Esta historia carece de algunas de las características más importantes de los verdaderos cuentos de hadas: al final no hay mejoría ni alivio; no hay resolución de conflicto alguno y, por lo tanto, no hay final feliz. Sin embargo, es un cuento lleno de significado, porque, simbólicamente, hace referencia a los problemas más acuciantes del desarrollo del niño: la lucha contra los conflictos edípicos, la búsqueda de la identidad y la rivalidad fraterna.
Este relato, en su forma actual, tiene un origen muy reciente, aunque provenga de un antiguo cuento. Su historia ilustra la evolución, a través del tiempo, de un cuento admonitorio que, al adquirir las características de los cuentos de hadas, se hace cada vez más popular y significativo. Su historia nos muestra, también, que la publicación de un cuento de hadas no excluye el que éste sea revisado en ediciones posteriores. Pero cuando tales alteraciones se llevan a cabo, los cambios —contrariamente a lo que sucedía cuando los cuentos se perpetuaban siguiendo la tradición oral— reflejan algo más que la idiosincrasia personal del narrador.
A menos que se trate de un artista original, el autor que intente modificar un cuento de hadas para realizar una nueva publicación no se guiará ni por sus sentimientos inconscientes respecto a la historia, ni pensará en ningún niño en particular a quien deleitar o ayudar en algún problema urgente. Por el contrario, los cambios producidos se establecen a partir de lo que el autor cree que el lector «corriente» desea oír. Ideado para satisfacer los deseos y escrúpulos morales de un lector anónimo, el cuento es relatado de modo vulgar y trivial.
Si una historia existe tan sólo en la tradición oral, lo que determina su contenido es, en gran parte, el inconsciente del narrador, y lo que éste recuerda de la misma. Al actuar así, no sólo está motivado por sus sentimientos conscientes e inconscientes respecto a la historia, sino también por la naturaleza de la relación emocional que mantiene con el niño a quien relata el cuento. Después de que distintas personas han repetido oralmente, e infinidad de veces, la misma historia a distintos oyentes, a lo largo de los años, se obtiene, finalmente, una versión tan satisfactoria, para el consciente y el inconsciente de gran número de personas, que ya no son necesarios más cambios. Tras este proceso, la historia ha alcanzado su forma «clásica».
Todo el mundo está de acuerdo en que la fuente original de «Ricitos de Oro» es un antiguo cuento escocés de una zorra que se introduce sin permiso en casa de tres osos.
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Los osos terminan por devorar a la intrusa; se trata de un cuento admonitorio que nos aconseja respetar la propiedad privada de nuestros semejantes. En un librito de elaboración casera, escrito por Eleanor Muir en 1831 como regalo de cumpleaños para un niño, y descubierto más tarde en 1951, se describe a la intrusa como una mujer vieja y gruñona. Es posible que, al escribir este cuento, la autora confundiera la palabra «zorra» del original, y en lugar de interpretarlo como la hembra del zorro, le hubiera atribuido el sentido figurado de mujer malhumorada. Pero tanto si se produjo deliberadamente esta alteración, como si fue debida al azar, o a un error de identificación, o a un lapsus «freudiano», lo cierto es que fue este cambio el que provocó la transición de un viejo cuento admonitorio a una historia de hadas. En 1894 se dio a conocer otra versión, probablemente muy vieja, de la misma historia, procedente de la tradición oral, y en la que la intrusa se sirve un poco de leche, se sienta en las sillas y se echa en las camas de los osos, que, en esta versión, viven en un castillo en medio de los bosques. En estas dos historias la intrusa es severamente castigada por los osos, que intentan arrojarla al fuego, ahogarla o lanzarla desde lo alto de un campanario.
Ignoramos si Robert Southey, que publicó por primera vez esta historia en su libro
The Doctor
, en 1837, estaba familiarizado con alguno de estos viejos cuentos. Pero el caso es que introdujo un importante cambio al hacer que, por primera vez, la intrusa saltara por la ventana sin explicarnos, en absoluto, lo que fue de ella ni de su destino. La historia finaliza del siguiente modo: «La mujercilla saltó por la ventana; pero no puedo deciros si se rompió la crisma al saltar, si corrió hacia el bosque y se perdió, o si encontró el camino de salida y fue arrestada por el comisario de policía por ir vagabundeando por ahí. Lo que sí sé es que los Tres Osos nunca más oyeron hablar de ella». A la publicación de esta versión de la historia siguió una inmediata reacción positiva.
La siguiente alteración fue obra de Joseph Cundall, tal como él mismo explica en una nota dedicatoria de 1849 al
Treasury of Pleasure Books for Young Children,
aparecido en 1856: transformó a la intrusa en una niña y la llamó «Cabellos de Plata» («Cabellos de Plata» o «Ricitos de Plata» se convirtió, en 1889, en «Cabellos de Oro» y, finalmente, en 1904, en «Ricitos de Oro»). El cuento sólo alcanzó gran popularidad después de otros dos importantes cambios. En
Mother Goose's Fairy Tales
de 1878, el «Oso Grande», el «Oso Mediano» y el «Oso pequeño» se convirtieron en «Papá Oso», «Mamá Osa» y «Bebé Osito»; también en este caso la heroína desaparece por la ventana sin que, al final, se la maltrate ni se mencione castigo alguno.
Con esta descripción de los ositos formando una familia, la historia se acercó, inconscientemente, a la situación edípica. Cabe esperar que una tragedia proyecte resultados destructivos de conflictos edípicos, pero un cuento de hadas no. Esta historia se hizo popular sólo porque se permitió que el desenlace corriera a cargo de nuestra imaginación. Esta incertidumbre se tolera porque el intruso interfiere en la integración de la constelación familiar básica, amenazando, así, la seguridad emocional de la familia. De representar un extraño que invade la casa y se sirve de las propiedades ajenas, pasó a ser alguien que pone en peligro la seguridad y el bienestar emocional de la familia. Lo que explica la enorme popularidad de la historia son sus hondas raíces psicológicas.
Las relativas deficiencias de un cuento de hadas inventado recientemente respecto a otro más viejo, y repetido cientos de veces, surgen al comparar «Ricitos de Oro» con «Blancanieves», de cuya historia se extrajeron y modificaron algunos detalles que pasaron a formar parte del relato original de «Los tres ositos». En ambos cuentos, una niña, perdida en el bosque, encuentra una incitante y linda casita, abandonada temporalmente por sus habitantes. En «Ricitos de Oro» no se nos menciona cómo o por qué se extravió la niña en la espesura del bosque, por qué buscaba un refugio ni dónde estaba su hogar. Ignoramos las razones más importantes subyacentes al hecho de que la niña se perdiera.
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Así pues, desde un buen principio «Ricitos de Oro» provoca preguntas que han de quedar sin respuesta; no obstante, el valor de los cuentos de hadas es que proporcionan respuestas, por muy fantásticas que sean, incluso a preguntas de las que no somos conscientes porque nos inquietan tan sólo a nivel inconsciente.
A pesar de las vicisitudes históricas que transformaron a la intrusa de una zorra en una vieja asquerosa, llegando finalmente a una hermosa niña, esta última sigue siendo un extraño que nunca formará parte de la familia. Quizá la razón por la que este cuento se hizo tan popular a finales de siglo se deba a que las personas se sentían cada vez más extrañas a sí mismas. Primero sentimos pena por los ositos cuya intimidad ha sido invadida, pero después nos compadecemos también de la pobre, hermosa y encantadora Ricitos de Oro, que no viene de ningún lugar y no tiene a dónde ir. En esta historia no hay personajes malvados, aunque a Bebé Osito le roben su comida y le rompan su sillita.
A diferencia de los enanitos, los osos no se dejan seducir por la belleza de Ricitos de Oro, ni tampoco se sienten conmovidos al oír una trágica historia, como les sucede a los enanitos al conocer la vida de Blancanieves. Pero, en este caso, Ricitos de Oro no tiene ninguna historia que contar; su llegada es tan misteriosa como su desaparición.
«Blancanieves» empieza en el momento en que una madre desea profundamente tener una niña. Pero la madre idealizada de la infancia desaparece y es sustituida por una madrastra celosa que no sólo arroja a Blancanieves de su casa sino que amenaza su vida. La urgente necesidad de sobrevivir obliga a Blancanieves a soportar los peligros del intrincado bosque, donde aprende a trazar su propio camino en la vida. Los celos edípicos entre madre e hija están tan patentes que el niño puede comprender intuitivamente los conflictos emocionales y las pulsiones internas subyacentes en este argumento.
En «Ricitos de Oro», el contraste se halla entre la familia perfectamente integrada, representada por los osos, y el extraño en busca de sí mismo. Los osos, felices pero ingenuos, no tienen problemas de identidad: cada uno sabe el lugar que ocupa en relación con los otros miembros de la familia, hecho que se subraya al llamarlos Papá, Mamá y Bebé Osito. Funcionan como una tríada aunque cada uno mantenga su propia individualidad. Ricitos de Oro intenta averiguar quién es, y qué papel ha de desempeñar. En cambio, Blancanieves encarna a la muchacha que lucha contra un aspecto de su irresuelto conflicto edípico: la relación ambivalente que vive respecto a la madre. Ricitos de Oro es la preadolescente que se enfrenta a la situación edípica en todos sus aspectos.
Esto se pone de manifiesto por el importante papel que desempeña el número tres en la historia. Los tres ositos constituyen una familia feliz, en la que la vida transcurre tan placenteramente que no existen para ellos problemas sexuales ni edípicos. Cada uno se siente dichoso en el lugar que ocupa; todos tienen su plato, su silla y su cama propios. Por su parte, Ricitos de Oro se siente completamente desorientada cuando tiene que decidir cuál de estos tres objetos será el más apropiado para ella. En su conducta el número tres aparece mucho antes de que la niña encuentre los tres platos, las tres camas y las tres sillitas: tres esfuerzos separados preceden a la entrada de la pequeña en casa de los osos. En la versión de Southey, la vieja gruñona «miró… primero, a través de la ventana, luego, espió por el ojo de la cerradura y, viendo que no había nadie en la casa, abrió el pestillo». En algunas versiones posteriores, Ricitos de Oro hace exactamente lo mismo, mientras que en otras llama tres veces a la puerta antes de entrar.
El hecho de atisbar a través de la ventana o por la cerradura antes de atreverse a entrar muestra una ansiosa y ávida curiosidad por saber lo que ocurre detrás de aquella puerta cerrada. ¿Qué niño no se siente curioso y desea descubrir lo que hacen los adultos detrás de una puerta cerrada? ¿Qué niño no disfruta ante la ausencia temporal de sus padres, que le permite fisgonear en sus secretos? Al reemplazar a la vieja por Ricitos de Oro y convertirla en el personaje central de la historia, resulta mucho más fácil asociar su comportamiento al de un niño que intenta descubrir los misterios de la vida adulta.
El número tres es un número místico y, a menudo, sagrado, incluso mucho antes de la doctrina cristiana de la Santísima Trinidad. Representa a Adán, Eva y la serpiente, que, según la Biblia, simbolizan el conocimiento carnal. A nivel inconsciente, el número tres representa el sexo, porque cada sexo tiene tres características fundamentales: pene y dos testículos en el hombre, y vagina y dos pechos en la mujer.
Sin embargo, también en el inconsciente, este número representa el sexo, pero de un modo completamente distinto, es decir, simboliza la situación edípica y la relación que comporta entre las tres personas implicadas; dicha relación, como hemos visto en la historia de «Blancanieves», está más que impregnada de sexualidad.
La relación con la madre es lo más importante en la vida de una persona; condiciona, más que cualquier otra cosa, el desarrollo de nuestra personalidad en época muy temprana, afectando, por ejemplo, en gran medida a lo que será nuestra visión, optimista o pesimista, de la vida y de nosotros mismos.
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Sin embargo, en lo que al niño respecta, no hay elección posible: la madre y su actitud hacia él vienen «dadas»; lo mismo ocurre, por supuesto, con el padre y los hermanos. (Las condiciones económicas y sociales de la familia son también inmutables, pero influyen en el niño a través del impacto que ejercen en sus padres y en el comportamiento de éstos hacia el pequeño.)
El niño comienza a verse a sí mismo como persona, como compañero importante e indispensable de una relación humana, cuando empieza a relacionarse con el padre. Uno se convierte en persona sólo cuando se define por oposición a otra persona. Sin embargo, en la relación con la madre ya empieza a vislumbrarse una rudimentaria autodefinición, puesto que ella es, durante algún tiempo, la única persona en la vida del niño. Pero debido a su profunda dependencia de la madre, el niño no puede realizar una autodefinición, a menos que pueda apoyarse en una tercera persona. Antes de convencerse de que uno es capaz de desenvolverse solo y sin la ayuda de
nadie
, el aprender que ««puedo, también, apoyarme y confiar en otra persona que no sea mi madre» representa un paso fundamental para el logro de la independencia. Después de haber establecido una relación íntima con otra persona, podrá sentir que, si ahora prefiere a la madre en vez de a esa otra persona, es porque él lo quiere así; ya no se trata de una fuerza exterior contra la que el niño no puede actuar.
El número tres es básico en «Ricitos de Oro»; hace referencia al sexo, pero no al acto sexual. Todo lo contrario, está relacionado con algo que debe preceder en mucho a la sexualidad madura: es decir, el descubrimiento biológico del propio cuerpo. El tres encarna, también, las relaciones dentro de la familia nuclear, y los esfuerzos para confirmar el lugar que uno ocupa en ella. Así pues, el tres simboliza la búsqueda de la propia identidad biológica (sexual) y el papel que uno desempeña en relación a las personas más significativas de su vida. En términos generales, el número tres representa la búsqueda de la propia identidad personal y social. A partir de sus evidentes características sexuales, y a través de las relaciones con sus padres y hermanos, el niño ha de aprender a distinguir con quién ha de identificarse a medida que va creciendo, a elegir al compañero más apropiado y, también, a su pareja sexual.