La madre, casi sin habla, le preguntó: «¿Por qué crees que te trato como a Cenicienta?».
«¡Porque me obligas a hacer el trabajo más duro de la casa!», replicó la pequeña. Al introducir a sus padres en sus fantasías, las representaba más abiertamente, barriendo así toda la suciedad, etcétera. Llegó incluso más lejos, jugaba a vestir a su hermanita pequeña para ir al baile. Sin embargo, extrajo de la historia de «Cenicienta» lo que necesitaba, basándose en su comprensión inconsciente de las emociones contradictorias aunadas en el papel de «Cenicienta», pues un día dijo a su madre y a su hermana: «No deberíais sentir celos de mí sólo porque soy la más guapa de la familia».
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Esto muestra que, bajo la aparente humildad de Cenicienta, yace la convicción de su superioridad frente a su madre y hermanas, como si pensara: «Podéis mandarme hacer todos los trabajos más sucios, que yo fingiré ser sucia, pero, en el fondo, sé que me tratáis así porque estáis celosas de que yo sea mucho mejor que vosotras». Esta convicción está alentada por el desenlace feliz de la historia, que asegura a toda «Cenicienta» que, en el último momento, llegará un príncipe y se fijará en ella.
¿Por qué cree el niño, en su fuero interno, que Cenicienta se ha hecho merecedora de esta situación humillante? Esta cuestión nos remite al pensamiento infantil al término del período edípico. Antes de verse complicado en los problemas edípicos, el niño está convencido, si las relaciones en el seno de la familia son satisfactorias, de que puede ser amado, y, de hecho, lo es. El psicoanálisis califica a este estadio de completa satisfacción con uno mismo de «narcisismo primario». Durante este período el niño cree que él, indiscutiblemente, es el centro del universo, por lo tanto no hay por qué sentir celos de nadie.
Los conflictos edípicos, que aparecen al finalizar este estadio de desarrollo, dejan profundas huellas de duda en el sentido que el niño otorga a su propio valor. Tiene la impresión de que si realmente fuera digno del cariño de sus padres, como antes creía serlo, éstos nunca le hubieran criticado ni frustrado. La única explicación que puede encontrar a las críticas de sus padres es que debe haber algún fallo grave en él, que provoca lo que el pequeño experimenta como rechazo. Si sus deseos no se satisfacen y sus padres causan en él constantes frustraciones, no hay otra justificación que, o bien algo está mal en el niño, o bien sus deseos son equivocados, o ambas cosas a la vez. El pequeño todavía es incapaz de comprender que puede haber otras razones que influyan en su destino, al margen de las que residen en su interior. Mientras el niño experimentaba los celos edípicos, el anhelo de deshacerse del progenitor del mismo sexo parecía lo más natural del mundo, pero ahora se da cuenta de que no puede seguir por su propio camino, y quizá por eso sus deseos sean erróneos. Ya no está tan seguro de que sus padres le prefieran a él más que a sus hermanos, y empieza a sospechar que la causa de todo esto se deba a que
aquéllos
están libres de los malos pensamientos y acciones que él experimenta.
Todas estas incertidumbres van aumentando a medida que el pequeño va adquiriendo un cierto nivel de socialización, en el que se ve sujeto a actitudes cada vez más críticas. Tiene que comportarse de modo contrario a sus deseos naturales, cosa que le afecta enormemente. No obstante, debe limitarse a obedecer sin más, lo cual le hace sentirse furioso; y esta cólera va dirigida contra todos aquellos que le imponen exigencias, especialmente sus padres. Esta es otra razón por la que el niño pretende deshacerse de ellos, y que, a su vez, provoca en él sentimientos de culpabilidad. Teniendo en cuenta estos procesos, parece lógico que el pequeño crea merecer un castigo por sentir esas cosas, castigo del que sólo podría escapar si nadie se enterara de lo que piensa cuando está enojado. El sentimiento de que no es digno del amor de sus padres, cuando más desea que éstos le quieran, origina el temor al rechazo, aunque en realidad no haya motivo para ello. A su vez, este miedo al rechazo acarrea la angustia de que los otros son los preferidos, es decir, los mejores; estas son las raíces profundas de la rivalidad fraterna.
Algunos de los influenciables sentimientos de inutilidad que el niño tiene de sí mismo se originan en las experiencias que rodearon a la educación sobre el control de los esfínteres y a todos los otros aspectos de la educación en general: ser limpio, aseado y ordenado. Mucho se ha hablado de cómo las exigencias de los padres, al ver que sus hijos no son lo pulidos que ellos quisieran, hacen que el pequeño se sienta sucio y malo. Pero, aunque el niño logre ser limpio y aseado, sabe que, en realidad, preferiría dar rienda suelta a sus tendencias, que le impelen a ser desaliñado, sucio y desordenado.
Al finalizar el período edípico, el sentimiento de culpabilidad por sus deseos de suciedad y desorden se une a la culpabilidad que provoca el conflicto edípico, al querer sustituir al progenitor del mismo sexo en el cariño del otro. El anhelo de ser el amor, si no la pareja sexual, del progenitor del sexo opuesto, que, al principio del desarrollo edípico, parecía natural e «inocente», al término del mismo se reprime como algo sumamente negativo. Pero, mientras este deseo como tal puede reprimirse, la culpabilidad que provoca y los sentimientos sexuales en general permanecen conscientes y hacen que el pequeño se sienta sucio e insignificante.
Una vez más, la falta de objetividad insta al niño a pensar que sólo él experimenta tales deseos y que únicamente él es malo. Esta convicción hace que todo niño se identifique con Cenicienta, obligada a permanecer siempre junto a las cenizas. Puesto que experimenta estos «sucios» deseos, le corresponde, también, el lugar de la Cenicienta, donde sus padres lo relegarían si conocieran sus anhelos. Esta es la razón por la que el niño tiene que creer que, aun siendo degradado hasta este punto, será rescatado de tal humillación y devuelto al rango que le corresponde, al igual que le ocurre a Cenicienta.
El niño necesita, desesperadamente, captar la naturaleza de estas ansiedades y sentimientos de culpabilidad para poder soportar la humillación e insignificancia que fantasea durante este período. Además, a nivel consciente e inconsciente, debe estar seguro de que será capaz de salir victorioso de tales dificultades. Uno de los aspectos más valiosos de «Cenicienta» es que, dejando aparte la ayuda mágica que recibe, el niño comprende que Cenicienta se libera de su situación humillante para pasar a otra muy superior, gracias a su personalidad y a sus propios esfuerzos, y a pesar de que los obstáculos que la rodean parecen insuperables. El niño confía en que lo mismo le sucederá a él, pues la historia se adapta muy bien a la causa de su culpabilidad consciente e inconsciente.
Evidentemente, «Cenicienta» trata de la rivalidad fraterna en su forma más exagerada: los celos y la hostilidad de las hermanastras y los sufrimientos de la muchacha a causa de ello. Otros aspectos psicológicos a los que alude esta historia se mencionan de modo tan sutil que el niño no llega a ser consciente de los mismos. Sin embargo, en su inconsciente, el niño reacciona a estos importantes detalles que se relacionan con hechos y experiencias de los que se ha apartado conscientemente, pero que continúan ocasionándole serios problemas.
En el mundo occidental, la historia del origen de «Cenicienta» empieza con la primera versión publicada, a cargo de Basile: «La Gata Cenicienta».
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En ella aparece un príncipe viudo que quiere tanto a su hija «que no veía más que por sus ojos». Pasado un tiempo se casa con una malvada mujer que odia profundamente a la niña —podemos suponer que siente celos de ella— y «le lanzaba unas miradas tan penetrantes que la hacían estremecer de miedo». La muchacha se queja de ello a su querida nodriza, diciéndole que la hubiera preferido a ella como madre. Ésta, alentada por esas palabras, indica a la niña, llamada Zezolla, que le pida a su madrastra que busque algunos vestidos en un viejo baúl. De este modo, Zezolla podrá dejar caer la tapa del arca sobre la cabeza de la madrastra y romperle el cuello. La niña sigue los consejos de la nodriza y da muerte a la perversa mujer.
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A continuación convence a su padre para que se case con la nodriza.
Algunos días después de la boda, se descubre que la nueva esposa tenía seis hijas que había mantenido ocultas hasta aquel momento. Entonces, empieza a degradar a Zezolla a los ojos de su padre: «Fue rebajada de tal modo que pasó de los salones a la cocina, de sus aposentos a los fogones, de espléndidos vestidos de seda y oro a burdos delantales, y del cetro al asador; no sólo cambió su posición sino también su nombre; dejó de llamarse Zezolla para tomar el nombre de "Gata Cenicienta"».
Un día, cuando el príncipe debe salir de viaje, pregunta a sus hijas qué regalo desean que les traiga. Las hijastras piden cosas sumamente valiosas, mientras Zezolla quiere únicamente que la paloma de las hadas le conceda algún presente. El obsequio que hace llegar a sus manos es una palmera, con todo lo necesario para plantarla y cultivarla. Después de haber plantado y cuidado el árbol con gran esmero, la niña lo ve crecer hasta alcanzar el tamaño de una mujer. Entonces, del árbol surge un hada, dispuesta a conceder a Gata Cenicienta todo lo que ésta desee. Todo lo que pide es que se le permita abandonar la casa sin que se enteren sus hermanastras.
Un día se celebra una fiesta a la que asisten las hermanastras elegantemente vestidas. Tan pronto como se queda sola, Gata Cenicienta «corrió al árbol y pronunció las palabras que el hada le había enseñado, viéndose, al instante, ataviada como una reina». El rey de aquellas tierras, que también acude a la fiesta, queda prendado de la extraordinaria belleza de Gata Cenicienta. Para averiguar quién es, en realidad, aquella hermosa doncella, ordena a uno de sus criados que la siga al salir del baile, pero la muchacha consigue esquivarlo. Al cabo de un tiempo se celebra otra fiesta, en la que ocurre exactamente lo mismo. Durante la tercera recepción, se repiten los mismos hechos, pero, esta vez, mientras el criado sigue a Gata Cenicienta, ésta pierde una de sus chinelas, «la más bella y extraordinaria que os podáis imaginar». (En la época de Basile, las mujeres napolitanas, cuando salían, se calzaban unos zapatos de tacón alto, llamados chinelas.) Para poder encontrar a la bella muchacha a quien pertenece la zapatilla, el rey celebra una fiesta y ordena a todas las mujeres del reino que acudan a ella. Al final del baile, el rey obliga a cada una de ellas a que se pruebe la chinela y, «al irse acercando a Zezolla, el zapato escapó de sus manos y fue a ajustarse al diminuto pie de la muchacha». Ante esta evidencia, el rey convierte a Zezolla en su esposa, mientras que «las hermanas, pálidas de envidia, salieron sigilosamente de palacio».
El tema de un niño que mata a su madre o madrastra es muy poco frecuente.
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La degradación temporal de Zezolla no es un castigo adecuado a la gravedad de su crimen, por lo que debemos buscarle una explicación, sobre todo teniendo en cuenta que la humillación de ser rebajada hasta convertirse en «Gata Cenicienta» no es consecuencia de su mala acción, o por lo menos no está directamente relacionada con ella. Otro rasgo que sólo encontramos en esta versión es la existencia de dos madrastras. En «Gata Cenicienta» no se menciona para nada a la verdadera madre de la muchacha, mientras que en la mayoría de los cuentos de «Cenicienta» se alude a ella de alguna manera; y quien proporciona los medios a la hija maltratada para que pueda unirse con su príncipe no es una representación simbólica de la madre original, sino un hada en forma de palmera.
Es posible que, en «Gata Cenicienta», la madre real y la primera madrastra sean la misma persona en distintos períodos de desarrollo; y que su asesinato y sustitución se deban más a fantasías edípicas que a la realidad. Si nuestra interpretación es cierta, parece lógico que Zezolla no reciba castigo alguno por crímenes que sólo ha cometido en su imaginación. Su degradación en favor de sus hermanas puede tratarse también de una fantasía en cuanto a lo que le hubiera ocurrido si hubiera actuado de acuerdo con sus deseos edípicos. Cuando Zezolla ha superado la edad edípica y está ya lista para establecer las relaciones adecuadas con su madre, ésta regresa bajo la forma de un hada y ayuda a su hija a tener éxito con el rey, objeto no edípico, desde el punto de vista sexual.
En muchas versiones de este ciclo de cuentos se insinúa el hecho de que la situación de Cenicienta es consecuencia de una relación edípica. En todas las historias divulgadas por Europa, África y Asia —en Europa, por ejemplo, en Francia, Italia, Austria, Grecia, Irlanda, Escocia, Polonia, Rusia y Escandinavia—, Cenicienta huye de un padre que pretende casarse con ella. En otra serie de cuentos también ampliamente difundida, el padre expulsa a la muchacha porque no lo ama como debiera, cosa que no es cierta en absoluto. Así pues, hay muchos ejemplos del tema de «Cenicienta», en los que su degradación —a menudo sin la presencia de ninguna madre (madrastra) ni hermana (hermanastra) en la historia— se debe a un vínculo edípico entre padre e hija.
M. R. Cox, que ha recopilado 345 historias de «Cenicienta», las divide en tres grandes grupos.
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La primera categoría contiene tan sólo dos características esenciales: una heroína maltratada y la zapatilla que sirve para reconocerla. El segundo grupo abarca otros dos rasgos esenciales: lo que Cox, en su lenguaje victoriano, califica de «padre desnaturalizado» —es decir, un padre que quiere casarse con su hija— y otra característica que es consecuencia de la primera, la huida de la heroína, que la convierte en una «Cenicienta». En la tercera categoría, los dos aspectos adicionales pertenecientes a la segunda son sustituidos por lo que Cox llama un «Juicio del rey Lear»: un padre cree que las muestras de afecto de su hija no son suficientes, por lo que la destierra del lugar, condenándola así a la humillante posición de Cenicienta.
La historia de Basile es una de las pocas versiones de «Cenicienta» en que la propia heroína es culpable de su destino; es el resultado de sus maquinaciones y delitos. En casi todas las demás versiones la muchacha es aparentemente inocente. No hace nada que despierte en el padre el deseo de casarse con ella; y lo ama realmente aunque éste la expulse por creer que su estimación no es suficientemente fuerte. En las historias más conocidas en la actualidad, Cenicienta no es culpable de la humillación que sufre en aras de sus hermanastras.