Diario de Invierno (4 page)

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Authors: Paul AUSTER

10. Rue Jacques Mawas, 3, 15ème Arrondissement, París. Otro apartamento de dos habitaciones y cocina con mesa, en el tercer piso de un edificio de seis plantas. Edad, 24. No mucho después de tu llegada a París (24 de febrero de 1971), empezaste a tener dudas sobre la ruptura con tu novia. Le escribiste una carta, preguntándole si tenía valor para intentarlo de nuevo, y cuando contestó que sí, tus relaciones con ella, buenas y malas, con altos y bajos, continuaron de manera irregular. A primeros de abril estaría contigo en París, y mientras tanto te pusiste a buscar un apartamento amueblado (la paga del barco había sido buena, pero no lo suficiente para comprar muebles), y pronto encontraste el de la rue Jacques Mawas, que era limpio, muy luminoso, no demasiado caro, y provisto de un piano. Como tu novia era una excelente y apasionada pianista (Bach, Mozart, Schubert, Beethoven), te quedaste con el apartamento en el acto, sabiendo lo contenta que se pondría con aquel golpe de suerte. No sólo París, sino París con un piano. Te mudaste, y en cuanto te ocupaste de los artículos básicos del hogar (ropa de cama, cacerolas y sartenes, platos, toallas, cubiertos), hiciste que vinieran a afinar el discordante piano, que no se había tocado en años. Al día siguiente se presentó un ciego (rara vez has conocido a un afinador de pianos que no fuera ciego), un hombre corpulento de unos cincuenta años, rostro pálido como una masa de repostería y ojos permanentemente en blanco. Una extraña presencia, según tu impresión, pero no sólo por los ojos. Era la piel, abombada, macilenta, de aspecto esponjoso y maleable, como si viviera bajo tierra en alguna parte y no permitiera que la luz le diese nunca en la cara. Lo acompañaba un joven de dieciocho o veinte años, que llevándolo del brazo lo condujo desde la puerta hasta donde estaba el instrumento, en la habitación del fondo. El muchacho no dijo ni palabra durante la visita, así que te quedaste sin saber si era su hijo, su sobrino, un primo o un lazarillo a sueldo, pero al afinador le gustaba hablar, y cuando terminó su trabajo se entretuvo un rato charlando contigo. «Esta calle», dijo, «la rue Jacques Mawas del distrito decimoquinto. Es muy corta, ¿no? Sólo unos cuantos edificios, si no me equivoco.» Le contestaste que no se equivocaba, era efectivamente una calle muy corta. «Es curioso», prosiguió, «pero resulta que yo vivía aquí durante la guerra. Por entonces era un buen barrio para encontrar piso.» Le preguntaste por qué. «Porque», contestó, «aquí vivían muchos israelitas, pero luego estalló la guerra y se marcharon.» Al principio no caíste en la cuenta de lo que intentaba decirte; o no querías creer lo que te estaba diciendo. El término
israelita
quizá te desconcertara un poco al principio, pero tu francés era lo bastante bueno para saber que no era un sinónimo poco frecuente de la palabra
juif
(judío), al menos para la generación de la guerra, aunque según tu experiencia siempre arrastraba un matiz peyorativo, no tanto una rotunda declaración de antisemitismo como una forma de distanciar a los judíos de los franceses, de convertirlos en algo foráneo y llamativo, aquel pueblo extraño y antiguo del desierto con su curiosa vestimenta y su Dios arcaico y vengativo. Eso ya era bastante malo, pero la segunda parte de la frase apestaba a tal ignorancia, a tan deliberado negacionismo, que no estabas seguro de hablar con el mayor inocentón del mundo o con un antiguo colaboracionista de Vichy.
Se marcharon
. Sin duda a dar la vuelta al mundo en un crucero de lujo, de vacaciones ininterrumpidas durante cinco años, tomando el sol en el Mediterráneo, jugando al tenis en los Cayos de Florida y bailando en las playas de Australia. Querías que el ciego se largara, que se quitara de tu vista lo más rápidamente posible, pero cuando le estabas pagando no te resististe a hacerle una última pregunta. «Ah», dijiste, «y cuando se marcharon, ¿adónde fueron?» El afinador de pianos hizo una pausa, como buscando una respuesta, y cuando no se le ocurrió ninguna, se disculpó con una sonrisa. «No tengo ni idea», contestó, «pero la mayoría no volvió.» Aquélla fue la primera de las diversas lecciones que aprendiste por las malas en aquel edificio sobre la manera de ser de los franceses; la siguiente fue la Guerra de las Cañerías, que empezó un par de semanas después. Las instalaciones sanitarias no eran nada recientes en tu apartamento, y el retrete con cadena y cisterna en alto no funcionaba como era debido. Cada vez que tirabas de la cadena, el agua seguía corriendo durante bastante tiempo y haciendo una considerable cantidad de ruido. No prestabas atención a eso, el agua que seguía saliendo del retrete no significaba más que un pequeño inconveniente para ti, pero por lo visto causaba una gran turbulencia en el apartamento de abajo, el atronador ruido de una bañera llenándose a toda marcha. Ignorabas todo eso hasta que un día te pasaron una nota por debajo de la puerta. Era de la vecina de abajo, una tal Madame Rubinstein (qué conmoción habría sufrido el afinador de pianos al saber que su barrio en tiempos de guerra todavía albergaba a algunos israelitas vivos), una carta llena de indignación en la que se presentaban quejas sobre el insoportable jaleo que armabas bañándote a medianoche, y donde se te informaba de que habían escrito al casero, que vivía en Arrás, sobre tus alborotos, y que si él no iniciaba inmediatamente los trámites para proceder a tu desalojo, ella misma llevaría el asunto a la policía. Te quedaste pasmado por la violencia de su tono, perplejo por el hecho de que no hubiera llamado a tu puerta para hablar cara a cara contigo del problema (que era el método habitual de arreglar los problemas entre inquilinos en las casas de vecinos de Nueva York) y en cambio hubiera ido a tus espaldas a ponerse en contacto con
la autoridad
. Ése era el estilo francés, en contraposición a la forma de ser norteamericana: una fe sin límites en las jerarquías de poder, una confianza ciega en los canales burocráticos para resolver litigios y corregir pequeñas injusticias. Nunca habías visto a aquella mujer, no sabías qué aspecto tenía, y ahí estaba ella, atacándote con insultos feroces, declarándote la guerra por un asunto que había escapado a tu atención. Para evitar lo que suponías que sería un inmediato desalojo, escribiste al casero, le explicaste tu versión de la historia, le prometiste arreglar el retrete averiado, y en respuesta recibiste una carta jovial y absolutamente alentadora: La juventud debe expansionarse, hay que vivir y dejar vivir, no se preocupe, pero tómese con calma lo de la hidroterapia, ¿de acuerdo? (El francés de natural bondadoso en contraposición al francés desagradable: en los tres años y medio que viviste entre ellos, conociste a algunos de los personajes más fríos y mezquinos sobre la faz de la tierra, pero también a los más cálidos y generosos, hombres y mujeres, que has conocido en la vida.) Reinó la paz durante un tiempo. Seguías sin conocer a Madame Rubinstein, pero las quejas del piso de abajo habían cesado. Entonces llegó tu novia de Nueva York y el silencioso apartamento empezó a llenarse con los sones del piano, y como la música te gustaba por encima de todo, te resultaba inconcebible que alguien pudiera poner objeciones a las obras maestras del teclado que emanaban del tercer piso. Un domingo por la tarde, sin embargo, una tarde especialmente bonita de finales de primavera, mientras estabas sentado en el sofá escuchando tocar a tu novia los
Moments Musicaux
, de Schubert, un coro de voces histéricas e irritadas surgió de pronto del piso de abajo. Los Rubinstein tenían invitados, y lo que decían las airadas voces era: «¡Intolerable! ¡Ya está bien! ¡Es el colmo!» Entonces empezaron a aporrear el techo con el palo de una escoba justo debajo del piano, y una voz de mujer gritó: «¡Basta! ¡Paren ya ese estruendo infernal!» Para ti también era el colmo, y con la voz aún gritando desde el segundo piso, saliste de estampida del apartamento, bajaste corriendo las escaleras, y llamaste —llamaste fuerte— a la puerta de los Rubinstein. Se abrió a los tres segundos (sin duda te oyeron llegar), y allí estabas, frente a frente con la otrora invisible Madame Rubinstein, que resultó ser una atractiva mujer de unos cuarenta años (¿por qué siempre quiere uno suponer que las personas desagradables son feas?), y sin preámbulo de ninguna clase, ambos os enzarzasteis en una discusión a grito pelado. No eras alguien que se excitara fácilmente, no te costaba mucho dominar el mal genio, normalmente hacías lo posible por evitar un altercado, pero aquel día en particular la cólera te había puesto fuera de ti, y como la ira pareció elevar tu francés a nuevos niveles de rapidez y precisión, os lanzasteis en pie de igualdad a practicar el arte de la esgrima verbal. Tu postura: Tenemos todo el derecho a tocar el piano el domingo por la tarde, cualquier tarde, y ya que estamos, en cualquier momento de cualquier día de cualquier semana o mes con tal de que no sea muy temprano ni muy tarde. Su posición: Ésta es una respetable casa burguesa; si usted quiere tocar el piano, alquile un estudio; ésta es una casa burguesa decente, lo que significa que seguimos las normas y nos comportamos de manera civilizada; está prohibido hacer ruido; el año pasado, cuando vivía en su apartamento un inspector de policía, hicimos que lo echaran del edificio porque tenía un horario muy irregular; ésta es una casa como es debido; nosotros tenemos un piano en el piso, pero ¿lo tocamos alguna vez? No, por supuesto que no. Sus argumentos te parecían pobres, tautologías llenas de lugares comunes, cómicas aseveraciones dignas del Monsieur Jourdain de Molière, pero las emitía con tal furia y ponzoñosa convicción que no te dieron ganas de reír. La conversación no iba a parte alguna, ninguno de los dos cedía un ápice, estabais levantando un muro de permanente animosidad entre vosotros, y cuando te figuraste lo amargo que sería el futuro si seguíais acometiéndoos el uno al otro de esa manera, decidiste que había llegado el momento de jugar tu baza, dar la vuelta a la discusión y llevarla por una dirección completamente distinta. Qué triste, dijiste, qué lamentable y patético es que dos judíos se peleen de esta manera; piense en toda esa muerte y sufrimiento, Madame Rubinstein, en todos los horrores a que han sometido a nuestra gente, y aquí estamos los dos, gritándonos el uno al otro por una nimiedad; debería darnos vergüenza. La estratagema dio resultado, tal como esperabas. En la forma en que lo dijiste hubo algo que hizo mella en tu vecina, y la batalla concluyó de pronto. A partir de aquel día, Madame Rubinstein dejó de ser una antagonista. Siempre que la veías por la calle o en la entrada del edificio, te sonreía y se dirigía a ti con la corrección y formalidad que requerían tales encuentros:
Bonjour, Monsieur
, a lo que tú respondías, devolviéndole cortésmente la sonrisa,
Bonjour, Madame
. Así era la vida en Francia. La gente te importunaba por la fuerza de la costumbre, molestaba por el simple placer de molestar, y seguían pinchándote hasta que les demostrabas que tú también estabas dispuesto a fastidiarla, momento en el cual te ganabas su respeto. Añádase la circunstancia de que Madame Rubinstein y tú erais judíos, y ya no había motivo para continuar peleándose, por muy a menudo que tu novia tocara el piano. Te asqueaba haber recurrido a una táctica tan poco limpia, pero la baza que habías jugado dio resultado, y te trajo la paz durante el resto del tiempo que viviste en la rue Jacques Mawas.

11. Rue du Louvre, 2, 1er Arrondissement, París. Un cuarto de servicio
(chambre de bonne)
en el último piso de un edificio de seis plantas frente al Sena. Edad, 25. Tu habitación estaba en la parte trasera, y lo que veías al asomarte por la ventana era una gárgola que se proyectaba bruscamente desde el campanario de la iglesia de al lado: Saint–Germain Auxerrois, la misma cuyas campanas repicaron sin interrupción el 24 de agosto de 1572, comunicando la noticia de la matanza del Día de San Bartolomé. Cuando mirabas a la izquierda, veías el Louvre. Si mirabas a la derecha, veías Les Halles, y a lo lejos, al extremo septentrional de París, la cúpula blanca de Montmartre. Era el más pequeño espacio que habías habitado jamás, una habitación tan reducida que sólo cabía en ella lo más imprescindible: una cama estrecha, un escritorio diminuto y una silla de respaldo recto, un lavabo y, junto a la cama, otra silla recta en donde tenías el infiernillo de un solo quemador y el único cazo que poseías, que utilizabas para calentar agua y hacer café instantáneo y huevos cocidos. Retrete en el pasillo; ni ducha ni baño. Vivías allí porque andabas escaso de dinero y te habían ofrecido gratis la habitación. Los autores de ese extraordinario acto de generosidad eran tus amigos Jacques y Christine Dupin (los mejores y más amables amigos del mundo: santificados sean sus nombres para siempre), que vivían en un apartamento grande en el segundo piso, y como se trataba de un edificio de la era Haussmann, su vivienda disponía de una habitación más para la criada en la última planta. Vivías solo. Una vez más, tu novia y tú habíais fracasado en el intento de seguir juntos, y os habíais separado de nuevo. Ella vivía por entonces al oeste de Irlanda con una amiga del instituto, en una casa de campo con estufa de turba a unos cuantos kilómetros a las afueras de Sligo, y aunque fuiste a Irlanda en cierto momento para convencerla de que volviera contigo, tu galante gesto acabó en nada, porque su corazón se había enredado con el de un joven irlandés, y tú hiciste acto de presencia en una etapa temprana de su aventura (que al final también acabó en nada), lo que significaba que habías hecho el viaje a destiempo, y te marchaste de las verdes colinas de Sligo, tan azotadas por el viento, preguntándote si volverías a verla otra vez. Regresaste a tu habitación, a la soledad de tu cuarto, a la más pequeña de las habitaciones, que a veces te impulsaba a buscar prostitutas, pero te equivocarías al decir que no fuiste feliz allí, porque no tuviste dificultad en adaptarte a las limitadas circunstancias, te resultó estimulante descubrir que podías apañártelas con casi nada, y con tal de que fueras capaz de escribir, te daba igual el sitio en que vivieras. Día tras día durante todos los meses que estuviste allí, cuadrillas de obreros trabajaban justo enfrente de tu edificio, construyendo un aparcamiento subterráneo de cuatro o cinco plantas. Por la noche, siempre que te asomabas a la ventana y mirabas la tierra excavada, el enorme hoyo que se iba extendiendo en el suelo debajo de ti, veías ratas, cientos de ratas relucientes de humedad que corrían entre el barro.

12. Rue Descartes, 29; 5ème Arrondissement, París. Otro apartamento de dos habitaciones y cocina con mesa, en el cuarto piso de un edificio de seis plantas. Edad, 26. Una serie de trabajos por cuenta propia bien pagados te había sacado de la miseria, y tu situación económica era ahora tan sólida como para firmar el contrato de alquiler de otro apartamento. Tu novia había vuelto de Sligo, el irlandés ya no pintaba nada, y una vez más ambos decidisteis unir fuerzas e intentar vivir juntos de nuevo. Esta vez, las cosas fueron sobre ruedas, no sin algunos topetazos por el camino, quizá, pero menos traumáticos que anteriormente, y ninguno amenazó con abandonar al otro. El apartamento del número 29 de la rue Descartes fue sin duda el espacio más agradable que ocupaste en París. Hasta la portera era simpática (una mujer joven y bonita, rubia de pelo corto, casada con un poli, que sonreía continuamente y siempre tenía una palabra amable, a diferencia de las brujas metijonas de agrio carácter que tradicionalmente controlaban los edificios de viviendas de París), y estabas contento de vivir en aquella parte de la ciudad, en pleno Barrio Latino, justo encima de la cuesta que sube de la place de la Contrescarpe, con sus cafés, sus restaurantes y su espectacular mercadillo, bullicioso y lleno de vida. Pero los buenos trabajos independientes del año pasado se estaban agotando, y una vez más menguaban tus recursos. Calculabas que podrías aguantar hasta el final del verano, y luego tendrías que hacer la maleta y volver a Nueva York. En el último momento, sin embargo, tu estancia en Francia se prolongó de forma inesperada.

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