En cuanto a los cuentos de hadas, se puede decir que el niño que no se pone en contacto con esta literatura tiene tanta mala suerte como la chica, deseosa de descargar sus pulsiones internas mediante los caballos, a la que se priva de este placer inocente. Un niño que llega a ser consciente de lo que representan las figuras de los cuentos en su propia psicología se ve despojado de un recurso que necesita y se siente como destruido cuando se da cuenta de los deseos, ansiedades y sentimientos negativos que lo invaden. Como hemos visto en el ejemplo de los caballos, también los cuentos de hadas pueden ser muy útiles para el niño; incluso pueden hacer que una vida insoportable adquiera el aspecto de algo que vale la pena, con tal de que el niño no sepa lo que tales historias significan para él, desde el punto de vista psicológico.
Aunque un cuento tenga algunos rasgos parecidos a los de los sueños, su gran ventaja respecto a éstos es que tiene una estructura consistente, con un principio bien definido y un argumento que avanza hacia una solución final satisfactoria. El cuento de hadas tiene también otras ventajas importantes comparado con las fantasías individuales. Una de ellas es el hecho de que, sea cual sea el contenido de un cuento —que puede correr paralelo a las fantasías íntimas del niño, tanto si son edípicas, como sádicas y vengativas, o de desprecio hacia un progenitor—, se puede hablar abiertamente de los cuentos, porque el niño no necesita guardar el secreto de sus sentimientos sobre lo que ocurre en la historia, ni sentirse culpable por disfrutar de estos pensamientos. El cuerpo del héroe del cuento de hadas puede llevar a cabo verdaderos milagros. Al identificarse con él, cualquier niño puede compensar con su fantasía, y a través de la identificación, todos los déficits, reales o imaginarios, de su propio cuerpo. Puede tener la fantasía de que también él, al igual que el héroe, es capaz de subir hasta el cielo, de derribar gigantes, de cambiar su apariencia, de convertirse en la persona más poderosa o hermosa del mundo; en resumen, puede hacer que su cuerpo sea y haga todo lo que él desee. Después de haber satisfecho sus deseos más intensos mediante la fantasía, el niño puede sentirse mucho más conforme con su propio cuerpo. El cuento proyecta incluso esta aceptación de la realidad por parte del niño, porque, aunque a lo largo de la historia se vayan produciendo transfiguraciones extraordinarias en el cuerpo del héroe, éste se convierte de nuevo en un simple mortal cuando la lucha ha terminado. Al acabar la historia, ya no se menciona la belleza o la fuerza sobrenatural del protagonista, cosa que no sucede con el héroe mítico, que conserva para siempre sus características sobrehumanas. Una vez que el héroe del cuento ha alcanzado su verdadera identidad al final de la historia (y, con ello, la seguridad interna en sí mismo, en su cuerpo, su vida y su posición en la sociedad), es feliz de la manera que es, y, en todos los aspectos, deja de ser algo extraordinario.
Para que el cuento consiga resultados positivos en cuanto a externalización, el niño no debe percibir las pulsiones inconscientes a las que responde cuando hace de las soluciones de la historia las suyas propias.
El cuento empieza cuando el niño se encuentra en un momento de su vida, en el que permanecería fijado sin la ayuda de la historia: los sentimientos serían negados, rechazados o degradados. Entonces, usando procesos de pensamiento que le son propios —contrariamente a la racionalidad del adulto—, la historia le abre unas espléndidas perspectivas que permiten al niño superar las sensaciones momentáneas de completa desesperación. Para creerse la historia y para hacer que su apariencia optimista pase a formar parte de su experiencia del mundo, el niño necesita oírla muchas veces. Si además la escenifica, esto la hace mucho más «verdadera» y «real»
El niño
siente
cuál de los muchos cuentos es real para su situación interna del momento (a la que es incapaz de enfrentarse por sí solo), y siente también cuándo la historia le proporciona un punto de apoyo en que basarse cuando tiene un problema complejo. Pero este reconocimiento casi nunca se hace inmediatamente después de haber oído el cuento por primera vez, puesto que algunos de sus elementos son demasiado extraños, cosa necesaria para dirigirse a las emociones más íntimas.
Un niño será capaz de sacar el máximo provecho de lo que la historia le ofrece en cuanto a comprensión de sí mismo y en cuanto a su experiencia del mundo, sólo después de haberlo oído repetidas veces y de haber dispuesto del tiempo y de las oportunidades suficientes para hacerlo. Sólo entonces las asociaciones libres del niño referentes a la historia le proporcionarán su propio significado personal del cuento y le ayudarán, así, a enfrentarse a los problemas que lo torturan. Cuando un niño oye un cuento por primera vez, no puede, por ejemplo, atribuirse el papel de una figura del sexo opuesto. Se requiere tiempo y una elaboración personal para que una chica pueda identificarse con Jack en «Jack y las habichuelas mágicas» y un chico ponerse en el lugar de «Nabiza».
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He conocido niños que, después de contarles un cuento, decían «me gusta», y por eso sus padres les contaban otro, pensando que este nuevo cuento aumentaría su placer. Pero el comentario del niño expresa, probablemente, una vaga sensación de que esta historia tiene algo importante que decirle, algo que se escapará si no se le repite el relato y no se le da tiempo a captarlo. Si los pensamientos del niño se dirigen, de manera prematura, hacia una nueva historia, se puede anular el impacto de la primera; mientras que si se tarda más en hacerlo, este impacto puede aumentarse.
Cuando se leen cuentos a los niños, en clase o en la biblioteca durante la hora de estudio, los críos parecen fascinados. Pero, a menudo, no se les da la oportunidad de reflexionar sobre los relatos ni de reaccionar de ninguna manera; se les hace empezar inmediatamente otra actividad o bien se les cuenta una historia diferente, que diluye o destruye la impresión que había causado el primer cuento. Al hablar con los niños después de una experiencia así, parece que no se le hubiera contado ninguna historia puesto que no les ha hecho efecto alguno. Pero cuando el narrador da tiempo a los niños para meditar sobre el relato, para sumergirse en la atmósfera que se les crea al oírlo, y cuando se les anima a hablar de ello, la conversación revela que el cuento ofrece muchas posibilidades desde el punto de vista emocional e intelectual, por lo menos para un gran número de niños.
Al igual que se hacía con los pacientes de la medicina hindú, a los que se pedía que reflexionaran sobre un cuento para encontrar una solución a la confusión interna que obnubilaba sus pensamientos, también debe concederse al niño la oportunidad de apropiarse poco a poco de un cuento, aportando sus propias asociaciones en y dentro de él.
Esta es la razón por la que los libros de cuentos con ilustraciones, que prefieren actualmente tanto los adultos como los niños, no sirven para satisfacer las necesidades de éstos. Las ilustraciones distraen más que ayudan. Los estudios de libros ilustrados demuestran que los dibujos apartan del proceso de aprendizaje más de lo que contribuyen a él, porque estas imágenes dirigen la imaginación del niño por derroteros distintos de cómo él experimentaría la historia. Este tipo de cuentos pierde gran parte del contenido del significado personal que el niño extraería al aplicar únicamente sus asociaciones visuales a la historia, en lugar de las del dibujante.
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Tolkien pensaba también que «aunque sean buenas por sí mismas, las ilustraciones no favorecen a los cuentos… Si un relato dice, "subió a una colina y vio un río en el valle", el ilustrador puede captar, o casi captar, su propia visión de esa escena, pero todo el que escucha estas palabras tendrá su propia imagen, formada por todas las colinas, ríos y valles que haya visto, pero, especialmente, por La Colina, El Río y El Valle que fueron para él la primera encarnación de dicha palabra».
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Por esta razón, un cuento pierde gran parte de su significado personal cuando se da cuerpo a sus personajes y acontecimientos, no a través de la imaginación del niño, sino de la del dibujante. Los detalles concretos, procedentes de su vida particular, con los que la mente del oyente ilustra una historia que lee o que se le cuenta, hacen de la historia una experiencia mucho más personal. Tanto los adultos como los niños prefieren que otra persona se encargue de la tarea de imaginar la escena del relato. Pero si permitimos que un dibujante determine nuestra imaginación, la historia deja de ser nuestra y pierde gran parte de su significado personal.
Cuando preguntamos a los niños, por ejemplo, qué aspecto tiene el monstruo de una historia, se producen las variantes más diversas: grandes figuras parecidas a seres humanos, unas parecidas a animales, otras que combinan ciertas características humanas y animales, etc.; y cada uno de estos detalles tiene un gran significado para la persona que creó en su mente esta realización imaginativa concreta. Sin embargo, perdemos este significado si vemos el monstruo tal como lo pintó el artista a su manera, limitado a su imaginación, que es mucho más completa comparada con nuestra propia imagen, vaga e indeterminada. Puede ser que, entonces, la idea del monstruo nos deje completamente impasibles, que no tenga nada importante que comunicarnos o bien que nos aterrorice sin evocar ningún significado profundo más allá de la ansiedad.
La mente de un niño contiene una colección de impresiones que, a menudo, crece rápidamente, están mezcladas y sólo parcialmente integradas: algunas constituyen aspectos de la realidad vistos con acierto, pero la mayoría de estos elementos están dominados por la fantasía. Ésta llena las grandes lagunas de la comprensión infantil, debidas a la falta de madurez de su pensamiento y a la carencia de información adecuada. Otras distorsiones son consecuencia de pulsiones internas que llevan a interpretaciones equivocadas de las percepciones del niño.
El niño normal empieza a fantasear con algún segmento de la realidad, observado más o menos correctamente, que pueda evocar en él necesidades o ansiedades tan fuertes hasta el punto de verse arrastrado por ellas. Las cosas, a menudo, se confunden en su mente de tal manera que el niño es totalmente incapaz de ordenarlas. Pero se necesita un método para que esta incursión en la fantasía nos devuelva a la realidad, no más débiles, sino más fuertes.
Los cuentos de hadas, siguiendo el mismo proceso que la mente infantil, ayudan al niño porque le muestran la comprensión que puede surgir y, de hecho surge, de toda esta fantasía. Estas historias, al igual que la imaginación del niño, empiezan normalmente de una manera realista: una madre que envía a su hija a visitar a la abuela («Caperucita Roja»); los problemas de una pareja para dar de comer a sus hijos («Hansel y Gretel»); un pescador que intenta, en vano, atrapar algún pez («El pescador y el genio»). Es decir, el relato comienza con una situación real y, de alguna manera, problemática.
Un niño, enfrentado a los problemas y hechos sorprendentes de cada día, es estimulado por su educación a entender el cómo y el porqué y a buscar salidas válidas a estas situaciones. No obstante, puesto que su racionalidad tiene todavía poco control sobre su inconsciente, la imaginación del niño lo domina bajo la presión de sus emociones y conflictos no resueltos. Cuando surge su capacidad de razonamiento, se ve pronto invadida por ansiedades, esperanzas, temores, deseos, amor y odio, que se entrometen en todo lo que el niño empieza a pensar.
El cuento de hadas, aunque pueda chocar con el estado psicológico de la mente infantil —con sentimientos de rechazo cuando se enfrenta a las hermanastras de Cenicienta, por ejemplo—, no contradice nunca su realidad física. Es decir, un niño nunca tiene que sentarse entre cenizas, como Cenicienta, ni es abandonado deliberadamente en un frondoso bosque, como Hansel y Gretel, porque una realidad física similar sería demasiado terrorífica para el niño y «perturbaría la comodidad del hogar», mientras que el hecho de dar este bienestar es, precisamente, uno de los objetivos de los cuentos.
El niño que está familiarizado con los cuentos de hadas comprende que éstos le hablan en el lenguaje de los símbolos y no en el de la realidad cotidiana. El cuento nos transmite la idea, desde su principio y, a través del desarrollo de su argumento, hasta el final, de que lo que se nos dice no son hechos tangibles ni lugares y personas reales. En cuanto al niño, los acontecimientos de la realidad llegan a ser importantes a través del significado simbólico que él les atribuye o que encuentra en ellos.
«Érase una vez», «en un lejano país», «hace más de mil años», «cuando los animales hablaban», «érase una vez un viejo castillo en medio de un enorme y frondoso bosque», estos principios sugieren que lo que sigue no pertenece al aquí y al ahora que conocemos. Esta deliberada vaguedad de los principios de los cuentos de hadas simboliza el abandono del mundo concreto de la realidad cotidiana. Viejos castillos, oscuras cuevas, habitaciones cerradas en las que está prohibida la entrada, bosques impenetrables, sugieren que algo oculto nos va a ser revelado, mientras el «hace mucho tiempo» implica que vamos a aprender cosas sobre acontecimientos de tiempos remotos.
Los Hermanos Grimm no hubieran podido empezar su colección de cuentos con una frase más significativa que la que da comienzo a su primer relato «El rey rana». Dice así: «En tiempos remotos, cuando bastaba desear una cosa para que se cumpliera, vivía un rey, cuyas hijas eran muy hermosas; la más pequeña era tan bella que el sol, que ha visto tantas cosas, se quedaba extasiado cada vez que iluminaba su cara». Este principio localiza la historia en una época típica de los cuentos: tiempo remoto en que creíamos que nuestros deseos podían, si no mover montañas, sí por lo menos cambiar nuestro destino; y en que, bajo nuestra perspectiva animista del mundo, el sol tomaba en cuenta, y reaccionaba ante los acontecimientos terrenales. La belleza sobrenatural de la muchacha, el cumplimiento de los deseos y el ensimismamiento del sol representan la absoluta singularidad de este hecho. Estas son las coordenadas que sitúan la historia no en el tiempo y el espacio de la realidad externa, sino en un estado mental, característico de la juventud. Al ocupar ese lugar, el cuento puede cultivar este aspecto mejor que ninguna otra clase de literatura.