Read Diario de Invierno Online
Authors: Paul AUSTER
Habitáculos, habitaciones, las pequeñas y grandes viviendas que han protegido tu cuerpo del aire libre. Empezando con tu nacimiento en el hospital Beth Israel de Newark, en Nueva Jersey (3 de febrero de 1947) y viajando en el tiempo hasta el presente (esta fría mañana de enero de 2011), éstos son lugares donde has aparcado tu cuerpo a lo largo de los años: los sitios, para bien y para mal, que has considerado tu hogar.
1. Calle South Harrison, 75; East Orange, Nueva Jersey. Un apartamento en un edificio alto de ladrillo. Edad, de 0 a 1 y 1/2. Ningún recuerdo, pero según las historias que te contaron más adelante en tu infancia, tu padre logró garantizar el contrato de arrendamiento regalando un televisor a la casera: soborno necesario por la escasez de viviendas que afectó al país entero al término de la Segunda Guerra Mundial. Como tu padre era dueño por aquella época de una pequeña tienda de electrodomésticos, el apartamento en que vivías con tus padres también estaba provisto de televisor, lo que te convierte en uno de los primeros norteamericanos, una de las primeras personas en el mundo entero que se crió con una televisión desde su nacimiento.
2. Village Road, 1500; Union, Nueva Jersey. Un apartamento con jardín en un complejo de edificios de ladrillo de poca altura llamado Stuyvesant Village. Aceras geométricamente alineadas con amplias franjas de césped muy bien cuidado.
Amplias
es un término sin duda relativo, no obstante, dado lo pequeño que eras por entonces. Edad, 1 y 1/2 a 5. Sin memoria; luego, algunas reminiscencias; después, recuerdos en abundancia. Paredes verde oscuro y persianas venecianas en el salón. Excavando con una palita en busca de lombrices. Un libro ilustrado sobre un perro de circo llamado Peewee, un dálmata de juguete que crece milagrosamente hasta adquirir un tamaño normal. Organizando tu flota de coches y camiones en miniatura. Baños en el fregadero de la cocina. Un caballo mecánico llamado Whitey. Una taza de chocolate hirviendo que se te derramó encima y te dejó una cicatriz permanente en la parte interior del codo.
3. Irving Avenue, 253; South Orange, Nueva Jersey. Una casa de madera de dos plantas construida en el decenio de 1920, con la puerta principal amarilla, camino de entrada de grava y gran jardín. Edad, 5 a 12. El emplazamiento de casi todos los recuerdos de tu infancia. Empezaste a vivir allí hace tanto tiempo, que durante los primeros dos años repartían la leche en un carro tirado por un caballo.
4. Harding Drive, 406; South Orange, Nueva Jersey. Una casa más grande que la anterior, construida en estilo Tudor, mal situada en una empinada esquina con un jardín muy pequeño y un interior sombrío. Edad, 13 a 17. La casa en que sufriste los tormentos de la adolescencia, escribiste tus primeros poemas y cuentos, y en donde se rompió el matrimonio de tus padres. Tu padre siguió viviendo allí (solo) hasta el día de su muerte.
5. Van Velsor Place, 25; Newark, Nueva Jersey. Un apartamento de dos habitaciones no lejos del Instituto Weequahic y el hospital en donde naciste, alquilado por tu madre tras su separación y divorcio de tu padre. Edad, 17 a 18. Habitaciones para tu madre y tu hermana pequeña, pero tú dormías en un sofá cama en el minúsculo cuarto de estar, en absoluto insatisfecho con el nuevo arreglo, sin embargo, porque te alegrabas de que se hubiera acabado el matrimonio de tus padres, dolorosamente fallido, aliviado de no vivir ya en las afueras. Tenías coche, entonces, un Chevy Corvair de segunda mano comprado por seiscientos dólares (el mismo automóvil inseguro que lanzó la carrera de Ralph Nader; aunque tú nunca tuviste graves problemas con el tuyo), y todas las mañanas ibas en él al instituto de Maplewood, no muy lejano, para cumplir las formalidades correspondientes a todo estudiante, pero ahora eras libre, sin adultos que te vigilaran, yendo y viniendo a tu gusto, preparándote para volar del nido.
6. Suite 814A, Carman Hall; residencia de estudiantes de la Universidad de Columbia. Dos habitaciones en cada suite, dos ocupantes por habitación. Paredes de bloques de hormigón, suelos de linóleo, dos camas colocadas bajo la ventana, dos escritorios, armario empotrado para guardar la ropa, y un baño común compartido con los ocupantes de la 814B. Edad, 18 a 19. Construida hacía más de medio siglo, Carman Hall era la más reciente residencia universitaria de Columbia. Un entorno austero, feo y sin encanto, pero a pesar de ello mucho mejor que las habitaciones semejantes a mazmorras que había en las residencias más antiguas (Furnald, Hartley), adonde a veces ibas a visitar a tus amigos y te horrorizaba la peste a calcetines sucios, las estrechas literas, la oscuridad inacabable. Estabas en Carman Hall durante el apagón de la ciudad de Nueva York de 1965 (velas por todas partes, un ambiente de anárquica celebración), pero lo que mejor recuerdas de tu habitación son los centenares de libros que allí leíste y las chicas que alguna que otra vez acabaron acostándose contigo en tu cama. Justo antes de que empezaras el primer curso, el rectorado había modificado las normas que regulaban el acceso de chicas a los colegios universitarios para varones, y ahora las chicas podían pasar a las habitaciones… y quedarse allí con la puerta cerrada. Antes de eso, se les había permitido durante un tiempo entrar en los cuartos con tal de tener la puerta abierta, seguido de un periodo provisional de un par de años en que podía dejarse la puerta entreabierta con tal de que el vano tuviera la anchura de un libro, pero entonces algún chico genial con mentalidad de estudioso del Talmud puso en un brete a las autoridades académicas utilizando un librillo de fósforos, y aquél fue el fin de las puertas abiertas. Tu compañero de habitación era un amigo de la infancia. Empezó a jugar con las drogas en el primer semestre, se enredó cada vez más con ellas a medida que avanzaba el curso, y nada de lo que le dijiste hizo en él la menor mella. Tú estabas allí cruzado de brazos, sin poder hacer nada, viendo cómo se desintegraba. Al otoño siguiente, dejó de asistir a clase y nunca volvió. Por eso te negaste a aficionarte a las drogas, ni siquiera cuando los dionisíacos sesenta bramaban a tu alrededor. Alcohol, sí; tabaco, sí, pero nada de drogas. Para cuando te licenciaste en 1969, otros dos amigos de tu infancia habían muerto de sobredosis.
7. Calle Ciento siete Oeste, 311; Manhattan. Un apartamento en el tercer piso de un edificio sin ascensor entre Broadway y Riverside Drive. Edad, 19 a 20. Tu primer apartamento, que compartías con tu compañero de segundo Peter Schubert, tu mejor amigo durante tus primeros tiempos de estudiante universitario. Un cuchitril de mierda, ruinoso y mal diseñado, sin nada a su favor salvo el bajo alquiler y el hecho de que tenía dos entradas. La primera puerta se abría a la habitación más grande, que te servía de dormitorio y cuarto de trabajo, así como a la cocina, el comedor y el salón. La segunda daba a un angosto pasillo que corría paralelamente a la primera habitación y conducía a una pequeña celda al fondo, que era el cuarto de Peter. Los dos erais unos lamentables amos de casa, el apartamento estaba sucio, el fregadero de la cocina se atascaba una y otra vez, los electrodomésticos tenían más años que tú y apenas funcionaban, en la deshilachada alfombra engordaban los ácaros, y poco a poco ambos convertisteis el tugurio que habíais alquilado en una pocilga maloliente. Debido a que comer allí resultaba deprimente, aparte de que ninguno de vosotros sabía cocinar, tendíais a ir juntos a restaurantes baratos, a Tom’s o al College Inn para desayunar, aunque poco a poco os fuisteis inclinando por este último, por su excelente máquina de discos (Billie Holiday, Edith Piaf ), y noche tras noche a cenar al Green Tree, un restaurante húngaro en la esquina de Amsterdam Avenue con la calle Ciento once Oeste, en donde subsistíais a base de
goulash
, judías verdes demasiado hervidas y una sabrosa
palacinka
de postre. Por lo que sea, tus recuerdos de lo que ocurrió en aquel apartamento son vagos, más borrosos que los de los demás sitios en que viviste antes y después. Fue una época de pesadilla —muchas pesadillas— que recuerdas bien (el seminario sobre Montaigne de Donald Frame y el curso sobre Milton de Edward Tayler siguen vívidos en tu memoria), pero en conjunto lo que ahora te viene a la cabeza es una sensación de descontento, un imperioso deseo de estar en otra parte. La guerra de Vietnam estaba en auge, Estados Unidos se encontraba partido por la mitad, y te rodeaba un ambiente cargado, sofocante, apenas respirable. Te inscribiste con Schubert en el programa de intercambio de estudiantes de primer año para París, en julio te marchaste de Nueva York, en agosto te peleaste con el director y abandonaste el curso, te quedaste hasta primeros de noviembre sin ser ya estudiante, siendo un ex estudiante, viviendo en un hotel pequeño con lo estrictamente esencial (sin teléfono ni baño privado), en donde sentiste que podías respirar de nuevo, pero entonces te convencieron de volver a Columbia, una medida sensata teniendo en cuenta la llamada a filas y tu oposición a la guerra, pero el tiempo vivido en el extranjero te había servido de mucho, y cuando de mala gana volviste a Nueva York, las pesadillas habían cesado.
8. Calle Ciento quince Oeste, 601; Manhattan. Otro apartamento de dos habitaciones y extraña distribución no lejos de Broadway, pero en un edificio mucho más decente que el último, con la ventaja añadida de tener una cocina de verdad, situada entre la habitación grande y la pequeña y lo bastante espaciosa (apenas) para que cupiera apretadamente una pequeña mesa de alas abatibles. Edad, 20 a 22. Tu primer apartamento en solitario, en permanente penumbra por estar situado en el segundo piso, pero adecuado por otra parte, cómodo, suficiente para tus necesidades del momento. Allí pasaste el penúltimo y último curso de universidad, que fueron los años locos de Columbia, años de manifestaciones y sentadas, de huelgas estudiantiles e incursiones policiales, de disturbios en el campus, expulsiones y furgones que llevaban a centenares de estudiantes a la cárcel. Diligentemente, sudaste tinta para acabar los cursos, escribiste críticas literarias y cinematográficas para la revista de la universidad, compusiste y tradujiste poemas, concluiste varios capítulos para una novela que acabaste abandonando, pero en 1968 también participaste durante una semana entera en las sentadas que acabaron contigo arrojado a un furgón policial y conducido a un calabozo de las Tombs, la cárcel del centro. Tal como antes mencionaste, hacía mucho que habías renunciado a pelearte con nadie, y no ibas a enredarte con los polis que derribaron la puerta del aula de la Facultad de Matemáticas en donde otros estudiantes y tú esperabais a que os detuvieran, pero tampoco ibas a colaborar y salir de allí por tu propio pie. Relajaste todo el cuerpo —la clásica estrategia de la resistencia pasiva creada en el Sur durante el movimiento por los derechos civiles— pensando que la policía te sacaría a cuestas sin alboroto alguno, pero los agentes de la
Tactical Patrol Force
estaban enfadados aquella noche, la universidad que habían invadido se estaba convirtiendo en un sangriento campo de batalla, y no les interesaba tu enfoque sobre el asunto, tan pacífico y de elevados principios. Te dieron patadas y te tiraron del pelo, y cuando seguiste negándote a ponerte en pie, uno de ellos te aplastó la mano con el tacón de la bota: un golpe directo, que te dejó los nudillos hinchados y palpitantes durante días. En la edición del
Daily News
de la mañana siguiente, hay una fotografía tuya de cuando te arrastraban al furgón policial.
Chico testarudo
, decía el pie de foto, y sin duda eso eras exactamente en aquel momento de tu vida: un muchacho terco, poco dispuesto a colaborar.
9. Calle Ciento siete Oeste, 262; Manhattan. Otro apartamento más de dos habitaciones y cocina con mesa, pero con una distribución no tan extraña como la de los otros dos, un cuarto espacioso y otro algo más pequeño, aunque éste también era grande, nada que ver con los espacios tipo nicho de los dos anteriores. El último piso de un edificio de nueve plantas entre Broadway y Amsterdam Avenue, lo que significaba más luz que en los otros apartamentos de Nueva York, pero el edificio era de peor calidad que el último, con un mantenimiento caprichoso y a ritmo lento a cargo del jovial conserje, un hombre fornido y corpulento llamado Arthur. Edad, 22 hasta dos semanas después de cumplir 24, año y medio en total. Allí viviste con tu novia, la primera vez que cada uno de vosotros intentaba cohabitar con un miembro del sexo opuesto. En el primer año, tu novia estaba terminando la licenciatura en Barnard y tú seguías un curso de doctorado de literatura comparada en Columbia, pero sólo estabas a la expectativa, sabías desde el principio que no aguantarías más de un año, pero la universidad te había otorgado una beca con estipendio, así que trabajabas en tu tesis doctoral, que se convirtió en un ensayo de sesenta páginas titulado «El arte del hambre» (en donde se examinaban obras de Hamsun, Kafka, Céline y Beckett), consultabas de vez en cuando con Edward Said, que te dirigía la tesis, asistías a una serie de seminarios obligatorios, faltabas a las clases y continuabas escribiendo tu propia ficción y poesía, algo de lo cual empezaba a publicarse en revistas modestas. Al concluir el curso, dejaste el doctorado tal como planeabas, abandonaste para siempre la vida de estudiante y te fuiste a trabajar a un petrolero de la
Esso
que iba y venía por diversas refinerías del Golfo de México y la costa del Atlántico: un trabajo con una paga decente, que según esperabas podría financiar un traslado temporal a París. Tu novia encontró a alguien con quien compartir los gastos del apartamento durante los meses que estuvieras ausente, una joven ingeniosa, que no se mordía la lengua y que pese a ser blanca se ganaba la vida fingiendo ser pinchadiscos negra en una emisora de radio para negros: con gran éxito, por lo visto, lo que encontrabas muy divertido, pero ¿cómo no ver en ello un síntoma más de los tiempos, otro ejemplo de la lógica de casa de locos que se había apoderado de la realidad norteamericana? En cuanto a tu novia y a ti, el experimento de vida conyugal había sido una especie de decepción, y al volver de tu temporada en la marina mercante y empezar los preparativos para el viaje a París, decidisteis conjuntamente que el idilio se había agotado y que harías solo el viaje. Unas dos semanas antes de la fecha de partida prevista, se te rebeló el estómago una noche, y te asaltaron unos dolores de vientre tan severos, unos espasmos tan angustiosos, tan implacables mientras yacías encogido en la cama, que tenías la impresión de haber cenado una olla de alambre de espino. La única explicación plausible era que se te hubiese perforado el apéndice, por lo que pensabas que tendrían que operar de inmediato. Eran las dos de la madrugada. Llegaste tambaleándote a la sala de urgencias del hospital de St. Luke, esperaste un par de horas en el sufrimiento más absoluto, y entonces, cuando al fin te reconoció un médico, afirmó con toda seguridad que a tu apéndice no le pasaba nada. Sufrías un ataque agudo de gastritis. Tómese estas pastillas, te recetó, evite las comidas picantes, y poco a poco empezará a encontrarse mejor. Ambos diagnósticos resultaron ser correctos, y sólo más adelante, muchos años después, entendiste lo que te había pasado. Estabas asustado: tenías miedo, pero sin saberlo. La perspectiva de desarraigo te había producido un estado de extrema ansiedad, aunque enteramente reprimida; la idea de romper con tu novia era sin duda mucho más perturbadora de lo que habías imaginado. Querías ir a París solo, pero en buena medida te aterrorizaba ese cambio radical, y por eso se te descompuso el estómago y empezó a partirte en dos. Ésa ha sido la historia de tu vida. Siempre que llegas a una encrucijada en el camino, se te destroza el organismo, porque tu cuerpo siempre ha sabido lo que tu intelecto desconocía, y sea cual sea la forma que elija para descomponerse, con mononucleosis, gastritis o ataques de pánico, tu cuerpo siempre es la zona más afectada por tus miedos y batallas interiores, y acusa los golpes que tu mente no puede o no quiere encajar.