Diario de Invierno (11 page)

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Authors: Paul AUSTER

Esparciste sus cenizas en el bosque de Prospect Park. Cinco de vosotros estabais presentes aquel día —tu mujer, tu hija, tu tía carnal, tu tía segunda Regina y tú mismo— y escogiste el Prospect Park de Brooklyn porque tu madre había jugado allí de pequeña con frecuencia. Uno por uno, fuisteis leyendo poemas en voz alta, y luego, cuando abriste la urna rectangular de metal y echaste las cenizas sobre la maleza y las hojas muertas, tu tía carnal (normalmente poco expresiva, una de las personas más reservadas que has conocido) sucumbió a un acceso de lágrimas mientras repetía una y otra vez el nombre de su hermana pequeña. Un par de semanas después, en una tarde resplandeciente de finales de mayo, tu mujer y tú sacasteis al perro a dar un paseo por el parque. Sugeriste pasar por el sitio en donde habías esparcido las cenizas de tu madre, pero cuando aún os encontrabais por un sendero, a más de doscientos metros de la linde del bosque, empezaste a sentirte débil y mareado, y aunque tomabas pastillas para controlar tu reciente afección, notaste que te venía otro ataque de pánico. Te agarraste al brazo de tu mujer, disteis media vuelta y os fuisteis a casa. Eso fue hace casi nueve años. Desde entonces no has intentado volver a ese bosque.

Verano de 2010. Ola de calor, la Canícula ladrando del amanecer al anochecer y durante toda la noche, una serie de días a treinta y dos grados que ahora, de pronto, han subido a más de cuarenta y uno. Pasa un par de minutos de la medianoche. Tu mujer ya se ha ido a acostar, pero tú estás demasiado inquieto para dormir, de modo que has subido al salón de arriba, la habitación a la que ambos dais el nombre de biblioteca, un espacio amplio con estanterías a lo largo de tres paredes, y como los estantes ya están llenos, atestados de miles de volúmenes de tapa dura y de bolsillo que tu mujer y tú habéis ido acumulando a lo largo de los años, en el suelo también hay montones de libros y deuvedés, el inevitable excedente que continúa incrementándose a medida que los meses y los años pasan volando, dando a la biblioteca un desordenado pero simpático ambiente de plenitud y bienestar, la clase de habitación que todos los que vienen de visita califican de
acogedora
, y sí, es sin lugar a dudas tu estancia favorita, con su blando sofá de cuero y televisión de pantalla plana, un lugar perfecto para leer y ver películas, y debido al insoportable calor de fuera, está puesto el aire acondicionado con las ventanas cerradas, lo que bloquea los ruidos de la calle, el popurrí nocturno de perros que ladran y voces humanas, el hombre extraño y regordete que deambula por el barrio cantando melodías de espectáculos musicales en un agudo falsete, el estruendo de camiones, coches y motocicletas que pasan. Enciendes la televisión. El partido de los Mets ha acabado hace un par de horas, y sin tener a tu disposición distracciones del mundo del deporte, cambias al canal de cine que más te gusta, la TCM, con su programa de veinticuatro horas de películas clásicas norteamericanas, y a los pocos minutos de la historia que has empezado a ver, se te ocurre algo importante. Empieza cuando ves al personaje que corre por las calles de San Francisco, un hombre enloquecido que se abalanza escaleras abajo a la entrada del centro médico y se precipita por las calles, un hombre sin sitio alguno adonde ir, corriendo por aceras abarrotadas de gente, cruzando como una flecha entre el tráfico, chocando con los viandantes mientras los adelanta a toda prisa, un proyectil de histeria e incredulidad a quien acaban de anunciar que se va a morir dentro de unos días, si no horas, que tiene el organismo infectado por una
toxina luminosa
, y como es demasiado tarde para sacarle el veneno del cuerpo, no hay esperanza para él, de modo que aun pareciendo que sigue vivo, de hecho ya está muerto, en realidad lo han asesinado.

Tú has sido ese hombre, te dices a ti mismo, y lo que estás viendo en la pantalla de la televisión es una versión precisa de lo que te sucedió dos días después de la muerte de tu madre en 2002: el martillo que desciende sin avisar, y luego la incapacidad de respirar, el corazón acelerado, el mareo, los sudores, el cuerpo que cae al suelo, los brazos y piernas que se vuelven de piedra, los aullidos lanzados a todo volumen por unos pulmones enloquecidos, sin aire, y la certidumbre de que el final es inminente, de que al cabo de un segundo el mundo dejará de existir porque tú ya no existirás.

Dirigida por Rudolph Maté en 1950, la película se titula
Con las horas contadas (D.O.A
., jerga policial para «ingresó cadáver»), y el héroe–víctima es un tal Frank Bigelow, un hombre nada distinguido, sin especial interés, un don nadie, un cualquiera, de unos treinta y cinco años, contable, auditor y notario que vive en Banning, California, una pequeña ciudad del desierto cerca de Palm Springs. De complexión fuerte, rostro mofletudo y labios llenos, es un hombre en cuya cabeza apenas hay algo más que mujeres, y como se encuentra agobiado por su neurótica secretaria, llena de adoración hacia él y obsesivamente pegajosa, Paula, la mujer con la que tal vez piensa casarse, impulsivamente decide tomarse una semana de vacaciones él solo y marcharse a San Francisco. Cuando se registra en el Hotel St. Francis, por el vestíbulo pululan bulliciosos huéspedes. Resulta que hay una «convención», le explica el recepcionista, una reunión anual de representantes de comercio, y cada vez que una mujer atractiva pasa por su lado con aire despreocupado (todas las mujeres del hotel son sugerentes), Bigelow se vuelve para comérsela con los ojos desorbitados y la boca abierta, mostrando la concupiscencia de un donjuán al acecho. Para hacer hincapié en el detalle, cada una de esas miradas va acompañada de la imitación de un silbido, una interpretación cómica de la típica expresión de admiración hacia una mujer seductora, como sugiriendo que Bigelow no puede creerse su buena suerte, que por aterrizar en ese hotel en aquel día en particular se topará con toda probabilidad con un ligue fácil. Cuando sube a su habitación al sexto piso, el pasillo está lleno de juerguistas medio embriagados (más silbidos de admiración) y la puerta de la habitación de enfrente está abierta de par en par, ofreciendo a Bigelow un claro panorama de una gran fiesta en plena efervescencia. Así empiezan las vacaciones.

Paula ha telefoneado desde Banning, y antes de deshacer la maleta e instalarse en la habitación, Bigelow le devuelve la llamada. Parece que ha recibido un mensaje urgente de un tal Eugene Philips, de Los Ángeles, quien consideraba imprescindible que Bigelow se pusiera en contacto con él
de inmediato
, que debían hablar
antes de que sea demasiado tarde
. Bigelow no tiene ni idea de quién puede ser Philips. ¿Hemos tenido tratos con él?, pregunta a Paula, pero ella tampoco recuerda a esa persona. Durante toda la conversación, Bigelow está distraído con los acontecimientos que se suceden al otro lado del pasillo. Unas mujeres se detienen frente a la puerta abierta de su habitación para saludarle con la mano y sonreírle, y él les devuelve el saludo y la sonrisa mientras sigue hablando con Paula. Olvídate de Philips, le dice. Ahora está de vacaciones, no quiere que lo molesten, y ya se ocupará del asunto cuando vuelva a Banning.

Después de colgar, Bigelow enciende un cigarrillo, un camarero aparece con una copa, y entonces, uno de los juerguistas del otro lado del pasillo, que se presenta como Haskell, entra en la habitación y pregunta si puede usar el teléfono. Tres botellas más de bourbon y otras dos de whisky escocés se piden para la fiesta de la 617. Cuando Haskell se entera de que Bigelow es forastero en la ciudad, lo invita a sumarse al alborozo general
(unas copas, unas risas)
, y al cabo de dos minutos Bigelow está bailando una rumba con la mujer de Haskell en la ruidosa habitación de enfrente. Sue es una tía sensacional, de gran desparpajo, una mujer frustrada que está como una cuba y sólo quiere pasárselo bien, y como resulta que Bigelow es un diestro bailarín, se convierte en su principal objetivo; no es una decisión muy inteligente, quizá, teniendo en cuenta que su marido está ahí mismo para presenciar sus travesuras, pero, aunque temeraria, Sue también es una mujer resuelta. Unos minutos después, la pandilla de la habitación 617 decide salir del hotel para dirigirse al centro de la ciudad. Arrastran con ellos al reacio Bigelow, y de pronto están en un atestado club de jazz llamado The Fisherman, un local frenético donde una banda de músicos negros toca muy alto una pieza jubilosa, muy acelerada, con la palabra JIVE escrita sobre la pared detrás de ellos. Vemos al saxo, al pianista, al trompeta, al bajo y al batería haciendo aullar sus instrumentos en una serie de primeros planos intercalados con las acaloradas reacciones del público, y ahí está Bigelow, sentado a la mesa con sus nuevos amigos mientras la impetuosa Sue se ciñe apretadamente contra él. Bigelow parece desanimado, está harto, no quiere saber nada de Sue ni de su reiterado acoso, y Haskell no parece menos desmoralizado, observando en silencio mientras su mujer se lanza sobre el desconocido de la habitación de enfrente. En medio de todo eso, la cámara capta en cierto momento a un individuo que entra en el club por la parte de atrás, un hombre alto que lleva sombrero y un abrigo con el cuello subido, un cuello extraño y enteramente curioso con el reverso estampado a cuadros blancos y negros. El recién llegado se acerca a la barra, y unos momentos después Bigelow consigue zafarse de Sue y sus acompañantes. Se dirige a su vez al mostrador y pide un bourbon, sin saber que el hombre con el abrigo de curioso cuello está a punto de verterle veneno en el vaso y que por tanto morirá dentro de veinticuatro horas.

Una mujer elegante se sienta al otro extremo de la barra, y mientras Bigelow espera que le sirvan la copa pregunta al camarero si la rubia está sola. La rubia resulta ser Jeanie, una chica rica, loca por el
jive
, que frecuenta los clubs y emplea términos como
me va
y
de miedo
(para decir estupendamente, muy bien, ningún problema). Bigelow se acerca furtivamente a ella, y en esos pocos segundos en que pierde contacto con su copa, que ya le han servido y lo espera en su sitio al otro extremo de la barra, el hombre del extraño cuello lleva a cabo su misión asesina, vertiendo hábilmente la poción venenosa en el vaso y desapareciendo seguidamente de la vista. Mientras Bigelow charla con la elegante Jeanie, una chica muy en la onda, dueña de sí misma, que se muestra a la vez fría y amistosa, el barman le trae su copa ya manipulada, su bebida ya mortal. Bigelow bebe un trago, y al instante su rostro muestra sorpresa, asco. El segundo sorbo produce el mismo resultado. Apartando el vaso, dice al barman: «Éste no es el mío. Yo he pedido bourbon. Póngame otro.»

Entretanto, Sue se ha puesto en pie y busca a Bigelow con la mirada, inquieta, consternada, confusa porque no ha vuelto. Bigelow la ve, da media vuelta e invita a Jeanie a ir a otro sitio con él. Hay personas a las que quiere evitar, explica, y seguro que hay otros locales interesantes en San Francisco. Sí, contesta Jeanie, pero todavía no se ha hartado del Fisherman. Por qué no se ven después, cuando ella vaya a su siguiente parada de la noche, y entonces le escribe un número de teléfono en un papel y le dice que la llame dentro de una hora.

Bigelow vuelve al hotel, saca el papel con el número de Jeanie y coge el teléfono, pero antes de marcar levanta la vista y observa un ramo de flores que le han entregado en la habitación. Hay una tarjeta de Paula prendida al papel del envoltorio, y el mensaje dice lo siguiente:
Dejaré una luz encendida en la ventana. Dulces sueños
. Bigelow queda escarmentado. En vez de salir a pasar la noche corriendo detrás de las faldas, rompe el número de Jeanie y lo tira a la papelera, y un momento después la narración entra en un registro diferente, empieza la verdadera historia.

El veneno ha empezado a hacer efecto. A Bigelow le duele la cabeza, pero supone que ha bebido demasiado y que se sentirá mejor después de dormirla. Se mete en la cama, y entonces el ambiente se llena de extraños ruidos inconexos, el eco lejano de la voz de una cantante, desechos mentales del club de jazz, síntomas de un creciente malestar físico. Al despertarse por la mañana, su estado no ha mejorado. Aún convencido de que ha bebido demasiado y padece una resaca, llama al servicio de habitaciones y pide algo para levantar el ánimo, una de esas agrias panaceas que sirven para abrir el ojo sazonadas con rábano y salsa Worcestershire y que supuestamente te despejan al instante, pero cuando aparece el camarero con el mejunje, Bigelow no quiere ni verlo, una sola mirada a la bebida le llena de náuseas, y dice al camarero que se lo lleve. Algo grave le pasa. Bigelow se agarra con fuerza el estómago, parece mareado y desorientado, y cuando el camarero le pregunta si se encuentra bien, el héroevíctima, mortalmente enfermo, aún en la inopia sobre lo que le ha sucedido, dice que debió de haber prolongado mucho la noche y le hace falta tomar el aire.

Bigelow sale del hotel, tambaleándose ligeramente, enjugándose la frente con un pañuelo, y sube a un tranvía que pasa. Se baja en Nob Hill, y luego echa a andar, avanza por calles desiertas a plena luz del día, con determinación, camino de alguna parte —pero ¿adónde y con qué propósito?—, hasta que encuentra la dirección que busca, una alta estructura blanca con las palabras centro médico cinceladas en la fachada de piedra. Bigelow está más preocupado de lo que ha dicho al camarero del hotel. Sabe, realmente sabe, que le ocurre algo grave.

Al principio, los resultados del reconocimiento son alentadores. Mirando la radiografía de Bigelow, un médico dice: «Los pulmones están bien, la presión sanguínea es normal, el corazón, normal. Suerte que no todo el mundo está como usted. Si no, me quedaría sin trabajo.» Dice a Bigelow que se vista mientras esperan los resultados del análisis de sangre efectuado por su colega, el doctor Schaefer. Mientras Bigelow se anuda la corbata en primer plano, frente a la cámara, inexpresivo, una enfermera entra en la habitación a su espalda, demasiado confundida para decir una palabra, mirándolo con un aire que mezcla el horror con la compasión, y en ese momento ya no cabe la menor duda de que Bigelow está condenado. Entra el doctor Schaefer, intentando ocultar su alarma. El primer doctor y él confirman que Bigelow no está casado, que no tiene parientes en San Francisco, que ha venido solo a la ciudad. ¿A qué vienen todas esas preguntas?, inquiere Bigelow. Está usted muy enfermo, contesta el médico.
Prepárese para un duro golpe
. Y entonces le hablan de la cuestión de la sustancia tóxica luminosa que ya ha absorbido y que pronto atacará sus órganos vitales. Ojalá hubiera algo que pudieran hacer, le dicen, pero no hay antídoto para ese veneno en particular. No le queda mucho tiempo.

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