Read Diario de Invierno Online
Authors: Paul AUSTER
Pero ¿qué hacer en plena noche, cuando te despiertas entre las dos y las tres de la madrugada, te tumbas en el sofá y eres incapaz de volver a dormirte? Es muy tarde para leer, poner la televisión, ver una película, así que te quedas tumbado a oscuras y empiezas a cavilar, dejando vagar tus pensamientos por donde más les apetezca. A veces tienes suerte y son capaces de aferrarse a una palabra, un personaje o una escena del libro en que estás trabajando, pero más a menudo te encontrarás pensando sobre el pasado, y según tu experiencia, siempre que tus pensamientos vuelven al pasado a las tres de la mañana, suelen ser sombríos. Un recuerdo te persigue sobre todos los demás, y en las noches en que no puedes dormir, encuentras difícil no volver a él, reflexionas sobre los acontecimientos de aquel día y revives la vergüenza que sentiste después, que has seguido sintiendo desde entonces. Fue hace treinta y dos años, en la mañana del funeral de tu padre, cuando en determinado momento te encontraste junto a uno de tus tíos (el padre de la tía segunda que te llamó la mañana de tu ataque de pánico), estrechando la mano a una fila de asistentes que pasaba despacio frente a vosotros para ofrecer sus condolencias, las palabras vacías de rigor y los apretones de mano característicos de los funerales. Miembros de la familia en su mayoría, amigos de tu padre, hombres y mujeres, caras conocidas y desconocidas, y entonces estrechaste la mano de Tom, uno de los que no conocías, que te dijo que había sido el jefe de electricistas de tu padre durante muchos años y que tu padre siempre lo había tratado bien, era buena persona, afirmó, aquel irlandés menudo con acento de Jersey te estaba diciendo que tu padre era buena persona, y se lo agradeciste, por eso volviste a estrecharle la mano, y entonces pasó a dar el pésame a tu tío, que en cuanto lo vio le dijo inmediatamente que se marchara, que se trataba de un funeral privado, para la familia, no para las personas de fuera, y cuando Tom murmuró que sólo quería presentar sus respetos, tu tío dijo que lo sentía, tenía que marcharse, de modo que Tom dio media vuelta y se fue. Su conversación no duró más de quince o veinte segundos, y apenas te diste cuenta de lo que estaba pasando antes de que Tom se dirigiese a la salida. Cuando al fin comprendiste lo que había hecho tu tío, te llenaste de indignación, horrorizado por el hecho de que hubiera tratado a alguien así, a cualquiera, pero sobre todo a aquella persona, que había ido simplemente porque creía que era su deber estar allí, y lo que aún hoy continúa irritándote, lo que todavía te llena de vergüenza, es que no dijiste nada a tu tío. No importa que fuera un hombre de notorio mal genio, un cascarrabias sujeto a explosivos accesos de cólera y a poner el grito en el cielo a la menor ocasión, y si entonces te hubieras enfrentado con él, muy probablemente habría arremetido contra ti en pleno funeral de tu padre. Pero ¿y qué? Debías haberte encarado con él, haber tenido el valor de devolverle los gritos si empezaba a gritarte, pero ya que no lo hiciste, entonces ¿por qué al menos no saliste corriendo detrás de Tom para decirle que podía quedarse? No tienes idea de por qué no presentaste batalla en aquel momento, y la conmoción de la súbita muerte de tu padre no sirve de excusa. Tenías que haber intervenido, y no lo hiciste. Durante toda la vida, has dado la cara por gente maltratada, ése era el único principio en que creías por encima de todos los demás, pero aquel día en concreto te mordiste la lengua y no hiciste nada. Mirándolo ahora, comprendes que el hecho de no haber actuado en aquel momento es el motivo por el que has dejado de considerarte heroico: porque no había excusa.
Nueve años antes (1970), cuando trabajabas como miembro de la tripulación en el buque
Esso Florence
, amenazaste con golpear e incluso matar a uno de tus camaradas de a bordo por acosarte con insultos antisemitas. Lo agarraste de la camisa, lo incrustaste en la pared y le pusiste el puño en la cara, diciéndole que dejara de insultarte o se atuviera a las consecuencias. Martinez se retractó inmediatamente, pidió disculpas, y no tardasteis mucho en haceros buenos amigos. (Lo que me recuerda a Madame Rubinstein.) Nueve años después, es decir, nueve años después del funeral de tu padre (1988), casi volviste a dar un puñetazo a otra persona, y aquélla fue la última vez que estuviste a punto de enzarzarte en una pelea similar a las que librabas de pequeño. Fue en París, y recuerdas bien la fecha: primero de septiembre, un día especial en el calendario francés,
la rentrée
, el fin oficial de la temporada de vacaciones veraniegas, y por tanto una jornada de multitudes y caótica confusión. Durante las seis semanas anteriores, tu mujer, tus hijos y tú habíais estado en la casa que tu editor francés tenía en el sur, a unos quince kilómetros al este de Arlés. Había sido una época apacible para todos, mes y medio de tranquilidad y trabajo, de largos paseos y excursiones a pie por las pálidas colinas de los Alpilles, de comidas al aire libre bajo el plátano del jardín, probablemente el verano más agradable de tu vida, con el placer añadido de ver a tu hija de un año dar sus primeros y vacilantes pasos sin agarrarse a la mano de sus padres. No debías de pensar claramente cuando planeaste volver a París el primero de septiembre, o quizá simplemente no sabías lo que te esperaba al llegar allí. Ya habías puesto a tu hijo de once años en un avión de vuelta a Nueva York (vuelo directo desde Niza), de modo que aquel día sólo ibais los tres en un tren en dirección norte, tu mujer, tu hija pequeña y tú, junto con todo el equipaje necesario para el verano más tonelada y media de pertrechos infantiles. Estabas deseando llegar a París, sin embargo, porque tu editor te había dicho que en la edición vespertina de
Le Monde
de aquel día iba a aparecer un artículo bastante extenso sobre tu obra, y querías comprar un ejemplar nada más bajar del tren. (Ya no lees artículos sobre ti, ni tampoco críticas de tus libros, pero eso era entonces, y aún no sabías que ignorar lo que dice la gente es beneficioso para la salud mental de un escritor.) El viaje en TGV desde Aviñón fue un tanto agotador, en buena parte porque tu hija estaba muy impresionada con el tren de alta velocidad para dormirse o quedarse sentada, lo que significa que te pasaste casi las tres horas yendo con ella de un lado para otro por los pasillos, y cuando llegasteis a la Gare de Lyon, lo que te hacía falta era una siesta. La estación estaba abarrotada de gente, grandes masas de viajeros que surgían por todas partes, y tuviste que abrirte paso a empellones hasta la salida, tu mujer llevando a la niña en brazos y tú procurando avanzar con las tres grandes maletas de la familia, empujándolas y tirando de ellas, como podías: tarea nada fácil, dado que sólo tenías dos manos. Además, llevabas una bolsa de lona colgada al hombro, que contenía las primeras setenta y cinco páginas de la nueva novela en que estabas trabajando, y cuando te detuviste a comprar un ejemplar de
Le Monde
, también lo metiste en la bolsa. Querías leer el artículo, por supuesto, pero después de comprobar si efectivamente había salido en la edición de aquella tarde, lo guardaste, pensando que podrías echarle una mirada más atenta en la cola de los taxis. Una vez que llegasteis los tres a la puerta de salida, sin embargo, descubriste que no había cola. Había taxis delante de la estación y gente esperando, pero no formando cola. Era una multitud inmensa, y a diferencia de los ingleses, que están acostumbrados a ponerse en fila siempre que hay tres personas y cada una de ellas se queda esperando pacientemente su turno, o incluso de los norteamericanos, que lo afrontan de cualquier manera pero siempre con un innato sentido de la justicia y el juego limpio, los franceses se convierten en niños quisquillosos cuando se congregan muchos en un espacio reducido, y en vez de tratar de imponer colectivamente cierto orden a la situación, de pronto lo convierten todo en un sálvese quien pueda. El pandemónium de aquel día frente a la Gare de Lyon te recordó ciertos reportajes que habías visto sobre la Bolsa de Nueva York: Martes Negro, Viernes Negro, los mercados internacionales se desploman, el mundo está en bancarrota, y allí, en el parqué de la Bolsa, un millar de hombres frenéticos gritando a pleno pulmón, todos a punto de caerse muertos de un ataque al corazón. Tal era la muchedumbre a la que te sumaste aquel primero de septiembre de hace veintidós años y medio: la muchedumbre andaba suelta sin nadie que la dirigiera, y allí estabas tú, a sólo un tiro de piedra de donde antaño se había levantado la Bastilla, tomada por asalto dos siglos antes por una chusma no menos indisciplinada que aquélla, pero en el ambiente no se respiraba la revolución, lo que la masa quería no era pan ni libertad sino
taxis
, y como la provisión de tales vehículos era inferior a la mitad de lo que habría hecho falta, la multitud estaba que echaba chispas, la gente gritaba, dispuesta a ensañarse con el vecino. Tu mujer estaba tranquila, según recuerdas, divertida por el espectáculo que se desarrollaba a su alrededor, y hasta tu hijita conservaba la calma, absorbiéndolo todo con sus grandes y curiosos ojos, pero tú empezabas a exasperarte, en los viajes siempre salía lo peor de ti mismo, te ponías irritable, con los nervios de punta, comportándote de manera impropia de ti, y lo que aborrecías más que nada era verte atrapado en el caos de una multitud, y por tanto, mientras considerabas el aprieto en que te habías metido, concluiste que tendríais que quedaros allí esperando un buen par de horas antes de encontrar un taxi, o quizá seis, tal vez cien horas, así que dijiste a tu mujer que quizá no fuese mala idea buscar un taxi en otra parte. Señalaste otra parada más abajo, a unos cientos de metros de distancia. «Pero ¿y el equipaje?», objetó ella. «No podrás llevar las tres pesadas maletas hasta allí.» «No te preocupes», contestaste. «Me las arreglaré.» Por supuesto que no podías con ellas, o que apenas lograbas manejarlas, y tras arrastrar aquellos monstruos a lo largo de veinte o treinta metros, comprendiste que habías sobrevalorado tus fuerzas, pero a aquellas alturas habría sido estúpido volver, de modo que seguiste adelante, parándote cada diez segundos a reorganizar la carga, pasándote de un lado a otro las maletas que llevabas, del brazo izquierdo al derecho, del derecho al izquierdo, a veces cargándote una al hombro y tirando de las otras dos, cambiando continuamente el peso, que debía superar los cincuenta kilos, y como es lógico rompiste a sudar, ibas chorreando por todos los poros bajo el caluroso sol de la tarde, y cuando llegaste a la siguiente parada de taxis, estabas completamente agotado. «¿Lo ves?», dijiste a tu mujer, «te dije que me las apañaría.» Te sonrió de la forma en que se sonríe a un niño retrasado de diez años, porque lo cierto era que, si bien habías logrado llegar a la siguiente parada, allí no había taxis esperando, porque todos los taxistas de la ciudad se dirigían a la Gare de Lyon. Nada que hacer sino quedarse allí y esperar a que finalmente pasara alguno por donde estabais. Transcurrieron unos minutos y tu cuerpo empezó a recobrar más o menos su temperatura normal, y entonces, justo cuando apareció a la vista un taxi que se aproximaba a vosotros, tu mujer y tú visteis a una joven que venía en vuestra dirección, una africana sumamente alta, ataviada con esa vistosa ropa tropical, que caminaba en una postura perfectamente erguida, un niño pequeño durmiendo en un arnés que llevaba atado al pecho, una voluminosa bolsa de la compra colgando de su mano derecha, otra pesada bolsa en su mano izquierda, y una tercera en equilibrio sobre su cabeza. Estabais ante una visión de gracilidad humana, pensaste, aquel movimiento lento y fluido de sus oscilantes caderas, la cadencia leve y parsimoniosa de sus pasos, una mujer que llevaba sus bultos con lo que te pareció una especie de sabiduría, el peso de cada cosa uniformemente distribuido, el cuello y la cabeza enteramente inmóviles, los brazos completamente quietos, la criatura dormida sobre su pecho, y después de tu exhibición de ineptitud arrastrando las maletas de tu familia hasta aquel sitio, te sentiste ridículo en su presencia, maravillado de que un ser humano llegara a dominar tan bien aquello que tú mismo eras incapaz de hacer. Seguía avanzando hacia vosotros cuando el taxi se aproximó a la acera y se detuvo. Ya aliviado y contento, cargaste el equipaje en el maletero y luego subiste al asiento trasero junto a tu mujer y tu hija. «¿Adónde?», preguntó el taxista, y cuando le dijiste la dirección, sacudió la cabeza y dijo que os bajarais del coche. Al principio no entendiste. «¿A qué se refiere?», preguntaste. «Me refiero a la distancia», repuso. «Es demasiado corta, y no voy a perder el tiempo en una mísera carrera como ésa.» «No se preocupe», dijiste. «Le daré una buena propina.» «Me importa un pito su propina», replicó. «Sólo quiero que se bajen del coche… ahora mismo.» «¿Está ciego?», le preguntaste. «Vamos con una niña pequeña y cincuenta kilos de equipaje. ¿Qué quiere que hagamos…, ir andando?» «Ése es problema suyo, no mío», contestó. «Fuera.» No había nada más que decir. Si el cabrón del asiento delantero no te quería llevar a la dirección que le habías dado, ¿qué remedio te quedaba sino bajar del taxi, sacar los bultos del maletero y esperar otro taxi? Para entonces te hervía la sangre, hacía años que no estabas tan enfurecido y frustrado, no, aún más furioso, más frustrado, más indignado que en cualquier momento que pudieras recordar, y cuando sacaste las maletas del coche y el taxista arrancó, cogiste la bolsa de lona que llevabas colgada al hombro, la que contenía la única copia del manuscrito en que trabajabas, por no mencionar el artículo de
Le Monde
que tan deseoso estabas de leer, y la arrojaste hacia el taxi que se alejaba. Aterrizó con un fuerte ruido sordo sobre el maletero: un sonido hondamente satisfactorio que llevaba toda la fuerza de un signo de exclamación impreso en caracteres de cuerpo cincuenta. El taxista pisó a fondo el freno, salió del coche y echó a andar hacia ti con los puños apretados, gritándote por haber atacado su precioso vehículo, con ganas de pelea. Apretaste los puños y le gritaste a tu vez, advirtiéndole que no diera un paso más si no quería que le hicieras pedacitos y lo echaras a la alcantarilla de una patada en su culo de mierda. Cuando pronunciaste esas palabras, estabas indudablemente dispuesto a enzarzarte con él, nada te impediría cumplir tu promesa de destrozar a aquel hombre, y cuando te miró a los ojos y vio que lo decías en serio, dio media vuelta, se metió en el coche y se marchó. Fuiste a recoger la bolsa a la calle, y justo entonces, cuando te agachabas a recogerla, viste a la joven africana andando por la acera con su niño y sus tres pesadas bolsas, un poco más allá de ti, a cuatro o seis metros quizá de donde estabas, y a esa distancia observaste cómo se movía, te fijaste en su paso lento y acompasado, maravillado ante la quietud de su cuerpo, comprendiendo que aparte del suave balanceo de sus caderas, no movía nada salvo las piernas.