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Authors: Paul AUSTER
16. Millis Road, 252; Stanfordville, Nueva York. Una casa de dos plantas al norte de Dutchess County. Fecha de construcción desconocida, pero ni antigua ni moderna, lo que sugeriría un periodo entre 1880 y 1910. Algo más de dos mil metros cuadrados de terreno, con una huerta en la parte de atrás, un jardín oscuro a la sombra de unos pinos en la parte delantera y un pequeño bosque entre tu propiedad y la que quedaba al sur. Una casa vieja pero no enteramente decrépita, un sitio en donde emprender reformas con el tiempo en caso de disponer de fondos suficientes, con sala de estar, comedor, cocina y habitación de invitados/ estudio en la planta baja y tres habitaciones en la de arriba. Precio de compra: 35.000 dólares. Una de varias casas al pie de una carretera secundaria con tráfico moderado. No el extremo aislamiento de la Provenza, pero una vida en el campo a pesar de todo, y aunque nunca te topaste con dentistas altruistas ni campesinos de izquierdas, tus vecinos de Millis Road eran amables, ciudadanos serios y responsables, muchos de ellos parejas jóvenes con hijos pequeños, a todos los cuales llegaste a conocer en una u otra medida, pero lo que mejor recuerdas de tus vecinos del condado son las tragedias que se producían en aquellas casas, la mujer de veintiocho años que cayó enferma con esclerosis múltiple, por ejemplo, o el entristecido matrimonio de mediana edad cuya hija de veinticinco años había muerto de cáncer el año anterior, la madre reducida ya a piel y huesos debido a un prolongado régimen a base de ginebra y su tierno marido haciendo lo posible para que no se desmoronara, tanto sufrimiento tras las puertas cerradas y persianas echadas de aquellas casas, entre las cuales debe incluirse la tuya también. Edad, 30 a 31. Una temporada sombría, sin duda la más siniestra que has atravesado nunca, iluminada únicamente por el nacimiento de tu hijo en junio de 1977. Pero aquél fue el sitio en que tu matrimonio se vino abajo, en donde te abrumaban continuos problemas económicos (tal como se describe en
A salto de mata)
, y en donde llegaste a un punto muerto como poeta. No crees en casas embrujadas, pero cuando contemplas ahora aquella época, te da la impresión de que vivías bajo el influjo de un maleficio, de que la casa misma era en parte responsable de los problemas que caían sobre ti. Antes de que te instalaras allí, los propietarios habían sido durante muchos decenios dos hermanas solteras, germanoamericanas, llamadas Stemmerman, y cuando les compraste la casa eran sumamente viejas, de ochenta y tantos o noventa años, una ciega y la otra sorda, y ambas llevaban casi un año en una residencia de ancianos. Una vecina que vivía dos casas carretera abajo se encargó de las negociaciones en su nombre —una mujer vivaracha nacida en Cuba, coleccionista de figuritas de elefantes de cristal (!?), casada con un norteamericano silencioso, mecánico— y te relató una serie de historias sobre las mal afamadas hermanas Stemmerman, que por lo visto se odiaban mutuamente y se hallaban enzarzadas en mortal combate desde la infancia, las dos ligadas de por vida y sin embargo implacables enemigas hasta el final, conocidas por entablar peleas tan atroces y ruidosas que sus voces se oían a todo lo largo de Millis Road. Cuando la vecina empezó a contar que la sorda castigaba a su hermana ciega encerrándola en el armario de la planta baja, no pudiste evitar que te vinieran a la cabeza escenas de las novelas góticas y recuerdos de aquella estrafalaria película en blanco y negro con Bette Davis y Joan Crawford de los primeros años sesenta. Qué divertido, pensaste, vaya par de personajes grotescos y enloquecidos, pero eso ya era cosa del pasado, tu mujer embarazada y tú traerías juventud y energía a la vieja casa, y todo iba a cambiar: sin considerar ni un momento que las Stemmerman habían vivido allí cincuenta o sesenta años, quizá setenta u ochenta, y que sus malignos espíritus impregnaban cada centímetro de la casa. En realidad llegaste a conocer un día a la hermana muda en casa de la cubana (casi se ahoga tratando de beber una taza de café tibio), pero te pareció bastante benévola y no volviste a pensar en el asunto. Luego os mudasteis, y en aquellos primeros días de limpiar y cambiar los muebles de sitio (algunos venían con la casa), tu primera mujer y tú retirasteis un armario de la pared de un pasillo de la planta alta y detrás os encontrasteis un cuervo muerto: un pájaro muerto hacía mucho, enteramente disecado pero intacto. No, eso no era divertido, no tenía ninguna gracia, y aunque ambos intentasteis olvidarlo a base de carcajadas, seguiste pensando durante meses en aquel cuervo muerto, el pájaro negro muerto, la clásica señal de mal agüero. A la mañana siguiente, descubriste dos o tres cajas de libros en el porche trasero, y como tenías curiosidad por ver si valía la pena quedarse con alguno, las abriste. Uno a uno, fuiste sacando folletos de la John Birch Society, libros en rústica sobre la conspiración de los comunistas para infiltrarse en el gobierno de Estados Unidos, varios volúmenes sobre la trama del flúor para lavar el cerebro a los niños norteamericanos, panfletos pro nazis publicados en inglés antes de la guerra, y luego, lo más alarmante de todo, un ejemplar de los
Protocolos de los sabios de Sión
, el libro de los libros, la defensa más repelente y de mayor influencia del antisemitismo jamás escrita. Nunca habías tirado un libro, nunca habías intentado destruir libro alguno, pero aquéllos los echaste a la basura, cargando las cajas en el coche y llevándolas al vertedero municipal, en donde las metiste resueltamente bajo un montón de inmundicias putrefactas. No era posible vivir en una casa que albergara tales libros. Esperabas que aquello fuese el fin de la historia, pero incluso después de librarte de aquellas cajas, seguía siendo imposible vivir allí. Lo intentaste, pero sencillamente no era posible.
17. Calle Varick, 6; Manhattan. Una habitación en el último piso de un edificio industrial de diez plantas en lo que actualmente se llama Tribeca. Un subarriendo que te pasó la que durante un tiempo fue novia de un amigo tuyo de la infancia. Cien dólares al mes por el privilegio de acampar en un despacho de una antigua compañía de electricidad, una estructura hecha pedazos, inhabitable, que hasta hacía poco había servido de trastero al pintor que vivía en el
loft
de enfrente. Un lavabo con agua fría, pero ni baño, ni retrete, ni cocina. Las condiciones de vida no eran muy distintas de las de tu cuarto de servicio de la rue du Louvre en París, pero esta habitación era tres o cuatro veces más grande que aquélla…, y tres o cuatro veces más sucia. Edad, 32. Antes de aterrizar allí a principios de 1979, un torbellino de conmociones, súbitos cambios y agitaciones internas que dieron un vuelco a tu vida orientándola hacia un rumbo diferente. A raíz de la ruptura de tu matrimonio, sin lugar adonde ir ni dinero para trasladarte en caso de que hubieras sabido de algún sitio, te quedaste en la casa de Dutchess County, durmiendo en el sofá cama del rincón de tu estudio de la planta baja, mueble que según comprendes ahora (treinta y dos años después) había sido tu cama cuando eras niño. Un par de semanas después, en un viaje a Nueva York, experimentaste la revelación, un alborozado y epifánico momento de claridad que te abrió paso por una grieta del universo y te permitió empezar a escribir de nuevo. Tres semanas más tarde, inmerso en el texto en prosa que habías empezado inmediatamente después de tu renacimiento, de tu liberación, de tu nuevo comienzo, el inesperado mazazo de la muerte de tu padre. Habla mucho en favor de tu primera mujer el hecho de que se quedara contigo durante los lúgubres días y semanas siguientes, acompañándote en el suplicio de organizar los funerales y asuntos de la herencia, tirar las corbatas, trajes y muebles de tu padre, ocuparte de la venta de su casa (que ya estaba en trámites), permaneciendo a tu lado durante todas esas cuestiones prácticas, desgarradoras, que siguen a la muerte, y como ya no estabais casados, o casados sólo nominalmente, habían desaparecido las presiones del matrimonio y de nuevo erais amigos otra vez, tanto como lo habíais sido en los primeros tiempos de vuestra relación. Empezaste a escribir la primera parte de
La invención de la soledad
. A principios de primavera, cuando te mudaste a la calle Varick, ya lo llevabas muy adelantado.
18. Calle Carroll, 153; Brooklyn. Un apartamento de distribución lineal en el tercer piso de un edificio de cuatro plantas cerca de la calle Henry. Edad, 33 a 34. Tres habitaciones, baño y cocina con mesa. El dormitorio, que daba a la calle de enfrente, era lo bastante grande para una cama de matrimonio para ti y una cama individual para tu hijo (el mismo sofá cama que te había servido de niño y que ahora habías rescatado de la venta de la casa de Stanfordville). Dos habitaciones en medio, una sin ventanas, que transformaste en estudio provisional, y el salón en la otra (una ventana que daba al jardín), seguido de la cocina (una ventana), con el baño en la parte de atrás: de mal gusto y con aspecto de abandono, sí, pero una gran mejora con respecto al sitio en que vivías antes. Perdiste el de la calle Varick en enero de 1980 (el pintor dejaba su
loft)
, y cuando los alquileres en Manhattan resultaron ser demasiado elevados para que pudieras acomodarte allí con tu hijo de dos años y medio (que pasaba tres días a la semana contigo), cruzaste el East River y empezaste a buscar en Brooklyn. ¿Por qué no se te había ocurrido eso en 1976?, te preguntaste. Sin duda era mejor solución que viajar ciento cincuenta kilómetros al norte para comprar una casa embrujada en Dutchess County, pero el caso era que Brooklyn no se te había pasado entonces por la cabeza, porque Nueva York era Manhattan, única y exclusivamente Manhattan, y los demás municipios te resultaban tan extraños como los lejanos países de Oceanía o el Círculo Polar Ártico. Acabaste en Carroll Gardens, un barrio italiano encerrado en sí mismo en donde todo el mundo hacía lo imposible para mostrarte que estabas fuera de lugar, tratándote con recelo y lanzándote miradas silenciosas, como si fueras un intruso entre ellos, un
estranger
, y aunque podías haber pasado por italiano, sin duda tenías algo raro, la forma de vestir, quizá, la manera de moverte o simplemente la expresión de tus ojos. Una y otra vez durante casi dos años, siempre que ibas por la calle Carroll camino de tu apartamento, las viejas sentadas en los escalones de entrada a sus casas interrumpían la conversación cuando estabas lo bastante cerca para oírlas y te veían pasar sin decir palabra, mientras los hombres se quedaban parados sin expresión en los ojos, o bien mirando bajo el capó de los coches, examinando el motor con tal persistencia y dedicación que te recordaban a filósofos en busca de alguna verdad última sobre la existencia humana, y la única vez que las mujeres te dirigieron un saludo con la cabeza fue cuando paseabas por aquella calle con tu hijo, tu hijito rubio, pero por lo demás eras un fantasma, alguien que no existía porque no le correspondía estar allí. Afortunadamente, los dueños de tu edificio, John y Jackie Caramello, una pareja de poco más de treinta años que vivía en el apartamento con jardín de la planta baja, eran amables y simpáticos y nunca te mostraron el menor resentimiento, pero se trataba de contemporáneos tuyos, y no tenían la obsesión que caracterizaba a la generación de sus padres. La tía de Joey Gallo vivía en tu bloque, había centros sociales a la vuelta de la esquina, en la calle Henry, donde los viejos pasaban el tiempo durante el día, y si Carroll Gardens tenía fama de ser el barrio más seguro de la ciudad, era porque había un trasfondo de violencia, se regía por la brutalidad coercitiva y la ética mafiosa. La gente de color no se acercaba por aquel enclave bien guardado, sabiendo que correría peligro si ponía el pie dentro de sus fronteras, una ley no escrita que no se entendería sin haber visto con los propios ojos cómo se aplicaba, paseando un día por la calle Court bajo la luminosidad de una tarde de otoño, cuando un larguirucho muchacho negro que iba con un enorme radiocasete por la acera de enfrente fue asaltado por tres o cuatro adolescentes blancos, que lo aporrearon y dejaron ensangrentado para luego romperle la radio contra la acera, y antes de que pudieras intervenir el chico negro ya se alejaba renqueando, avanzando a traspiés, hasta que echó a correr mientras los chavales blancos le llamaban negro a gritos y le advertían de que no volviera a pasar más por allí. En otra ocasión, sí tuviste oportunidad de intervenir. Un domingo por la tarde, a finales de primavera, yendo por la calle Carroll hacia la estación de metro de Smith, te detuviste un par de minutos para ver un partido de hockey sobre patines que se desarrollaba en la superficie de asfalto de Carroll Park y entonces observaste, colgada en la valla de tela metálica que rodeaba el parque, una gran bandera nazi, roja, blanca y negra. Entraste en el parque, encontraste al chaval de dieciséis años que la había puesto (el entrenador de uno de los equipos) y le dijiste que la quitara de allí. Perplejo, sin entender en absoluto por qué le pedías una cosa así, te escuchó mientras le explicabas lo que representaba aquella bandera, y cuando te oyó hablar de los horrores de Hitler y de la matanza de millones de inocentes, pareció sinceramente avergonzado. «No lo sabía», contestó. «Yo creí que molaba mucho.» En vez de preguntarle cómo había hecho para vivir hasta entonces sin enterarse de nada, esperaste a que quitara la bandera y proseguiste tu camino hacia el metro. A pesar de todo, Carroll Gardens no carecía de ventajas, sobre todo en cuanto a comida, las panaderías, las carnicerías de cerdo, el melonero en verano con su carro tirado por una caballería, el café tostado en el acto en D’Amico’s y las bocanadas de fuertes y espléndidos olores que siempre te asaltaban al entrar en aquella tienda; pero Carroll Gardens también fue el sitio en donde hiciste la pregunta más estúpida de tu vida de adulto. Una tarde estabas arriba, en tu apartamento, trabajando en la segunda parte de
La invención de la soledad
en tu estudio sin ventanas, cuando desde la calle se elevó un fuerte clamor de voces. Bajaste a ver lo que pasaba, y había una gran cantidad de inquilinos de toda la manzana, grupos de hombres y mujeres se congregaban frente a sus casas, veinte agitadas conversaciones se desarrollaban a la vez, y allí estaba tu casero, el corpulento John Caramello, parado en la escalera de entrada del edificio donde ambos vivíais, observando la conmoción con toda tranquilidad. Le preguntaste qué ocurría y te dijo que un hombre que acababa de salir de la cárcel se había dedicado a forzar la puerta de diversas casas y apartamentos vacíos del barrio para robar cosas —joyas, cubiertos de plata, cualquier objeto de valor al que pudiera echar mano—, pero lo habían cogido antes de que lograra escapar. Entonces fue cuando hiciste la pregunta, pronunciando las desatinadas palabras que demostraban tu absoluta necedad y el hecho de que seguías sin entender nada del pequeño mundo en que por casualidad estabas viviendo. «¿Habéis llamado a la policía?» John sonrió. «Por supuesto que no», contestó. «Los chicos lo han molido a palos, le han roto las piernas con bates de béisbol y lo han metido en un taxi. Jamás se le ocurrirá volver al barrio; si es que quiere seguir respirando.» Así fueron tus primeros tiempos en Brooklyn, en donde ya llevas viviendo treinta y un años, y en aquel periodo de transición en tu vida, empezando con la ruptura de tu matrimonio y la muerte de tu padre, los nueve meses en la calle Varick y los primeros once meses en Carroll Gardens, una época marcada por pesadillas y conflictos internos, en que alternabas entre accesos de esperanza y desesperación, cayendo en la cama de diversas mujeres, mujeres a las que intentabas amar pero no podías, convencido de que nunca volverías a casarte, trabajando en tu libro, en las traducciones de Joubert y Mallarmé, en tu colosal antología de la poesía francesa del siglo XX, ocupándote de tu confuso y a veces asediado hijo de tres años, con tantas cosas sucediéndote a la vez, incluida la parada cardiaca casi mortal del segundo marido de tu madre sólo diez días después del entierro de tu padre, las vigilias en el hospital seis meses más adelante mientras contemplabas el rápido declive y la muerte de tu abuelo, con todo aquello era probablemente inevitable que tu organismo se resintiese otra vez, ahora con el corazón que se te aceleraba, un corazón anómalo que súbita e inexplicablemente te martilleaba en el pecho a toda velocidad, los accesos de taquicardia que se apoderaban de ti por la noche justo antes de quedarte dormido, o que te despertaban después, cuando estabas solo, con tu hijo cerca de ti, o tendido junto a los dormidos cuerpos de Ann, Françoise o Ruby, los frenéticos latidos del corazón que repercutían en el interior de tu cráneo con un eco tan fuerte e insistente que creías que el ruido provenía de otra parte de la habitación, una dolencia de la tiroides, como acabaste averiguando, que te dejó el cuerpo hecho polvo y para la que tuviste que tomar pastillas durante dos o tres años. Entonces, el 23 de febrero de 1981, veinte días después de tu trigésimo cuarto cumpleaños, justo a los cuatro días de su vigésimo sexto aniversario, llegaste a conocerla, te presentaron a la Única, a la mujer que ha estado contigo desde aquella noche de hace treinta años, tu esposa, el gran amor que te asaltó por sorpresa cuando menos lo esperabas, y durante las primeras semanas que estuvisteis juntos, cuando pasabais en la cama buena parte del tiempo, iniciasteis un ritual de leeros cuentos de hadas el uno al otro, algo que seguisteis haciendo hasta que nació vuestra hija seis años después, y enseguida descubristeis el íntimo placer de leeros el uno al otro, con tu mujer escribiendo un largo poema en prosa titulado
Leer para ti
, cuya decimocuarta y última parte evoca el desigual latir de tu corazón y que está ambientado en el apartamento del tercer piso del número 153 de la calle Carroll:
El cruel padre envía al bosque al estúpido niño a que lo maten, pero el asesino es incapaz de hacerlo y le deja marchar, llevando al padre el corazón de un ciervo en su lugar, y ese niño habla con los perros, las ranas y los pájaros y al final las palomas le susurran al oído palabras litúrgicas, repitiéndolas una y otra vez en sus oídos, y en otro sitio te murmuro yo mensajes al oído, mensajes míos para ti, sobre tus corvas, el interior de tus codos y la marca sobre tu labio superior, míos para ti aunque ahora no estés. Susurro como los pájaros del cuento que te leo, repeticiones en la alcoba donde me has tomado. Las partes son las mismas, pero cambiantes, siempre en movimiento, modificándose de manera imperceptible como la expresión de tu rostro de la sonrisa a la seriedad al inclinarte sobre mí en la tenue luz. Así que deseo para ti un cuento al leerlo, al escribirlo. Heredamos cuentos, también, afecciones, caras, vejigas, corazones, frágiles y afligidos. Su corazón tiene agua alrededor, se ahoga, el corazón enfermo, el enfermo corazón, la parte afligida, el mesurado compás que a veces se acelera tanto en ti que con pastillas has de hacerlo más lento, más rítmico y preciso, no incierto ni azaroso como otras cosas. Quisiera para ti un cuento en la cama en donde a la muerte de los ancianos cuelguen la luna para que brille siempre sobre ti, incesante aun sin tener luz propia, aunque sea prestada y cíclica. Yo cogeré la luna, pidiéndola, robándola y cambiándola de grande a pequeña. La luna más tenue, débil y diminuta tras una nube de invierno, así la prefiero.