Diario de Invierno (17 page)

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Authors: Paul AUSTER

Cena de Navidad en Northfield, en Minnesota, todos los años desde 1981 hasta la muerte de tu suegro en 2004, después de lo cual se vendió la casa, tu suegra se mudó a un apartamento, y la tradición se alteró para acomodarse a las nuevas circunstancias. Pero durante cerca de un cuarto de siglo la cena tuvo un carácter formal hasta el último detalle, ni un solo elemento diferente del año anterior, y la mesa a la que te sentaste por primera vez en 1981, compuesta sólo por siete personas —tus suegros, tu mujer, sus tres hermanas y tú—, fue ampliándose poco a poco a medida que un año se fundía con otro y las hermanas menores de tu mujer se casaban y empezaban a tener hijos, de manera que al término de aquel cuarto de siglo, diecinueve personas se sentaban en torno a aquella mesa, incluyendo a los muy viejos y a los viejos, a los jóvenes y a los muy jóvenes. Es importante observar que la Navidad se celebraba la noche del veinticuatro, no durante la mañana y la tarde del veinticinco, pues aunque la familia de tu mujer vivía en la región central de Estados Unidos, también era y es una familia escandinava, una familia noruega, y todos los protocolos navideños siguen las convenciones de aquella parte del mundo en vez de las de ésta. Tu suegra, nacida en 1923 en la ciudad más meridional de Noruega, no cruzó el Atlántico hasta que tuvo treinta años, y aunque habla inglés con soltura, aún tiene en su segunda lengua un pronunciado acento noruego. De joven vivió la guerra, y al principio de la ocupación alemana, con diecisiete años, estuvo nueve días encarcelada tras participar en una marcha de protesta contra los nazis (de haber estado la guerra más adelantada, afirma ella, la habrían enviado a un campo de concentración), y sus dos hermanos mayores eran miembros activos de la resistencia (uno de ellos, después de que desarticularan su célula, huyó a Suecia esquiando para escapar de la Gestapo). Tu suegra es una persona inteligente, culta, alguien a quien admiras y tienes mucho cariño, pero sus esporádicos forcejeos con la lengua inglesa y la geografía norteamericana han producido algunos momentos extraños, ninguno más divertido, quizá, que el de una noche de hace quince o dieciséis años cuando el avión en el que su marido y ella volaban hacia Boston no pudo aterrizar por la niebla que había en el aeropuerto y en consecuencia los desviaron a Albany, desde donde llamó a tu mujer y le anunció por teléfono: «¡Estamos en Albania! ¡Vamos a pasar la noche en Albania!» En cuanto a tu suegro, también era noruego de arriba abajo, aun siendo norteamericano de tercera generación, nacido en Cannon Falls (Minnesota) en 1922, último de los hijos de la pradera del siglo XIX, un niño campesino criado en una casa de troncos sin electricidad ni instalaciones sanitarias, y como la comunidad rural en que vivía estaba tan aislada, tan exclusivamente poblada por inmigrantes noruegos y sus descendientes, pasó buena parte de su juventud relacionándose en noruego en vez de en inglés, de modo que conservó el acento a lo largo de su vida adulta y la vejez: no tan marcado como el de tu suegra, sino con una suave cadencia musical, un inglés americano hablado de una manera muy particular y que siempre encontraste muy agradable al oído. Tras el largo intervalo de la guerra, acabó la universidad acogiéndose a la ley por la que se financiaba los estudios a los soldados desmovilizados, siguió con el doctorado, obtuvo una beca Fulbright de un año en la Universidad de Oslo (en donde se conocieron tu suegra y él), y acabó siendo catedrático de lengua y literatura noruega. Tu mujer se crió en el seno de una familia noruega, entonces, aunque por casualidad estuviera asentada en Minnesota, y la cena de Navidad era por tanto estricta y resueltamente noruega también. En efecto, era una repetición de las cenas navideñas que tu suegra celebraba de niña con su familia en el sur de Noruega en las décadas de 1920 y 1930, época muy alejada de los actuales tiempos de abundancia y opulencia, de supermercados bien surtidos con doscientas clases de cereales para el desayuno y ochenta y cuatro sabores de helado. Los platos nunca variaban, y en veintitrés años ni uno solo se añadió ni quitó del menú. Ni pavo, ni oca ni jamón, tal como cabría suponer como plato principal, sino costillas de cerdo, ligeramente sazonadas con sal y pimienta, hechas al horno y servidas con salsa o condimentos. Acompañadas de patatas hervidas, coliflor, lombarda, coles de Bruselas, zanahorias, arándanos, y arroz con leche de postre. No puede haber comida más sencilla, más desafiantemente enfrentada con las nociones norteamericanas contemporáneas sobre lo que constituye un menú aceptable para una festividad, y sin embargo cuando sondeaste a tus sobrinos más jóvenes hace un par de años (la tradición sigue adelante en Nueva York), preguntándoles si les gustaba la cena de Nochebuena tal como hasta entonces o si les gustaría introducir algún cambio, todos gritaron: «¡Sin cambios!» Son alimentos rituales, que aportan continuidad, que contribuyen a la cohesión familiar: un ancla simbólica que impide la deriva a mar abierto. Tal es la tribu en que entraste por matrimonio. A los quince años más o menos, a tu ingeniosa hija se le ocurrió un término nuevo para describir su origen: judiruego. Dudas de que haya mucha gente que pueda reivindicar esa especie particular de identidad, pero esto es Norteamérica, al fin y al cabo, y sí, tu mujer y tú sois padres de una judiruega.

L
a cantidad de cosas para comer que te gustaban de pequeño, desde la época de tus primeros recuerdos al umbral de la pubertad, y ahora te preguntas cuántos miles de cucharadas y viajes con el tenedor acabaron dentro de ti, cuántos tragos y bocados, cuántos sorbitos y sorbetones, empezando con la multitud de zumos de fruta que bebías a diversas horas del día, zumo de naranja por la mañana, pero también de manzana, uva, tomate, de piña, zumo de piña en vaso pero en verano también congelado en bandejas de cubitos de hielo, a los que tu hermana y tú os referíais como «cachos de piña», junto con los refrescos que trasegabas cuando te lo permitían (Coca–Cola, gaseosa, refresco de jengibre, 7 Up, Orange Crush), y los batidos que adorabas, sobre todo de chocolate, pero a veces de vainilla para cambiar un poco, o una combinación de los dos, que llamaban blanco y negro, y luego, en verano, el delirio de la gaseosa con helado flotando, tradicionalmente de vainilla, pero aún más delicioso si el sabor del helado era de café. Una mañana cualquiera, empezabas con un primer plato de cereales fríos (Corn Flakes, Rice Krispies, Shredded Wheat, Puffed Wheat, Puffed Rice, Cheerios: la marca que hubiera en el armario), que vertías en un tazón para luego echar leche por encima y cubrirlo con una cucharada sopera (o dos) de azúcar blanco refinado. Seguido de una porción de huevos (revueltos en su mayoría, pero de vez en cuando fritos o pasados por agua) y dos rebanadas de pan tostado (blanco, integral o de centeno) con mantequilla, con frecuencia acompañado todo ello de beicon, jamón o salchichas, o si no de un plato de torrijas de pan de molde (con sirope de arce) o, rara vez, pero siempre lo más ansiado, un montón de tortitas (también con sirope de arce). Varias horas después, lonchas de embutido amontonadas entre dos rebanadas de pan, jamón o salami, carne en conserva o mortadela, a veces sólo jamón y queso norteamericano, o si no uno de los sándwiches de atún de tu madre, tan dignos de confianza. En días de frío, días de invierno como el de hoy, el sándwich venía frecuentemente precedido de un tazón de sopa, que a principios de los cincuenta siempre era de lata, la Campbell de fideos con pollo era tu favorita, y también la de tomate, lo que sin duda coincidía con las preferencias de cualquier otro chico norteamericano de la época. Hamburguesas y perritos calientes, patatas fritas a la francesa y a la inglesa: una vez a la semana, golosinas en la heladería del barrio, llamada Cricklewood, donde almorzabas los jueves con los amigos de clase. (En tu colegio no había cafetería. Todo el mundo se iba a comer a casa, pero a partir de los nueve o diez años tu madre y las de tus amigos os permitían ese lujo: hamburguesas o perritos calientes, o las dos cosas, en el Cricklewood todos los jueves, lo que costaba en total veinticinco o treinta centavos.) Al anochecer, el festín de la cena era más suculento si el plato principal consistía en chuletas de cordero, con rosbif inmediatamente después en el plano de las preferencias, seguido, sin orden particular, de pollo frito, pollo asado, estofado de carne, carne asada, espaguetis con albóndigas, hígado salteado y filetes de pescado fritos y cubiertos de ketchup. Las patatas eran una constante, y las sirvieran de la forma que fuera (sobre todo asadas o en puré), nunca dejaban de procurar una profunda satisfacción. Las mazorcas de maíz superaban a cualquier verdura, pero esa delicia se limitaba a los últimos meses de verano, y por tanto devorabas con mucho gusto los guisantes, solos o con zanahoria, las judías verdes o la remolacha que te encontrabas en el plato. Palomitas de maíz, pistachos, cacahuetes, nubes de azúcar, galletas saladas untadas con mermelada de uva y los alimentos congelados que empezaban a aparecer hacia el final de tu infancia, en particular empanadas de pollo y bizcocho Sara Lee. A estas alturas de tu vida casi has perdido el gusto por los dulces, pero cuando recuerdas los lejanos días de tu infancia, te quedas pasmado por la cantidad de cosas dulces que ansiabas y devorabas. Helados, sobre todo, para los cuales tenías un apetito insaciable, servidos tal cual en un tazón o cubiertos con chocolate fundido, presentados con fruta o nata o en forma de batido, helados alargados con un palito (como los polos Good Humor Creamsicles) así como helados ocultos en esferas (Bon Bons), rectángulos (Eskimo Pies) y cúpulas (Baked Alaska). El helado era el tabaco de tu infancia, la adicción que sigilosamente se introdujo en tu espíritu y te sedujo de forma incesante con sus encantos, pero tampoco te resistías a las tartas (¡de chocolate, pastel de ángel!) ni a cualquier variedad de galletas, desde las Vanilla Fingers a las Burry’s Double Dip Chocolate, de las Fig Newtons a las Mallomars, de las Oreos a las Social Tea Biscuits, por no mencionar las centenares, si no millares, de barritas de caramelo o chocolate que consumías antes de los doce años: Milky Ways, Three Musketeers, Chunkys, Charleston Chews, York Mints, Junior Mints, barritas de Mars, Snickers, Baby Ruths, Milk Duds, Chuckles, Goobers, Dots, Jujubes, Sugar Daddys y Dios sabe cuántas más. ¿Cómo es posible que lograras estar delgado durante aquellos años si ingerías tal cantidad de azúcar, que tu cuerpo siguiera creciendo hacia lo alto en vez de a lo ancho cuando se producía el cambio hacia la adolescencia? Afortunadamente, eso ya quedó atrás, pero de cuando en cuando, quizá una vez cada dos o tres años, mientras matas el tiempo en un aeropuerto antes de un vuelo de larga distancia (por algún motivo, eso sólo ocurre en aeropuertos), si se te ocurre deambular por el quiosco en busca de algún periódico, te asalta súbitamente un antiguo deseo, y entonces tus ojos caen sobre las golosinas expuestas junto a la caja registradora, y si por casualidad tienen Chuckles, los compras. Al cabo de diez minutos, han desaparecido los cinco caramelos de gelatina. Rojo, amarillo, verde, naranja y negro.

Joubert:
El fin de la vida es amargo
. Menos de un año después de escribir esas palabras, a los sesenta y un años, edad que en 1815 debía de parecer mucho más avanzada de lo que hoy se considera, anotó una formulación distinta sobre el fin de la vida que invita a mayor reflexión:
Hay que morir inspirando amor (si se puede)
. Te conmueve esa frase, sobre todo las palabras entre paréntesis, que a tu modo de ver muestran una gran sensibilidad de espíritu, adquirida con gran esfuerzo, sobre lo difícil que resulta inspirar amor, en particular para alguien que está en la vejez, que se está sumiendo en la decrepitud y se encuentra al cuidado de otros.
Si se puede
. Probablemente no exista mayor logro humano que merecer amor al final. Manchando el lecho de muerte con babas y orines. Todos vamos a pasar por ahí, te dices a ti mismo, y la cuestión es hasta qué punto puede seguir siendo humana una persona mientras se encuentra en un estado de impotencia y degradación. No puedes pronosticar lo que ocurrirá cuando llegue el día en que te metas en la cama por última vez, pero si no desapareces súbitamente como tu padre y tu madre, quieres morir inspirando amor.
Si puedes.

No debes omitir el hecho de que casi te mueres asfixiado cuando se te atragantó una espina en 1971, ni que escapaste a la muerte por un pelo en un pasillo a oscuras una noche de 2006, cuando te estampaste con la frente contra el marco de una puerta baja, rebotaste hacia atrás, y entonces, intentando recobrar el equilibrio, te impulsaste hacia delante, se te enganchó el pie en el umbral y saliste volando sobre el suelo del apartamento en el que habías entrado, hasta aterrizar con la parte alta de la cabeza a unos centímetros de la gruesa pata de una mesa. Todos los días, en todos los países del mundo, muere gente de caídas como ésa. El tío de tu amigo, por ejemplo, el mismo sobre quien escribiste hará unos diecinueve años
(El cuaderno rojo
, relato n.
o
3), que sobrevivió a heridas de bala y múltiples peligros cuando era un partisano que luchaba contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial, un joven que logró escapar a la mutilación y una muerte segura con regularidad pasmosa, y que luego, después de la guerra, tras acabar en Chicago y vivir en la tranquilidad de la Norteamérica de los tiempos de paz, lejos de los campos de batalla de su juventud, las balas a mansalva y las minas que estallaban, se despertó una noche para ir al baño, tropezó con un mueble en el salón a oscuras, y murió al darse de cabeza contra la gruesa pata de una mesa. Una muerte absurda, sin sentido, una muerte que podría haber sido la tuya hace cinco años si hubieras aterrizado con la cabeza unos centímetros a la izquierda, y cuando piensas en las ridículas formas en que la gente encuentra su fin —precipitándose por tramos de escalera, resbalando de escaleras de mano, ahogándose de manera fortuita, víctima de un atropello, alcanzada por una bala perdida, electrocutada por aparatos de radio que caen en la bañera—, sólo puedes concluir que cada vida está marcada por una serie de accidentes fallidos, que todo aquel que haya llegado a tu edad ha eludido una serie de posibles muertes absurdas y sin sentido. Todo en el curso de lo que cabría denominar una vida normal. Ni que decir tiene que otros millones de personas se han enfrentado a cosas mucho peores, no han tenido el lujo de llevar una
vida normal
, los soldados en combate, por ejemplo, víctimas civiles en las guerras, víctimas de crímenes de gobiernos totalitarios, y las innumerables que han perecido en desastres naturales: inundaciones, terremotos, tifones, epidemias. Pero incluso los supervivientes de esas catástrofes no dejan de estar menos expuestos a los caprichos de la existencia diaria que aquellos de nosotros que nos hemos librado de tales horrores; como el tío de tu amigo, que se salvó de la muerte en combate para morir una noche en un apartamento de Chicago de camino al baño. En 1971, la espina se te quedó alojada en la base de la garganta. Estabas comiendo lo que creías que era un filete de lenguado, y por ese motivo no te preocupaba encontrar espinas, pero de pronto te dolía al tragar, tenías algo
ahí
, y ninguno de los remedios tradicionales sirvió de nada: beber agua, comer pan, tratar de sacarte la espina con los dedos. Se había introducido muy adentro de la garganta, y era lo bastante larga y gruesa para habérsete clavado en la piel por ambos lados, y cada vez que hacías otro intento de sacártela tosiendo, te salía saliva mezclada con sangre. Era abril o mayo, llevabas dos meses o dos meses y medio en París, y cuando quedó claro que no podías librarte de la espina tú solo, tu novia y tú salisteis del apartamento de la rue Jacques Mawas y acudisteis andando al centro médico más cercano del barrio, el Hôpital Boucicaut. Eran las ocho o las nueve de la noche, y las enfermeras no tenían ni la más remota idea de lo que hacer contigo. Te rociaban la garganta con un líquido anestesiante, charlaban contigo, se reían, pero la espina atravesada seguía siendo inaccesible y por tanto no podían extraerla. Por fin, a eso de las once, apareció el médico de urgencias del turno de noche, un joven llamado Meyer, otro israelita en aquel barrio en donde antiguamente vivía el afinador de pianos ciego, y quién lo iba a decir, ese joven médico, que no podía ser más de cuatro o cinco años mayor que tú, resultó ser especialista de ojos, nariz y oídos. Tras escupirle un poco de sangre durante el reconocimiento preliminar, te dijo que lo siguieras por el patio a su consulta particular en otro de los pabellones del hospital. Te sentaste en una silla, él se sentó en otra y entonces abrió un estuche de cuero que contenía unos treinta o cuarenta juegos de pinzas, un impresionante despliegue de relucientes instrumentos plateados, pinzas de todos los tamaños y configuraciones posibles, algunas con el extremo recto, otras terminando en curva, otras en gancho, otras con la punta torcida, otras con final serpenteante, otras cortas y otras largas, algunas tan complejas y de tan estrafalario aspecto que eras incapaz de imaginar cómo tales objetos podían introducirse por la garganta de una persona. Te dijo que abrieras la boca, y uno por uno fue guiando varios juegos de pinzas hacia tu garganta y el interior del gaznate, tan dentro que te daban arcadas y escupías más sangre cada vez que probaba con otra. Paciencia, te decía, paciencia, vamos a sacarla, y entonces, al decimoquinto intento, utilizando una de las pinzas más largas, la abuela de todas las demás, con un gancho al final que parecía una cimitarra grotescamente exagerada, logró por fin agarrar la espina, la aferró con fuerza, la movió de un lado a otro para liberar las puntas incrustadas en la carne, y la alzó despacio por el túnel de tu garganta hasta sacarla a la luz. Parecía a la vez satisfecho y asombrado. Satisfecho por su éxito, pero asombrado por el tamaño de la espina, que medía de siete a diez centímetros de largo. Tú también estabas pasmado. ¿Cómo podías haberte tragado objeto tan enorme?, te preguntaste. Te recordaba la aguja de coser de un esquimal, la ballena de un corsé, un dardo envenenado. «Ha tenido suerte», te confesó el doctor Meyer, sin dejar de mirar la espina que mantenía frente a ti. «Esto podría haberle matado.»

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