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Authors: Paul AUSTER
19. Tompkins Place, 18; Brooklyn. Los dos últimos pisos de un edificio rojizo de cuatro plantas en una calle de un solo bloque de casas adosadas idénticas en Cobble Hill, el barrio que media entre Carroll Gardens y Brooklyn Heights. Edad, 34 a 39. A poco más de un kilómetro del 153 de la calle Carroll, pero un mundo enteramente diferente, con una población más mezclada y variopinta que el recinto étnico en donde has vivido los últimos veintiún meses. No una vivienda de dos plantas, separada de la mitad inferior de la casa, sino dos pisos independientes, uno de techo bajo en la parte de arriba con una cocina en un estrecho hueco, un comedor amplio y una sala de estar sin pared medianera más allá, además de un pequeño estudio para tu mujer; en la planta de techos altos de abajo: un pequeño dormitorio principal, una habitación más grande para tu hijo que también le sirve de cuarto de juegos, y un estudio para ti, de tamaño idéntico al de tu mujer, en el piso de arriba. Un poco destartalado en cuanto a disposición general, pero mayor que cualquier apartamento que hayas alquilado, en una calle de gran belleza arquitectónica: todas las casas construidas en la década de 1860, lámparas de gas encendidas por la noche frente a cada puerta, y cuando la nieve cubría el suelo en invierno, tenías la impresión de haber viajado en el tiempo al siglo XIX, de que si cerrabas los ojos y escuchabas con la suficiente atención, oirías ruido de caballos por la calzada. Te casaste en aquella casa en una bochornosa jornada de mediados de junio, uno de esos días nublados, de calor sofocante de principios de verano con tormentas formándose despacio en el extremo más alejado del horizonte, el cielo oscureciéndose imperceptiblemente mientras avanzaban las horas, y un instante después de que os declararan marido y mujer, en el momento mismo en que tomabas a tu esposa en los brazos y la besabas, estalló por fin la tormenta, un trueno espantoso desgarrando el aire directamente sobre vuestras cabezas, haciendo vibrar los cristales de las ventanas, sacudiendo el suelo bajo vuestros pies, y mientras la gente contenía el aliento en la habitación, era como si los cielos anunciaran al mundo vuestro enlace. Un momento de lo más oportuno, increíble y espectacular, que no significaba nada y sin embargo lo era todo, y por primera vez en la vida pensaste que estabas formando parte de un acontecimiento cósmico.
20. Calle Tres, 458, Apartamento 3B; Brooklyn. Un apartamento alargado y estrecho que ocupaba la mitad del tercer piso de un edificio de cuatro plantas en Park Slope. Sala de estar que daba a la calle, al frente, comedor y cocina alargada y estrecha, con un pasillo entre medias forrado de libros que conducía a tres habitaciones pequeñas al fondo. Edad, 40 a 45. Cuando te mudaste a tu anterior apartamento de Tompkins Place, tu casero, que por casualidad también era tu vecino de abajo, te advirtió que no podrías vivir allí para siempre, que con el tiempo su familia y él acabarían ocupando la casa entera. Debiste de entenderlo en su momento, pero después de vivir allí cinco años y un mes, tu estancia más larga en cualquier vivienda desde tus días de infancia en Irving Avenue, poco a poco fuiste apartando de tu cabeza la idea de una marcha involuntaria, y como los años vividos en Tompkins Place habían sido la etapa más plena y feliz de tu vida hasta el momento, sencillamente te negabas a afrontar los hechos. Entonces, en noviembre de 1986 —justo una semana después de que tu mujer descubriera que estaba embarazada—, el casero te informó cortésmente de que se había acabado el tiempo y no te renovaría el contrato. Su anuncio fue como una sacudida, y como no querías volver a encontrarte nunca en aquella situación, no podías tolerar la idea de que te echaran otra vez de otra vivienda en algún momento del futuro, tu mujer y tú empezasteis a buscar una casa con intención de comprarla, un apartamento en régimen de cooperativa que sería vuestro y por tanto os protegería de los caprichos de otra gente. Aún faltaban once meses para el crac de Wall Street de 1987, y el frenesí inmobiliario de Nueva York se acrecentaba hasta escapar a todo control, los precios subían cada semana, cada día, cada minuto del día, y como sólo disponíais de cierta cantidad para pagar la entrada, tuvisteis que conformaros con algo que no estaba enteramente a la altura de vuestras necesidades. El apartamento de la calle Tres era atractivo, definitivamente el más bonito de los muchos sitios que habíais visitado en la búsqueda, pero resultaba muy pequeño para cuatro personas, sobre todo si dos de ellas eran escritores, que no sólo tenían que vivir en aquel espacio sino trabajar también. Las tres habitaciones ya estaban acaparadas: una para tu mujer y para ti, otra para tu hijo (que seguía viviendo contigo la mitad del tiempo), y otra para tu hija pequeña, e incluso el así llamado dormitorio principal tenía unas proporciones demasiado angostas para que cupiera un escritorio. Tu mujer se ofreció voluntaria para establecer su espacio de trabajo en un rincón de la sala de estar, y tú saliste a buscar un pequeño estudio en un edificio de apartamentos en la Octava Avenida, a una manzana y media del 458 de la calle Tres (véase entrada 20A). Con muy poco sitio, pues, un arreglo menos que ideal, pero las circunstancias distaban mucho de ser trágicas. Tu mujer y tú preferíais la animación de Park Slope a las tranquilas calles de Cobble Hill, y cuando empezasteis a pasar los veranos al sur de Vermont (tres meses durante cinco años consecutivos: véase entrada 20B), había poco o nada de que quejarse, sobre todo considerando algunos de los horribles sitios que habías habitado en el pasado. El hecho de vivir en un apartamento en régimen de cooperativa te puso en contacto más estrecho con los vecinos de lo que habías estado antes y estarías después, algo que al principio contemplaste con cierto recelo, pero en tu edificio no había ninguna Madame Rubinstein, ni conflictos enconados en ningún aspecto, y las reuniones de la comunidad a las que tenías obligación de asistir eran relativamente breves, un asunto sin complicaciones. Participabais seis familias, cuatro de ellas con niños pequeños, y con un arquitecto, un contratista de obras y un abogado entre los miembros de la junta tus vecinos se mostraban concienzudos con respecto al mantenimiento físico y la salud financiera del edificio. Tu mujer, que ocupó el cargo de secretaria durante los cinco años que vivisteis allí, redactaba las actas de cada reunión de la junta: informes irónicos, entretenidos, muy apreciados por todos los participantes. He aquí algunos ejemplos:
19/10/87. CHINCHES: Esta cuestión, sumamente desagradable, se trató por parte de los reunidos con la mayor delicadeza. El eufemismo «problema» fue utilizado al menos por uno de los miembros. Marguerite se atrevió a hablar de «centenares de bebés». Dick recomendó un producto llamado COMBAT. Siri se hizo eco de la recomendación. Se sugirió asimismo avisar al exterminador de plagas para que cambiara de veneno. Seguidamente, con un suspiro de alivio, los miembros de la junta pasaron a otro tema.
7/3/88. LA VALLA: Los alumnos de Theo le pidieron 500 dólares por la valla. Algunos miembros lo consideraron exorbitante; otros, no. Se llegó a un ligero acuerdo —es decir, a un acuerdo tan vago, tan tenue, que quizá no debería denominarse así— en el sentido de que si los alumnos de Theo se comprometían a realizar un buen trabajo, podrían recibir sus 500 dólares. Pero no es seguro…
18/10/88. ANTIGUO ASUNTO: Hubo un momento de vacilación. ¿Serían capaces los miembros de remontarse al pasado y recordar simplemente cuál era nuestro antiguo asunto? El presidente llegó al rescate con una copia de las antiguas actas.
22/2/90. TECHO DEL 3R: Paul anuncia al grupo que el cielo raso del Apartamento 3R está a punto de derrumbarse. Pueden verse expresiones de alarma en el rostro de los demás cooperativistas. Su mujer, conocida, por lo demás, como la secretaria, intenta calmar a los asistentes observando la tendencia a exagerar de su marido. La ocupación principal de ese señor, al fin y al cabo, es la de crear ficciones, y de cuando en cuando la inmersión en el reino de la imaginación colorea este otro mundo, conocido, a falta de mejor expresión, como Mundo Real. Que conste en acta que el techo del 3R no está a punto de derrumbarse y que sus ocupantes han adoptado las medidas necesarias para asegurarse de que eso no llegue a ocurrir. Escayolistas y pintores se ocuparán de nuestra ligera combadura…
28/3/90. TECHO DEL 3R: ¡Se ESTABA cayendo! Los pintores que restauraban ese apartamento para ponerlo en condiciones aceptables confirmaron la sombría predicción de Paul. Era cuestión de tiempo antes de que nos cayera en la cabeza.
17/6/92. INUNDACIÓN: El sótano se está inundando. La aguda observación de Lloyd de que o arreglamos la inundación o llenamos el sótano de truchas, dio en el clavo. Los cálculos para la reparación oscilan entre 100 y 850 dólares, en función de lo que se haga. Convinimos en que cuanto menos mejor y que empezaríamos por lo de menos con Rotorooter. El caballero de Rotorooter, que es amigo, compañero o al menos CONOCIDO de Lloyd, se llama Raymond Clean, nombre que inspira confianza, considerando la naturaleza de su trabajo, y, quién sabe, puede que haya inspirado el camino que el señor Clean ha escogido en la vida.
15/10/92. VENTANAS Y DELINCUENCIA: Joe, el que se ocupa del mantenimiento de las ventanas, ha sido acusado formalmente de fugarse con cien dólares de la secretaria y no ponerse al teléfono. Puede que haya salido del país. Theo y Marguerite también le han acusado fundamentalmente de NO ARREGLAR el contrapeso de las suyas, que han dejado de funcionar otra vez al cabo de una semana. Hubo ciertas conjeturas entre los miembros sobre lo lejos que alguien podría llegar con 100 dólares. Quizá tengamos que buscarlo en Hoboken.
3/12/92. Allende los muros del 458 de la calle Tres, hacía frío y llovía aquella noche, y el invierno se nos había echado encima. Acabamos la reunión con una nota de nostalgia. Marguerite contó historias sobre Chipre, con un claro deje de añoranza en la voz. En aquel lugar exótico el tiempo es cálido y la luz brillante y la ropa se seca en el balcón en diez minutos… Y eso es lo que nos pasa. Siempre hay otro sitio en donde luce el sol, la ropa se seca enseguida, no hay gente que arregle ventanas, ni mantenimiento, ni sótanos inundados ni indemnización por accidentes laborales…
14/1/93. INDEMNIZACIÓN POR ACCIDENTES LABORALES: La cuestión de si debemos cubrir o no a los miembros de la cooperativa accidentados en el cumplimiento de sus obligaciones ha llegado a un punto decisivo. No lo haremos. Pase lo que pase: dedos rotos en la máquina de escribir, cuellos estrangulados en el cable del teléfono mientras se llevan a cabo labores relativas a la cooperativa, brazos, piernas y cabezas fracturadas por haber bebido demasiado vino en una reunión. Tenemos que aguantarnos, igual que suele hacer la gente. Lo llamamos destino. Ahorraremos unos cincuenta dólares, y cincuenta dólares son cincuenta dólares.
20A. Octava Avenida, 300, Apartamento 1–I; Brooklyn. Un estudio de una habitación en la planta baja de un edificio de seis pisos, con vistas al hueco del ascensor y a un muro de ladrillo. Más grande que el cuarto de servicio en la rue du Louvre, menos de la mitad que el tugurio de la calle Varick, pero provisto de retrete y baño así como de diversas instalaciones de cocina empotradas en una de las paredes: fregadero, hornillo y nevera de minibar, que apenas te molestabas en utilizar, pues era un espacio de trabajo y no para vivir (ni comer). Escritorio, silla, estantería metálica y dos armarios para guardar cosas; una bombilla desnuda colgando en medio del techo; un aparato de aire acondicionado en una ventana, que encendías al llegar por la mañana para ahogar los ruidos del edificio (REFRIGERACIÓN en verano; CALEFACCIÓN en invierno). Entorno espartano, sí, pero el ambiente nunca había tenido importancia en cuanto al trabajo se refería, pues el único espacio que ocupas al escribir tus libros es la página que tienes delante de la nariz, y el cuarto en el que estás sentado, las diversas habitaciones en que te has sentado en estos cuarenta años largos, te resultan invisibles cuando mueves la pluma a través de la página del cuaderno o transcribes a máquina lo que has escrito, con la misma máquina que utilizas desde que volviste de Francia en 1974, una Olympia portátil que compraste de segunda mano a un amigo por cuarenta dólares; una reliquia que sigue funcionando, fabricada en Alemania Occidental hace más de medio siglo y que sin duda seguirá prestando buenos servicios mucho tiempo después de que hayas muerto. El número del estudio te agradaba porque era acertado en el plano simbólico: 1–I, que aludía al ser individual, a la persona solitaria secuestrada en aquel búnker de habitación durante siete u ocho horas al día, un hombre silencioso aislado del resto del mundo, sentado día tras día al escritorio sin otro propósito que el de explorar el interior de su cabeza.
20B. Wyndam Road; West Townshend, Vermont. Una casa blanca de madera de dos plantas
(circa
1800) en la cima de un empinado camino de tierra a cinco kilómetros del pueblo de West Townshend. Entre junio y agosto, de 1989 a 1993. Por la modesta suma de mil dólares al mes te escapabas del calor tropical de Nueva York y de los confines de tu pequeño apartamento a este refugio en las colinas del sur de Vermont. Un jardín cubierto de hierba de 1.200 metros cuadrados frente a la casa; un espeso bosque más allá del jardín que se extendía a lo largo de varios kilómetros de vegetación; más árboles al otro lado del camino de tierra; cerca, un pequeño estanque; una modesta edificación al fondo del jardín. Salvo por un fregadero y una chapucera cocina antigua y barata no había comodidades de ningún tipo: ni lavadora, ni lavaplatos, ni televisión ni bañera. Comunicaciones telefónicas por línea colectiva; recepción radiofónica, crítica en el mejor de los casos. Recién pintada por fuera, la casa se desmoronaba por dentro: suelos alabeados, techos combados, escuadrones de roedores en armarios y cómodas, repulsivo empapelado con manchas de humedad en las habitaciones, y muebles incómodos por todos lados: camas hundidas y llenas de bultos, sillas temblonas y un sofá sin cojines, con escaso relleno, en el salón. Nadie vivía allí. La antigua dueña, ya fallecida, una anciana solterona sin herederos directos, había legado la casa a los hijos de varios amigos suyos, ocho hombres y mujeres que vivían repartidos en diferentes partes del país, de California a Florida, pero ninguno en Vermont, ni uno en Nueva Inglaterra. Estaban demasiado dispersos y poco interesados en hacer algo con la casa, no se ponían de acuerdo en si venderla, reformarla o echarla abajo, y dejaban la supervisión de la propiedad a un agente inmobiliario de la zona. La última inquilina, una mujer joven que había convertido la propiedad en una granja de marihuana y había creado un próspero negocio empleando a una pandilla de belicosos moteros como personal de venta, se enfrentaba ahora a una larga condena en prisión. Tras su detención, la casa permaneció desocupada durante un par de años, y cuando tu mujer y tú la alquilasteis en la primavera de 1989, basándoos en una sola foto del exterior (muy bonita), no teníais ni idea de dónde os ibais a meter. Sí, le dijiste al agente, buscabais algo remoto,
rústico
no era una palabra que os asustara ni os produjera reparos, pero aun cuando os advirtió que la casa no estaba en condiciones primorosas, ninguno de los dos se imaginó que os esperaba una chabola en ruinas. Recuerdas la primera noche que pasasteis allí, preguntándoos en alta voz si sería posible soportar todo un verano en un sitio así, pero tu mujer encajó el golpe con más tranquilidad que tú, recomendándote que tuvieras paciencia, que te dieras una semana de plazo antes de abandonar el barco, que podría resultar mucho mejor de lo que pensabas. A la mañana siguiente, se lanzó a una furiosa campaña con la fregona, la lejía y el desinfectante, abriendo ventanas para ventilar el cargado ambiente de las habitaciones, tirando cortinas desgarradas y mantas desintegradas, limpiando la ennegrecida cocina y el horno, quitando basura y organizando los armarios de la cocina, barriendo, limpiando el polvo y sacando brillo, su sangre escandinava hirviendo con la entereza y dedicación de sus ancestros de la frontera, mientras tú ibas con tus cuadernos y la máquina de escribir a la edificación del jardín, una estructura de época más reciente semejante a una cabaña, que la chica de la marihuana y sus amigos moteros habían destrozado, convirtiéndola en un vertedero de muebles rotos, mosquiteras rasgadas y paredes cubiertas de pintadas, un sitio más allá de toda esperanza o salvación, y poco a poco hiciste lo posible por arreglar aquel desorden, tirando los objetos inservibles, fregando el cuarteado suelo de linóleo, y al cabo de un par de días estabas sentado frente a una mesa verde en la habitación delantera, trabajando de nuevo en tu novela, y una vez que empezasteis a instalaros, a ocupar la casa que tu mujer había rescatado de la mugre y la desorganización, descubriste que te gustaba estar allí, que lo que al principio había parecido una sordidez omnipresente e inalterable no era en realidad más que un estado de postergado deterioro, y podías vivir con suelos alabeados y techos que se derrumbaban, podías aprender a no hacer caso de los defectos de la casa porque no era la tuya, y poco a poco llegaste a apreciar las muchas ventajas que aquel sitio podía ofrecer: el silencio, el frescor del aire de Vermont (jerséis por la mañana, incluso en los días más calurosos), los paseos vespertinos por el bosque, la contemplación de tu hijita retozando desnuda por el jardín, el tranquilo aislamiento que os permitía a tu mujer y a ti proseguir vuestro trabajo sin interferencias. De modo que no dejasteis de volver, verano tras verano, celebrando allí el segundo aniversario de vuestra hija, el tercero, el cuarto, el quinto, el sexto cumpleaños, y con el tiempo empezaste a acariciar la idea de comprar la casa, que no habría costado mucho, bastante menos que cualquier otra en kilómetros a la redonda, pero cuando consideraste los gastos de restaurar vuestra ruina de verano, de rescatarla de su inminente derrumbamiento y muerte, comprendiste que no os podíais permitir tal empresa y, si alguna vez disponías de ese dinero, sería mejor dejar tu pequeño apartamento en régimen de cooperativa de la calle Tres y encontrar una casa más grande para vivir en Nueva York.