo, que era

jefe civil.

Al punto el grillo

con dos plumazos

ató los lazos

de aquel amor.

Las lombricitas

se apechugaron

y se mudaron

para una flor.

Tras una vida

dulce y risueña,

con la cigüeña

las premió Dios.

Y cuando abrieron

las margaritas,

las lombricitas

ya no eran dos.

La primorosa

recién nacida

pasó la vida

sin novedad.

Y al cuarto día

de primavera

ya casi era

mayor de edad.

Quiso ir entonces

a una visita

y su mamita

le dijo: —¡No!

Mas de porfiada

salió a la esquina

y una gallina

se la comió.

LAS RATAS VAN AL CINE

Yo admiro a Los Teques

con toda mi alma:

me gusta su clima,

su gente me encanta,

amo al teque-teque

de pequeñas patas,

y en los arrocitos

y demás parrandas,

comiendo tequeños

ninguno me gana.

Pero de Los Teques

lo que más me agrada

es que ésa es la tierra

de las cosas raras:

entierros sonoros,

mujeres con barbas,

gallinas que ponen

sin gallo ni nada

y, en fin, un torrente

de cosas extrañas

que nunca termina,

que nunca se acaba.

Ayer, por ejemplo,

la prensa nos narra

que para deleite

de los cineastas,

no hay cine en Los Teques

que no tenga ratas.

Pero no raticas

de esas de taguara,

sino ratas gordas

medio cachicamas,

que apenas del cine

las luces se apagan,

a correr comienzan

por toda la sala.

Y pierna que encuentran

por donde ellas pasan,

o a roer se pegan

o se le encaraman,

y entonces empiezan

los gritos de alarma,

las sombras chinescas

que brincan y saltan,

y el bulto confuso

de cien que se agachan

tratando en lo oscuro

de ver a la rata.

A veces la bicha

trepa la pantalla

y entonces la cosa

se convierte en guasa,

pues allí se queda

como hipnotizada

haciendo equilibrios

sobre la muchacha,

mientras los guasones

entre carcajadas

le gritan —Ay, niña,

¿Tas encandilada?

Pero que no venga

nadie a rescatarla,

porque en un segundo

se viene en picada,

haciendo que corran

hasta las butacas.

¡Ratas en el cine!

¡Qué cosa tan rara!

¿Qué tiene con ellas

que ver la pantalla?

¿Será que en el fondo

se sienten Silvanas?

De todas maneras

una cosa es clara:

merced al sistema

de cine con ratas,

ya no hay en Los Teques

películas malas,

pues cuando es tediosa

la que está en el programa,

¡siempre pueden verse

la que dan las ratas!

LLUVIAS

Han llegado las lluvias. Muchos recuerdos gratos

vienen a mi memoria cuando comienza a llover:

mis tardes en la escuela, mis primeros zapatos,

mis primeros amigos, los que no he vuelto a ver...

¿Serán ellos ahora como estos mentecatos

que en mojarse no encuentran el más leve placer

y huyendo de la lluvia, como si fueran gatos,

con las primeras gotas echaron a correr?

Yo mismo, que en mis tiempos de escolar no sabía

de contento más grande ni de mayor alegría

que salir, en el cinto las alpargatas rotas,

a vadear las corrientes, chapoteando en el barro,

hoy soy un caballero que le teme al catarro...

Definitivamente somos unos idiotas.

LO QUE ABUNDA

La señora Paquita de la Masa,

ricacha de esta era,

se compró hace algún tiempo una nevera

y la instaló en la sala de su casa

en donde se la ve todo el que pasa,

ya que desde las seis de la mañana

abre doña Paquita la ventana,

pone allí, en un cojín, una perrita

y hasta la medianoche no la quita.

Aunque tiene teléfono en su casa,

la señora Paquita de la Masa

usa el de la cercana bodeguita,

procurando pedirlo a aquellas horas

en que haya en la bodega otras señoras

que no tienen nevera ni perrita.

Y por si ustedes quieren escucharla,

les transmito un fragmento de su charla:

"—¿Hablo con el Bazar Americano?

Es la señora del doctor Fulano...

Mire, que yo quisiera

que mandara a arreglarme la nevera...

Sí, la que le compramos de contado;

pues le metimos un jamón planchado

y al ir hoy a cortar un pedacito,

la sirvienta de adentro pegó un grito

porque el jamón estaba conectado.

"Además, casi todas las mañanas,

al meterle la torta de manzanas

el motor hace un ruido

que despierta al chofer de mi marido...

"Bueno, pues, yo confío

en que hoy mismo vendrán a repararla.

Mire que vamos a necesitarla

para la graduación de un primo mío.

Usted sabe: mi primo Pantaleón

que llegó de Chicago por avión."

Cuelga el auricular, y la mirada

le tuerce a alguna pobre cocinera,

como diciéndole:—Desventurada,

qué le vas a tirar a mi nevera!

Y es lo peor que si usted, que no es discreto

le suelta un "bollo" que la larga fría,

todo el mundo lo acusa de irrespeto y

le acuñan un mes de policía.

¡Lo que le prueba una vez más al mundo

que no hay justicia en este mundo inmundo!

LO QUE LE GUSTA AL PÚBLICO

Cuando a algún escritor de esos que escriben

culebrones de radio

la atención se le llama en el sentido

de que sus culebrones son muy malos,

la respuesta que da —si es que da alguna—

es que el público pide mamarrachos

y el auto, que del público depende,

para poder vivir tiene que dárselos.

¡Infelices autores!

—piensa entonces usted— ¡Pobres muchachos!

¡Suponer que son ellos los maletas

cuando en verdad el público es el malo!

¿Que escriben esperpentos que espeluznan

con su cursi retórica de tango

y con sus personajes que no pueden

hablar si no es llorando?

Del autor del libreto no es la culpa:

el culpable es el público de radio

que, según dicen ellos, se disgusta

cuando no se le sirven mamarrachos.

Pero... ¿será verdad tanta belleza?

¿Será atendiendo al público reclamo

por lo que ellos le ganan en lo cursis

al matador aquel de "El Relicario"?

¿Será, efectivamente, su mal gusto,

circunstancial, impuesto, y no espontáneo,

y sin duda otro gallo cantaría

si el público no fuera tan marrajo?

Por mi parte lo dudo:

de que dichos autores fueran cursis

eso fuera verdad sólo en el caso

solamente en las horas de trabajo.

Pero lo suelen ser a toda hora;

y a menudo sucede que, en privado,

como a ninguna norma están sujetos

resultan más temibles que por radio.

Les encantan las fuentes luminosos,

los muñecos de yeso con su encanto,

bautizan a los hijos

con nombres de cocteles o de helados,

y son de los que hablando de pinturas

prefieren decir "lienzo" en vez de cuadro.

¿Podrá creerse, pues, que lo que escriben

es, por culpa del público, tan malo?

¡El que no los conozca que los compre!

¡Pero yo que conozco a esos muchachos

continuaré diciendo que son cursis

mientras no me demuestren lo contrario!

LOS APAGONES

Hoy quiero, en un galerón,

relatarles lo que pasa

cada vez que en una casa

se produce un apagón.

La primera precaución

es ver si hay luz en la calle,

y observado ese detalle

lo segundo es dar un grito

diciéndole al muchachito

que se acueste y que se calle.

Y aquí comienza un trajín

de policíaca novela

por encontrar una vela

que nadie encuentra por fin.

—¡Voy por ella al botiquín!,

dice usted desafiador,

y sale con tal furor

que en su ceguedad de fiera

no ve que al pasar lo espera

la pata de un mecedor.

—¿Qué te sucede, Gaspar?...

(Un pugido es la respuesta.)

—¿Qué te sucede? ¡Contesta!,

le vuelven a preguntar.

Y entonces, vuelto un jaguar,

un caimán, un jabalí,

responde usted: —¡Me caí!,

y añade luego despacio

lo que por falta de espacio

no consignamos aquí.

En tan triste situación

oye usted que alguien revela:

—¿Qué estas buscando? ¿La vela?

Pues yo la vi en el fogón...

Como en una procesión

el viejo, el grande, el chiquito,

corren al sitio descrito

y en jubilosa algarada

sacan la vela pegada

del fondo de un perolito.

Ya puesta en el comedor

o en algún cuarto la vela,

lo que sigue es una pela

de las de marca mayor.

Pues el niño un tenedor

pone en ella a calentar,

simulando no escuchar

la voz que dice impaciente:

—Deje la vela, Vicente,

porque lo voy a pelar...

Cesa al fin el apagón

y al prenderse los bombillos,

un ¡viva! dan los chiquillos

(y algún que otro grandulón...)

Y usted, que aunque cuarentón

es ingenuo todavía,

mientras acuesta a la cría

le adelanta a su mujer:

—¡Mañana al amanecer

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