Geary tardó un momento en calmarse lo suficiente para poder elaborar una respuesta. Badaya no dejaba de ser una persona honrada, según los estándares actuales, y un oficial competente, pero calificarlo como poco diplomático era quedarse corto.
—He averiguado muchas cosas interesantes gracias a la señora copresidenta —dijo por fin; una afirmación sincera que Badaya podría interpretar como quisiese—. Pero —añadió ensartando a Badaya con la mirada— Rione es de fiar.
—Si usted lo dice —consintió Badaya con gesto divertido—. Después de todo, usted conoce una parte de ella que no ha mostrado a nadie más. —Dejó escapar una risita mientras Geary trataba de no ruborizarse—. Bien, supongo que querrá que los partidarios con los que cuenta en la flota conozcan sus intenciones.
—Correcto. —Geary mantuvo un tono de voz neutral—. Es importante que todos comprendan lo que está ocurriendo. —O, más bien, lo que él quería que creyeran que estaba pasando.
No obligaré a nadie a aceptar mi liderazgo político. Solo deseo que la cúpula militar y política con la que debo tratar me escuche o, por lo menos, que no se apresure a deshacerse de mí
—. Lo último que queremos es que mis decisiones las tomen unos oficiales que crean que nos están haciendo un favor a la Alianza o a mí, pero que, en realidad, les estén haciendo el juego a los políticos más corruptos.
—Creo que puedo garantizarle que eso no ocurrirá en este caso. —Badaya le dedicó una mirada de admiración al tiempo que se levantaba—. Siempre que negaba desear conseguir el poder necesario para cambiar las cosas, lo que hacía en realidad era estudiar la situación y sopesar las distintas opciones, ¿me equivoco? Debí suponerlo. Un buen comandante no se atiene a las reglas del enemigo. Lo tendré en cuenta.
Una vez que la imagen de Badaya se desvaneció, Geary se hundió en el asiento y se frotó los ojos con una mano, sintiéndose deshonesto, manipulador e incluso indigno. No había mentido a Badaya en el sentido estricto de la palabra, pero sí lo había llevado por donde a él le convenía con una habilidad propia de los políticos más veteranos.
Momentos más tarde llamó a Rione a su camarote. Cuando la copresidenta entró en la estancia y vio el estado en el que se encontraba el capitán, desplegó una sonrisa aprobatoria.
—Lo ha conseguido. ¿Ha mordido el anzuelo?
—Sí, eso creo.
—Bien. Y ahora se siente como un miserable.
—No me gusta mentirle a nadie —contestó Geary fríamente—. Puede que por eso se me dé tan mal. Detesto pensar que puedo hacerlo lo bastante bien para engañar a alguien como Badaya.
Rione se colocó despacio a su lado.
—¿Mentir? ¿Qué mentira le ha contado?
—Lo sabe muy bien.
—Lo que yo sé, capitán Geary, es que lo que le ha contado a Badaya es, por lo que hemos podido averiguar, cierto. Intente metérselo en esa cabeza tan dura que tiene. El capitán Badaya no ha mordido ningún anzuelo. ¿Cree que una dictadura militar sería un desastre para la Alianza? ¿Sí? En ese caso, ¿dónde está la mentira? Admito que lo de compararlo con la emboscada de los síndicos no se me había ocurrido, pero cuando su capitana y usted lo mencionaron me pareció una idea brillante.
Geary apretó la mandíbula y le lanzó una mirada feroz a Rione.
—Deje de llamarla así. Desjani no es propiedad de nadie, y mucho menos mía.
—Muy bien, si eso es lo que se empeña en creer —contestó Rione dotando a su mirada de la misma rabia—. Le recuerdo que esto no lo hace para obtener un beneficio personal. Usted no busca riquezas ni poder. ¿Por qué demonios debería sentirse culpable por prevenir un golpe militar contra el gobierno de la Alianza?
—¡Porque es algo que a un oficial de la Alianza ni siquiera se le pasaría por la cabeza! —bramó Geary dejando salir toda su vergüenza y su cólera—. ¡Es algo que nunca se me debió proponer, y cuando me lo sugirieron debí negarme en el acto!
Rione lo observó por un momento antes de volver la cabeza con el rostro ensombrecido por un cúmulo de emociones.
—Nosotros no somos como nuestros ancestros, John Geary. Nosotros siempre lo decepcionaremos cuando nos compare con aquellas personas que conoció hace un siglo.
La franqueza inesperada e inusual de la copresidenta extinguió la ira de Geary.
—Ustedes no tienen la culpa de haber nacido durante una guerra que ya llevaba librándose mucho tiempo. No tienen la culpa de haber heredado el dolor y las intrigas derivados de las sucesivas décadas de conflicto. No puedo considerarme mejor que ustedes porque no pasé por todo eso.
—Sin embargo, es mejor que nosotros —insistió Rione arrastrando cierta amargura en su voz—. Usted representa lo que nosotros deberíamos haber respetado, lo que nuestros padres y abuelos deberían haber defendido, la convicción de que hay que luchar por los ideales. ¿Cree que no me doy cuenta? Si hubiéramos hecho bien nuestro trabajo, que era a lo que la situación nos obligaba, nada de esto habría sucedido. Y sí, desde luego que incluyo a los líderes políticos de la Alianza.
—Ustedes heredaron la guerra —repitió Geary—. No pretendo entender todo lo que ha ocurrido a lo largo del último siglo, pero todo el mundo se empeña en culpar a los demás, y, sin embargo, muchas de las cosas que han sucedido eran inevitables.
—Las excusas no solucionan los errores, capitán Geary. Ni los míos ni los de nadie. Y recuerde que la gente en la que confía aprueba lo que acaba de hacer. Si no confía en usted mismo, confíe en ellos. —Sin decir nada más, Rione se dio media vuelta y salió del camarote.
Faltaban seis horas para proceder al salto hacia Atalia. Aunque Geary temía encontrarse allí con la flotilla síndica de reserva, también se sentía cada vez más inquieto por llegar, pues estaba deseando terminar con todo aquello. De un modo u otro, la larga retirada de la flota de la Alianza pronto llegaría a su fin.
—Capitán Geary. —El semblante de la coronel Carabali no manifestaba ninguna emoción—. Solicito permiso para hablar con usted en privado antes de saltar hacia Atalia.
—Por supuesto, coronel. No tengo ninguna otra reunión durante las próximas dos horas; podemos reunirnos cuando esté lista.
—Ahora sería un buen momento para mí, señor.
—De acuerdo. —Geary autorizó que la imagen de Carabali se abriera en su camarote y, una vez que terminó de desplegarse, le hizo un gesto para que se pusiera cómoda.
La coronel se acercó al asiento y lo ocupó, con la espalda erguida y rígidamente formal.
—¿Cuál es el motivo de esta reunión?
—Considérela una misión de reconocimiento, señor. —La coronel Carabali lo miró con ojos penetrantes—. Capitán Geary, ¿qué tiene pensado hacer una vez que la flota llegue al espacio de la Alianza? Me ha llegado cierta información y necesito que usted me la confirme.
La lealtad de los marines a la Alianza era legendaria, pero, considerando todos los cambios que había visto, hacía tiempo que Geary se preguntaba qué pensarían los marines de las autoridades políticas de la Alianza y qué les parecería que le hubieran ofrecido convertirse en dictador cuando la flota regresase al espacio de la Alianza. No obstante, nunca supo cómo plantear aquellas cuestiones sin que pareciese estar tanteando a los marines en busca de apoyos, pues esto era lo último que él quería. Se sentó frente a la coronel y la miró directamente a los ojos.
—Mi intención es seguir las órdenes que se me den. Se me harán algunas sugerencias y se me propondrá iniciar una operación, pero no tengo manera alguna de saber cómo se llevará a cabo todo esto. ¿Es eso lo que necesitaba saber?
—En parte. —Carabali escrutó a Geary por un instante—. No insultaré su inteligencia fingiendo que ninguno de los dos sabe que usted no es un simple oficial de la flota. Puede obedecer las órdenes que reciba, pero también tiene otras opciones.
—Y quiere saber si tengo planeado decantarme por esas otras opciones.
Carabali asintió sin variar su expresión.
Geary sacudió la cabeza.
—No, coronel, no pretendo iniciar ninguna acción que contravenga el juramento que hice a la Alianza. ¿Me he explicado con claridad?
—Usted sí. —Carabali hizo una nueva pausa—. Sin embargo, circulan por la flota algunos mensajes de acceso restringido de los que se deduce que pretende hacer algo más que limitarse a cumplir órdenes.
—La gente entiende lo que quiere entender, coronel. Mientras eso sirva para que no se emprendan acciones que supongan un peligro para la Alianza, no tengo ningún problema.
—¿Qué debo entender por «un peligro para la Alianza»? —presionó Carabali.
Geary se reclinó y movió la cabeza.
—La fuerza de la Alianza nunca ha residido en sus sistemas estelares, ni en su población, ni en su flota. Reside en los principios en los que creemos y practicamos. No creo que los síndicos puedan hacernos nunca tanto daño como el que podemos causarnos nosotros mismos. No voy a dar ningún golpe, coronel, y haré cuanto esté en mi mano por que nadie lo dé en mi nombre. —No temía que sus partidarios menos convencidos se enterasen de ello. Después de todo, era lo que le había dicho a Badaya.
Carabali lo escrutó y, después, asintió en señal de aprobación.
—¿Intentará seguir al mando de esta flota?
—Sí.
—¿Aunque asumiera el mando en el sistema estelar nativo síndico solo porque tenía que hacerlo?
—Sí. —Ahora Geary desplegó media sonrisa—. No sabía que fuese tan obvio.
—No lo es. —Carabali sonrió fugazmente—. Estoy acostumbrada a determinar qué motivaciones subyacen tras el comportamiento de los oficiales de la flota. La vida de mis marines suele depender de ello. —De nuevo, adoptó su habitual expresión pétrea—. ¿Cree que puede ponerle fin a esta guerra?
Iba ya a responder cuando, de pronto, se detuvo y estudió a Carabali con una mirada inquisitiva.
—Ha dicho «ponerle fin» y no «ganar».
—Le he planteado la pregunta que necesitaba hacerle, señor.
—Necesito estar seguro de ello. —Geary se inclinó un tanto hacia delante y analizó el rostro de la coronel, protegido por su eterna máscara neutral—. Todavía estoy aprendiendo muchas cosas sobre los estragos que ha causado esta guerra, y sobre la postura que la flota y la Alianza mantienen al respecto.
Carabali se llevó la mano a la cara y se frotó el mentón con aire meditabundo.
—Lucharé siempre que tenga que hacerlo para defender a la Alianza. Por lo demás… estoy cansada de tener que decidir quién vive y quién muere, capitán Geary. Es algo que no podría soportar durante el resto de mi vida.
—Lo sé, créame.
—Sí, es cierto, pero lo ve de otra manera. La flota ofrece algunos lujos de los que no se disfruta luchando en tierra, y su historia personal es muy distinta a la nuestra. Usted creció en tiempo de paz y su carrera en la flota también transcurrió sin conflictos, hasta lo de Grendel. —Carabali apartó la mirada, como si la dirigiese a un lugar muy lejano—. ¿Me permite contarle una historia? Había una teniente que creció en tiempos de guerra y decidió seguir los pasos de su abuela y de su padre. Durante una de sus primeras misiones de combate en tierra, su pelotón de marines y ella quedaron aislados del resto de su unidad. Estaban envueltos por una nube de agentes químicos tóxicos que los síndicos habían arrojado para defenderse. Sus armaduras de combate se estaban quedando sin energía y, si los sistemas de ventilación dejaban de funcionar, la teniente y todo el pelotón morirían.
Geary observó la expresión de la coronel, que seguía sin reflejar nada.
—Una situación muy complicada, incluso para el oficial más veterano.
—Sí. No he mencionado que el pelotón de la teniente había capturado un búnker síndico, donde se logró abrir una brecha, con numerosos miembros de las tropas defensivas del enemigo. Todos los síndicos llevaban trajes bien provistos de reservas de energía y el primer suboficial de la teniente le informó de que existía un modo de desviar la energía de los uniformes de los síndicos para recargar nuestras reservas.
La coronel hizo una nueva pausa mientras Geary entraba en situación e intentaba reprimir un escalofrío.
—Pero si los trajes de los síndicos se quedasen sin energía, los prisioneros morirían.
—O habría que matarlos para que no atacasen a los marines cuando se dieran cuenta de que estaban sentenciados a muerte —convino Carabali—. La teniente sabía que solo cabía tomar una decisión, y que esta la atormentaría hasta el fin de sus días.
—¿Qué hizo la teniente?
—La teniente dudó —respondió Carabali con la misma voz templada que utilizaría si estuviera proporcionando un informe rutinario—, y su primer suboficial, el sargento más despiadado y rastrero que jamás haya conocido la flota, propuso que la teniente abandonase el búnker por un momento para ver si podía restablecer la comunicación con el resto de las tropas de la Alianza desde el exterior. La teniente consideró la sugerencia, consciente de que en realidad la estaba aceptando, salió del búnker y se quedó fuera hasta que el sargento apareció con suficientes células de energía cargadas para mantener en funcionamiento su armadura de combate. Al parecer, todo el pelotón disponía de las reservas necesarias para intentar regresar a las líneas de la Alianza. La teniente encabezó el avance, de manera que su pelotón y ella lograron volver aquella misma noche. Nadie preguntó cómo era posible que las reservas de energía del pelotón hubieran durado tanto. La teniente recibió una medalla por salvar al pelotón en aquellas circunstancias tan desfavorables.
Casi de forma instintiva, Geary miró la pechera izquierda del uniforme de Carabali para ver si llevaba puesto algún galón con el que la hubieran premiado por la hazaña.
Sin embargo, la coronel siguió hablando con su voz monótona.
—La teniente jamás luce esa medalla ni su galón.
—¿La teniente regresó alguna vez al búnker?
—La teniente no tenía por qué hacerlo. Sabía muy bien lo que se encontraría. —Carabali señaló con la cabeza el visualizador estelar—. En algún lugar, en este instante, hay otro teniente de la Alianza enfrentándose al mismo dilema, capitán Geary. En algún lugar hay un maldito oficial síndico tomando una decisión parecida porque es la única que se puede tomar. Ya se han tomado demasiadas decisiones de ese tipo.
—Lo comprendo.
—¿Cuál será su decisión, señor? —Carabali lo miró a los ojos—. ¿Puede acabar con esta guerra en unos términos razonables?