Read Diario de Invierno Online
Authors: Paul AUSTER
No podías llorar. Eras incapaz de mostrar tu aflicción de la forma en que suele hacerlo la gente, de modo que tu cuerpo se desmoronó y sintió tu pena por ti. De no haber sido por los diversos factores incidentales que precedieron al ataque de pánico (la ausencia de tu mujer, el alcohol, la falta de sueño, la llamada de tu tía, el café), es posible que el ataque no se hubiera producido. Pero en el fondo aquellos elementos sólo poseen una importancia secundaria. La cuestión es por qué no pudiste dejarte llevar por la situación en los minutos y horas subsiguientes a la muerte de tu madre, por qué, durante dos días enteros, fuiste incapaz de derramar una sola lágrima por ella. ¿Fue porque secretamente te alegrabas en parte de su muerte? Un pensamiento sombrío, una idea tan negra e inquietante que hasta te asusta expresarla, pero aunque estés dispuesto a considerar la posibilidad de que sea cierto, dudas que eso explique tu incapacidad de llorar. Tampoco lloraste a la muerte de tu padre. Ni cuando murieron tus abuelos, ni tampoco a la muerte de la prima que más querías, que murió de cáncer de mama a los treinta y ocho años, ni tras la muerte de los muchos amigos que te han ido dejando a lo largo de los años. Ni siquiera cuando tenías catorce años y te encontrabas a menos de treinta centímetros de un chico que fue alcanzado y muerto por un rayo, el muchacho cuyo cadáver contemplaste sentado durante una hora en un prado empapado de lluvia, intentando desesperadamente calentar su cuerpo y revivirlo porque no entendías que estaba muerto: ni siquiera esa muerte monstruosa pudo inducirte a soltar una lágrima. Se te humedecen los ojos al ver ciertas películas, te han caído lágrimas en las páginas de muchos libros, has llorado en momentos de inmensa tristeza personal, pero la muerte te desconecta y paraliza, secuestrándote toda emoción, todo cariño, todo contacto con tu propio corazón. Desde el principio mismo, te has quedado muerto frente a la muerte, y eso es también lo que pasó a la muerte de tu madre. Al menos al principio, los dos primeros días con sus noches, pero luego volvió a caer el rayo, y acabaste arrasado.
Olvida lo que dijo tu tía por teléfono. Te enfadaste con ella, sí, horrorizado de que se rebajara a arrojar fango en momentos tan poco apropiados, asqueado por su maldad, su mojigato desprecio por una persona que jamás le había hecho el más mínimo daño, pero sus acusaciones de infidelidad contra tu madre ya eran asunto viejo para ti, y aunque no tuvieras pruebas ni testimonio alguno que apoyara o negara los cargos, hacía mucho que sospechabas que tu madre
podría
haberse descarriado mientras estaba casada con tu padre. Tenías cincuenta y cinco años cuando escuchaste aquellas palabras de tu tía, y con tan dilatado tiempo para haber reflexionado sobre los detalles del desgraciado matrimonio de tus padres, de hecho esperabas que tu madre hubiera encontrado algún consuelo con otro hombre (u otros hombres). Pero nada era seguro, y sólo una vez tuviste el pálpito de que pasaba algo, un único momento cuando tenías doce o trece años, que te dejó enteramente perplejo por entonces: entrando en casa un día después de clase, pensando que no había nadie, cogiendo el teléfono para hacer una llamada, y oyendo una voz de hombre en la línea, una voz que no era la de tu padre, diciendo nada más que
Adiós
, una palabra enteramente neutra, quizá, pero dicha con gran ternura, y luego a tu madre contestándole:
Adiós, cariño
. Ése fue el fin de la conversación. No tenías ni la más leve idea de cuál era el contexto, no podías identificar al hombre, y sin embargo estuviste preocupado durante días, tanto, que al final te armaste de valor para preguntarle a tu madre, a ella, que siempre había sido franca y directa contigo, según tu impresión, que nunca se había negado a contestar a tus preguntas, pero aquella vez, aquella única vez, pareció desconcertada cuando le contaste lo que habías oído, como si la hubieras pillado con la guardia baja, y entonces, un momento después, se echó a reír diciendo que no se acordaba, no sabía de qué le estabas hablando. Era muy posible que no lo recordara, que la conversación no tuviera importancia y las expresiones de afecto no significaran lo que tú habías supuesto, pero un pequeño germen de duda se plantó en tu cabeza aquel día, duda que rápidamente se eclipsó en las semanas y meses siguientes, pero cuatro o cinco años después, cuando tu madre anunció que iba a dejar a tu padre, no tuviste más remedio que pensar de nuevo en las últimas frases de aquella conversación que escuchaste por casualidad. ¿Acaso importaba algo así? No, por lo que tú sabías, no. Tus padres estaban destinados a separarse desde el día en que se casaron, y si tu madre se había acostado con el hombre a quien llamaba
cariño
, si había otro hombre, o varios o ninguno, eso no desempeñó papel alguno en su divorcio. Los síntomas no son causas, y por horrible y mezquina que fuese la idea que tu tía pudiera albergar sobre tu madre, no sabía nada de nada. Es innegable que su llamada contribuyó a desencadenarte el ataque de pánico —el momento, las circunstancias de la llamada—, pero lo que dijo aquella mañana eran noticias rancias.
Por otro lado, aunque fueras su hijo, tú tampoco sabías nada. Demasiadas lagunas, demasiados silencios y evasiones, demasiadas puntadas perdidas a lo largo de los años para que puedas tejer ahora una historia coherente. Inútil hablar de ella desde fuera, entonces. Lo que pueda contarse habrá de decirse desde dentro, desde tu interior, del cúmulo de recuerdos y percepciones que sigues llevando en el cuerpo contigo; y que, por motivos que jamás se conocerán por completo, casi te dejaron sin respiración en el suelo del comedor, convencido de que ibas a morir.
Una boda apresurada, mal planteada, un matrimonio impulsivo entre dos personalidades incompatibles que perdió ímpetu antes de que concluyera la luna de miel. Una muchacha de veintiún años de Nueva York (nacida y criada en Brooklyn, trasladada a Manhattan a los dieciséis) y un soltero de treinta y cuatro años de Newark que había nacido en Wisconsin, de donde salió, huérfano de padre, a los siete años, cuando tu abuela mató de un tiro a tu abuelo en la cocina de su casa. La novia era la más joven de dos hermanas, fruto de otro matrimonio poco atinado, desigual
(Qué hombre tan maravilloso sería tu padre… con que sólo fuera de otra manera)
, que había dejado el instituto para trabajar (empleos de administrativa en oficinas, ayudante de fotógrafo después) y nunca te contó muchas cosas acerca de sus idilios y amoríos anteriores. Una vaga historia sobre un novio que murió en la guerra, otra aún más confusa sobre un breve coqueteo con el actor Steve Cochran, pero más allá de eso, nada en absoluto. Terminó el bachillerato yendo al instituto por la noche (Commercial High), pero después no fue a la universidad, como tampoco hubo educación superior para tu padre, que aún era un muchacho cuando entró en el Mundo del Trabajo y empezó a ganarse el sustento después de acabar el instituto a los dieciocho. Ésos son los hechos conocidos, los pocos datos de información verificable que te han transmitido. Luego vienen los años invisibles, los primeros tres o cuatro de tu vida, el tiempo en blanco anterior a toda posibilidad de recuerdo, y por tanto no tienes nada en que basarte salvo en las diversas historias que después te contó tu madre: la vez que estuviste a las puertas de la muerte a los dieciséis meses con amigdalitis (cuarenta y uno y medio de fiebre, y el médico diciéndole:
Ahora está en manos de Dios)
, las rarezas de tu maniático y desobediente estómago, afección que se diagnosticó como alergia o intolerancia a algo (¿trigo, gluten?) y te obligó a subsistir durante dos años y medio con una dieta exclusivamente a base de plátanos (tantos plátanos consumidos antes de tener memoria, que incluso ahora retrocedes ante su vista y olor, y en sesenta años no has comido ni uno), el clavo saliente que te desgarró la mejilla en los grandes almacenes de Newark en 1950, tu extraordinaria habilidad a los tres años para identificar la marca y modelo de cualquier coche que pasaba por la calle (extraordinaria para tu madre, que la consideró un signo de genio incipiente), pero por encima de todo el placer que te transmitía al contarte aquellas historias, la forma en que parecía regocijarse en el mero hecho de tu existencia, y como era tan desgraciada en su matrimonio, ahora comprendes que se volvía hacia ti como una forma de consuelo, para inculcar a su vida un sentido y un propósito que de otra manera le faltaba. Eras el beneficiario de su desdicha, y te quería mucho, mucho y de forma especial, sin duda te quería muchísimo. Eso en primer lugar, eso por encima y más allá de todo lo demás que cabría decir: era una madre fervorosa y entregada a su hijo durante tu primera infancia y tu niñez, y todo lo que ahora haya de bueno en ti, todas las virtudes que ahora puedas tener, vienen de aquella época, de antes de que puedas recordar quién eras.
Algunos atisbos tempranos, islotes de recuerdos en un inacabable mar de negrura. Esperando a que tu recién nacida hermana viniera del hospital con tus padres (edad: tres años y nueve meses), mirando entre las lamas de las persianas en la sala de estar con la madre de tu madre y brincando una y otra vez cuando el coche paró finalmente frente a la casa. Según tu madre, eras un entusiasta hermano mayor, nada envidioso de la nueva criatura que había aparecido en medio de vosotros, pero ella parece haber manejado el asunto con gran inteligencia, no dejándote al margen sino convirtiéndote en su
ayudante
, lo que te daba la ilusión de participar en el cuidado de tu hermana. Unos meses después, te preguntaron si querías ir al parvulario a ver lo que te parecía. Dijiste que sí, sin saber qué era el parvulario, pues en 1951 la educación preescolar era mucho menos corriente que ahora, pero después de un día tuviste suficiente. Recuerdas haber formado cola con un grupo de otros niños simulando que estabais en una tienda de comestibles, y cuando por fin te tocó el turno, después de lo que te parecieron horas, entregaste un montón de dinero de mentira a alguien que estaba detrás de una supuesta caja registradora y que a cambio te dio una bolsa de alimentos ficticios. Dijiste a tu madre que el parvulario era una estúpida pérdida de tiempo, y ella no intentó convencerte de que volvieras. Luego tu familia se mudó a la casa de Irving Avenue, y cuando empezaste el jardín de infancia al septiembre siguiente, estabas preparado para la escuela, nada desconcertado por la perspectiva de pasar un tiempo apartado de tu madre. Recuerdas el caótico preludio de la primera mañana, los niños que vociferaban y gritaban cuando sus madres se despedían de ellos, los angustiosos gritos de los abandonados resonando por las paredes mientras tú decías tranquilamente adiós con la mano a la tuya, y todo aquel alboroto te resultaba incomprensible, porque te alegrabas de estar allí y ahora te sentías como una persona mayor. Tenías cinco años, y ya te estabas distanciando, ya no vivías exclusivamente en la órbita de tu madre. Mejor de salud, nuevos amigos, la libertad del jardín detrás de la casa, y el comienzo de una vida autónoma. Seguías meándote en la cama, claro está, seguías llorando cuando te caías y te hacías una herida en la rodilla, pero se había iniciado el diálogo interior, y habías entrado en el ámbito de la personalidad consciente. Sin embargo, debido a las horas que dedicaba al trabajo, y su tendencia a echarse largas siestas siempre que estaba en casa, tu padre estaba casi siempre ausente, y tu madre continuaba siendo la principal fuente de autoridad y sabiduría en todo lo que más importaba. Era quien te acostaba, quien te enseñó a montar en bicicleta, la que te ayudaba con tus lecciones de piano, con quien te desahogabas, la roca a la que te aferrabas cuando los mares se encrespaban. Pero se te estaba desarrollando una mentalidad propia, y ya no te sometías a todos sus dictámenes y opiniones. Odiabas practicar con el piano, querías estar en la calle jugando con tus amigos, y cuando le dijiste que preferías dejarlo, que el béisbol era para ti mucho más importante que la música, ella transigió sin poner demasiadas objeciones. Luego estaba la cuestión de la ropa. Solías ir por ahí en camiseta y vaqueros (llamados
blue–jeans
por entonces), pero en ocasiones especiales —días de fiesta, celebraciones de cumpleaños, visitas a tus abuelos en Nueva York— ella insistía en vestirte con trajes de elegante confección, ropa que empezó a avergonzarte ya a los seis años, sobre todo el conjunto de camisa blanca y pantalones cortos con sandalias y calcetines hasta la rodilla, y cuando empezaste a protestar, afirmando que te sentías ridículo con aquellas cosas, que lo único que querías era ir como cualquier otro niño norteamericano, ella acabó cediendo y te permitió decir la última palabra en lo que te ponías. Pero para entonces ella también se estaba distanciando, y poco después de que cumplieras seis años, se fue al Mundo del Trabajo, y empezaste a verla cada vez menos. No recuerdas sentir tristeza por eso, pero por otro lado, ¿qué sabes realmente de lo que sentías? Lo más importante que hay que tener presente es que sabes muy poco, y nada en absoluto sobre su situación matrimonial, el alcance de su infelicidad con tu padre. Años después, te dijo que había intentado convencerlo de que os marcharais a California, porque creía que no habría futuro para ellos a menos que él se alejara de su familia, de la agobiante presencia de su madre y hermanos mayores, y cuando él se negó a considerarlo, ella se resignó a un matrimonio sin esperanza. Los niños eran demasiado pequeños para que ella pensara en el divorcio (entonces, no; allí, no; en la Norteamérica de clase media a principios de los años cincuenta, no), de modo que encontró otra solución. Tenía veintiocho años, y el trabajo le abrió la puerta, la sacó de casa y le dio la oportunidad de llevar una vida propia.
No pretendes dar a entender que desapareció. Sólo que estaba menos presente que antes, la veías mucho menos, y si la mayoría de tus recuerdos de aquella época se limitan al pequeño mundo de tus ocupaciones infantiles (estar con tus amigos, montar en bicicleta, asistir a clase, practicar deportes, coleccionar sellos y cromos de béisbol, leer tebeos), tu madre aparece vívidamente en varias ocasiones, en particular cuando tenías diez años y por el motivo que fuese te hiciste miembro de los Lobatos con una docena de amigos tuyos. No recuerdas la frecuencia de las reuniones, pero sospechas que eran una vez al mes, siempre en casa de un miembro distinto, y dirigía aquellos encuentros un grupo rotatorio de tres o cuatro mujeres, las llamadas madres de manada, una de las cuales era tu propia madre, lo que demuestra que su trabajo de agente inmobiliaria no era tan absorbente como para no tomarse alguna que otra tarde libre. Recuerdas cuánto te gustaba verla con su uniforme azul marino de madre de manada (qué absurdo, qué novedad), y también te acuerdas de que era la madre que más gustaba a los chicos, la más divertida, la más informal, la que menos dificultad tenía en suscitar su completa atención. Te acuerdas con la mayor claridad de dos reuniones que presidió: trabajar en la construcción de cajas para guardar cosas (con qué propósito es algo que ya se te escapa, pero todo el mundo se aplicó a la tarea con gran diligencia), y luego, hacia el final del año escolar, cuando hacía buen tiempo y toda la pandilla estaba harta de las normas y reglamentos del escultismo, hubo una última o penúltima reunión en tu casa de Irving Avenue, y como a ninguno os apetecía comportaros como si fuerais soldaditos de plomo, tu madre preguntó a los chicos cómo querían pasar la tarde, y cuando la respuesta unánime fue
jugar al béisbol
, todos salisteis al jardín y organizasteis equipos para un partido. Como sólo erais diez o doce y no había jugadores suficientes, tu madre decidió participar también. Te pusiste enormemente contento, pero como nunca la habías visto esgrimir un bate, sólo contabas con que fallara tres veces y la expulsaran. Cuando en la segunda entrada mandó la bola por encima de la cabeza del jardinero izquierdo, te pusiste más que contento, te quedaste estupefacto. Aún puedes ver a tu madre corriendo entre las bases con su uniforme azul de madre de manada y hacer un home run: sin aliento, sonriente, absorbiendo las aclamaciones de los chicos. De todos los recuerdos que conservas de tu niñez, ése es el que te viene más a menudo.