Read Diario de Invierno Online
Authors: Paul AUSTER
No nieva de manera significativa desde la noche del primero de febrero, pero ha sido un mes glacial, con poco sol, mucha lluvia, mucho viento, encorvado en tu cuarto todos los días escribiendo este diario, este viaje a través del invierno, y ya metidos en marzo, aún con frío, todavía con el frío invernal de enero y febrero, sales a pesar de todo a observar el jardín por la mañana, acechando cualquier señal de colorido, el más pequeño asomo de la hoja de un jacinto, el primer toque de amarillo en el arbusto de forsitias, pero ninguna novedad por el momento, la primavera vendrá tarde este año, y te preguntas cuántas semanas más pasarán antes de que puedas ponerte a buscar el primer petirrojo.
Los bailarines te salvaron. Los que te devolvieron a la vida aquella noche de diciembre de 1978, quienes hicieron posible que experimentaras
el fulgurante y epifánico momento de claridad que te abrió paso por una grieta del universo
y te permitió empezar de nuevo. Cuerpos en movimiento, cuerpos en el espacio, cuerpos saltando y girando en el aire vacío, sin trabas, ocho bailarines en el gimnasio de un instituto de Manhattan, cuatro hombres y cuatro mujeres, todos jóvenes, ocho bailarines de veinte años, y tú sentado en la tribuna con una docena de conocidos de la coreógrafa para ver un ensayo público de su nueva obra. Te había invitado David Reed, un pintor que habías conocido en el buque de estudiantes que te llevó a Europa en 1965, ahora tu amigo más antiguo de Nueva York, que te había pedido que vinieras porque mantenía un romance con la coreógrafa, Nina W., mujer que no conocías bien y cuya relación con David no duró mucho, pero, si no estás distorsionando los hechos, crees que empezó de bailarina en la compañía de Merce Cunningham, y ahora que había volcado sus energías hacia la coreografía, su trabajo acusaba cierta semejanza con el de Cunningham: atlético, espontáneo, imprevisible. Pasabas por el momento más negro de tu vida. Tenías treinta y un años, tu primer matrimonio acababa de romperse, con un hijo de dieciocho meses y sin trabajo fijo, prácticamente sin blanca, ganándote la vida de forma precaria e inadecuada como traductor por cuenta propia, autor de tres pequeños libros de poesía con cien lectores como mucho en todo el mundo, rellenando el colchón de tu miseria con críticas para
Harper’s
, la
New York Review of Books
y otras revistas, y aparte de una novela policiaca que habías escrito con seudónimo el verano anterior (y aún sin editor) en un esfuerzo por generar algo de pasta contante y sonante, tu trabajo había ido tambaleándose hasta detenerse por completo, estabas atascado y confuso, hacía más de un año que no escribías un poema, y estabas llegando poco a poco a la conclusión de que no podrías volver a escribir jamás. Tal era la apurada situación en la que te encontrabas aquella tarde de invierno de hace treinta y dos años cuando entraste en el gimnasio de aquel instituto para ver el ensayo público de la última obra de Nina W. No sabías nada de ballet, y sigues sin saber nada, pero siempre has reaccionado con una expansiva alegría interior cuando ves que está bien ejecutado, y cuando tomaste asiento al lado de David, no tenías ni idea de lo que podías esperar, porque en aquel momento la obra de Nina W. te resultaba desconocida. Nina apareció en medio de la pista del gimnasio y explicó al escaso público que el ensayo se dividiría en dos partes sucesivas: demostraciones de los principales movimientos de la obra por los bailarines y un comentario hablado a cargo de ella misma. Luego se retiró, y los bailarines empezaron a evolucionar por el pabellón. Lo primero que te llamó la atención fue que no había acompañamiento musical. Esa posibilidad nunca se te había ocurrido —bailar en silencio en vez de con música—, porque la música siempre parecía algo esencial a la danza, inseparable de ella, no sólo porque marca el ritmo y la pauta de la actuación sino porque establece el tono emocional para el espectador, dando coherencia narrativa a lo que de otro modo sería enteramente abstracto, pero en este caso el cuerpo de los bailarines se encargaba de imponer el ritmo y el tono de la obra, y una vez que empezaste a entrar en ello, el silencio te pareció del todo estimulante, porque los bailarines tenían la música en la cabeza, los ritmos en la cabeza, escuchando lo que no podía oírse, y como aquellos ocho jóvenes eran buenos bailarines, excelentes en realidad, no tardaste mucho en escuchar aquellos ritmos tú también en tu cabeza. Ni un sonido, por tanto, aparte del ruido de los pies descalzos golpeando contra el piso de madera del gimnasio. No recuerdas los detalles de sus movimientos, pero en tu imaginación los ves saltando y girando, cayendo y deslizándose, agitando los brazos y bajándolos al suelo, las piernas dando sacudidas y proyectándose hacia delante, corriendo, los cuerpos tocándose para separarse después, y te impresionaba la gracia y las condiciones atléticas de los bailarines, la simple visión de sus cuerpos en movimiento parecía transportarte a un lugar inexplorado de tu interior, y poco a poco sentiste que algo se elevaba dentro de ti, un júbilo que se encaramaba por tu cuerpo hasta llegarte a la cabeza, una alegría física que también era espiritual, un gozo creciente que se extendía sin cesar por todas las partes de tu ser. Entonces, al cabo de seis o siete minutos, los bailarines se detuvieron. Nina W. salió a explicar a los espectadores lo que acababan de presenciar, y cuanto más hablaba, cuanto más fervorosa y apasionadamente trataba de expresar los movimientos y pautas de la danza, menos entendías lo que estaba diciendo. No era porque utilizara términos técnicos desconocidos para ti, sino por el hecho más fundamental de que sus aclaraciones eran absolutamente inútiles, inadecuadas para la tarea de describir la actuación sin palabras que acababas de ver, porque las palabras no podían transmitir la plenitud y la impetuosa cualidad física de lo que los bailarines habían ejecutado. Luego se retiró y los danzarines empezaron a evolucionar otra vez, llenándote al instante del mismo júbilo que sentías antes de que se detuvieran. Al cabo de cinco o seis minutos volvieron a interrumpirse, y una vez más Nina W. salió a hablar, de nuevo sin conseguir captar la centésima parte de la belleza que acababas de contemplar, y así siguió el espectáculo, de acá para allá durante una hora, los bailarines turnándose con la coreógrafa, cuerpos en movimiento seguidos de palabras, belleza seguida de un rumor sin sentido, júbilo seguido de aburrimiento, y en cierto momento algo empezó a abrirse en tu interior, te encontraste cayendo por la fisura entre el mundo y la palabra, el abismo que separa la existencia humana de nuestra capacidad de entender o expresar la verdad de la vida, y por motivos que te siguen desconcertando, aquella súbita caída por el aire vacío y sin límites te inundó de una sensación de libertad y felicidad, y cuando acabó la actuación, ya no estabas bloqueado, ya no te preocupaban las dudas que venían pesando sobre ti desde el año anterior. Volviste a tu casa de Dutchess County, al cuarto de trabajo en donde dormías desde el fin de tu matrimonio, y al día siguiente empezaste a escribir, trabajaste durante tres semanas en un texto de género indefinible, ni poema ni prosa narrativa, tratando de describir lo que habías visto y sentido mientras contemplabas las evoluciones de los bailarines y oías hablar a la coreógrafa en el gimnasio de aquel instituto de Manhattan, escribiendo al principio muchas páginas y luego reduciéndolas a ocho, la primera obra de tu segunda encarnación como escritor, el puente hacia todo lo que has escrito a lo largo de los años transcurridos desde entonces, y recuerdas haberlo terminado durante una tormenta de nieve a altas horas de la noche de un sábado, a las dos de la madrugada, la única persona despierta en la casa silenciosa, y lo terrible de aquella noche, lo que continúa persiguiéndote, es que justo cuando estabas terminando tu composición, que acabaste titulando
Espacios en blanco
, tu padre agonizaba en brazos de su novia. La trigonometría macabra del destino. Justo cuando estabas volviendo a la vida, la vida de tu padre tocaba a su fin.
Con objeto de hacer lo que haces, necesitas caminar. Andando es como te vienen las palabras, lo que te permite oír su ritmo mientras las escribes en tu cabeza. Un pie hacia delante, y luego el otro, el doble tamborileo de tu corazón. Dos ojos, dos brazos, dos piernas, dos pies. Éste, y luego el otro. Ése, y luego éste. El acto de escribir empieza en el cuerpo, es música corporal, y aunque las palabras tienen significado, pueden a veces tener significado, es en la música de las palabras donde arrancan los significados. Te sientas al escritorio con objeto de apuntar las palabras, pero en tu cabeza sigues andando, siempre andando, y lo que escuchas es el ritmo de tu corazón, el latido de tu corazón. Mandelstam: «Me pregunto cuántos pares de sandalias gastó Dante mientras trabajaba en la
Commedia.»
Escribir es una forma menor de la danza.
Al hacer la relación de tus viajes ciento dieciséis páginas atrás, olvidaste mencionar los trayectos entre Brooklyn y Manhattan, treinta y un años viajando por tu propia ciudad desde tu traslado a Kings County en 1980, un promedio de dos o tres veces a la semana, que sumarían varios miles de viajes, muchos de ellos bajo tierra, en el metro, pero otros muchos yendo y viniendo por el puente de Brooklyn en coche y en taxi, mil travesías, dos mil, cinco mil trayectos, imposible determinar cuántos, pero sin duda es el viaje que con mayor frecuencia has hecho en la vida, y ni una sola vez has dejado de admirar la arquitectura del puente, la curiosa mezcla, enteramente satisfactoria, de antiguo y moderno que distingue a ese puente de todos los demás, la gruesa piedra de los góticos arcos medievales en desacuerdo y sin embargo en armonía con la delicada tela de araña de los cables de acero, en un tiempo la estructura más alta hecha por el hombre en Norteamérica, y en la época anterior a que los asesinos suicidas visitaran Nueva York, lo que siempre preferías era cruzar de Brooklyn a Manhattan, con la expectativa de llegar al punto exacto desde donde podías ver simultáneamente la Estatua de la Libertad en el puerto, a la izquierda, y el perfil urbano del centro irguiéndose frente a ti, los enormes edificios que saltaban de pronto a la vista, entre ellos las Torres, por supuesto, las poco agraciadas Torres que poco a poco fueron convirtiéndose en una parte familiar del paisaje, y aunque te sigues maravillando de ese contorno siempre que te acercas a Manhattan, ahora que las Torres han desaparecido ya no puedes cruzar el puente sin pensar en los muertos, sin ver las Torres ardiendo desde la ventana de la habitación de tu hija en la última planta de tu casa, en el humo y las cenizas que cayeron sobre las calles de tu barrio durante tres días después del atentado, y el amargo, irrespirable hedor que te obligó a cerrar todas las ventanas de tu casa hasta que el viernes cambió por fin el viento y se alejó de Brooklyn, y aunque has seguido cruzando el puente dos o tres veces por semana en los nueve años y medio transcurridos desde entonces, el viaje ya no es el mismo, los muertos continúan allí, y las Torres también están ahí: palpitando en la memoria, aún presentes como un agujero vacío en el cielo.
Has oído la llamada de los muertos; pero sólo una vez, una sola vez en todos los años que llevas viviendo. No eres una persona que vea cosas que no existen, y aunque a menudo te haya desconcertado lo que estabas viendo, no eres propenso a alucinaciones ni a fantásticas alteraciones de la realidad. Lo mismo con los oídos. Alguna que otra vez, cuando sales a dar uno de tus paseos por la ciudad, crees oír que alguien te llama, piensas que oyes la voz de tu mujer, de tu hija o tu hijo gritando tu nombre desde la otra acera, pero cuando te vuelves a buscarlos, siempre es otra persona la que dice
Paul, padre
o
papá
. Hace veinte años, sin embargo, puede que veinticinco, en circunstancias muy alejadas del flujo de tu vida cotidiana, experimentaste una alucinación auditiva que continúa desconcertándote por su fuerza e intensidad, el abrumador volumen de las voces que oíste, aunque el coro de los muertos no gritó en ti más de cinco o diez segundos. Estabas en Alemania, pasando el fin de semana en Hamburgo, y el domingo por la mañana tu amigo Michael Naumann, que también era tu editor alemán, te sugirió que hicierais una visita a Bergen–Belsen, o mejor dicho, al sitio en donde una vez se levantaba Bergen–Belsen. Querías ir, aunque por otra parte te sentías reacio, y recuerdas el viaje por la casi desierta
autobahn
aquella nublada mañana de domingo, un cielo gris, blancuzco, que se extendía a lo largo de kilómetros y kilómetros por la llanura, viendo un coche que se había estrellado contra un árbol más allá de la cuneta y el cadáver del conductor tendido en la hierba, un hombre tan inerte y contrahecho que inmediatamente supiste que estaba muerto, y allí ibas tú, sentado en el coche y pensando en Anne Frank y su hermana, Margot, muertas ambas en Bergen–Belsen, junto con otras decenas de miles de personas, los muchos miles que perecieron del tifus y del hambre, palizas al azar, asesinatos. Las docenas de películas y documentales que habías visto de los campos de la muerte se proyectaban en tu cabeza mientras ibas sentado en el asiento del pasajero, y cuando Michael y tú os aproximabais a vuestro destino, te mostrabas cada vez más inquieto y retraído. Nada quedaba del campo propiamente dicho. Habían derribado los edificios, se habían llevado los barracones tras haberlos echado abajo, habían desaparecido las cercas de alambre de espino, y lo que ahora se alzaba en su lugar era un pequeño museo, una estructura de una planta cubierta de fotografías en blanco y negro del tamaño de carteles junto con textos explicativos, un lugar sombrío, un sitio horrible, pero tan desnudo y aséptico que te resultaba difícil imaginar la realidad del lugar tal como había sido durante la guerra. No podía sentirse la presencia de los muertos, el horror de tantos miles metidos en aquella aldea de pesadilla y rodeados de alambre de espino, y mientras deambulabas por el museo con Michael (en tu memoria, erais los únicos que andaban por allí), deseabas que hubieran dejado intacto el campo para que el mundo pudiera haber contemplado el aspecto que había tenido la arquitectura de la barbarie. Luego salisteis al terreno en donde se había erigido el campo de la muerte, pero ahora era un prado cubierto de hierba, un precioso jardín de césped bien cuidado que se extendía en todas direcciones a lo largo de varios centenares de metros, y de no haber sido por los diversos indicadores plantados en el suelo, que señalaban dónde habían estado los barracones, dónde se habían levantado determinados edificios, no habría habido manera de adivinar lo que allí había sucedido varios decenios antes. Luego llegasteis a una zona del césped ligeramente elevada, siete o diez centímetros más alta que el resto del campo, un rectángulo perfecto que medía unos veinte metros por treinta, el tamaño de una sala grande, y en una esquina había un indicador que decía:
Aquí yacen los cuerpos de 50.000 soldados rusos
. Estabas pisando la tumba de cincuenta mil hombres. No parecía posible que pudieran caber tantos cadáveres en tan reducido espacio, y cuando trataste de imaginártelos bajo tus pies, los cadáveres entremezclados de cincuenta mil jóvenes metidos en lo que debió haber sido el hoyo más profundo del mundo, empezó a darte un mareo ante la idea de tanta muerte, tanta muerte concentrada en un trozo tan pequeño de terreno, y un momento después oíste los gritos, una tremenda oleada de voces irguiéndose de la tumba bajo tus pies, y oíste cómo aullaban de angustia los huesos de los muertos, cómo chillaban de dolor, cómo rugían estruendosamente en su martirio con una cascada de bramidos guturales que rompía los tímpanos. La tierra estaba gritando. Los oíste durante cinco o diez segundos, y luego enmudecieron.