Diario de Invierno (5 page)

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Authors: Paul AUSTER

13. Saint Martin; Moissac–Bellevue, Var. Una casa de labranza en la parte sureste de la Provenza. Dos plantas, muros de piedra enormemente gruesos, cubierta de tejas rojas, contraventanas y puertas verde oscuro, con varias hectáreas de campos alrededor flanqueados por un parque nacional a un lado y un camino de tierra al otro: en los confines del mundo. Sobre la puerta, en una de las piedras había una inscripción con las palabras
L’An VI
—año seis—, que interpretaste como el año sexto de la Revolución, lo que sugería que la casa se construyó en 1794 o 1795. Edad, 26 a 27. Tu novia y tú pasasteis nueve meses como guardeses en aquella remota propiedad del sur, viviendo allí desde primeros de septiembre de 1973 a finales de mayo de 1974, y aunque ya has escrito sobre algunas de las cosas que te ocurrieron en aquella casa
(El cuaderno rojo
, relato n.
o
2), hubo muchas que no contaste en esas ocho páginas. Cuando ahora piensas en el tiempo que pasaste en aquella parte del mundo, lo primero que te viene a la memoria es la atmósfera, el olor a tomillo y espliego que se alzaba a tu alrededor cuando caminabas por los campos que bordeaban la casa, la fragancia del aire, su fuerza cuando soplaba y se convertía en viento, la languidez del ambiente cuando el sol descendía sobre el valle y lagartos y salamandras salían reptando de entre las grietas de las piedras para dormitar al calor, y luego la sequedad y aspereza del terreno, las grises rocas volcánicas, el pálido suelo calcáreo, la tierra rojiza en ciertos tramos y vericuetos del camino, los escarabajos del bosque empujando sus descomunales pelotas de estiércol, las urracas descendiendo en picado sobre los campos y viñedos vecinos, los rebaños que pasaban por el prado justo detrás de la casa, cientos de ovejas apretujadas y avanzando al son de sus cencerros, la violencia del mistral, los ventarrones que duraban setenta y dos horas sin interrupción, sacudiendo cada ventana, cada postigo, cada puerta y baldosa suelta de la casa, la retama amarilla que cubría las laderas en primavera, los almendros en flor, los arbustos de romero, los achaparrados y raquíticos robles, de nudosos troncos y hojas brillantes, los heladores inviernos que os obligaban a clausurar la planta alta de la casa y vivir en las tres habitaciones de abajo, al calor de una estufa eléctrica en una y de un hogar de leña en otra, las ruinas de una capilla en una ladera cercana donde los caballeros templarios se detenían de camino a luchar en las Cruzadas, las interferencias en tu debilitado radiotransistor en plena noche durante dos semanas seguidas mientras aguzabas el oído para escuchar las emisiones desde Frankfurt de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, los Mets contra Cincinnati en la eliminatoria de la Liga Nacional, los Mets contra Oakland en la Serie Mundial, y luego la granizada en que pensabas el otro día, los helados pedruscos martilleando contra el tejado de terracota y fundiéndose en la hierba en torno a la casa, no tan anchos como bates de béisbol, quizá, sino más bien como pelotas de golf para jugadores de dos metros ochenta de estatura, seguida de la única nevada, cuando todo se puso blanco por breve tiempo, y luego tu vecino más próximo, un arrendatario soltero que vivía solo con su perro, buscador de trufas, en una ruinosa casa amarilla soñando con la revolución mundial, los pastores bebiendo en el bar de lo alto de la loma de Moissac–Bellevue, las manos y la cara negras de mugre, los hombres más mugrientos que has visto jamás, y todo el mundo hablando con las vibrantes erres del acento del sur de Francia, las ges añadidas que convertían los términos correspondientes a vino y pan en
vaing
y
paing
, las eses perdidas en el resto de Francia conservando aún sus orígenes provenzales, transformando
étrangers
en
estrangers
(extraños, extranjeros), y en toda la región peñas y muros pintados con el lema de
Occitanie Libre
!, porque ése era el país medieval del
oc
y no del
oui
, y sí, tu novia y tú fuisteis
estrangers
aquel año, pero cuánto más fácil era la vida en aquella parte del país comparada con los crispados formalismos y la tensión nerviosa de París, y cuán afectuosamente te trataron durante tu estancia en el sur, incluso el acartonado matrimonio burgués con el increíble nombre de Assier de Pompignon, que os invitaba de vez en cuando a su casa en el vecino pueblo de Régusse para ver películas en la televisión, por no mencionar a la gente que conociste en Aups, a siete kilómetros de la casa, adonde ibais de expedición para hacer la compra dos veces por semana, un pueblo de tres o cuatro mil habitantes que llegaba a dar la sensación de gran metrópolis a medida que se sucedían los meses de aislamiento, y como en Aups sólo había dos cafés importantes, el de derechas y el de izquierdas, vosotros frecuentabais el café de izquierdas, en donde os daban la bienvenida los parroquianos, desaliñados campesinos y mecánicos que eran socialistas o comunistas, los parlanchines y escandalosos vecinos que cada vez tomaban más cariño a los jóvenes
estrangers
norteamericanos, y recuerdas estar sentado con ellos en aquel bar viendo en la televisión los resultados de las elecciones presidenciales de 1974, la campaña entre Giscard y Mitterrand tras la muerte de Pompidou, la hilaridad y suprema decepción de aquella noche, todos con una buena curda y lanzando vítores, todo el mundo como una cuba y soltando tacos, pero en Aups también estaba tu amigo el hijo del carnicero, más o menos de tu edad, que trabajaba en el establecimiento de su padre y se estaba preparando para hacerse cargo del negocio, aunque al mismo tiempo era un fotógrafo apasionado y altamente cualificado, y que se pasó aquel año documentando la evacuación y demolición de una pequeña aldea que iban a inundar para hacer una presa, el hijo del carnicero con sus fotografías desgarradoras, los borrachos del bar socialista/comunista, pero también el dentista de Draguignan, el hombre a quien tu novia tuvo que visitar una y otra vez para seguir un complejo tratamiento de endodoncia, pasando infinidad de horas en su sillón, y cuando terminó y le presentó sus honorarios, la factura ascendía a trescientos francos en total (sesenta dólares), una cantidad tan baja, tan desproporcionada con el tiempo y el esfuerzo que había empleado en ella, que le preguntó por qué le había cobrado tan poco, a lo cual, con un gesto de la mano y encogiéndose tímidamente de hombros, contestó él: «Olvídelo. Yo también fui joven una vez.»

14. Riverside Drive, 456; a mitad de la larga manzana entre la calle Ciento dieciséis Oeste y la Ciento diecinueve Oeste, en Manhattan. Dos habitaciones con una estrechísima cocina entre medias, el ático septentrional o décimo piso de un edificio de nueve plantas que daba al Hudson. Ático es un término engañoso en este caso, porque tu apartamento y el vecino ático sur no formaban parte de la arquitectura del edificio. El ático norte y el ático sur estaban situados dentro de una minúscula casa aparte, independiente, de estuco blanco y techo plano, emplazada en la azotea principal como una casucha campesina trasladada de forma incongruente desde las callejuelas de un pueblo mexicano. Edad, 27 a 29. Había poco espacio en el interior, apenas adecuado para dos personas (tu novia y tú seguíais juntos), pero resultó que en Nueva York los apartamentos asequibles eran escasos, y al volver de una estancia de tres años y medio en el extranjero, te pasaste más de un mes buscando un sitio para vivir, cualquier sitio, y te consideraste afortunado al aterrizar en aquel pedestal bien ventilado, aunque demasiado pequeño. Luminoso, reluciente suelo de madera noble, fuertes vientos que soplaban del Hudson, y el singular regalo de una amplia terraza en la azotea en forma de letra L con los mismos metros cuadrados o más que el interior del apartamento. Con buen tiempo, la terraza mitigaba los efectos de claustrofobia, y no os cansabais de salir y contemplar la vista desde la parte delantera del edificio: los árboles de Riverside Park, la Tumba de Grant a la derecha, el tráfico que circulaba por el Henry Hudson Parkway, y sobre todo el río, con su espectáculo de incesante actividad, los innumerables grupos de buques y barcos de vela que surcaban sus aguas, cargueros y remolcadores, gabarras, balandros y yates, la regata diaria de barcos mercantes y embarcaciones de recreo que poblaban el río, y no tardaste en descubrir que aquello era otro mundo, un mundo paralelo que circulaba junto a la franja de tierra que tú habitabas, una ciudad de agua justo enfrente de la ciudad de piedra y tierra. Algún halcón perdido se posaba de cuando en cuando en la azotea, pero por lo general recibíais la visita de gaviotas y estorninos. Una tarde, un pichón rojizo se posó al otro lado de tu ventana (color salmón, salpicado de blanco), un polluelo herido de intrépida curiosidad y extraños ojos, de enrojecido contorno, y después de que tu novia y tú lo alimentarais durante una semana y se encontrara lo bastante repuesto para remontar el vuelo, siguió volviendo a la azotea de tu apartamento, casi todos los días durante meses, con tanta frecuencia que tu novia llegó a ponerle un nombre, Joey, lo que significaba que el pichón Joey había adquirido la categoría de animal doméstico, un compañero de aire libre que compartió domicilio contigo hasta el verano siguiente, cuando batió sus alas por última vez y se alejó volando para siempre. Madrugando: trabajando de nueve a cinco en una librería de libros raros en la calle Sesenta y nueve Este, escribiendo poemas, críticas de libros, y acostumbrándote de nuevo a Estados Unidos, justo cuando el país estaba pasando por la investigación del Watergate y la caída de Richard Nixon, cosas que lo habían convertido en un país ligeramente distinto del que habías dejado. El 6 de octubre de 1974, unos dos meses después de que os instalarais allí, os casasteis tu novia y tú. Una pequeña ceremonia celebrada en vuestro apartamento, y una fiesta dada luego por un amigo que vivía en un piso cercano, mucho más grande que el vuestro. Dados los frecuentes cambios de sentimientos que os afligían desde el principio, las continuas idas y venidas, las aventuras con otras personas, las rupturas y arreglos que se sucedían unos a otros con la misma constancia que los cambios de estación, la idea de que cualquiera de vosotros hubiera pensado en casarse en aquel momento te parece ahora fruto de un capricho delirante. Como mínimo corríais un enorme riesgo, jugando con la solidez de vuestra amistad y compartida ambición de escritores para tratar de convertir el matrimonio en algo diferente de lo que ya habíais experimentado en vuestra vida en común, pero perdisteis la apuesta, los dos, porque estabais destinados a perder, y por eso sólo lograsteis mantenerlo a flote durante cuatro años: casados en octubre de 1974 y dejándolo de una vez para siempre en noviembre de 1978. Cuando hicisteis los votos ambos teníais veintisiete años, edad suficiente para saber lo que hacíais, quizá, pero al mismo tiempo estabais lejos de ser plenamente adultos, en el fondo aún erais adolescentes, y la cruda verdad es que no teníais la mínima posibilidad.

15. Durant Avenue, 2230; Berkeley, California. Un pequeño apartamento amueblado (dos habitaciones y una cocina diminuta) frente al estadio de fútbol americano de la residencia universitaria, a poca distancia a pie del campus. Edad, 29. Inquieto, descontento sin motivo aparente que pudieras mencionar, con la sensación de estar cada vez más encerrado en el minúsculo apartamento de Nueva York, te rescató una súbita inyección de dinero en efectivo (una beca de la Fundación Ingram Merrill), que te abrió la puerta a otras posibilidades, otras soluciones al problema de cómo y dónde vivir, y como te parecía que había llegado el momento de reorganizar completamente las cosas, tu primera mujer y tú abordasteis un tren en Nueva York, os bajasteis en Chicago, donde cogisteis otro tren con dirección a la Costa Oeste, pasando por las interminables llanuras de Nebraska, las Rocosas, los desiertos de Utah y Nevada, y llegasteis a la estación de San Francisco al cabo de tres días de viaje. Era abril de 1976. La idea consistía en probar a vivir medio año en California para ver si querías trasladarte definitivamente allí. Tenías buenos amigos en la región, ya habías hecho una visita el año anterior para volver con una impresión favorable, y si habías decidido llevar a cabo el experimento en Berkeley en vez de en San Francisco, era porque los alquileres eran más baratos y no teníais coche, y la vida sin coche sería más llevadera a ese lado de la Bahía. El apartamento no era gran cosa, un cajón de techo bajo con un tenue olor a moho y abandono cuando las ventanas estaban cerradas, pero no invivible, nada deprimente. No recuerdas cuándo tomaste la decisión de alquilarlo, sin embargo, porque no mucho después de llegar a la ciudad, algún día de la primera semana, cuando te alojabas provisionalmente en casa de unos amigos, te invitaron a jugar un partido de sóftbol, en cuya segunda entrada, de espaldas al corredor y en posición alejada de la línea de bases esperando un lanzamiento de los jardines, el corredor se desvió intencionadamente de su trayectoria para abalanzarse contra ti por detrás, derribándote con un mortífero bloqueo de fútbol americano (se equivocó de deporte), y como era un tipo corpulento y tú no estabas preparado para el golpe, la colisión te proyectó bruscamente la cabeza hacia atrás mientras caías al suelo, lo que te produjo un traumatismo cervical agudo. (Tu agresor, conocido por su falta de espíritu deportivo y a menudo aludido como «el Animal», era un intelectual muy refinado a quien le dio por escribir libros sobre pintura holandesa del siglo XVII y traducir a una serie de poetas alemanes. Resultó ser antiguo alumno de un antiguo profesor tuyo, un hombre muy admirado por los dos, y cuando le informaron de la relación, el Animal se mostró muy arrepentido, diciendo que de haber sabido quién eras nunca te habría embestido. Esa disculpa siempre te ha dejado perplejo. ¿Intentaba decirte que sólo los antiguos estudiantes de Angus Fletcher estaban a salvo de sus sucias tácticas pero que los demás eran blanco legítimo? Continúas rascándote asombrado la cabeza.) Tus amigos te llevaron a la sala de urgencias del hospital del barrio, en donde te pusieron un collarín ajustable con cierre de velcro y para relajar los músculos te recetaron fuertes dosis de Valium, medicamento que nunca habías tomado y esperas no volver a tomar jamás, pues por eficaz que fuese para aliviar el dolor, te dejó sumido en un absurdo estupor durante casi una semana, borrándote de la memoria ciertos sucesos un instante después de que se produjeran, lo que significa que varios días de tu vida han desaparecido del calendario. No puedes evocar una sola cosa que ocurriera mientras ibas por ahí con tu collarín de monstruo de Frankenstein tragándote aquellas pastillas inductoras de amnesia, y por tanto, cuando tu primera mujer y tú os mudasteis al apartamento de Durant Avenue, la felicitaste por haber encontrado aquel piso tan convenientemente situado, aun cuando te había consultado largo y tendido antes de que ambos decidierais vivir allí. Os quedasteis los seis meses que habíais previsto, pero no más. California es recomendable por muchos motivos, y tú te enamoraste del paisaje, la vegetación, el omnipresente aroma de los eucaliptos en el aire, las nieblas y el aluvión de luz que todo lo inundaba, pero al cabo de un tiempo te encontraste con que echabas de menos Nueva York, su inmensidad y confusión, pues cuanto mejor conocías San Francisco, más pequeño y apagado te parecía, y aunque vivir en el más remoto aislamiento no te suponía problema alguno (los nueve meses en Var, por ejemplo, que habían sido una época sumamente fértil para ti), decidiste que si ibas a vivir en una ciudad, tenía que ser colosal, la más grande, lo que significaba que eras capaz de adoptar los extremos del más remoto enclave rural y el inmenso ámbito urbano, cosas ambas que te parecían inextinguibles, pero las ciudades medianas y pequeñas se agotaban demasiado pronto, y en el fondo te dejaban frío. Así que volviste a Nueva York en septiembre, reclamaste el pequeño apartamento que daba al Hudson (alquilado en subarriendo) y te atrincheraste allí de nuevo. Pero no por mucho tiempo. En octubre, la buena noticia, la novedad tan esperada de que un niño estaba en camino; lo que significaba que debías buscar otro sitio para vivir. Querías que fuese en Nueva York, tenías la plena certeza de que ibas a quedarte en Nueva York, pero la ciudad era muy cara, y tras varios meses de buscar un apartamento más grande, aceptaste la derrota y empezaste a buscar en otra parte.

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