Si creemos que la vida humana está controlada por un designio superior, debemos admirarnos de su perfección, puesto que una extensa variedad de hechos psicológicos coinciden en el momento oportuno y se refuerzan unos a otros de manera que el impacto que producen en la persona la impulsa a pasar de la infancia a la niñez verdadera. En el preciso momento en que el mundo exterior comienza a tentar al niño para que abandone el círculo limitado de la familia, las decepciones que sufre en el período edípico le inducen a separarse de sus padres, quienes habían sido su única fuente de subsistencia física y psicológica.
Llegado este momento, el niño ya es capaz de obtener una cierta satisfacción emocional de las personas que no forman parte de su familia inmediata, lo que compensa, al menos en parte, la desilusión que ha sufrido respecto a sus padres. Se podría considerar que entra dentro del mismo plan el hecho de que el niño experimente un desencanto profundo y doloroso al ver que sus padres no pueden vivir en conformidad con sus expectativas infantiles y que, de este modo, llegue a ser capaz, desde el punto de vista físico y mental, de conseguir lo que quiere por sí solo. En el mismo momento, o con poco tiempo de diferencia, se completa toda una serie de progresos decisivos, íntimamente relacionados entre sí y estando cada uno en función de los demás.
Al ir aumentando la capacidad del niño para enfrentarse a los distintos problemas que se le presentan, es lógico que se relacione cada vez más con las otras personas y con los aspectos más generales del mundo que lo rodea. Al adquirir estas nuevas capacidades, los padres sienten que pueden esperar más del niño y están menos dispuestos a ayudarle. Este cambio en sus relaciones constituye una tremenda decepción para el niño, que tenía la esperanza de recibir siempre esa ayuda; es la desilusión más grande de su vida, aumentada, además, por el hecho de que procede de los que él cree que deberían prodigarle cuidados ilimitados. Pero este hecho también está en función de las relaciones cada vez más profundas que el niño establece con el mundo externo, de las nuevas fuentes de tipo emocional que encuentra en él y de su capacidad creciente para satisfacer, hasta cierto punto, algunas de sus propias necesidades. Gracias a estas nuevas experiencias con el mundo externo el niño se da cuenta de las «limitaciones» de sus progenitores; es decir, de sus defectos desde el punto de vista de las expectativas poco realistas que el niño tenía respecto a ellos. En consecuencia, el pequeño experimenta tal disgusto por el comportamiento de sus padres que se arriesga a buscar satisfacciones en cualquier otra parte.
En este caso, las nuevas experiencias representan un reto tan difícil y es tan escasa su capacidad para resolver los problemas que encuentra en su camino hacia la independencia, que el niño necesita las satisfacciones que le proporciona la fantasía para no dejarse vencer por la desesperación. Por muy considerables que sean los logros reales que el niño consigue, parecen convertirse en algo insignificante cuando se comparan con los fracasos que sufre únicamente porque no llega a comprender lo que puede pasar en la realidad. Esta decepción puede conducirle a un estado de desilusión tal respecto a su propia persona que es posible que el niño se encierre en sí mismo, lejos del mundo, a menos que la fantasía acuda en su ayuda.
Si algunos de los pasos que el niño da pudieran verse aisladamente, se diría que la capacidad de adornar el presente con fantasías es lo que permite alcanzar el resto de objetivos, porque, con ello, se pueden soportar las frustraciones experimentadas en la realidad. Si consiguiéramos recordar cómo nos sentíamos cuando éramos pequeños, o pudiéramos imaginar la sensación de fracaso que un niño experimenta cuando sus compañeros de juego o sus hermanos mayores le rechazan o hacen las cosas mejor que él, o cuando los adultos —y, en el peor de los casos, los padres— parecen burlarse o mofarse de él, entonces sabríamos por qué el niño se siente tan a menudo como un ser inferior: un «tonto». Sólo una fantasía exagerada acerca de éxitos futuros podrá equilibrar la balanza, de manera que el niño pueda seguir viviendo y esforzándose.
Los ataques repentinos de cólera, que son la expresión visible de la convicción del niño de que no hay nada que hacer para mejorar las condiciones «insoportables» en que vive, nos muestran hasta qué punto pueden llegar las frustraciones, decepciones y desesperos de un niño en el momento de máxima sensación de fracaso. Tan pronto como un niño es capaz de imaginar (es decir, fantasear) una solución favorable a sus problemas actuales, los ataques de cólera desaparecen, porque, al haberse consolidado la esperanza en el futuro, las dificultades actuales dejan de ser insoportables. La descarga física sin ton ni son, por medio de patadas y chillidos, da paso a una reflexión o a una actividad planeada para conseguir un objetivo concreto, tanto a corto como a largo plazo. De esta manera, el niño puede enfrentarse con éxito a los problemas que, en un momento determinado, no es capaz de resolver, puesto que la decepción de ese momento queda disminuida ante la posibilidad de éxitos futuros.
Si, por alguna razón, un niño es incapaz de ver el futuro con optimismo, se produce una interrupción inmediata del desarrollo. El ejemplo más grave lo encontramos en el caso de los niños que sufren autismo infantil. Puede ser que estos seres no hagan absolutamente nada o bien que exploten intermitentemente con bruscos ataques de cólera, pero, en cualquier caso, insisten en que nada debe cambiar dentro de su ambiente y de las condiciones en que viven. Todo ello es consecuencia de su completa incapacidad para imaginar mejora alguna. Sé de una niña que, tras un período prolongado de terapia, surgió finalmente de su total estado autista y expresó lo que para ella caracteriza a los padres buenos: «Esperan algo de ti». Esto implicaba que sus padres se habían portado mal porque ninguno de ellos había sido capaz de tener esperanzas ni de transmitírselas a ella en cuanto a sí misma y a su vida futura en este mundo.
Todos nosotros sabemos que cuanto más desgraciados y profundamente desesperados nos sintamos, más necesidad tendremos de enzarzarnos en fantasías, pero, en esos momentos, no somos capaces de hacerlo. Entonces, más que en cualquier otra ocasión, necesitamos que los demás nos animen con sus esperanzas en cuanto a nosotros mismos y a nuestro futuro. Ningún cuento de hadas puede hacerlo todo en este sentido por un niño; como nos recordó la niña autista, primero es básico que nuestros padres nos transmitan la esperanza que tienen en nosotros. Luego, sobre esta base sólida y real —la manera positiva en que nuestros padres ven nuestro futuro— podremos construir castillos en el aire, medio conscientes de que no son más que eso, pero obteniendo una gran tranquilidad por su inexistencia. Aunque la fantasía es
irreal,
la sensación agradable que nos proporciona respecto a nosotros mismos y a nuestro futuro es completamente
real
, y necesitamos esta sensación para sobrevivir.
Todo padre que se preocupe por el estado de ánimo de su hijo le dirá que las cosas cambiarán y que algún día todo le irá mejor. Sin embargo, el desespero del niño es total —al no conocer grados intermedios, se siente, o bien en el más tenebroso de los infiernos, o bien en la más perfecta de las glorias— y, por lo tanto, lo único que puede vencer su temor de destrucción total en este momento es una felicidad perfecta y eterna. Ningún padre razonable afirmará que es posible llegar a la felicidad total en la realidad, pero con los cuentos de hadas contribuirá a que su hijo utilice, a su manera, las esperanzas fantásticas en el futuro, sin engañarle con falsas promesas irrealizables.
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Al sentirse dominado por los adultos y desposeído de los privilegios del bebé, al que no se exigía nada y cuyos deseos eran cumplidos totalmente por los padres, el niño experimenta una enorme sensación de descontento que le lleva, inevitablemente, a desear poseer un reino de su propiedad. Las afirmaciones realistas sobre las posibilidades del niño al convertirse en un adulto no pueden satisfacer, y ni siquiera compararse a, deseos tan alejados de la realidad.
¿En qué consiste el reino que el héroe de los cuentos obtiene al final de la historia? Su principal característica es que no sabemos nada de él y ni tan sólo de lo que hacen el rey y la reina. El único objetivo del que gobierna este reino es ser el que impone las leyes y no el que las cumple. El haber llegado a rey o reina al final del cuento simboliza un estado de
independencia
verdadera, en el que el héroe se siente tan seguro, satisfecho y feliz como el niño en su mayor estado de
dependencia
, cuando se le cuidaba verdaderamente en el reino de su cuna.
Al principio del cuento, el héroe está a merced de los que lo desprecian, lo maltratan e, incluso, amenazan con destruirlo, como con la reina malvada de «Blancanieves». A medida que avanza la historia, el héroe se ve forzado, muy a menudo, a depender de otros seres que lo ayudan: criaturas inferiores, como los enanitos de «Blancanieves», o animales mágicos como los pájaros de «Cenicienta». Al final del cuento, el héroe ha vencido en todas las pruebas que se le han presentado, se ha mantenido fiel a sí mismo y, gracias a estas victorias, ha alcanzado su verdadera identidad. Se ha convertido en un autócrata, en el mejor sentido del término, es decir, se pone sus propias leyes, es una persona realmente autónoma y no un dictador respecto a los demás. En los cuentos de hadas, a diferencia de los mitos, no se vence a otras personas, sino a uno mismo y a la maldad (que es, principalmente, la del propio héroe, proyectada en su antagonista). En cuanto a las leyes de estos reyes y reinas, lo único que sabemos es que gobernaron con sabiduría y orden y fueron muy felices. En esto, precisamente, debería consistir la madurez: en saber gobernarnos a nosotros mismos con sabiduría y, en consecuencia, en alcanzar la máxima felicidad.
El niño lo comprende perfectamente. No cree que, algún día, vaya a convertirse en gobernante de un reino que no sea el de su propia vida. Los cuentos de hadas le aseguran que este reino puede llegar a ser suyo, pero sólo si lucha antes por conseguirlo. La manera en que un niño imagine concretamente este «reino» depende de la edad y del estadio de desarrollo en que se encuentre, pero, de todos modos, nunca se lo tomará al pie de la letra. Para un niño muy pequeño significará, simplemente, que nadie le va a dar órdenes y que sus deseos se verán realizados. Para un muchacho de más edad incluirá también la obligación de dictar leyes, es decir, de vivir y actuar con sabiduría. No obstante, a cualquier edad, el niño interpreta el hecho de convertirse en rey o reina como la llegada a la edad adulta y madura.
Puesto que la madurez requiere una solución positiva de los conflictos edípicos del niño, veamos ahora cómo el héroe del cuento obtiene su reino. En el mito griego de Edipo, éste se convierte en rey después de matar a su padre y casarse con su madre tras la resolución del enigma de la Esfinge, que terminó por precipitarse en el abismo. El hallazgo de la respuesta a este enigma exigía la comprensión del contenido de los tres niveles de desarrollo de la persona. El mayor enigma que se le presenta a un niño es descifrar en qué consiste el sexo, que constituye el secreto que quiere descubrir. Puesto que la resolución del enigma de la Esfinge permitió que Edipo accediera al trono de aquel reino al casarse con su madre, se puede aventurar la hipótesis de que este enigma tiene algo que ver con el conocimiento de tipo sexual, por lo menos a nivel inconsciente.
Asimismo, en muchos cuentos de hadas, la resolución del «enigma» lleva al matrimonio y a la conquista del reino. Por ejemplo, en la historia de los Hermanos Grimm «El sastrecillo listo» el héroe es el único capaz de adivinar los dos colores del pelo de la princesa, acabando así por casarse con ella. Del mismo modo, en la historia de la Princesa Turandot sólo podrá conquistarla el que adivine las respuestas correctas a sus tres enigmas. La resolución del problema planteado por una mujer en particular representa el misterio del sexo femenino en general; y puesto que el matrimonio suele proporcionar la solución correcta, no parece descabellado el hecho de pensar que el enigma que debe resolverse es de tipo sexual: el que comprenda el secreto que representa el sexo opuesto ha llegado a la madurez. Sin embargo, mientras que en el mito de Edipo el personaje que plantea el problema se destruye a sí mismo y luego se produce una tragedia conyugal, en los cuentos el hallazgo del secreto contribuye a la felicidad de la persona que resuelve el misterio y de la que lo plantea.
Edipo se casa con una mujer que resulta ser su madre, por lo que es mucho mayor que él. En cambio, el héroe del cuento, tanto si es masculino como femenino, se casa con una pareja de su misma edad. Es decir, que cualquiera que haya sido la relación edípica que este héroe haya mantenido con un progenitor, ha sido capaz después de transferirla a una pareja no edípica y mucho más adecuada. Una y otra vez vemos en los cuentos que una relación insatisfecha con un progenitor — como es, invariablemente, toda relación edípica— es sustituida por una relación feliz con el cónyuge liberador, como ocurre, por ejemplo, con la relación de Cenicienta y un padre inepto y débil de carácter.
En este tipo de cuentos, el padre, lejos de resentirse porque su hijo abandone la relación edípica que mantenía con él, está muy satisfecho de tener y, a veces, de ser, él mismo, el instrumento para solucionar este conflicto. Poe ejemplo, en «Hans, mi pequeño erizo» y «La bella y la bestia», el padre (voluntariamente o no) obliga a su hija a casarse. El hecho de que ambos abandonen la relación edípica que mantenían les proporciona una solución satisfactoria a este problema.
No encontramos cuento alguno en que un hijo arrebate el reino a su propio padre. Si éste lo abandona es únicamente a causa de su avanzada edad. El hijo, incluso en este caso, tiene que ganárselo, encontrando, por ejemplo, a la mujer más atractiva, como ocurre en «Las tres plumas». En este relato queda claro que el hecho de obtener el reino es equivalente a la conquista de la madurez moral y sexual. En primer lugar, se exige que el héroe lleve a cabo una tarea para heredar el reino, pero, aun después de conseguirlo, esta prueba resulta insuficiente, como también sucede al segundo intento. La tercera empresa consiste en encontrar y llevar a casa a la novia más deseable; cuando el héroe lo logra, el reino pasa por fin a sus manos. Así pues, lejos de proyectar los celos del hijo respecto a su padre o el resentimiento de éste frente a los esfuerzos sexuales del hijo, el cuento expresa todo lo contrario: en el momento en que el hijo ha llegado a la edad apropiada, a la plena madurez, el padre quiere que haga valer sus méritos también desde el punto de vista sexual; de hecho, sólo acepta a su hijo como su sucesor después de esta última demostración.