—Según el localizador láser de distancias, el cosmonauta Wakefield se halla exactamente a ocho coma trece kilómetros de mí —oyó todo el mundo decir al doctor Takagishi.
—Eso no me dice nada, profesor, a menos que sepa dónde demonios está usted.
—Estoy de pie en el reborde justo fuera de nuestra estación de enlace, cerca del fondo de la escalera Alfa.
—Oh, vamos, Shig, ¿ustedes los orientales nunca pueden ir de acuerdo con el resto del mundo? La
Newton
está estacionada
encima
de Rama y usted está
encima
de la escalera. Si no podemos ponernos de acuerdo en el arriba y el abajo, ¿cómo podemos esperar llegar a comunicarnos alguna vez nuestros sentimientos más íntimos? Y mucho menos jugar al ajedrez juntos.
—Gracias, Janos. Estoy encima de la escalera Alfa. Por cierto, ¿qué está haciendo usted? La distancia se incrementa rápidamente.
—Me estoy deslizando por la barandilla para reunirme con Richard para comer. No me gusta comer solo.
—Yo también bajo para comer —dijo Francesca—. Acabo de terminar de filmar una excelente demostración de las fuerzas de Coriolis usando a Hiro e Irina. Será estupendo para las clases de física elemental. Supongo que estaré ahí en cinco minutos.
Diga, signora —era Wakefield de nuevo—, ¿cree usted que podremos convencerla de que haga algún trabajo honesto para nosotros? Al fin y al cabo, nosotros paramos lo que estamos haciendo para acomodarnos a sus filmaciones... quizá podamos llegar a algún acuerdo con usted.
—Estoy dispuesta —respondió Francesca—. Ayudaré después de comer. Pero lo que me gustaría ahora es un poco de luz. ¿Puede usar una de sus bengalas y permitir que los capte a usted y a Janos en pleno picnic en la Escalera de los Dioses?
Wakefield programó una bengala para una ignición retrasada y subió ochenta peldaños hasta el reborde más próximo. El cosmonauta Tabori llegó al mismo lugar medio minuto antes de que la bengala los iluminara. Desde dos kilómetros más arriba, Francesca tomó una panorámica de las tres escaleras y luego accionó el zoom sobre las dos figuras sentadas con las piernas cruzadas en el reborde. Desde aquella perspectiva, Janos y Richard parecían dos águilas en su nido en lo alto de una montaña.
A última hora de la tarde el telesilla Alfa estaba terminado y listo para ser probado.
—Dejaremos que sea usted el primer cliente —dijo Richard Wakefield a Francesca—, puesto que fue lo bastante buena como para ayudar. —Estaban en plena gravedad al pie de la increíble escalera. Treinta mil peldaños se extendían hacia la oscuridad del cielo artificial sobre sus cabezas. Al lado de ellas en la Llanura Central, el motor del telesilla y la estación de energía portátil autónoma para el telesilla ya eran operativos. Los cosmonautas habían transportado los subsistemas eléctricos y mecánicos en piezas sin ensamblar a sus espaldas, y su ensamblaje había requerido menos de una hora.
—Las pequeñas sillas no están permanentemente conectadas a los cables —explicó Wakefield a Francesca—. A cada extremo hay un mecanismo que las engancha o desengancha. De esa forma no es necesario tener un número casi infinito de sillas.
Francesca se sentó, vacilante, en la estructura de plástico que había sido apartada de un grupo de cestas similares que colgaban a un lado del cable.
—¿Están convencidos de que es seguro? —preguntó, mirando hacia la oscuridad encima de ella.
—Por supuesto —rió Richard—. Es exactamente como la simulación. Y yo iré en la próxima silla detrás de usted, a sólo un minuto o cuatrocientos metros más abajo. De todos modos, el viaje requiere cuarenta minutos desde abajo hasta arriba. La velocidad media es de veinticuatro kilómetros por hora.
—Y yo no hago nada —recordó Francesca—, excepto sentarme quieta, sujetarme, y activar mi sistema respirador a unos veinte minutos de la cima.
—No olvide atarse el cinturón —le recordó Wakefield con una sonrisa—. Si el cable disminuyera su velocidad o se parara cerca de la parte superior, donde usted carece de peso, su impulso podría hacer que usted saliera volando hacia el vacío ramano. —Sonrió.
—Pero puesto que todo el telesillas funciona al lado de la escalera, en caso de cualquier emergencia, siempre puede saltar de su cesta y terminar su camino a pie.
Richard asintió con la cabeza y Janos Tabori puso en marcha el motor. Francesca fue alzada del suelo y pronto desapareció encima de ellos.
—Iré directamente a Gamma después de asegurarme de que usted está en camino — dijo Richard a Janos—. El segundo sistema debería ser más sencillo. Con todos nosotros trabajando juntos, deberíamos terminar a las diecinueve como máximo.
—Tendré el campamento preparado cuando alcancen la cima —observó Janos—.
¿Cree usted que aún permaneceremos ahí abajo esta noche?
—Eso no tiene mucho sentido —dijo David Brown desde arriba. Él o Takagishi habían monitorizado todas las comunicaciones de los cosmonautas durante todo el día. —Los todo terreno todavía no están listos. Esperábamos efectuar alguna exploración mañana.
—Si cada uno baja unos cuantos subsistemas —respondió Wakefield—, Janos y yo podemos ensamblar un todo terreno esta noche antes de irnos a dormir. El segundo todo terreno probablemente quedará operativo mañana antes del mediodía si no encontramos ninguna dificultad.
—Eso es un escenario posible —respondió el doctor Brown—. Veamos los progresos que hemos hecho y lo cansados que se sienten todos ustedes dentro de tres horas.
Richard subió a su pequeña silla y aguardó a que el algoritmo automático de carga del procesador uniera su silla al cable.
—Por cierto —dijo mientras iniciaba el ascenso—, muchas gracias por su buen humor de hoy. No sé qué hubiera hecho sin los chistes.
Janos sonrió y agitó la mano hacia su amigo. Mirando hacia arriba desde su moviente silla, Richard Wakefield apenas pudo ver la luz del casco de Francesca.
Está a más de cien pisos por encima de mí,
pensó.
Pero a sólo un dos y medio por ciento de la distancia desde aquí al eje. Este lugar es inmenso.
Rebuscó en su bolsillo y extrajo la estación meteorológica portátil que Takagishi le había pedido que llevara. El profesor deseaba un perfil exacto de todos los parámetros atmosféricos en el cuenco del Polo Norte de Rama. De particular importancia para sus modelos de circulación eran la densidad y la temperatura del aire con respecto a la distancia por debajo de la esclusa.
Wakefield observó las lecturas de la presión, que empezó a uno coma cero cinco barios, cayó por debajo de los niveles terrestres y continuó su firme y monótono declinar. La temperatura se mantenía fija a unos fríos —8 grados Celsius. Se inclinó hacia atrás y cerró los ojos. Era una extraña sensación, ir montado en una cesta hacia arriba, siempre hacía arriba en la oscuridad. Richard bajó el volumen de un canal de su equipo de comunicaciones; la única conversación en curso era entre Yamanaka y Turgeniev, y
ninguno de los dos tenía mucho que decir. Aumentó el volumen de la sexta sinfonía de
Beethoven, que sonaba como fondo en otro canal.
Mientras escuchaba la música, Richard se sorprendió de cómo su visión interior de arroyos y flores y campos verdes sobre la Tierra le producía una poderosa sensación de añoranza. Le resultaba casi imposible llegar a captar la milagrosa concatenación de acontecimientos que lo habían arrastrado desde su hogar de juventud en Stratford a Cambridge y a la Academia del Espacio en Colorado y finalmente allí, a Rama, donde estaba montado en un telesilla en medio de la oscuridad a lo largo de la Escalera de los Dioses.
No, Próspero,
se dijo a sí mismo,
ningún mago podría haber concebido nunca un lugar semejante.
Recordó haber visto
La tempestad
por primera vez cuando era un muchacho y haberse sentido aterrado por el retrato de un mundo cuyos misterios podían hallarse más allá de nuestra comprensión.
No existe la magia,
había dicho por aquel entonces.
Sólo hay conceptos naturales que todavía no podemos explicar.
Richard sonrió.
Próspero no era un mago; era sólo un científico frustrado.
Un momento más tarde Richard Wakefield se sintió estupefacto por la más sorprendente visión que jamás hubiera contemplado. Mientras su silla ascendía en silencio, paralelamente a la escalera, el amanecer estalló sobre Rama. Tres kilómetros por debajo de él, cortando la Llanura Central, los largos y rectos valles que discurrían desde el borde del cuenco hasta el Mar Cilíndrico estallaron repentinamente con luz. Los seis soles lineales de Rama, tres en cada hemicilindro, habían sido cuidadosamente diseñados para producir una iluminación equilibrada a través de todo el mundo alienígena. Las primeras sensaciones de Wakefield fueron de vértigo y náusea. Se hallaba suspendido en medio del aire por un delgado cable, a miles de metros por encima del suelo. Cerró los ojos e intentó mantener su compostura.
No vas a caer,
se dijo a sí mismo.
—¡Ayyy! —oyó gritar a Hiro Yamanaka.
De la conversación que siguió pudo deducir que Hiro, sobresaltado por el estallido de luz, había perdido pie cerca de la mitad de la escalera Gamma. Al parecer había caído veinte o treinta metros antes de conseguir hábilmente (y afortunadamente) agarrarse a parte de la barandilla.
—¿Se encuentra bien? —preguntó David Brown.
—Creo que sí —respondió Yamanaka, sin aliento.
Superada la breve crisis, todo el mundo empezó a hablar a la vez.
—¡Esto es fantástico! —estaba gritando el doctor Takagishi—. Los niveles de luz son fenomenales. Y todo esto está ocurriendo antes de que se funda el mar. Es diferente. Es absolutamente diferente.
—Tenga otro módulo preparado para mí tan pronto como llegue arriba —dijo
Francesca—. Me estoy quedando sin cinta.
—Tanta belleza —añadió el general O'Toole—. Tanta indescriptible belleza.
—Él y Nicole des Jardins estaban contemplando el monitor a bordo de la
Newton
. La imagen a tiempo real de la cámara de Francesca les estaba siendo trasmitida a través de la estación de enlace en el eje.
Richard Wakefield no dijo nada. Simplemente miró, sumido en trance por el mundo que tenía a sus pies. Apenas podía divisar a Janos Tabori, el núcleo inferior del telesilla y el medio completado campamento en el fondo de la escalera. Sin embargo, la distancia hasta ellos le proporcionaba alguna medida de las dimensiones de aquel mundo alienígena. Mientras miraba a través de los centenares de kilómetros cuadrados de la Planicie Central, vio sombras fascinantes en todas direcciones. Había dos detalles, sin embargo, que abrumaron su imaginación y su visión: él Mar Cilíndrico y las enormes y puntiagudas estructuras en el cuenco meridional opuesto a él, a cincuenta kilómetros de distancia.
A medida que sus ojos se acostumbraban a la luz, la gigantesca espira central en el cuenco sur pareció crecer más y más. Había sido llamada el Gran Cuerno por los primeros exploradores.
¿Puede tener realmente ocho kilómetros de altura?,
se preguntó Wakefield. Las seis espiras más pequeñas, que rodeaban el Gran Cuerno en un esquema hexagonal y se conectaban tanto a él como a las paredes de Rama mediante enormes contrafuertes volantes, eran cada una más grande que cualquier cosa construida por el hombre sobre la Tierra. Sin embargo, se veían empequeñecidas por la vecina prominencia que se originaba en el mismo centro del cuenco y crecía recta a lo largo del eje de giro del cilindro.
En primer plano, a medio camino entre la posición de Wakefield cerca del polo norte y aquella gigantesca construcción al sur, una franja de un blanco azulado rodeaba el mundo Cilíndrico. El helado mar parecía ilógico y fuera de lugar. Nunca podría fundirse, deseaba decir la mente, o toda el agua caería hacia el eje central. Pero el Mar Cilíndrico era mantenido en sus orillas por la fuerza centrífuga de Rama. Nadie sabía mejor que el equipo Newton que en sus orillas un ser humano tendría el mismo peso que si estuviera de pie al lado de un océano terrestre.
La ciudad isla en el centro del Mar Cilíndrico era la Nueva York de Rama. Para Richard sus rascacielos no habían parecido tan imponentes en las imágenes que había captado a la luz de las bengalas. Pero bajo la luz de los soles ramanos, resultaba claro que esa ciudad ocupaba el centro del escenario. Los ojos eran atraídos hacia Nueva York desde cualquier punto del interior de Rama... la densa isla ovalada de edificios era la única interrupción en el liso anillo que formaba el Mar Cilíndrico.
—¡Simplemente miren Nueva York! —estaba gritando excitado el doctor Takagishi en su equipo de comunicaciones—. Tiene que haber al menos un millar de edificios de más de doscientos metros de altura. —Hizo una pausa de un solo segundo. —Ahí es donde viven ellos. Lo sé. Nueva York tiene que ser nuestro blanco.
Tras los estallidos iniciales hubo un dilatado silencio mientras cada uno de los cosmonautas integraba en privado el mundo de Rama iluminado por el sol en su conciencia. Richard podía ver ahora claramente a Francesca, a cuatrocientos metros por encima de él, mientras su silla cruzaba la transición entre las escaleras y las escalas y se cerraba en el eje.
—El almirante Heilmann y yo acabamos de sostener una rápida conversación —rompió David Brown el silencio—, con algunos consejos del doctor Takagishi. Parece que no hay ninguna razón obvia para que cambiemos nuestros planes en esta incursión, al menos no la primera parte. A menos que ocurra alguna otra cosa inesperada, seguiremos adelante con la sugerencia de Wakefield. Terminaremos los telesillas, bajaremos el todo terreno para ensamblarlo más tarde esta misma mañana, y todos dormiremos en el campamento al pie de la escalera tal como estaba planeado.
—No me olviden a mí —gritó Janos en su equipo de comunicaciones—. Soy el único que no tiene muy buena vista.
Richard Wakefield se soltó el cinturón y saltó al reborde. Miró hacia abajo, hacia donde la escalera desaparecía de la vista.
—De acuerdo, cosmonauta Tabori. Hemos llegado a la Estación Alfa. Cuando dé la señal, lo subiremos para que se reúna con nosotros.
...considerando el maltrato regular que recibió de su neurótico padre y las cicatrices emocionales que deben de permanecer aún en él de su matrimonio de juventud con la joven actriz británica Saráh Tydings, el cosmonauta Wakefield se halla notablemente bien adaptado.