Diario de Invierno

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Authors: Paul AUSTER

 

Auster vuelve la mirada sobre sí mismo y parte de la llegada de las primeras señales de la vejez para rememorar episodios de su vida. Y así, se suceden las historias: un accidente infantil mientras jugaba al béisbol, el descubrimiento del sexo, las masturbaciones adolescentes y la primera experiencia sexual con una prostituta, un accidente de coche en el que su mujer resulta herida, una presentación en Arles acompañado por su admirado Jean-Louis Trintignant, la estancia en París, una larga lista comentada de las 21 habitaciones en las que ha vivido a lo largo de su vida hasta llegar a su actual residencia en Park Slope, sus ataques de pánico, los viajes, los paseos, la presencia de la nieve, el paso y la herida del tiempo… Si la La Invención de la Soledad se centraba en el figura de su padre, en esta ocasión repasa otros episodios vitales dedicando sus emotivas páginas a su madre, a su divorcio y a la enfermedad terminal que acabó con su vida, sumiéndolo en una profunda crisis, y a la conflictiva relación que mantuvo con su primera mujer, la escritora Lydia Davis.

Paul Auster

Diario de Invierno

ePUB v1.1

gercachifo
22.08.12

Título original:
Winter Journal

Paul Auster, 2012.

Traducción: Benito Gómez Ibáñez

Diseño/retoque portada: gercachifo

Editor original: gercachifo (v1.0)

ePub base v2.0

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V
ives en un tormento de frustración y continua excitación sexual, batiendo el récord norteamericano de masturbación durante todos los meses de 1961 y 1962, como onanista no por elección sino por circunstancias, atrapado en el interior de tu cuerpo, que no deja de crecer y cambiar, el chico de trece años de un metro sesenta transformado ahora en un quinceañero de uno setenta y ocho, todavía muchacho, quizá, pero con cuerpo de hombre, que se afeita dos veces por semana, que tiene vello en antebrazos y piernas, vello en las axilas, vello púbico porque ya no es pubescente sino que está casi plenamente formado, y aunque sigues adelante con tus tareas escolares y actividades deportivas y viajas aún más a fondo por el universo de los libros, lo que domina tu vida es tu insatisfecho apetito sexual, sientes que en realidad te estás muriendo de necesidad, y ninguna ambición es más importante para ti, ninguna causa es más imprescindible para el bienestar de tu ansiosa y dolorida persona que perder cuanto antes la virginidad. Ése es tu deseo, en cualquier caso, pero en ninguna parte está escrito que los deseos hayan de cumplirse, y así continúa el tormento, a través de la delirante renunciación de la carne de 1962 y hasta el otoño de 1963, cuando finalmente, al cabo de tantos obstáculos, se presenta una ocasión, y aunque es menos que ideal, en absoluto lo que te habías imaginado, no vacilas en decir que sí. Tienes dieciséis años. En julio y agosto, trabajaste de camarero en un campamento de verano al norte del estado de Nueva York, y tu compañero, el que servía las mesas contigo, un muchacho divertido, con mucha labia, de Queens (un chico de ciudad que conoce perfectamente las calles de Nueva York; a diferencia de ti, que no conoces casi nada), te llama para decirte que tiene la dirección y el número de teléfono de un burdel en el Upper West Side. Te conseguirá una cita, si quieres, y como sí que quieres, el sábado siguiente vas en autobús a la ciudad y te encuentras con tu amigo frente a un edificio de apartamentos en la calle Ochenta y tantos, a poca distancia del río. Es una tarde húmeda de últimos de septiembre, cae una lluvia fina y todo está empapado y gris, tiempo de paraguas, o al menos un día para ponerse un gorro, pero no llevas ni paraguas ni gorro, lo que sin embargo te da igual, te da enteramente lo mismo porque lo último en que piensas es en el tiempo. La palabra
burdel
te ha evocado un tropel de atractivas imágenes, y esperas entrar en un amplio establecimiento, suntuosamente decorado con lujosas paredes aterciopeladas y un personal de quince o veinte mujeres seductoras (¿qué película desdichada te metió
esa
idea en la cabeza?), pero mientras tu amigo y tú subís al ascensor, que es el más lento, sucio y lleno de pintadas de toda Nueva York, reajustas enseguida tus expectativas. El lujoso burdel resulta ser un destartalado y angosto apartamento, y sólo hay dos mujeres, la propietaria, Kay, una oronda negra que ronda los cincuenta años y saluda a tu amigo con un cálido abrazo, como si fueran viejos conocidos, y otra mujer mucho más joven, también negra, que aparenta veinte o veintidós. Ambas están sentadas en sendos taburetes en la diminuta cocina, separada de la alcoba por una delgada cortina que no llega a tocar el suelo, visten batas de seda de colores vivos, y, para tu gran alivio, la joven es bastante atractiva, de rostro muy bonito, incluso guapa. Kay anuncia el precio (¿quince, veinte dólares?) y luego os pregunta quién quiere ir primero. No, no, ríe tu amigo, él sólo ha venido para acompañarme (sin duda las chicas de Queens son menos reacias a quitarse la ropa que las de Nueva Jersey), de modo que Kay se vuelve hacia ti y te dice que puedes escoger, o ella o su joven colega, y cuando no te decides por ella, Kay no parece ofenderse; se limita a encogerse de hombros, sonríe, extiende la mano y dice: «A ver el dinero, encanto», momento en el cual te hurgas el bolsillo y sacas los quince o veinte dólares que le debes. La joven y tú (demasiado tímido o nervioso, olvidas preguntarle cómo se llama, lo que significa que ha permanecido anónima para ti durante todos estos años) pasáis a la otra habitación mientras Kay corre la cortina a tu espalda. La chica te conduce al rincón donde está la cama, se quita la bata y la tira sobre una silla, y por primera vez en la vida te encuentras en presencia de una mujer desnuda. Una mujer preciosa, en realidad, una joven con un cuerpo muy atractivo, de pechos generosos, brazos y hombros magníficos, trasero soberbio, caderas espléndidas, piernas fastuosas, y al cabo de tres largos años de frustración y fracasos, empiezas a sentirte feliz, más de lo que te has sentido en momento alguno desde que empezó tu adolescencia. La chica te dice que te quites la ropa, y cuando ambos estáis en la cama, los dos desnudos, y lo único que realmente quieres, al menos de momento, es tocarla y besarla y sentir la suavidad de su piel, que es maravillosamente suave, tanto que empiezas a temblar sólo con ponerle la mano encima, resulta que besarla en la boca no entra en el programa, porque las prostitutas no besan a los clientes en la boca, y a las putas no les interesan los preliminares, no tienen interés en tocar ni en que las toquen por el simple placer de tocar y ser tocado, porque en esas circunstancias el encuentro sexual no es placer sino trabajo, y cuanto antes termine el cliente con el servicio por el que ha pagado, mejor. Sabe que es tu primera vez, que eres un absoluto principiante sin experiencia alguna, y te trata con paciencia y amabilidad, es buena persona, en tu opinión, y si quiere ponerse a follar inmediatamente, no hay problema, estás más que dispuesto a seguir sus normas, porque no hay duda de que estás preparado, de que ostentas una buena erección desde el instante en que viste cómo se quitaba la bata, y por consiguiente, cuando se queda tranquilamente tumbada de espaldas, te pones con sumo gusto encima de ella y dejas que te guíe al sitio en donde tu pene ansiaba estar desde tanto tiempo atrás. Qué maravilla, es estupendo, tanto como siempre has imaginado que sería, no, aún mejor, mucho mejor, y todo va bien durante un breve espacio de tiempo, cuando parece que vas a rematar la faena en cuestión de segundos, pero entonces oyes hablar y reír a Kay y tu amigo en la cocina, que no está a más de tres o cuatro metros de la cama, y en cuanto eres consciente de que están ahí, empiezas a distraerte, y una vez que tu mente deja de concentrarse en lo que te traes entre manos, percibes el aburrimiento de la chica, lo tedioso que le resulta todo este asunto, y aunque estás tendido sobre su cuerpo, ella se encuentra muy lejos de ti, en otra ciudad, en otro país, y entonces, perdiendo la paciencia, te pregunta si eres capaz de terminar, y tú dices que sí, por supuesto, y veinte segundos después te lo vuelve a preguntar y le contestas que sí, no faltaba más, pero la siguiente vez que te dirige la palabra, dice: «Vamos, retírate, que te voy a hacer una paja. Estos chavales. Venga a meneárosla todo el tiempo, pero a la hora de la verdad no tenéis la menor idea.» Así que dejas que te masturbe, que es precisamente lo que has venido haciendo durante los últimos tres años; con una pequeña diferencia: prefieres su mano a la tuya.

No volviste más. Durante el año y medio siguiente, continuaste forcejeando con jerséis, blusas y sostenes, seguiste besando y acariciando y luchando contra la vergüenza de eyaculaciones impropias, y luego, a los dieciocho, te las arreglaste para faltar los últimos dos meses al instituto, primero con un episodio de mononucleosis que te dejó sin fuerzas y postrado en cama durante la mayor parte del mes de mayo, y luego largándote a Europa en un buque de estudiantes tres semanas antes de terminar el preuniversitario. Las autoridades académicas te lo permitieron porque tenías buenas notas y ya te habían admitido en la universidad para el otoño, así que te marchaste, en el entendimiento de que volverías a principios de septiembre para presentarte a los exámenes finales y conseguir el título oficialmente. Viajar en avión era caro en 1965, pero en los barcos de estudiantes salía barato, y como te regías por un presupuesto muy ajustado (dinero ganado con los trabajos veraniegos de los dos últimos años), optaste por el buque
Aurelia
y una lenta travesía de nueve días de Nueva York a Le Havre. A bordo iban aproximadamente trescientos estudiantes, la mayoría de los cuales ya había cursado uno o dos años de universidad, lo que significa que eran algo mayores que tú, y como los demás pasajeros y tú poco o nada teníais que hacer mientras avanzabais lentamente por el Atlántico aparte de pasar el tiempo durmiendo, comiendo, leyendo y viendo películas, era muy lógico, enteramente inevitable te parece ahora, que los pensamientos de los trescientos jóvenes de edades entre dieciocho y veintiún años girasen principalmente en torno a la cuestión sexual. La monotonía y la proximidad, la languidez de una travesía oceánica con buen tiempo, el entendimiento de que el barco era un mundo en sí mismo y nada de lo que allí ocurriera iba a tener consecuencias duraderas: todos esos elementos se combinaron para crear un ambiente de naturalidad sensual sin reservas. Los escarceos empezaron antes de que se pusiera el sol el primer día, y continuaron hasta que el buque tocó tierra doscientas horas después. Era un palacio flotante de fornicación perdido en alta mar, con gente entrando y saliendo sigilosamente de oscuros camarotes, chicos y chicas cambiando de pareja de un día para otro, y por dos veces durante la travesía te fuiste acompañado a la cama, cada vez con una muchacha simpática e inteligente, no muy distintas las dos de las chicas decentes con las que habías crecido en Nueva Jersey, pero aquéllas eran de Nueva York, y por tanto más refinadas, con más experiencia que las vírgenes de tu ciudad que te apartaban la mano de un guantazo, y como existía una fuerte atracción por ambas partes, en el primer caso entre Renée y tú, en el segundo entre Janet y tú, no había el más mínimo reparo en desnudarse, meterse entre las sábanas y hacer el amor de una forma que no había sido posible en el triste apartamento del Upper West Side, con besos, caricias y verdadero sentimiento formando ahora parte de la aventura, y ése fue el gran avance, tu iniciación al placer con parejas diferentes que participaban en la misma medida en los placeres de unas relaciones íntimas prolongadas. Aún había mucho que aprender, por supuesto. En aquel momento no eras más que un principiante, pero al menos estabas en marcha, por lo menos habías descubierto cuánto te quedaba aún por desear.

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