Rama II (35 page)

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Authors: Arthur C. Clarke y Gentry Lee

Tags: #Ciencia Ficción

Como hacía siempre, Roberto empezó su visita con los relieves esculpidos por Lorenzo Maitani en las puertas de la iglesia. Aún curiosa, Francesca permaneció a un lado, fumando en silencio, mientras su primo explicaba el significado de las extrañas figuras demoníacas en la parte inferior de una de las columnas.

—Ésta es una de las más primitivas representaciones del Infierno —dijo Roberto, señalando un grupo de figuras dantescas—. El concepto del Infierno del siglo XIV implicaba una interpretación extremadamente literal de la Biblia.

—¡Ja! —exclamó repentinamente Francesca, dejando caer su cigarrillo sobre las piedras del suelo y caminando hacia Roberto y el apuesto desconocido—. También era un concepto muy masculino del Infierno. Observe que muchos de los demonios tienen pechos, y que la mayoría de los pecados reflejados son sexuales. Los hombres han creído siempre que ellos fueron creados perfectos; son las mujeres quienes les han enseñado a pecar.

El desconocido se mostró sorprendido por la aparición de aquella larguirucha adolescente que expelía humo por la boca. Inmediatamente reconoció su belleza natural, y resultaba claro que era muy inteligente. ¿Quién era?

—Es mi prima, Francesca —dijo Roberto, claramente irritado por su interrupción.

—Carlo Bianchi —se presentó el hombre, y alargó su mano. Estaba húmeda. Francesca miró su rostro y pudo notar su interés. Notó que su corazón golpeaba fuertemente en su pecho.

—Si escucha usted a Roberto —le dijo insinuantemente—, todo lo que obtendrá será la visita oficial. Él se deja siempre fuera todos los aspectos jugosos.

—Y usted, señorita...

—Francesca —dijo ella.

—Sí, Francesca. ¿Tiene usted su visita particular? Ella le ofreció su sonrisa más seductora.

—Leo mucho —contestó—. Sé todo acerca de los artistas que trabajaron en la catedral, particularmente el pintor Lúea Signorelli. —Hizo una breve pausa. —¿Sabe usted —prosiguió— que Miguel Ángel vino aquí a estudiar los desnudos de Signorelli antes de pintar el techo de la Capilla Sixtina?

—No, no lo sabía. —Carlo se echó a reír de buen grado. Estaba realmente fascinado.

—Pero ahora sí lo sé. Ven. Únete a nosotros. Puedes añadir tu versión a lo que diga tu primo Roberto.

A ella le encantó la forma en que no dejó de mirarla. Era como si estuviera evaluándola, como si ella fuera una espléndida pintura o una gargantilla enjoyada, y sus ojos no se perdían nada mientras recorrían desvergonzados su figura. Y su risa fácil la animaba. Los comentarios de Francesca empezaron a hacerse más atrevidos y licenciosos.

—¿Ve a esa pobre muchacha a lomos del demonio? —dijo mientras contemplaban la sorprendente colección de genios exhibida por los frescos de Signorelli dentro de la capilla de San Brizio—. Parece como si estuviera fornicando con el demonio por detrás,

¿verdad? ¿Sabe usted quién es? Su rostro y su cuerpo desnudo son los de la amiguita de Signorelli. Mientras él estaba trabajando aquí día tras día, ella empezó a aburrirse y decidió acostarse con un duque o dos mientras esperaba. Lúea se irritó de veras. Así que la puso aquí. La condenó a cabalgar un demonio a perpetuidad.

Cuando paró de reír, Carlo le preguntó a Francesca si creía que el castigo de la mujer era justo.

—Por supuesto que no —respondió la muchacha de catorce años—. Es sólo sp;otro ejemplo del chauvinismo masculino del siglo XV. Los hombres pueden joder con quien quieran y son llamados viriles; pero deje que una mujer intente buscar por sí misma algo de satisfacción...


¡Francesca!
—la interrumpió Roberto—. De veras. Esto ya es demasiado. Tu madre te mataría si oyera lo que estás diciendo.

—Mi madre es irrelevante en este momento. hablando acerca de un doble estándar que todavía existe hoy. Mira a...

Carlo Bianchi apenas podía creer en su buena fortuna. Era un rico diseñador de modas de Milán, que tenía una reputación internacional a los treinta años y había decidido de repente, movido por un impulso, contratar un coche para que lo llevara a Roma en vez de ir en el habitual tren de alta velocidad. Su hermana Mónica siempre le hablaba de la belleza del Duomo de Orvieto. Pararse allí había sido otra decisión de último minuto. Y ahora, oh... la muchacha era un bocado tan espléndido...

Cuando terminó la visita, la invitó a cenar. Pero cuando llegaron a la entrada del restaurante más lujoso de Orvieto ella retrocedió. Carlo comprendió. La llevó a una tienda y le compró un vestido nuevo caro, con zapatos y accesorios a juego. Quedó sorprendido al comprobar lo hermosa que era. ¡Y sólo tenía catorce años!

Francesca nunca había probado un vino realmente fino. Lo bebió como si fuera agua. Cada plato era tan delicioso que no dejaba de lanzar exclamaciones. Carlo se sentía encantado con aquella mujer-niña. Le gustaba la forma en que dejaba colgar su cigarrillo de la comisura de sus labios. Era tan poco sofisticada, tan perfectamente natural.

Cuando terminaron de cenar ya era oscuro. Francesca fue andando con él de vuelta a la limusina estacionada frente al Duomo. Mientras descendían una estrecha callejuela, ella se inclinó hacia él y le mordisqueó juguetonamente una oreja. Él la atrajo espontáneamente hacia sí y fue recompensado con un explosivo beso. La tensión en sus ingles lo abrumó.

Francesca también lo captó. No vaciló ni un segundo cuando Carlo sugirió ir a dar una vuelta en el coche. Cuando la limusina alcanzó las afueras de Orvieto, ella estaba sentada a horcajadas sobre él en el asiento trasero. Treinta minutos más tarde, cuando terminaron de hacer el amor por segunda vez, Carlo no pudo soportar el pensamiento de marcharse sin aquella increíble muchacha. Le preguntó a Francesca si le gustaría acompañarlo a Roma.

—Andiamo
—respondió ella con una sonrisa.

Así que fuimos a Roma, y luego a Capri,
recordó Francesca.
Una semana en París. En Milán me hiciste vivir con Mónica y Luigi. Por las apariencias. Los hombres se preocupan tanto por las apariencias.

La larga ensoñación de Francesca se vio rota cuando creyó oír pasos en la distancia. Se puso cautelosamente de pie y escuchó. Le resultaba difícil oír nada por encima de su propia respiración. Luego oyó de nuevo el sonido, a su izquierda. Sus oídos le dijeron que el sonido procedía del hielo. Una explosión de miedo la invadió con la imagen de extrañas criaturas atacando su campamento desde el hielo. Escuchó de nuevo muy atentamente, pero no oyó nada.

Regresó al campamento.
Te quise, Carlo,
se dijo a sí misma,
si alguna vez he querido a algún hombre. Incluso después que empezaras a compartirme con tus amigos.
Más dolor, largo tiempo enterrado, brotó a la superficie, y Francescaluchó con dura furia.
Hasta que empezaste a pegarme. Eso arruinó todo. Demostraste que eras un auténtico hijo de puta.

Apartó de sí los recuerdos deliberadamente.
Ahora, ¿dónde estábamos?,
pensó mientras se acercaba a su cabaña.
Ah, sí. El asunto era Nicole des Jardins. ¿Cuánto sabe realmente? ¿Y qué vamos a hacer al respecto?

32 - Explorador en Nueva York

El pequeño zumbador de su reloj de pulsera despertó al doctor Takagishi de un profundo sueño. Por unos breves momentos se sintió desorientado, incapaz de recordar dónde estaba. Se sentó en su cama y se frotó los ojos. Finalmente recordó que estaba dentro de Rama y que la alarma había sido programada para despertarlo después de cinco horas de sueño.

Se vistió en la oscuridad. Cuando terminó tomó una bolsa grande y buscó dentro de ella durante varios segundos. Satisfecho con su contenido, se echó la correa al hombro y se dirigió a la puerta de su cabaña y se asomó cautelosamente. No podía ver luces, en ninguna de las otras cabañas. Inspiró profundamente y salió de puntillas.

La mayor autoridad mundial sobre Rama caminó fuera del campamento en dirección al Mar Cilíndrico. Cuando alcanzó la orilla, descendió lentamente hasta la helada superficie por las escaleras cortadas en la piedra de los cincuenta metros de acantilado. Se sentó en el peldaño del fondo, oculto contra la base del acantilado. Extrajo un par de juegos de cuñas especiales de su bolsa y las sujetó a la suela de sus zapatos. Antes de echar a andar sobre el hielo, calibró su orientador personal a fin de poder mantener un rumbo constante una vez que abandonara la orilla.

Cuando estaba a unos doscientos metros de ésta, sacó de su bolsillo su monitor climático portátil que resbaló entre sus manos y cayó al suelo con un seco ruido en la silenciosa noche. Lo recogió unos segundos más tarde. El monitor le dijo que la temperatura era de dos grados centígrados bajo cero y que soplaba un viento suave de unos ocho kilómetros por hora.

Takagishi inhaló profundamente y se sorprendió ante un peculiar pero familiar olor. Desconcertado, inhaló de nuevo, esta vez, concentrándose en el olor. No había ninguna duda al respecto... ¡era humo de cigarrillo! Apagó apresuradamente su linterna y se mantuvo inmóvil en el hielo. Su mente trabajó a toda velocidad, buscando una explicación.

Francesca Sabatini era la única cosmonauta que fumaba. ¿Lo había seguido cuando abandonó el campamento? ¿Había visto su luz cuando comprobó el monitor del clima?

Escuchó cualquier posible ruido, pero no oyó nada en la noche de Rama. Siguió aguardando. Cuando el olor a cigarrillo hubo desaparecido desde hacía varios minutos, siguió su camino por el hielo, deteniéndose cada cuatro o cinco pasos para asegurarse de que no era seguido. Finalmente se convenció a sí mismo de que Francesca no estaba tras él. De todos modos, el cauteloso Takagishi no encendió de nuevo su linterna hasta que hubo caminado más de un kilómetro y empezó a preocuparse de haberse salido de su rumbo.

En total le tomó cuarenta y cinco minutos alcanzar la orilla opuesta del mar y la ciudad isla de Nueva York. Cuando estaba a cien metros de la orilla, el científico japonés tomó una linterna grande de su bolsa y prendió su poderoso haz. Las fantasmales siluetas de los rascacielos enviaron un estremecimiento de excitación por toda su espina dorsal. ¡Al fin estaba allí! Al fin podía buscar las respuestas de toda su vida a las preguntas sin tener que preocuparse por los arbitrarios programas de alguien.

El doctor Takagishi sabía exactamente adonde quería ir en Nueva York. Cada una de las tres secciones circulares de la ciudad ramana estaba a su vez subdividida en tres porciones angulares, como un pastel dividido en trozos. En el centro de cada una de las tres secciones principales había un núcleo, o plaza, en torno de la cual se disponía el resto de los edificios y calles. Cuando era un muchacho en Kyoto, después de leer todo lo que había podido encontrar acerca de la primera expedición a Rama, se preguntaba cómo sería hallarse de pie en el centro de una de aquellas plazas alienígenas y alzar la vista hacia unos edificios creados por seres de otra estrella. Takagishi se sentía seguro no sólo de que los secretos de Rama podían ser comprendidos estudiando Nueva York, sino también de que sus tres plazas eran las más probables Idealizaciones para hallar las claves de la misteriosa finalidad del vehículo interestelar.

El mapa de Nueva York trazado por los primeros exploradores de Rama estaba tan firmemente grabado en la mente de Takagishi como el mapa de Kyoto donde había nacido y crecido. Pero la primera expedición sólo había tenido un tiempo limitado para explorar Nueva York. De las nueve unidades funcionales, sólo una había sido cartografiada con detalle; los anteriores cosmonautas habían simplemente supuesto, sobre la base de limitadas observaciones, que todas las demás unidades eran idénticas.

A medida que los pasos de Takagishi lo llevaban más y más adentro en la agorera quietud de una parte de la sección central, algunas sutiles diferencias entre aquel segmento en particular de Rama y el estudiado por el equipo del Norton (habían explorado una porción adyacente) empezaron a emerger. La disposición de las calles principales en las dos unidades era la misma; sin embargo, a medida que el doctor Takagishi se acercaba a la plaza, las calles más pequeñas presentaban un esquema ligeramente distinto del que había sido informado por los primeros exploradores. El científico en Takagishi lo obligó a detenerse a menudo y tomar nota de todas las variaciones en su ordenador de bolsillo.

Entró en la sección que rodeaba de forma inmediata la plaza, donde las calles formaban círculos concéntricos. Cruzó tres avenidas y se encontró frente a un enorme octaedro, de un centenar de metros de altura, con un exterior de espejo. El poderoso haz de su linterna se reflejó en su superficie y rebotó de edificio en edificio alrededor. El doctor Takagishi rodeó lentamente el octaedro, buscando una entrada, pero no encontró ninguna.

Al otro lado de la estructura de ocho lados, en el centro de la plaza, había un amplio espacio circular sin edificios altos. Shigeru Takagishi recorrió deliberadamente todo el perímetro del círculo, estudiando los edificios que lo rodeaban mientras caminaba. No consiguió averiguar nada más sobre la finalidad de las estructuras. Cuando se volvió hacia el interior a intervalos regulares para examinar la propia área de la plaza, no vio nada desacostumbrado o particularmente notable. De todos modos, entró en su ordenador la localización de las muchas cajas metálicas, bajas e indescriptibles, que dividían la plaza en particiones.

Cuando estuvo de nuevo frente al octaedro, el doctor Takagishi buscó una vez más en su bolso y extrajo una pequeña placa hexagonal densamente cubierta de componentes electrónicos. Desplegó el aparato científico en la plaza, a tres o cuatro metros de distancia del octaedro, y luego pasó diez minutos verificando con su transceptor que todos los instrumentos científicos funcionaran correctamente. Cuando completó la comprobación de la carga, abandonó rápidamente el área de la plaza y se encaminó hacia el Mar Cilíndrico.

Estaba en medio de la segunda avenida concéntrica cuando oyó un breve pero intenso ruido, como un pop, detrás de él en la plaza. Se volvió en redondo pero no se movió. Unos pocos segundos más tarde oyó un sonido diferente. Éste lo reconoció de su primera incursión, a la vez un raspar de cepillos de metal y un canto en alta frecuencia mezclado en él. Encendió su linterna en dirección a la plaza. El sonido se detuvo. Volvió a apagar la linterna y permaneció inmóvil y en silencio en medio de la avenida.

Unos minutos más tarde el sonido de raspar de cepillos empezó de nuevo. Takagishi avanzó furtivamente cruzando las dos avenidas y empezó a rodear el octaedro en dirección al ruido. Cuando estaba casi en la plaza, un bip-bip en su bolsa rompió su concentración. Cuando consiguió apagar la alarma, que indicaba que el paquete científico que acababa de desplegar en la plaza había funcionado mal, una quietud total se había aposentado sobre Nueva York. Aguardó de nuevo, pero esta vez el sonido no volvió.

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