Read Diario de Invierno Online
Authors: Paul AUSTER
Bigelow no se lo cree, estalla de cólera. ¡Es imposible!, grita. Han de estar equivocados, debe haber un error, pero los médicos defienden con calma su diagnóstico, asegurándole que no ha habido equivocación alguna; lo que no hace más que aumentar la furia de Bigelow. «¡Me dicen que estoy muerto!», grita a voz en cuello. «¡Ni siquiera los conozco! ¿Por qué habría de creerles?» Diciéndoles que están locos, los aparta de un empujón y sale precipitadamente de la consulta.
Corte a un edificio aún más grande —¿un hospital, otro centro médico?— y un plano de Bigelow subiendo a saltos los escalones de la entrada. Pasa sin llamar a una habitación que lleva el letrero de urgencias: enfurecido, un hombre a punto de estallar en mil pedazos, que se abre camino empujando a dos perplejas y asustadas enfermeras, insistiendo en que quiere ver a un médico inmediatamente, exigiendo que le hagan un reconocimiento para ver si tiene un veneno luminoso.
El nuevo médico llega a la misma conclusión que los dos primeros.
Desde luego que lo tiene usted. Su organismo ya lo ha absorbido
. Para demostrar su aseveración, apaga la luz cenital y muestra a Bigelow el tubo de ensayo que contiene los resultados del análisis. Es una visión espeluznante. Aquello brilla en la oscuridad: como si el médico sujetara un frasco de leche incandescente, una ampolla congelada que contuviera radio, o algo peor, partículas licuadas de una explosión nuclear. La ira de Bigelow cede. Frente a evidencia tan abrumadora, se queda momentáneamente anonadado. «Pero no me siento enfermo», dice con voz queda. «Sólo me duele un poco el estómago, nada más.»
El médico le advierte de que no se deje engañar por su aparente falta de síntomas. A Bigelow no le queda más que un día o dos de vida, una semana todo lo más.
Ahora ya no se puede hacer nada
. Entonces el médico se entera de que Bigelow no tiene idea de cómo, cuándo ni dónde ha ingerido el veneno, lo que significa que se lo ha administrado otra persona, un desconocido, lo que a su vez quiere decir que han querido matarlo intencionadamente.
«Éste es un caso para homicidios», afirma el médico, alargando la mano hacia el teléfono.
«¿Homicidio?»
«Creo que no lo entiende, Bigelow. Lo han asesinado.»
Es en ese momento cuando Bigelow estalla, cuando la monstruosidad que le ha sucedido se convierte en un pánico desenfrenado, supremo, cuando empieza el grito de agonía. Sale precipitadamente del despacho del médico, abandona a toda prisa el edificio y echa a correr por la calle, y mientras ves ese pasaje de la película, esa larga secuencia de planos que siguen la frenética fuga de Bigelow a través de la ciudad, comprendes que estás presenciando la manifestación externa de un estado interior, que esa carrera sin sentido, precipitada e imparable, es nada menos que la representación de una mente llena de horror, que estás contemplando la coreografía del terror. Un ataque de pánico se ha traducido en un
sprint
sin aliento por las calles de la ciudad, pues el pánico no es sino la expresión de una huida mental, la fuerza que surge espontáneamente en tu interior cuando te sientes atrapado, cuando no puede soportarse la verdad, cuando resulta imposible afrontar la injusticia de esa verdad ineludible, y por tanto la única respuesta es la fuga, desconectar la mente transformándote en un cuerpo jadeante, crispado, delirante, ¿y qué verdad podría ser más terrible que ésa? Condenado a muerte en cuestión de horas o días, muerto en la flor de la vida por causas que escapan por completo a tu comprensión, tu vida reducida de pronto a unos cuantos minutos, segundos, latidos.
No importa lo que sucede a continuación. Ves con atención la segunda mitad de la película, pero sabes que la historia se ha acabado, que si bien continúa, no hay nada más que decir. Bigelow pasará sus últimas horas en la tierra intentando resolver el misterio de su propio asesinato. Se enterará de que Philips, el hombre que llamó desde Los Ángeles a su oficina, ha muerto. Irá a Los Ángeles a investigar las actividades de diversos ladrones, psicópatas y pérfidas mujeres. Le dispararán y golpearán. Se enterará de que su papel en la historia es puramente accidental, que los villanos lo quieren muerto porque da la casualidad de que legalizó en un acta notarial la escritura de venta relativa a una partida de iridio robada y es el único que puede identificar a los culpables. Localizará a su asesino, el hombre con el abrigo de extraño cuello, que también es el asesino de Philips, y lo matará en un tiroteo que se produce en el rellano de una escalera a oscuras. Y entonces, poco después de eso, Bigelow morirá a su vez, tal como le dijeron los médicos: a la mitad de una frase, mientras cuenta su historia a la policía.
No hay nada malo en planteárselo así, supones. Es la forma convencional de hacerlo, la opción varonil, heroica, el tropo adecuado para todas las historias de aventuras, pero ¿por qué, te preguntas, no divulga Bigelow su inminente destino a nadie, ni siquiera a Paula, que lo adora, que está perdidamente enamorada de él? Quizá porque el protagonista debe seguir siendo duro hasta el final, y aunque se le está acabando el tiempo no puede quedarse empantanado en un sentimentalismo inútil.
Pero tú ya has dejado de ser duro, ¿verdad? Desde aquel ataque de pánico de 2002, has dejado de ser duro, y aunque te esfuerzas mucho en ser buena persona, hace tiempo que no te consideras heroico. Si hubieras estado en la piel de Bigelow, seguro que no habrías hecho lo que él. Habrías echado a correr por las calles, sí, habrías corrido hasta que no hubieras podido dar un paso más, ni respirar, ni tenerte en pie, y luego ¿qué? Llamar a Paula, llamarla en cuanto dejaras de correr, pero si estaba comunicando en el momento de llamarla, entonces ¿qué? Tumbarte en el suelo y llorar, maldiciendo al mundo por haber nacido. O si no, pura y simplemente, arrastrarte hasta algún agujero a esperar la muerte.
No puedes verte a ti mismo. Sabes el aspecto que tienes por espejos y fotografías, pero andando por el mundo, cuando te mueves entre la gente, ya sean amigos, desconocidos o los seres que más quieres íntimamente, tu propio rostro resulta invisible para ti. Puedes ver otras partes de ti mismo, brazos y piernas, manos y pies, hombros y torso, pero sólo por delante, nada por la espalda salvo la parte de atrás de las piernas si las tuerces y las pones en la posición adecuada, pero no la cara, nunca tu rostro, y en el fondo —al menos en lo que respecta a los demás— tu rostro es lo que eres, el factor esencial de tu identidad. Los pasaportes no incluyen fotografías de manos y pies. Incluso tú mismo, que ya llevas sesenta y cuatro años viviendo en el interior de tu cuerpo, probablemente serías incapaz de reconocerte el pie fotografiado aisladamente, por no hablar de la oreja, del codo, o uno de tus ojos en primer plano. Todo ello muy familiar en el contexto general, pero enteramente anónimo considerado elemento a elemento. Todos somos extraños para nosotros mismos, y si tenemos alguna sensación de quiénes somos, es sólo porque vivimos dentro de la mirada de los demás. Piensa en lo que te pasó cuando tenías catorce años. A finales de verano trabajaste durante dos semanas para tu padre en Jersey City, incorporado a una de las pequeñas cuadrillas que se ocupaban del mantenimiento y reparación de los edificios de apartamentos que poseían y gestionaban sus hermanos y él: pintando paredes y techos, arreglando tejados, clavando tablas, arrancando láminas de linóleo resquebrajado. Los dos hombres con quienes trabajabas eran negros, todos los inquilinos de los apartamentos eran negros, hasta la última persona del barrio era negra, y al cabo de dos semanas de no ver otra cosa que rostros negros, empezaste a olvidar que tu rostro no era negro. Como no podías ver tu propia cara, te veías a ti mismo en los rostros de la gente que te rodeaba, y poco a poco dejaste de pensar que eras diferente. En efecto, dejaste de pensar en ti mismo.
Mirándote la mano derecha mientras sujetas la pluma estilográfica negra que utilizas para escribir este diario, piensas en Keats mirándose la mano derecha en circunstancias similares, en el acto de componer uno de sus últimos poemas e interrumpiéndose de pronto para garabatear ocho versos al margen de la página, la amarga protesta de un hombre sabedor de que estaba destinado a la tumba antes de tiempo, oscuramente subrayado por la palabra
ahora
del primer verso, porque cada
ahora
supone necesariamente un
después
, ¿y qué
después
podría contemplar Keats sino la perspectiva de su propia muerte?
Esta mano viva, ahora tibia y capaz
de apretar con fuerza, si estuviera fría
y en el glacial silencio de la tumba
te perseguiría cada día y de noche tus sueños helaría
hasta que desearas dejar tu corazón sin sangre
para que en mis venas la roja vida fluyera otra vez
y tu conciencia se calmara…, mira, aquí está…,
la tiendo hacia ti.
Keats en primer lugar, pero cuando piensas en
Esta mano viva
te acuerdas de una historia que te contaron una vez sobre James Joyce: Joyce en París en el decenio de 1920, circulando por una fiesta hace ochenta y cinco años cuando una mujer se le acerca y le pregunta si puede estrechar la mano que escribió el
Ulises
. En vez de tenderle la mano derecha, Joyce la levanta en el aire, la estudia unos momentos y dice: «Permítame recordarle, señora, que esta mano también ha hecho otras muchas cosas.» Nada de detalles, pero qué deliciosa muestra de indecencia y connotación, tanto más eficaz en cuanto que todo lo dejó a la imaginación de la mujer. ¿Cómo quería que lo viese? Limpiándose el culo, probablemente, hurgándose la nariz, masturbándose en la cama por la noche, metiendo los dedos a Nora en el coño y haciéndole cosquillas en el ojete, reventándose espinillas, quitándose comida de entre los dientes, arrancándose pelos de la nariz, sacándose cerumen de los oídos; pueden rellenarse los espacios en blanco según convenga, teniendo en cuenta el aspecto fundamental: lo que más asco produjera a la mujer. Tus manos te han servido en tareas similares, desde luego, las manos de todo el mundo han hecho esas cosas, pero principalmente se utilizan en tareas que requieren poco o ningún esfuerzo mental. Abrir y cerrar puertas, poner bombillas haciéndolas girar en el casquillo, marcar números de teléfono, lavar platos, pasar páginas de libros, sujetar la pluma, cepillarte los dientes, secarte el pelo, doblar toallas, sacar dinero de la cartera, llevar bolsas de la compra, pasar tu abono por los molinetes del metro, pulsar botones en máquinas, recoger por la mañana el periódico de los escalones de la entrada, abrir la cama, enseñar el billete al revisor del tren, tirar de la cadena del retrete, encender tus puritos, apagarlos en el cenicero, ponerte los pantalones, quitártelos, atarte los zapatos, echarte espuma de afeitar en la punta de los dedos, aplaudir en conciertos y obras de teatro, meter la llave en la cerradura, rascarte la cara, rascarte el brazo, rascarte el culo, tirar de maletas con ruedas en aeropuertos, deshacer el equipaje, colgar tus camisas en perchas, subirte la cremallera del pantalón, abrocharte el cinturón, abotonarte la chaqueta, hacerte el nudo de la corbata, tamborilear con los dedos en la mesa, cargar papel en tu aparato de fax, arrancar talones del talonario, abrir cajas de té, encender la luz, apagarla, ahuecar la almohada antes de acostarte. Esas mismas manos han dado a veces puñetazos a gente (como se ha mencionado anteriormente), y en tres o cuatro ocasiones, en momentos de intensa frustración, también han golpeado paredes. Han arrojado platos al suelo, los han dejado caer y los han recogido. Tu mano derecha ha estrechado más manos de las que te sería posible contar, te ha sonado la nariz, limpiado el culo y dicho adiós muchas más veces que palabras tiene el diccionario más voluminoso. Tus manos han tenido en ellas el cuerpo de tus hijos, han limpiado el culo y sonado las narices de tus hijos, han bañado a tus hijos, han frotado la espalda y enjugado las lágrimas de tus hijos, han acariciado la cara de tus hijos. Han palmeado el hombro de amigos, compañeros de trabajo y parientes. Han empujado, dado empellones y levantado a gente del suelo, aferrado los brazos de gente a punto de caerse al suelo, empujado la silla de ruedas de quienes no podían andar. Han acariciado el cuerpo de mujeres vestidas y desnudas. Han recorrido toda la piel desnuda de tu mujer y encontrado el camino hacia cada parte de su ser. Ahí es donde son más felices, crees tú, desde el día en que la conociste ahí es donde han sido más felices, porque, parafraseando un verso de un poema de George Oppen, algunos de los sitios más hermosos del mundo están en el cuerpo de tu mujer.
A
l día siguiente del accidente de coche en 2002, fuiste al desguace adonde lo habían remolcado para recoger las pertenencias de tu hija. Era un domingo de agosto por la mañana, con el mismo calor de siempre y una nebulosa llovizna que empañaba las calles mientras un amigo te llevaba en coche a un barrio perdido de Brooklyn, una tierra de nadie de almacenes en ruinas, solares y edificios de madera cerrados con tablas. Dirigía el desguace un negro de unos sesenta años, un individuo menudo con largas rastas y mirada firme y limpia, un delicado rastafari que vigilaba sus dominios de automóviles para chatarra como un pastor atendiendo a su rebaño de adormiladas ovejas. Le explicaste a qué habías ido, y cuando te llevó al reluciente Toyota nuevo que conducías el día anterior, te asombraste de lo enteramente destruido que estaba, no entendías cómo tu familia y tú habíais logrado sobrevivir a tal catástrofe. Aunque habías observado lo averiado que estaba el coche inmediatamente después del accidente, entonces estabas conmocionado por la colisión, no eras plenamente capaz de asimilar lo que había pasado, pero ahora, un día después, veías que la estructura metálica se encontraba tan aplastada que parecía un papel arrugado. «Fíjate», dijiste al rastafari. «Tendríamos que estar todos muertos.» Examinó el coche unos segundos, te miró a los ojos y luego alzó la cabeza mientras la fina lluvia le caía en el rostro y en la abundante cabellera. «Un ángel debía velar por vosotros», repuso con voz queda. «Teníais que haber muerto ayer, pero entonces un ángel alargó la mano y de un tirón os trajo de vuelta al mundo.» Pronunció esas palabras con tal serenidad y convicción, que casi llegaste a creerle.
Cuando duermes, duermes profundamente, sin apenas moverte hasta la hora de levantarte por la mañana. El problema al que de vez en cuando te enfrentas, sin embargo, es cierta reticencia a acostarte en primer lugar, un aumento de energía a última hora que te impide dejarlo todo hasta que no has despachado otro capítulo del libro que estás leyendo, visto una película en la televisión, o, si es temporada de béisbol y los Mets o los Yankees juegan en la Costa Oeste, sintonizado con la emisión realizada desde San Francisco, Oakland o Los Ángeles. Después, te metes en la cama junto a tu mujer, y al cabo de diez minutos te quedas como un tronco hasta el día siguiente. No obstante, de tanto en tanto algo viene a interferir en tu sueño, normalmente profundo. Si por casualidad acabas de espaldas, por ejemplo, puede que empieces a roncar, con toda probabilidad empezarás a roncar, y si el ruido que produces es lo bastante fuerte como para despertarla, tu mujer te rogará quedamente que te des la vuelta, y en caso de que esa benévola táctica falle, te dará un empujón, te sacudirá por el hombro o te dará un pellizco en la oreja. Nueve de cada diez veces, harás inconscientemente lo que ella te ordena, y volverá a dormirse enseguida. El diez por ciento restante, el empujón hará que te despiertes, y como no quieres seguir alterando su sueño, irás por el pasillo hasta la biblioteca y te tumbarás en el sofá, que es lo bastante largo para acoger tu cuerpo completamente estirado. Las más de las veces, logras volver a dormirte en el sofá; pero en ocasiones no lo consigues. A lo largo de los años, tu sueño también se ha visto interrumpido por moscas y mosquitos zumbando por la habitación (los peligros del verano), involuntarios puñetazos en la cara por parte de tu mujer, que tiende a abrir los brazos cuando se da la vuelta en la cama, y una vez, en una sola ocasión, te despertaste cuando tu mujer se puso a cantar en medio de uno de sus sueños: soltando a grito pelado la letra de una canción de una película que había visto de pequeña, tu brillante, erudita, sumamente refinada mujer volviendo a su infancia del Medio Oeste con una espléndida interpretación a plena voz de «Supercalifragilisticoespialidoso» tal como la cantaba Julie Andrews en
Mary Poppins
. Una de las raras ocasiones en que los ocho años de diferencia de edad entre vosotros te han resultado evidentes, porque cuando estrenaron esa película tú eras demasiado mayor y por tanto (afortunadamente) nunca la has visto.