Diario de Invierno (10 page)

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Authors: Paul AUSTER

Probablemente no era guapa, no era bella en la acepción clásica de la palabra, pero sí bastante bonita, más que atractiva para que los hombres la mirasen siempre que entraba en algún sitio. Lo que le faltaba para ser una absoluta belleza, ese aspecto de estrella de cine que algunas mujeres tienen siendo o no estrellas de cine, lo compensaba emanando un aura de irresistible encanto, sobre todo cuando era joven, de los veintitantos a los cuarenta años, una misteriosa combinación de presencia, desenvoltura y elegancia, la ropa que insinuaba pero no exageraba la sensualidad de la persona que la llevaba, el perfume, el maquillaje, las joyas, un peinado con estilo, y, sobre todo, la traviesa expresión de sus ojos, a la vez directa y recatada,
una mirada de confianza en sí misma
, y aunque no fuese la mujer más bella del mundo, se comportaba como si lo fuera, y una mujer capaz de lograr eso hacía inevitablemente que la gente se volviera a mirarla, lo que sin duda era la causa de que las adustas matronas de la familia de tu padre la despreciaran cuando abandonó el redil. Aquéllos fueron años difíciles, por supuesto, la época anterior a la postergada pero inevitable ruptura con tu padre, los años del
Adiós, cariño
y el coche que destrozó una noche cuando tenías diez años. Aún ves su rostro ensangrentado y lleno de contusiones cuando entró en casa a primera hora de la mañana siguiente, y aunque nunca te dio muchos detalles del accidente, sólo una anodina y genérica narración que poco debía tener que ver con la verdad, sospechas que podría haber habido alcohol de por medio, porque hubo por entonces un breve periodo en que bebía mucho, dejando caer más adelante insinuaciones sobre haber asistido a Alcohólicos Anónimos, y además está el hecho de que nunca volvió a beber alcohol durante el resto de su vida: ni un cóctel ni una copa de champán, nada, ni siquiera un trago de cerveza.

Habitaban en ella tres mujeres, tres personas distintas que no parecían guardar relación entre sí, y a medida que te hacías mayor y empezabas a mirarla con otros ojos, a verla como alguien que no era sólo tu madre, nunca sabías qué máscara llevaba en un día concreto. A un lado estaba la diva, la persona encantadora, suntuosamente engalanada, que embelesaba al mundo en público, la joven con el obtuso y negligente marido que anhelaba atraer sobre ella los ojos de los demás y no permitía que la encasillaran —ya no— en el papel de la tradicional ama de casa. En medio, que era con mucho el espacio más amplio que ocupaba, había una mujer seria y responsable, una persona inteligente y humana, la que te cuidaba de pequeño, la que iba a trabajar, la mujer que emprendió pequeños negocios a lo largo de muchos años, la insuperable contadora de chistes y un as de los crucigramas, una persona con los pies firmemente plantados en la tierra: competente, generosa, observadora del mundo que la rodeaba, ferviente progresista en política, sabia dispensadora de consejos. Al otro lado, en el extremo de su personalidad, estaba la débil y asustadiza neurótica, la desamparada criatura presa de virulentos ataques de ansiedad, la mujer llena de fobias cuyas incapacidades fueron creciendo con el paso de los años, de un incipiente miedo a las alturas a una propagación metastásica de múltiples formas de parálisis: miedo a las escaleras mecánicas, miedo a los aviones, a los ascensores, a conducir un coche, a acercarse a las ventanas de las plantas más altas de un edificio, a quedarse sola, a los espacios abiertos, miedo a ir andando a cualquier sitio (creía que iba a perder el equilibrio o el conocimiento), y a una omnipresente hipocondría que poco a poco alcanzó las más exaltadas cumbres del terror. En otras palabras, miedo a la muerte, que en el fondo no es probablemente distinto de decir: miedo a vivir. De pequeño no eras consciente de nada de eso. Te parecía perfecta, e incluso a raíz de su primer ataque de vértigo, que por casualidad presenciaste cuando tenías seis años (los dos subiendo por la escalera interior de la Estatua de la Libertad), no te alarmaste, porque era una buena y aplicada madre, y logró ocultarte su miedo y convertir la bajada en un juego: sentándoos juntos en un escalón y descendiendo peldaño a peldaño, sin levantar el culo, riendo todo el tiempo hasta llegar abajo. Cuando envejeció, ya no hubo risas. Sólo el vacío que giraba en su cabeza, el nudo en su vientre, los sudores fríos, unas manos invisibles que apretaban su garganta.

Su segundo matrimonio fue un clamoroso éxito, ese con el que todo el mundo sueña; hasta que dejó de serlo. Te alegrabas de verla tan feliz, tan claramente enamorada, y su nuevo marido te gustó sin reservas no sólo porque estaba enamorado de tu madre sino porque sabía cómo quererla de una forma que, según pensabas, necesitaba ella que la quisieran, y como además era un hombre impresionante por mérito propio, un abogado laboralista con una mente perspicaz y gran personalidad, alguien que parecía tomar la vida por asalto, que recitaba viejos principios con voz de trueno en la mesa a la hora de la cena y contaba historias divertidísimas sobre su pasado, que desde el primer momento te trató no como a un hijastro, sino como a un hermano menor, razón por la cual os hicisteis amigos íntimos y leales, por todo ello tenías el convencimiento de que aquel matrimonio era lo mejor que podía haberle pasado a tu madre en la vida, lo que por fin iba a compensarla de todo. Seguía siendo joven, después de todo, aún no había cumplido los cuarenta, y como él tenía dos años menos que ella, te sobraban motivos para esperar que vivieran juntos mucho tiempo y murieran uno en brazos de otro. Pero tu padrastro no gozaba de buena salud. Fuerte y vigoroso como parecía, arrastraba la maldición de un corazón débil, y a raíz de una primera crisis coronaria apenas cumplidos los treinta, tuvo su segundo ataque importante un año después de la boda, y de entonces en adelante hubo un elemento de aprensión que pendía sobre su vida en común y que no hizo más que agravarse cuando le sobrevino el tercer ataque un par de años después. Tu madre vivía con el constante temor de perderlo, y viste con tus propios ojos cómo esos miedos la iban desquiciando, exacerbando poco a poco la flaqueza que durante tanto tiempo había procurado ocultar, la fóbica personalidad que emergió plenamente durante los últimos años de su convivencia, y cuando su marido murió a los cincuenta y cuatro años, ella ya no era la misma persona que había sido cuando se casaron. Recuerdas su última y heroica batalla, aquella noche en Palo Alto, California, cuando se puso a contar chistes sin parar a tu mujer y a ti mientras tu padrastro yacía en la unidad de cuidados intensivos del Stanford Medical Center recibiendo tratamientos cardiacos experimentales. La última y desesperada medida para un drama que se había considerado casi sin esperanzas, y la horripilante visión de tu padrastro yaciendo mortalmente enfermo en aquella cama, con tantos tubos y conectado a tantas máquinas que la habitación parecía un decorado de película de ciencia ficción, y cuando entraste a verlo te quedaste tan atónito y abatido que tuviste que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas. Era el verano de 1981, y hacía unos seis meses que tu mujer y tú os habíais conocido, vivíais juntos pero aún sin haberos casado, y mientras ambos permanecíais junto a su cama, tu padrastro alargó el brazo, os cogió las manos y dijo: «No perdáis tiempo. Casaos ya. Casaos, cuidaos el uno al otro, y tened una docena de hijos.» Tu mujer y tú os alojabais con tu madre en Palo Alto, en una casa deshabitada que le había prestado un amigo desconocido, y aquella noche, después de cenar en un restaurante, en donde estuviste a punto de desmoronarte de nuevo cuando la camarera volvió para decirte que en la cocina ya no quedaba el plato que habías pedido (angustia sublimada en su forma más aguda, hasta el punto de que las absurdas lágrimas que sentías agolparse en tus ojos podrían interpretarse como la materialización de emociones reprimidas que ya no podían contenerse), y en cuanto volvisteis a la casa, a la melancolía de una casa ensombrecida por la muerte, convencidos todos de que aquéllos eran los últimos días de la vida de tu padrastro, os sentasteis a la mesa del comedor para beber algo, y justo cuando creías imposible que alguien pronunciara una palabra más, cuando parecía que la pesadumbre os había hecho perder el habla, tu madre empezó a contar chistes. Uno detrás de otro, y luego otro seguido de uno más, chistes tan divertidos que tu mujer y tú reísteis hasta quedaros sin aliento, una hora, dos horas seguidas de chistes, contado cada uno de ellos con ritmo tan magistral, con un lenguaje tan fresco y económico que llegó un momento en que pensaste que ibas a reventar de risa. Chistes de judíos en su mayoría, un torrente inacabable de clásicas estampas
yenta
con todas las voces y acentos adecuados, las viejas judías sentadas en torno a una mesa de juego y suspirando, todas gimiendo por turnos, la última con más fuerza que la anterior, hasta que una de ellas dice finalmente: «Creí que habíamos acordado no hablar de los hijos.» Los tres enloquecisteis un poco aquella noche, pero las circunstancias eran tan lúgubres e intolerables que necesitabais algo de locura, y como fuera, tu madre halló fuerzas para provocarla. Un momento de extraordinario valor, te pareció, un ejemplo sublime de cómo era cuando daba lo mejor de sí misma; por enorme que fuese tu pena aquella noche, sabías que no era nada, absolutamente nada, comparada con la suya.

Tu padrastro sobrevivió al Stanford Medical Center y volvió a casa, pero menos de un año después estaba muerto. Crees que fue entonces cuando ella murió a su vez. Su corazón siguió latiendo veinte años más, pero el fallecimiento de tu padrastro también fue su final, y después ya nunca recobró el equilibrio. Poco a poco, su dolor se fue transformando en una especie de resentimiento
(¿Cómo se atreve a morirse y dejarme sola?)
, y aunque te daba pena oírla hablar así, comprendías que estaba asustada, buscando una forma de arriesgarse a dar el próximo paso y avanzar renqueando hacia el futuro. No le gustaba vivir sola, por temperamento no estaba preparada para sobrevivir en una vacua soledad, y no tardó mucho en volver a la actividad social, bastante corpulenta ya, con muchos kilos de más, pero aún lo bastante atractiva para hacer volver la cabeza a hombres de cierta edad. En ese momento llevaba más de diez años viviendo al sur de California, y no os veíais con frecuencia, una vez cada seis meses o así, y sabías de ella principalmente a través de conversaciones telefónicas, útiles hasta cierto punto, pero casi nunca tenías ocasión de observarla en persona, y en consecuencia no llegó a sorprenderte mucho cuando te dijo que pensaba casarse otra vez al cabo de sólo dieciocho meses de viudedad. Era un matrimonio insensato, en tu opinión, otra boda apresurada y mal planteada, no muy distinta de la que hizo con tu padre en 1946, pero ya no andaba en busca del gran amor sino de un refugio, de alguien que la cuidara mientras ella arreglaba su frágil personalidad. A su modo discreto y vacilante, el tercer marido vivió dedicado a ella, lo que desde luego cuenta para algo, pero a pesar de todos sus esfuerzos y buenas intenciones, fue incapaz de ocuparse de ella como hacía falta. Era un hombre sin brillo, ex infante de marina y antiguo ingeniero de la NASA, conservador en política y modales, sumiso o débil (ambas cosas, quizás), y por tanto representaba un giro de ciento ochenta grados con respecto a tu padrastro, efusivo, carismático y progresista; no mala persona, simplemente aburrido. Entonces trabajaba como inventor autónomo (de los que pasan apuros), pero tu madre albergaba grandes esperanzas para su invento más reciente —un dispositivo médico intravenoso, portátil y sin tubos, que podría competir con el gotero tradicional y posiblemente sustituirlo—, y como parecía cosa hecha, se casó con él suponiendo que pronto estarían forrados de dinero. No hay duda de que era un invento ingenioso, incluso genial, quizá, pero el inventor no tenía cabeza para los negocios. Atrapado entre inversionistas embaucadores y ambiguas empresas de material sanitario, acabó perdiendo el control sobre su propio aparato, y aunque al final sacó algún dinero, no daba ni mucho menos para forrarse: para tan poco, en realidad, que al cabo de un año se había volatilizado en su mayor parte. Tu madre, que ya había cumplido los sesenta por entonces, se vio obligada a volver a trabajar. Volvió a abrir el negocio de decoración de interiores que había cerrado varios años antes, y con el marido inventor empleado como administrativo y contable, fue ella quien los mantenía a los dos, o lo intentaba al menos, y cuando su cuenta bancaria corría peligro de quedarse a cero, te llamaba para pedirte ayuda, siempre lloriqueando, siempre disculpándose, y como estabas en posición de prestársela, le enviabas cheques de vez en cuando, algunos por grandes cantidades, otros por menos, alrededor de una docena de talones y giros telegráficos en el espacio de los dos años siguientes. No te importaba mandarles el dinero, pero te parecía extraño, y más que un poco desalentador, el hecho de que su ex infante de marina se hubiera dado tan completamente por vencido, hasta el punto de no poner ya nada de su parte, de que el hombre que iba a asegurar el futuro de tu madre y procurarles a los dos un refugio confortable para la vejez ni siquiera fuese capaz de armarse de valor para dar las gracias por tu ayuda. Tu madre era ahora la jefa, y poco a poco su papel de marido fue convirtiéndose en el de fiel mayordomo (llevar el desayuno a la cama, hacer la compra), pero siguieron adelante de todos modos, no estaban tan mal, desde luego les podría ir peor, y aunque ella estuviera decepcionada por el modo en que habían resultado las cosas, también sabía que algo era mejor que nada. Entonces, en la primavera de 1994, nada más levantarse una mañana, tu madre entró en el baño para encontrarse a su marido muerto en el suelo. Apoplejía, ataque al corazón, derrame cerebral: imposible saberlo, porque no se le realizó la autopsia, al menos que tú sepas. Cuando llamó a tu casa de Brooklyn aquella misma mañana, la voz de tu madre estaba llena de horror. Sangre, te dijo, sangre saliéndole de la boca, sangre por todas partes, y por primera vez en todos los años que la conocías, parecía trastornada.

Decidió volver al Este. Veinte años antes, consideraba que California era la tierra prometida, pero ahora no era más que un lugar de enfermedad y muerte, la capital de la mala fortuna y los recuerdos dolorosos, así que salió disparada de allí y cruzó Norteamérica para estar cerca de su familia: tu mujer y tú en primer lugar, pero también su hija mentalmente enferma en Connecticut, su hermana y sus dos nietos. Se encontraba en la ruina más absoluta, por supuesto, lo que significaba que tendrías que mantenerla, pero eso ya no constituía un problema y estabas más que dispuesto a hacerlo. Le compraste un apartamento de una habitación en Verona, le alquilaste un coche con opción a compra y le pasaste una asignación que a los dos os pareció adecuada. No eras el primer hijo que se encontraba en esa situación, pero eso no la hacía menos extraña ni incómoda: ocuparte de la persona que una vez se había ocupado de ti, haber llegado a ese punto de la vida en que se invierten los papeles, contigo desempeñando ahora el papel de padre mientras ella se veía reducida al de hija indefensa. El arreglo económico causaba ciertas fricciones de vez en cuando, porque a tu madre le resultaba difícil no despilfarrar su asignación, y aunque le aumentaste varias veces la cantidad, seguía gastando más de la cuenta, lo que te colocaba en la incómoda situación de tener que reprenderla de cuando en cuando, y una vez, en que probablemente fuiste un poco duro con ella, perdió el control y se echó a llorar por teléfono, diciendo que era una anciana inútil y que quizá debería suicidarse para dejar de ser una carga. Aunque había algo cómico en aquellas efusiones de lástima de sí misma (eras consciente de que te estaba manipulando), siempre te sentías muy mal, y al final siempre cedías y dejabas que se saliera con la suya. Más preocupante para ti era el hecho de su incapacidad para hacer algo, de salir de su apartamento y relacionarse con el mundo. Le sugeriste que se ofreciera como maestra para enseñar a leer a niños con problemas o a adultos analfabetos, que se comprometiera con el Partido Demócrata o cualquier otra organización política, asistiera a cursos, viajara, que se hiciera miembro de algún centro social, pero sencillamente no era capaz de intentarlo. Hasta entonces, la falta de una educación formal nunca había supuesto un obstáculo para ella —su inteligencia natural y rapidez mental compensaba cualquier deficiencia—, pero ahora que se encontraba sin marido, sin trabajo, sin nada que la mantuviera ocupada día tras día, deseabas que hubiese manifestado alguna inclinación por los libros, la música, el arte, o por cualquier otra cosa, en realidad, con tal de que fuese un interés apasionado, estimulante, pero jamás había adquirido la costumbre de cultivar inquietudes de esa clase, y por tanto siguió debatiéndose sin objetivo, sin estar nunca segura de lo que hacer con su vida cada vez que se levantaba por la mañana. Las únicas novelas que leía eran historias policiacas y
thrillers
, y ni siquiera tus libros y los de tu mujer, que ambos le regalabais automáticamente en cuanto se publicaban —y que ella exponía orgullosamente en una estantería especial de su sala de estar—, eran la clase de literatura que podía leer. Veía mucha televisión. La tele siempre estaba encendida en su apartamento, atronando desde por la mañana temprano hasta altas horas de la noche, pero no era tanto para ver los programas como para oír las voces que salían del aparato. Las voces la reconfortaban, en realidad las necesitaba, y la ayudaban a superar el miedo a vivir sola, que probablemente fue su mayor y único logro de aquellos años. No, no fueron los mejores años, pero tampoco quieres dar la impresión de que fue una época de continua melancolía y desconcierto. Viajaba a Connecticut a intervalos regulares a ver a tu hermana, pasaba muchos fines de semana contigo en tu casa de Brooklyn, veía a su nieta actuar en representaciones escolares y cantar sus solos en el coro del instituto, seguía el creciente interés de su nieto por la fotografía, y después de todos aquellos años en la lejana California, ahora volvía a formar parte de tu vida, siempre estaba presente en cumpleaños, festividades y acontecimientos especiales: apariciones públicas de tu mujer y tú, estrenos de tus películas (le encantaba el cine), y alguna que otra comida con tus amigos. Seguía cautivando a la gente en público, incluso a sus setenta y tantos años, porque en algún pequeño rincón de su mente seguía viéndose como una estrella, como la mujer más bella del mundo, y siempre que salía de su limitada y enclaustrada vida, parecía que su vanidad se mantenía intacta. Ahora te entristecía ver en lo que en buena medida se había convertido, pero te resultaba imposible no admirarla por aquella vanidad, por ser aún capaz de contar un buen chiste cuando la gente la estaba escuchando.

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