Diario de Invierno (14 page)

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Authors: Paul AUSTER

Un hueso roto. Considerando los miles de partidos que jugaste de niño, te sorprende que no hubiera más, al menos unos cuantos. Tobillos torcidos, muslos magullados, muñecas dislocadas, rodillas arañadas, codos doloridos, espinillas entablilladas, golpes en la cabeza, pero sólo un hueso roto, el hombro izquierdo, fracturado en un partido de fútbol americano a los catorce años y que te ha impedido alzar plenamente el brazo durante los últimos cincuenta años, pero sin graves consecuencias, y probablemente no te habrías molestado en mencionarlo de no ser por el papel que tu madre desempeñó en el asunto, cosa que en el fondo hace que esta historia sea sobre ella y no sobre cómo acabaste, jugando de zaguero en el equipo del último curso de primaria, cuando te lanzaste por un balón suelto en el
backfield
, rompiéndote el hombro tú solo, sin ayuda de ningún jugador del equipo contrario, tirándote demasiado lejos en tu afán por recobrar la pelota y aterrizando en mal sitio, en el peor, fracturándote así el hombro al estamparte contra el duro suelo. Era una tarde glacial de finales de noviembre, un partido sin árbitro ni supervisión por parte de algún adulto, y después de accidentarte te quedaste en la línea de banda a ver el resto del partido, decepcionado porque ya no podías jugar más, sin enterarte aún de que tenías un hueso roto pero dándote cuenta de que la contusión era grave porque en cuanto movías el brazo sentías fuertes dolores. Después, volviste a casa en autoestop con uno de tus amigos, los dos aún con el equipo puesto, y recuerdas lo que te costó quitarte la camiseta y las hombreras, en realidad fue tan difícil que no podrías haberlo hecho sin la ayuda de tu amigo. Era sábado, y no había nadie en casa. Tu hermana había salido a algún sitio con sus amigas, tu padre estaba trabajando y tu madre también, porque el sábado siempre estaba muy ocupada enseñando casas a posibles compradores. Unos dos minutos después de que tu amigo te ayudara a quitarte las hombreras, sonó el teléfono y fue a cogerlo él, porque ya no podías moverte sin que te doliera mucho. Era tu madre, y lo primero que dijo a tu amigo fue: «¿Paul está bien?» «Bueno», contestó él, «en realidad, no muy bien. Parece que se ha hecho daño en el hombro.» Y entonces tu madre dijo: «Lo sabía. Por eso llamo, porque estaba preocupada.» Dijo a tu amigo que iría a casa inmediatamente y colgó. Más tarde, cuando te llevaba al médico a que te hicieran una radiografía, te dijo que aquella tarde había tenido un presentimiento, la extraña sensación de que te había ocurrido algo, y cuando le preguntaste cuándo había empezado a preocuparse, resultó que fue en el preciso momento en que te lanzabas al suelo y te rompías el hombro.

No echas en falta
los viejos tiempos
. Siempre que te pones nostálgico y empiezas a añorar la pérdida de cosas que parecían hacer la vida mejor de lo que ahora es, te dices que debes detenerte un momento a pensarlo bien, a examinar el Entonces con el mismo rigor que aplicas al Ahora, y no tardas en llegar a la conclusión de que hay poca diferencia, de que el Ahora y el Entonces son, en esencia, la misma cosa. Claro que tienes múltiples motivos de queja contra los males y estupideces de la vida norteamericana contemporánea, no pasa un día sin que sueltes alguna arenga contra la influencia dominante de la derecha, las injusticias de la economía, la incuria del medio ambiente, el desplome de las infraestructuras, las guerras sin sentido, la barbarie de la tortura legalizada y la extradición irregular, la desintegración de ciudades empobrecidas como Buffalo y Detroit, la erosión del movimiento sindical, la deuda con que cargamos a nuestros hijos con objeto de que asistan a nuestras universidades excesivamente caras, la creciente grieta que separa a los ricos de los pobres, por no mencionar el cine basura que estamos realizando, la comida basura que estamos comiendo, los pensamientos basura que estamos cultivando. Eso es suficiente para desear que estalle una revolución; o irse a vivir como un eremita a los bosques de Maine, y alimentarse de frutos silvestres y raíces de árboles. Y sin embargo, remóntate al año de tu nacimiento e intenta recordar el aspecto de Estados Unidos en su época dorada de la prosperidad de posguerra: leyes de segregación racial en plena vigencia por todo el Sur, el porcentaje que limitaba el número de judíos en ciertas instituciones, abortos clandestinos, el decreto presidencial de Truman para establecer un juramento de lealtad por parte de todos los funcionarios, los juicios de los diez de Hollywood, la Guerra Fría, el Terror Rojo, la Bomba. Cada momento histórico está erizado de problemas propios, de sus particulares injusticias, y toda época fabrica sus propias leyendas y lealtades. Cuando asesinaron a Kennedy tenías dieciséis años, estabas en segundo de secundaria, y la leyenda dice ahora que toda la población de Norteamérica había quedado reducida a un estado de mudo dolor por el trauma que se produjo el veintidós de noviembre. Tú tienes otra historia que contar, sin embargo, porque da la casualidad de que viajaste a Washington con dos amigos el día del funeral. Querías estar allí por tu admiración hacia Kennedy, que había supuesto un asombroso cambio tras los ocho largos años de Eisenhower, pero también porque tenías curiosidad por saber lo que significaría participar en un
acontecimiento histórico
. Era el domingo siguiente al viernes, el día en que Ruby asesinó de un tiro a Oswald, e imaginabas que las multitudes de curiosos que flanqueaban las avenidas mientras pasaba el cortejo fúnebre permanecerían allí en respetuoso silencio,
en un estado de mudo dolor
, pero lo que te encontraste aquella tarde fue una turba de curiosos y mirones bulliciosos, gente subida a los árboles con cámaras, empujando a otros para quitarles el sitio y ver mejor, y más que nada, lo que recuerdas es un ambiente de ahorcamiento público, el estremecimiento que acompaña al espectáculo de una muerte violenta. Tú estabas allí, presenciaste esas cosas con tus propios ojos, y sin embargo, en todos los años transcurridos desde entonces, ni una sola vez has oído a nadie contar lo que sucedió en realidad.

No obstante, aunque no tengas deseo alguno de que vuelva esa época, hay cosas que echas de menos de los viejos tiempos. El timbre de los teléfonos antiguos, el repiqueteo de las máquinas de escribir, la leche en botellas de cristal, béisbol sin bateadores designados, discos de vinilo, chanclos de goma, medias y ligueros, películas en blanco y negro, campeonatos de pesos pesados, los Brooklyn Dodgers y los New York Giants, libros de bolsillo por treinta y cinco centavos, la izquierda política, restaurantes judíos en donde no servían carne, la sesión continua, el baloncesto anterior a la canasta de tres puntos, palacios del cine, cámaras no digitales, tostadoras que duraban treinta años, desprecio a la autoridad, coches Nash Rambler y rancheras con paneles de madera. Pero lo que más añoras es el mundo tal como era antes de que estuviese prohibido fumar en locales públicos. Desde tu primer cigarrillo a los dieciséis años (en Washington, con tus amigos en el funeral de Kennedy) hasta el final del anterior milenio, eras libre —con sólo unas cuantas excepciones— de fumar en donde te diera la gana. En bares y restaurantes, en primer lugar, pero también en aulas universitarias, el gallinero de los cines, librerías y tiendas de discos, salas de espera en la consulta del médico, taxis, estadios abiertos y cerrados, ascensores, habitaciones de hotel, trenes, autocares de larga distancia, aeropuertos, aviones y autobuses de enlace a los aviones. El mundo quizá esté mejor ahora con sus combativas leyes contra el tabaco, pero algo se ha perdido también, y sea lo que sea (¿una sensación de desahogo, tolerancia de las flaquezas humanas, cordialidad, ausencia de angustia puritana?), lo echas de menos.

Algunos recuerdos te parecen tan extraños, tan increíbles, tan fuera del ámbito de lo plausible, que te resulta difícil conciliarlos con el hecho de que en realidad eres tú la persona que vivió los acontecimientos que estás recordando. A los diecisiete años, por ejemplo, en un vuelo de Milán a Nueva York al término de tu primer viaje al extranjero (para visitar a la hermana de tu madre en Italia, en donde llevaba once años viviendo), te tocó sentarte al lado de una chica de unos dieciocho o diecinueve, atractiva y muy inteligente, y al cabo de una hora de conversación, os pasasteis el resto del viaje besándoos con lujurioso abandono, acariciándoos apasionadamente delante de los demás pasajeros sin la menor muestra de vergüenza ni pudor. Parece imposible que pudiera pasar una cosa así, pero sucedió. Aún más extraño, en la última mañana de tu incursión europea del año siguiente, la que empezó con la travesía del Atlántico en el buque de estudiantes, abordaste un avión en el aeropuerto de Shannon, en Irlanda, y te encontraste sentado junto a otra chica guapa. Al cabo de una hora de grave conversación sobre libros, universidades y tus aventuras de verano, también empezasteis a meteros mano, lanzándoos el uno sobre el otro con tal furia que os acabasteis tapando con una manta, bajo la cual recorriste con las manos todo su cuerpo, también por debajo de la falda, y sólo a base de fuerza de voluntad os contuvisteis de aventuraros en el territorio prohibido del folleteo puro y duro. ¿Cómo es posible que pudiera ocurrir tal cosa? ¿Acaso es tan poderosa la energía sexual de los jóvenes que la mera presencia de otro cuerpo puede servir de inducción a la cópula? Ahora nunca harías semejante cosa, ni siquiera te atreverías a intentarlo; pero claro, ya no eres joven.

No, nunca fuiste promiscuo, aunque a veces desearías haber sido más impulsivo y alocado, pero a pesar de tu atemperado carácter, tuviste un par de encontronazos con los temidos gérmenes de las relaciones íntimas. Purgaciones. Te ocurrió una vez, a los veinte años, y una fue más que suficiente. Una baba viscosa y verduzca rezumándote por la punta de la picha, la sensación de que te habían metido un alfiler por la uretra, y el simple acto de orinar era una verdadera agonía. Nunca supiste quién te contagió la gonorrea, el elenco de posibles candidatas era limitado, y ninguna de ellas te parecía posible portadora de flagelo tan desalentador, pero cinco años más tarde, cuando pillaste unas buenas ladillas, sí sabías quién era la responsable. Nada de dolores esta vez, sino un picor incesante en la región pubiana, y cuando finalmente bajaste la vista a ver qué pasaba, te quedaste pasmado al descubrir que estabas infestado con un batallón de cangrejos enanos: de idéntica forma que los cangrejos de mar, de tamaño diminuto, como mariquitas de grandes. Eras tan ignorante en materia de enfermedades venéreas que no habías oído hablar de esa afección hasta que la contrajiste, no tenías idea de que existiera tal cosa como los piojos del pubis. La penicilina te había curado la gonorrea, pero no hicieron falta más que unos polvos para librarte de aquella plaga que te había acampado en el vello púbico. Una dolencia menor, por tanto, más bien cómica contemplada desde la distancia, pero entonces te pareció triste, muy triste, porque la persona que te había contagiado aquellos irritantes demonios había sido el primer gran amor de tu vida, el amor loco que se abatió sobre ti a los quince años y te torturó durante el resto de la adolescencia, y acostarte con ella ahora, al comienzo de tu edad adulta, te hizo pensar que quizá estabas destinado a quererla de nuevo y esta vez —si los dioses estaban contigo— tu amor sería plenamente correspondido. Pero el clandestino fin de semana que pasasteis juntos no fue el principio de una nueva historia. Constituyó el epílogo de una historia antigua; un desenlace feliz a su manera, pero un final de todos modos, el mismísimo final, y los piojos que se arrastraban por tus ingles no eran sino el triste colofón de aquel último capítulo.

Se consideraba que las mariquitas traían buena suerte. Si te aterrizaba alguna en el brazo, tenías que pedir un deseo antes de que echara a volar. Los tréboles de cuatro hojas también eran portadores de buena fortuna, y en tu temprana infancia te pasaste innumerables horas a gatas sobre la hierba, en busca de aquellos pequeños tesoros, que en efecto existían, pero que sólo encontrabas rara vez y que por tanto eran motivo de una gran celebración. Anunciaba la primavera la aparición del primer petirrojo, el pájaro de color pardo y pecho rojizo que se presentó súbita e incomprensiblemente en tu jardín una mañana, brincando y hurgando entre la hierba en busca de lombrices. Después de aquello empezaste a contarlos, tomando nota del segundo, del tercero, del cuarto, añadiendo cada día más petirrojos a la cuenta, y cuando dejaste de contar, ya había venido el calor. El primer verano después de que os mudarais a la casa de Irving Avenue (1952), tu madre plantó flores en el jardín de atrás, y entre los macizos de plantas anuales y perennes, en la fertilizada tierra del parterre, había un solitario girasol que continuó creciendo a medida que pasaban las semanas, llegándote primero a las espinillas, luego a la cintura, al hombro, hasta que al fin, después de sobresalir por encima de tu cabeza, se elevó precipitadamente a una altura de dos metros. El crecimiento del girasol fue el acontecimiento central del verano, una tonificante zambullida en el misterioso mecanismo del tiempo, y todas las mañanas ibas corriendo al jardín a medirte con él y ver la rapidez con que te iba ganando. Aquel mismo verano hiciste tu primer amigo íntimo, el primer camarada de verdad de tu infancia, un niño llamado Billy que vivía a poca distancia de tu casa, y como eras la única persona que le entendía cuando hablaba (distorsionaba las palabras, que parecían hundirse en su boca atascada de saliva antes de emerger en un sonido claramente articulado), tenía fe en ti como intérprete suyo para el resto del mundo, y tú confiabas en él como el intrépido Huck frente a tu más precavido Tom. A la primavera siguiente, os pasasteis las tardes rastreando juntos los arbustos, buscando pájaros muertos: polluelos en su mayoría, piensas ahora, que debían de caerse del nido y eran incapaces de volver a casa. Los enterrabais en una parcela de tierra que se extendía paralelamente al costado de tu casa: rituales de gran solemnidad acompañados de oraciones inventadas y largos momentos de silencio. Ya habíais descubierto la muerte por entonces, y sabíais que era algo serio, algo con lo que no se debía bromear.

La primera muerte de un ser humano que recuerdas con cierta claridad se produjo en 1957, cuando tu abuela de ochenta años cayó al suelo de un ataque al corazón y murió horas más tarde en el hospital aquel mismo día. No te acuerdas de haber ido al entierro, lo que supondría que no estabas allí, con toda probabilidad porque tenías diez años y tus padres pensaban que eras muy pequeño. Lo que sí recuerdas es la oscuridad que reinó en la casa durante los días siguientes, la gente yendo y viniendo a observar el
shiva
con tu padre en el salón, desconocidos rezando incomprensibles oraciones en hebreo con veladas voces, la conmoción extrañamente tranquila de todo aquello, la profunda pena de tu padre. Aquella muerte casi no te afectó personalmente. No habías tenido trato con tu abuela, ni sentido cariño por su parte, ni curiosidad por quién eras tú ni el menor atisbo de afecto por ella, y las pocas veces que te envolvió en sus brazos para hacerte una carantoña te asustaste, y estabas impaciente por que el abrazo terminara. El asesinato de 1919 seguía siendo por entonces un secreto de familia, no te enterarías de ello hasta ya cumplidos los veinte, pero siempre habías presentido que tu abuela estaba loca, que aquella inmigrante menuda con su inglés chapurreado y sus violentos accesos de gritos era alguien que más valía mantener a distancia. La gente entraba y salía a presentar sus condolencias pero tú seguías con tus actividades de niño de diez años, y cuando el rabino te puso la mano en el hombro y te dijo que sería mejor que salieras a jugar tu partido de aquella tarde de la liga infantil, subiste a tu habitación, te pusiste el equipo de béisbol y saliste corriendo de casa.

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