Read Diario de Invierno Online
Authors: Paul AUSTER
Más adelante, cuando vivías en París a principios de los años setenta, hubo largos periodos en que te encontrabas solo, durmiendo noche tras noche sin nadie a tu lado en la estrecha cama de tu pequeño cuarto de servicio, y a veces estabas a punto de volverte loco en tu célibe soledad, no sólo por la falta de desahogo sexual sino por la ausencia de contacto físico, y como no había nadie a quien recurrir, ninguna mujer con quien contar para la camaradería que ansiabas, en ocasiones salías a buscar una prostituta, quizá cinco o seis veces en los varios años que viviste allí, deambulando por las callejuelas del barrio de Les Halles, ya demolido, que estaba a la vuelta de la esquina de tu habitación, o si no, te aventurabas a ir un poco más lejos, caminando hasta la rue Saint–Denis y los callejones adyacentes, con sus pasajes y travesías de adoquines, las aceras atestadas de mujeres alineadas contra la fachada de los edificios y los
hôtels de passe
, un despliegue de posibilidades femeninas que cubrían toda la gama, desde guapas veinteañeras hasta veteranas de la calle estridentemente maquilladas de unos cincuenta años, putas que representaban todo tipo de cuerpo imaginable, toda raza, todo color, desde rechonchas francesas, pasando por esbeltas africanas hasta voluptuosas italianas e israelíes, unas provocativamente vestidas con minifalda y pechos que desbordaban las tenues blusas y los escotados sostenes, otras con vaqueros y recatados jerséis, no muy distintas de las chicas con que fuiste al instituto en tu ciudad natal, pero todas con tacones altos o botas, botas de cuero negras o blancas, y en torno al cuello algún que otro boa o un pañuelo de seda, y esporádicamente una chica especializada en sadomasoquismo ataviada con extravagantes prendas de cuero, o de vez en cuando la que aparentaba ser una colegiala con falda a cuadros y pudorosa blusa blanca, allí tenía cabida todo deseo y predilección, y caminando por en medio de las calles peatonales, los hombres, una interminable procesión de hombres silenciosos que examinaban las posibilidades de las aceras con miradas furtivas o desafiantes, toda clase de mujeres preparadas para venderse a toda clase de hombres, desde árabes solitarios a clientes con traje de mediana edad, las multitudes de inmigrantes solteros, estudiantes frustrados y maridos aburridos, y en cuanto te incorporaste a tal cortejo, sentiste de pronto que ya no formabas parte del mundo de la vigilia, que estabas inmerso en un sueño erótico emocionante y a la vez perturbador, porque la sola idea de que podías acostarte con cualquiera de aquellas mujeres simplemente ofreciéndole cien francos (veinte dólares) hacía que te diera vueltas la cabeza, te mareaba físicamente, y mientras merodeabas por las angostas calles buscando compañía que satisficiera la necesidad que te había empujado a salir de tu habitación hacia aquel laberinto de carne, te sorprendías examinando las caras en vez de los cuerpos, o primero el rostro y luego el tipo, buscando una cara bonita, el rostro de un ser humano que aún no tuviera muerta la mirada, alguien cuyo espíritu no se hubiera asfixiado por completo bajo el anonimato y la artificiosidad del puterío, y por extraño que parezca, en tus cinco o seis excursiones a la zona de tolerancia de París, consentida por el gobierno y enteramente legal, por lo general lograbas encontrar alguno. Ninguna mala experiencia, entonces, ningún encuentro que te llenara de pesar o remordimiento, y cuando lo piensas ahora, supones que te trataron bien porque no eras un hombre maduro de vientre prominente ni un peón de albañil con mal aliento y mugre bajo las uñas, sino un joven de veinticuatro o veinticinco años, nada agresivo ni impresentable, que no hacía requerimientos extraños ni molestos a las mujeres con quienes subía las escaleras, que simplemente se sentía agradecido por no estar solo en su propia cama. Por otro lado, sería erróneo calificar de memorable cualquiera de tales experiencias. Rápidas y directas, efectuadas con buena voluntad pero del todo formales, un servicio prestado de forma competente a cambio de unos honorarios fijados de antemano, pero como ya no eras aquel torpe neófito de dieciséis años, eso era todo lo que siempre esperabas. Sin embargo, hubo una vez en que ocurrió algo insólito, cuando se encendió una chispa de reciprocidad entre tu consorte provisional y tú, que por casualidad fue la última vez que pagaste a una mujer para que se acostara contigo, en el verano de 1972, cuando ganabas algún dinero que tanta falta te hacía trabajando de telefonista en la delegación en París del
New York Times
, en el turno de noche, aproximadamente de seis de la tarde a una de la madrugada, ya no te acuerdas del horario exacto, pero llegabas cuando las oficinas se vaciaban y te sentabas solo a la mesa, la única persona en una planta a oscuras de un edificio de la Orilla Derecha, esperando a que sonara el teléfono, cosa que rara vez sucedía, y aprovechando el ininterrumpido silencio de aquellas horas para leer libros y trabajar en tus poemas. Una noche entre semana, al acabar tu turno, saliste de la oficina para encontrarte con el aliento del verano, con el cálido abrazo del aire de verano, y como el
Métro
ya no funcionaba, echaste a andar hacia casa, paseando en dirección sur entre la suave brisa veraniega, nada cansado mientras caminabas tranquilamente por las calles desiertas, de vuelta a tu pequeño cuarto vacío. No tardaste mucho en pasar por la rue Saint–Denis, en donde una serie de chicas seguía trabajando a pesar de lo intempestivo de la hora, y entonces torciste por una calle lateral, en la que solían reunirse las más bonitas, consciente de que no tenías ganas de volver a casa todavía, de que habías estado solo demasiado tiempo y temías volver a tu triste habitación, y a media manzana alguien te llamó la atención, una morena alta de rostro encantador y figura igualmente atractiva, y cuando te sonrió y te preguntó si querías compañía
(Je t’accompagne?)
, no lo pensaste dos veces y aceptaste su ofrecimiento. Volvió a sonreír, complacida por la rapidez de la transacción, y mientras seguías observando su rostro, comprendiste que habría sido una belleza impresionante de no haber tenido los ojos tan juntos, si no hubiera sido ligeramente bizca, pero eso no tenía importancia alguna para ti, seguía siendo la mujer más atrayente que había paseado por aquella calle, y su sonrisa te desarmaba, porque era magnífica en tu opinión, y se te ocurrió que si todos los habitantes del planeta fueran capaces de sonreír como ella, no habría más guerras ni conflictos personales, que la paz y la felicidad reinarían para siempre en la tierra. Se llamaba Sandra, una francesa de veintitantos años, y mientras la seguías por los meandros de la escalera hasta el tercer piso del hotel, te anunció que eras su último cliente de la noche, y en consecuencia no había ninguna prisa, podías estar el tiempo que quisieras. Aquello era algo sin precedentes, una violación de todos los protocolos y normas de conducta de la profesión, pero ya estaba claro que Sandra era diferente de las demás chicas que hacían aquella calle, que carecía de la dureza y la frialdad que parecían necesarias para aquel trabajo. Luego entraste con ella en la habitación y todo continuó siendo distinto de todas tus experiencias previas en aquella parte de la ciudad. Parecía distendida, en un estado de ánimo afable y comunicativo, e incluso cuando os quedasteis los dos desnudos, incluso cuando descubriste lo increíblemente hermoso que era su cuerpo
(majestuoso
fue la palabra que se te ocurrió, en el mismo sentido en que el cuerpo de ciertas bailarinas puede calificarse de majestuoso), se mostraba habladora y festiva, sin ninguna prisa por ponerse manos a la obra, nada molesta por tu deseo de acariciarla y besarla, y mientras seguía repantigada en la cama contigo, se puso a hacer una demostración de las diversas posturas amatorias que sus amigas y ella utilizaban con los clientes, el
Kamasutra
de la rue Saint–Denis, contorsionándose de un lado a otro, plegándose hacia abajo y hacia arriba mientras te ayudaba a contraerte para imitar las diversas configuraciones, riendo quedamente ante lo absurdo de todo aquello mientras te decía el nombre de cada postura. Lamentablemente, ahora sólo te acuerdas de una, que probablemente era la más insulsa, pero también la más divertida:
le paresseux
, el perezoso, que consistía simplemente en ponerse de costado, todo estirado, y copular cara a cara con la pareja. Nunca has conocido a una mujer que estuviera tan a gusto con su cuerpo, tan serena en su desnudez, y al cabo de un tiempo, aunque deseabas que las demostraciones siguieran hasta el día siguiente, llegaste a estar tan excitado que no pudiste contenerte más. Suponías que aquello sería el final, la
jouissance
siempre había sido el fin de todo en el pasado, pero después de terminar Sandra tampoco insistió en que te marcharas, quería seguir en la cama hablando contigo, de modo que permaneciste con ella cerca de una hora más, plácidamente envuelto en sus brazos con la cabeza apoyada en su hombro, hablando de cosas borradas hace mucho de tu memoria, y cuando finalmente te preguntó a qué te dedicabas y tú contestaste que a escribir poemas, esperabas que se encogiera de hombros con indiferencia o hiciera algún comentario evasivo, pero no, esta vez no, por una vez te pusiste a hablar de poesía, y Sandra cerró los ojos y empezó a recitar a Baudelaire, largas estrofas dichas con mucho sentimiento y una memoria absolutamente precisa, y sólo te cabía desear que Baudelaire se incorporase en la tumba y se pusiera a escuchar.
Mère des souvenirs, maîtresse des maîtresses,
Ô toi, tous mes plaisirs! ô toi, tous mes devoirs!
Tu te rappelleras la beauté des caresses,
La douceur du foyer et le charme des soirs,
Mère des souvenirs, maîtresse des maîtresses!
Fue uno de los momentos más extraordinarios de tu vida, de los más felices, e incluso después de estar de vuelta en Nueva York y haber escrito el siguiente capítulo de tu historia, seguiste pensando en Sandra y en las horas que pasaste con ella aquella noche, preguntándote si no debías coger un avión, volver precipitadamente a París, y pedirle que se casara contigo.
Siempre perdido, equivocándote siempre de dirección al tomar un camino, siempre sin llegar a parte alguna. Toda la vida has padecido de cierta incapacidad para orientarte en el espacio, e incluso en Nueva York, una ciudad de lo más fácil para desplazarse, la urbe en la que has pasado la mayor parte de tu vida adulta, te encuentras a veces con algún problema. Siempre que tomas el metro en Brooklyn para ir a Manhattan (suponiendo que hayas cogido la línea correcta y no estés circulando hacia el otro extremo de Brooklyn), insistes especialmente en detenerte un momento para orientarte cuando ya has subido las escaleras y estás en la calle, y a pesar de todo terminarás yendo en dirección norte en vez de al sur, te dirigirás al este en lugar de al oeste, y aun cuando trates de pasarte de listo, sabiendo que con tu impedimento tomarás la dirección que no es y por tanto, para corregir el error, haces lo contrario de lo que tienes intención de hacer, ir a la izquierda en vez de a la derecha, tirar por la derecha en lugar de por la izquierda, seguirás caminando por la dirección que no debes, por muchas adaptaciones que hayas tramado. Y olvídate de ir solo de excursión al bosque. Te perderás irremediablemente en cuestión de minutos, e incluso en el interior de un edificio, siempre que te encuentres en alguno que no conozcas, te equivocarás de pasillo o cogerás el ascensor que no debes, por no hablar de espacios cerrados más pequeños, como restaurantes, por ejemplo, porque siempre que vas a los servicios de un restaurante que tenga más de una sala, al volver torcerás inevitable y erróneamente por donde no es y acabarás desperdiciando varios minutos hasta encontrar tu mesa. La mayor parte de la gente, incluida tu mujer, con su infalible brújula interior, parece capaz de desplazarse sin dificultad. Tales personas saben dónde se encuentran, dónde han estado y adónde van a ir, pero tú no sabes nada, estás para siempre perdido en el momento, sumido en el vacío de cada instante sucesivo, sin la menor idea de cuál es el verdadero norte, porque los cuatro puntos cardinales no existen, nunca han existido para ti. Un trastorno menor hasta el momento, sin consecuencias dramáticas propiamente dichas, pero eso no significa que no vaya a llegar el día en que accidentalmente te precipites por un barranco.
Tu cuerpo en pequeñas y grandes habitaciones, tu cuerpo subiendo y bajando escaleras, nadando en estanques, lagos, ríos y mares, tu cuerpo atravesando laboriosamente campos cubiertos de barro, tu cuerpo tendido en la alta hierba de prados solitarios, andando por las calles de la ciudad, ascendiendo trabajosamente por lomas y montañas, tu cuerpo sentado en sillas, tumbado en camas, estirado en playas, montando en bicicleta por carreteras comarcales, caminando por bosques, praderas y desiertos, corriendo por pistas de ceniza, saltando en suelos de madera, de pie bajo la ducha, metiéndose en baños calientes, sentado en retretes, esperando en aeropuertos y estaciones ferroviarias, subiendo y bajando en ascensores, yendo incómodamente sentado en coches y autobuses, caminando en medio de tormentas sin paraguas, sentándose en aulas, mirando en librerías y tiendas de discos (R.I.P.), instalándose en auditorios, cines y salas de conciertos, bailando con chicas en gimnasios de institutos, remando en canoas por ríos, remando en botes por lagos, comiendo en mesas de cocina, comiendo en mesas de comedores, cenando en restaurantes, comprando en grandes almacenes, en tiendas de electrodomésticos, en tiendas de muebles, en zapaterías, ferreterías, tiendas de comestibles y de ropa, haciendo cola para pasaportes y permisos de conducir, recostándose en sillas con las piernas apoyadas en escritorios y mesas mientras escribes en cuadernos, encorvándose sobre máquinas de escribir, caminando sin gorro bajo tormentas de nieve, entrando en iglesias y sinagogas, vistiéndose y desnudándose en dormitorios, habitaciones de hotel y vestuarios, de pie en escaleras mecánicas, tumbado en camas de hospitales, sentado en camillas de reconocimiento en consultas de médicos, sentado en sillones de barberos y dentistas, dando saltos mortales en la hierba, saltando a piscinas, paseando despacio por museos, regateando con balones de baloncesto en patios de recreo, lanzando pelotas de béisbol y de fútbol americano en parques públicos, percibiendo las diversas sensaciones de caminar sobre suelos de madera, de cemento, baldosas y piedra, las diferentes impresiones de poner los pies en arena, tierra y hierba, pero sobre todo la sensación de las aceras, porque así es como te ves a ti mismo siempre que te paras a pensar quién eres: un hombre que camina, un hombre que se ha pasado la vida andando por las calles de la ciudad.