Rama II (36 page)

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Authors: Arthur C. Clarke y Gentry Lee

Tags: #Ciencia Ficción

Inspiró profundamente para calmarse y reunió todo su valor. De alguna forma, su curiosidad venció a su miedo y regresó a la plaza en el lado opuesto del octaedro para descubrir lo que le había ocurrido al aparato científico. Su primera sorpresa fue que el paquete hexagonal había desaparecido del lugar donde lo había dejado. ¿Dónde podía haber ido? ¿Quién o qué podía haberlo tomado?

Takagishi supo que estaba en el umbral de un descubrimiento científico de abrumadora importancia. También se sintió aterrado. Luchando contra un poderoso deseo de huir, deslizó el amplio haz de su linterna por la plaza, con la esperanza de hallar una explicación a la desaparición de la estación científica. El haz se reflejó en una pequeña pieza de metal a unos treinta o cuarenta metros hacia el centro de la plaza. Takagishi supo instintivamente que el reflejo procedía de su instrumento. Se apresuró hacia allá.

Se arrodilló y examinó los componentes electrónicos. No había ningún daño aparente. Acababa de sacar su transceptor para iniciar un metódico chequeo de todos los instrumentos científicos cuando observó un objeto parecido a una cuerda de unos quince centímetros de diámetro al borde del haz de la linterna que iluminaba el paquete científico. El doctor Takagishi alzó su luz y se dirigió hacia el objeto. Era listado, en negro y oro, y se extendía en la distancia a lo largo de doce metros o algo así, para desaparecer detrás de una especie de extraño cobertizo de metal de unos tres metros de altura. Palpó la gruesa cuerda. Era blanda y velluda en su superficie. Cuando intentó darla vuelta para ver el fondo, el objetó empezó a moverse. Takagishi lo dejó caer inmediatamente y lo contempló culebrear lentamente alejándose de él hacia el cobertizo. El movimiento fue acompañado por el sonido de cepillos raspando contra metal.

El doctor Takagishi pudo oír el sonido de los latidos de su propio corazón. Luchó de nuevo contra el impulso de echar a correr. Recordó sus meditaciones al amanecer cuando era estudiante en el jardín de su maestro zen. No sentiría miedo. Ordenó a sus pies que avanzaran en dirección al cobertizo.

La cuerda negra y dorada desapareció. La plaza estaba silenciosa. Takagishi se acercó al cobertizo con el haz de luz apuntando al suelo en el lugar donde había sido visible por última vez la gruesa cuerda. Rodeó la esquina y lanzó el haz contra el cobertizo. No pudo creer lo que vio. Una masa de tentáculos negros y dorados se agitó bajo la luz.

Un gemido en alta frecuencia estalló de pronto en sus oídos. El doctor Takagishi miró por encima de su hombro izquierdo y quedó estupefacto. Sus ojos se desorbitaron. Su grito se perdió cuando el sonido se intensificó y tres de los tentáculos avanzaron para tocarlo. Las paredes de su corazón cedieron y se derrumbó, ya muerto, en el abrazo de la sorprendente criatura.

33 - Persona desaparecida

—¿Almirante Heilmann?

—¿Sí, general O'Toole?

—¿Está usted solo?

—Por supuesto. Acabo de despertarme hace unos minutos. Mi reunión con el doctor Brown no es hasta dentro de una hora. ¿Por qué llama tan temprano?

—Mientras usted dormía recibí un mensaje codificado ultrasecreto del cuartel general del Consejo de Gobiernos. Es acerca de Trinidad. Deseaban saber el status.

—¿Qué quiere decir, general?

—¿Ésta es línea segura, almirante? ¿Ha desconectado la grabadora automática?

—Ahora lo he hecho.

—Formularon dos preguntas. ¿Borzov murió sin decirle a nadie su RQ? ¿Sabe alguien más del equipo algo acerca de Trinidad?

—Usted conoce las respuestas a ambas preguntas.

—Deseaba estar seguro de que usted no había hablado con el doctor Brown. Insistieron que lo comprobara con usted antes de codificar mi respuesta. ¿Qué cree que significa todo esto?

—No lo sé, Michael. Quizás alguien ahí abajo en la Tierra se está poniendo nervioso. La muerte de Wilson probablemente los asustó.

—Seguro que me asustó a mí. Pero no hasta el punto de pensar en Trinidad. Me pregunto si ellos saben algo que nosotros ignoramos.

—Bueno, supongo que lo descubriremos muy pronto. Todos los oficiales de la AIE han estado insistiendo en que deberíamos evacuar Rama a la primera oportunidad. Ni siquiera les gusta nuestra decisión de permitir que el equipo descanse primero unas horas. Esta vez no creo que cambien de opinión.

—Almirante, ¿recuerda esa discusión hipotética que tuvimos con el general Borzov durante la travesía, acerca de las condiciones bajo las cuales deberíamos activar Trinidad?

—Vagamente. ¿Por qué?

—¿Todavía no está de acuerdo con su insistencia de que deberíamos saber por qué era necesaria la contingencia Trinidad? Usted dijo entonces que si la Tierra pensaba que era inminente un gran peligro, usted personalmente no necesitaba comprender la racionalización.

—Me temo que no lo sigo, general. ¿Por qué me está haciendo estas preguntas?

—Me gustaría pedirle su permiso, Otto, cuando codifique la respuesta al cuartel general militar del Consejo de Gobiernos, para averiguar por qué solicitan el status de Trinidad en este momento en particular. Si estamos en algún peligro, tenemos derecho a saberlo.

—Puede solicitar información adicional, Michael, pero apostaría a que su pregunta es estricta rutina.

Janos Tabori despertó cuando aún era oscuro dentro de Rama. Mientras se ponía su overol de vuelo, hizo una lista mental de las actividades necesarias para transportar al cangrejo biot a la
Newton
. Si la orden de abandonar Rama era confirmada, partirían muy pronto después del amanecer. Janos consultó el procedimiento formal de evacuación almacenado en su ordenador de bolsillo y lo actualizó añadiéndole las nuevas tareas asociadas con el biot.

Comprobó su reloj. Sólo faltaban quince minutos para el amanecer, suponiendo por supuesto que el ciclo diurno de Rama fuera regular. Janos rió para sí mismo. Rama había producido ya las suficientes sorpresas como para que no hubiera ninguna certeza de que las luces volvieran a encenderse siguiendo un ritmo determinado. Si lo hacían, sin embargo, deseaba contemplar el "amanecer" ramano. Podía desayunar después.

A un centenar de metros de su cabaña, el enjaulado biot permanecía inmóvil, como lo había estado desde que fue arrancado de sus compañeros el día anterior. Janos paseó su linterna por la recia pared transparente de la jaula y comprobó que no hubiera ningún signo de que el biot se había movido durante la noche. Después de establecer que no había cambiado de posición, Janos se alejó del campamento Beta en dirección al mar.

Mientras aguardaba el estallido de luz, se descubrió a sí mismo pensando en el final de su conversación con Nicole la noche antes. Había algo que no estaba del todo bien respecto de su revelación de la posible causa del dolor del general Borzov la noche que murió. Janos recordaba vívidamente el apéndice sano; no había duda de que el diagnóstico primario había sido incorrecto. Pero, ¿por qué no le había hablado Nicole del diagnóstico posterior con respecto a los medicamentos? Especialmente si estaba llevando a cabo una investigación sobre el tema...

Fue Irina Turgeniev, sorprendentemente, quien formuló la pregunta. Los cosmonautas habían terminado casi con su desayuno. El doctor Brown y el almirante Heilmann, de

hecho, habían abandonado ya la mesa para enfrascarse en otra de sus interminables conferencias con la dirección de la AIE.

—¿Dónde está el doctor Takagishi? —preguntó inocentemente—. Es el último miembro del equipo del que esperaría que llegara tarde a algo.

—No debe de haber oído el despertador —respondió Janos Tabori, al tiempo que apartaba hacia atrás su silla—. Iré a despertarlo. Cuando regresó, un minuto más tarde, estaba perplejo.

—No está en su cabaña —dijo con un encogimiento de hombros—. Supongo que habrá ido a dar un paseo.

Nicole des Jardins notó una inmediata sensación de hundimiento en su estómago. Se levantó bruscamente, sin terminar su desayuno.

—Deberíamos ir en su busca —dijo, sin ocultar su preocupación—, o no estará preparado cuando nos marchemos.

Todos los demás cosmonautas captaron la agitación de Nicole.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Richard Wakefield de buen humor—. ¿Uno de nuestros científicos decide dar un pequeño paseo matutino por su cuenta, y a la doctora de la compartía le entra el pánico? —Conectó su radio. —¿Hola, doctor Takagishi? Esté donde estuviere. Aquí Wakefield. ¿Tendrá usted la bondad de hacernos saber que se encuentra bien para que podamos terminar en paz nuestro desayuno?

Hubo un largo silencio. Todos los miembros del equipo sabían que era una exigencia absolutamente obligatoria que todos llevaran un comunicador encima en cualquier momento. Podían cortar la capacidad de trasmisión, pero tenían que escuchar bajo cualquier circunstancia.

—Takagishi-san —dijo Nicole con un acento urgente en su voz—. ¿Se encuentra bien? Por favor, responda. —Durante el prolongado silencio, la sensación de hundimiento en el estómago de Nicole se convirtió en un enorme nudo. Algo terrible le había ocurrido a su amigo.

—Ya se lo he explicado dos veces, doctor Maxwell —dijo David Brown con voz exasperada—. No tiene ningún sentido evacuar parte del equipo. La forma más eficiente de buscar al doctor Takagishi es usar todo el equipo. Una vez que lo encontremos, nos marcharemos de Rama con la mayor rapidez. Y, respondiendo a su última pregunta, no, no es un complot por parte del equipo para evitar cumplir la orden de evacuación.

Se volvió al almirante Heilmann y le tendió el micrófono.

—Maldita sea, Otto —murmuró—, hable usted con ese bobo burócrata. Cree que puede dirigir esta misión mejor que nosotros, aunque se halla a cien millones de kilómetros de distancia.

—Doctor Maxwell, aquí el almirante Heilmann. Estoy completamente de acuerdo con el doctor Brown. De todos modos, con esos lapsos tan grandes de tiempo en la comunicación, realmente no podemos permitirnos una discusión. Así que vamos a seguir adelante con nuestro plan. El cosmonauta Tabori se quedará aquí conmigo en Beta y recogerá todo el equipo pesado, incluido el biot. Yo coordinaré la búsqueda. Brown, Sabatini y des Jardins cruzarán el hielo hasta Nueva York, el destino más probable si el profesor se fue por cuenta propia. Turgeniev y Yamanaka lo buscarán con los helicópteros. —Hizo una breve pausa. —No hay ninguna necesidad de que responda usted en seguida a esta trasmisión. La búsqueda ya habrá empezado antes de que llegue su próximo mensaje.

En su cabaña, Nicole empaquetó cuidadosamente su equipo médico. Se censuró a sí misma por no prever que Takagishi podía intentar visitar una última vez Nueva York por su cuenta.
Cometiste otro error,
se dijo a sí misma.
Lo menos que puedes hacer ahora es asegurarte de que estás preparada cuando lo encuentres.

Conocía de memoria el procedimiento personal de empaquetado. No obstante, revisó sus provisiones de comida y agua para asegurarse de que tenía todo lo necesario que pudiera necesitar un Takagishi herido o enfermo. Nicole sentía entremezcladas emociones respecto de sus dos compañeros en la búsqueda del científico japonés, pero nunca se le hubiera ocurrido que aquella disposición hubiera sido deliberadamente planeada. Todo el mundo conocía la fascinación de Takagishi hacia Nueva York. Dadas las circunstancias, no era sorprendente que Brown y Sabatini la acompañaran a su área primaria de búsqueda.

Justo antes de abandonar la cabaña, Nicole vio a Richard Wakefield en su puerta.

—¿Puedo entrar? —preguntó el hombre.

—Por supuesto —respondió.

Wakefield entró con una inseguridad muy poco característica, como si se sintiera confuso o azorado.

—¿Qué ocurre? —preguntó Nicole tras un incómodo silencio. Él sonrió.

—Bueno —dijo tímidamente—, me pareció una buena idea hace unos minutos. Ahora tengo la impresión de que es un poco estúpido..., quizás incluso infantil. —Nicole observó que sujetaba algo en su mano derecha. —Le traje algo —prosiguió—. Un amuleto de la buena suerte, supongo. Pensé que podría llevarlo con usted a Nueva York.

El cosmonauta Wakefield abrió la mano. Nicole reconoció la figurilla del príncipe Hal.

—Puede decir lo que quiera acerca del valor y la discreción y todo eso, pero a veces un poco de suerte es más importante.

Nicole se sintió sorprendentemente emocionada. Tomó la figurilla de la mano de

Wakefield y estudió sus intrincados detalles con admiración.

—¿Posee el príncipe alguna cualidad especial que yo deba saber? —preguntó con una sonrisa.

—Oh, sí. —Los ojos de Richard se iluminaron. —Le encanta pasar ingeniosas veladas en pubs con reyes gordos y otros personajes deshonrosos. O luchar contra duques y condes denegados. O cortejar hermosas princesas francesas.

Nicole enrojeció ligeramente.

—Si me siento sola y deseo que el príncipe me divierta un poco, ¿qué tengo que hacer? —preguntó.

Richard se acercó al lado de Nicole y le mostró un diminuto teclado justo encima de las posaderas del príncipe.

—Responderá a muchas órdenes —dijo Richard, tendiéndole una pequeña varilla del tamaño de una aguja—. Esto encajará perfectamente en cualquiera de las teclas. Pruebe "H" para hablar y "A" para acción si desea que le muestre todo lo que sabe hacer.

Nicole guardó el pequeño príncipe y la varilla en el bolsillo de su overol de vuelo.

—Gracias, Richard —dijo—. Ha sido muy amable por su parte. Wakefield enrojeció.

—Bueno, ya sabe, no es gran cosa. Es sólo que hemos tenido demasiada mala suerte y pensé que bueno, quizá...

—Gracias de nuevo, Richard —lo interrumpió Nicole—. Aprecio su preocupación. — Salieron juntos de la cabaña.

34 - Extraños compañeros

El doctor David Brown era el tipo de científico abstracto al que no le gustaban las máquinas ni confiaba en ellas. La mayor parte de los artículos que tenía publicados se referían a temas teóricos porque aborrecía la formalidad y el detalle de la ciencia empírica. Los empíricos tenían que luchar con instrumentos y, peor aún, con ingenieros. El doctor Brown consideraba que todos los ingenieros no eran más que carpinteros y lampistas glorificados. Toleraba su existencia sólo porque algunos de ellos eran necesarios si quería que alguna vez sus teorías fueran demostradas en la práctica.

Cuando Nicole le hizo inocentemente al doctor Brown algunas simples preguntas acerca del funcionamiento de los vehículos para el hielo, Francesca no pudo reprimir una risita.

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