El número de Dios (3 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

—Nos quedamos todos —terció Ricardo, el primer oficial del taller—. ¿No es así?

El resto de oficiales y aprendices asintieron con la cabeza.

—Os lo agradezco, a todos. Tú, Ricardo —le dijo al oficial—, coge a Teresa y llévala a mi casa. Dile a mi criada que cierre bien la puerta y que no salgan de ahí hasta que yo regrese.

—Yo quiero quedarme contigo, padre —protestó la niña—. Dijiste que sería uno más de los aprendices.

—Ya me has oído, Teresa. Claro que eres uno más de mis aprendices, pero eres demasiado pequeña todavía para algunas cosas. Vamos, obedece.

Ricardo tomó de la mano a Teresa, que salió de la catedral a regañadientes.

A su regreso, el primer oficial informó que los leoneses habían acampado muy cerca de Burgos, pero que toda la ciudad estaba del lado de don Fernando y de doña Berenguela, y que los defensores se habían juramentado para no rendirse.

—Es curioso, esta ciudad se ha poblado con franceses y con sus descendientes, con vascos y con judíos, e incluso quedan algunos sarracenos, pero en los momentos más peligrosos todos se sienten castellanos antes que cualquier otra cosa.

»Bueno —reflexionó Arnal—, nosotros nada podemos hacer. Volvamos al trabajo, esta cal no se mantendrá eternamente húmeda.

Cuando el rey de León se retiró a sus dominios, todos respiraron aliviados. Don Fernando había logrado ganarse la estima y el respeto de los burgaleses.

Capítulo II

E
l otoño había teñido de un ocre amarillento los dorados campos de trigo de Chartres. Encaramado sobre el andamio, el maestro Juan de Rouen señalaba a uno de los oficiales de la obra ciertos detalles que debían corregirse en una de las bóvedas de la nave mayor de la catedral.

La vieja catedral de Chartres había ardido la calurosa noche del 10 al 11 de junio de 1194. Del terrible incendio sólo se había salvado la cripta, respetada en la nueva obra, en la que se conservaba una de las reliquias más preciadas de aquel templo: la camisa que la Virgen María llevaba sobre su sagrado cuerpo inmaculado el día que dio a luz a su hijo Jesucristo.

Cuando las llamas se apagaron y las brasas del incendio remitieron, los consternados habitantes de Chartres pudieron entrar en las ruinas de su catedral y descubrieron el hecho milagroso de la conservación intacta de su más venerada reliquia.

Enseguida corrió por toda la ciudad el rumor de que aquélla era una clara señal que la Virgen enviaba a Chartres. Sin duda, con ese signo la madre del Redentor quería decir que era necesario construir una nueva catedral en su honor, un gran templo que estuviera a la altura de la mujer que había dado a luz al hijo de Dios; el nuevo templo tendría que ser el de la luz, la claridad y el color.

Chartres no era una ciudad demasiado poblada, ni demasiado importante, ni siquiera demasiado rica. No podía competir con la grandiosidad de la populosa París, ni con la magnificencia de la orgullosa Reims, donde se coronaban los reyes de Francia, ni con la riqueza de la estratégica Amiens, pero estaba rodeada de una inmensa llanura por la que se extendían feracísimos campos hasta más allá de donde la vista era capaz de atisbar, y sus cereales aprovisionaban de pan y pienso a media Francia. En primavera, los campos sembrados de trigo, cebada y avena reverdecían como una interminable alfombra verde que a principios de junio comenzaban a tornar hacia tonos dorados y amarillos.

La ciudad de Chartres no tenía el prestigio ni la fama de las primeras ciudades de Francia, pero en lo alto de la suave colina donde se asentaba guardaba un misterio como ninguna otra ciudad podía ostentar. Existía la creencia de que en el solar donde se alzaba la catedral había habido desde antes de que existiera memoria en el género humano un santuario sagrado en el que los hombres y las mujeres de aquella región adoraban a un dios peculiar. No se trataba de un dios cualquiera, no era uno más de ese largo centenar de falsas deidades paganas que el cristianismo lograra arrinconar hacía ya siglos y convertir en vagos recuerdos o en demonios, sino el rutilante dios de la luz, la divinidad representada por el mismísimo sol glorioso que inundaba de luminosidad todos los amaneceres y triunfaba cada día sobre la oscuridad y las tinieblas.

Una antiquísima tradición sostenía que el lugar mismo donde se alzaba aquella catedral era el más sagrado de la tierra, una especie de corazón palpitante en pleno centro del mundo, un
ónfalo
donde confluían poderosísimas fuerzas telúricas y asombrosas corrientes mistagógicas.

En el tiempo en el que ardió la vieja catedral de Chartres, hacía ya varias décadas que en Francia se estaba imponiendo una nueva forma de construir los grandiosos templos catedralicios, las imponentes basílicas y las fastuosas iglesias abaciales. Fue Suger, el influyente abad del monasterio de San Dionisio, quien a mediados del siglo XII proclamó la nueva doctrina del triunfo de la luz y la necesidad de construir los templos cristianos teniendo en cuenta el valor de la claridad frente a la penumbra. En una de sus obras dejó escrito un mensaje críptico que sólo algunos iniciados eran capaces de interpretar; el abad Suger decía que «brillantemente relucía aquello que multiplicaba el esplendor y que brillante era el trabajo noble a través del cual resplandecía la nueva luz».

Para Suger, Cristo era la nueva luz que había iluminado al mundo tras una larga época de tinieblas, el sol triunfante y revivido que alumbraba el alma de los seres humanos y guiaba sus corazones hacia la verdad. Y como las iglesias eran la casa de Dios, cada templo debía ser por tanto la morada de la luz.

El abad de San Dionisio ansiaba poder atrapar la luz, o al menos construir un templo en el que la luz fuera la protagonista y lo bañara todo. Con las viejas técnicas de la arquitectura, eso no era posible. Para poder soportar las pesadas bóvedas de piedra sin que se vinieran estrepitosamente abajo, primero era necesario levantar gruesos y macizos muros en los que no se podían abrir grandes vanos por los que penetrara la luz a raudales e iluminara el interior del templo como ansiaba Suger.

Para el abad de San Dionisio era necesario, imprescindible, abrir los muros y rasgarlos de arriba abajo con grandes ventanales para a través de ellos capturar la luz del sol y dejar que inundara los santuarios cristianos. Suger indicó a sus maestros de obras que buscaran las soluciones técnicas precisas a su demanda de luz, y los maestros respondieron al reto con eficacia.

La nueva arquitectura introdujo el arco ojival de dos centros, de forma apuntada, y el arbotante. Gracias a estas dos soluciones técnicas, fue posible abrir esos grandes vanos y que el empuje de las bóvedas de piedra ya no fuera soportado directamente por los muros, sino por los contrafuertes en los que los arbotantes descargaban la presión que hasta entonces sostenían las paredes.

El nuevo estilo garantizó el triunfo de la luz, ganó la claridad para el interior de las iglesias y posibilitó construir naves tan altas como jamás hasta entonces se había logrado en el Occidente cristiano.

Enrique jugueteaba con otros chiquillos de su edad en el arroyo que corría al pie de la colina donde se arracimaba el caserío de Chartres. Los muchachitos acostumbraban a pasar las últimas horas de la tarde cerca del molino, apurando los momentos previos a la puesta del sol, instante en el que, con la llegada de la noche, corrían a refugiarse en sus casas. El joven Enrique era hijo del maestro Juan de Rouen, quien desde hacía varios años dirigía la fábrica de la nueva catedral de Chartres.

Tras el incendio de 1194 y la destrucción de la vieja catedral «al estilo romano», el obispo y el cabildo de Chartres habían decidido construir una nueva en el triunfante estilo de la luz. Aquellos años de fines del siglo XII eran en verdad muy prósperos; hacía varios decenios que no se recogía una mala cosecha y verano tras verano las rentas de la diócesis aumentaban sin cesar. En consecuencia, ¿qué mejor destino para las riquezas obtenidas en beneficio de Dios que dedicarlas a la construcción de un templo para su madre?

Enrique llegó a su casa justo cuando el sol acababa de ocultarse tras la línea crepuscular del horizonte. Su padre se estaba lavando las manos en un pequeño barreño de cerámica gris mientras la madre y una criada preparaban la cena: unas tajadas de tocino guisado aderezadas con una crema de cebolla y nabos, pan de nueces, cerveza y queso.

—Mañana comenzaremos a colocar las claves de la bóveda del crucero —comentó el maestro Juan.

—La construcción de la catedral va deprisa —le dijo su esposa.

—Sí, mucho más rápido de lo que habíamos supuesto. Las rentas del cabildo son cuantiosas y el obispo está empeñado en oficiar la primera misa cuanto antes. Esta misma mañana me ha dicho que si necesito más obreros, que los contrate. Pero no son precisamente obreros lo que hace falta, sino artistas. Hay tantas obras por todas partes que es difícil encontrar a escultores, canteros y vidrieros cuyo trabajo sea de calidad. París ofrece mucho dinero a los mejores, y Reims y Amiens no le van a la zaga. Y luego está Inglaterra, cuyos obispos se han empeñado en construir en las principales sedes episcopales de ese reino catedrales que rivalicen con las de Francia e incluso las superen.

El maestro Juan se sentó a la mesa. Enrique lo miró con admiración y esperó a que bendijera la cena. En cuanto su padre lo hizo, el niño cogió su cuchara de madera y comenzó a comer el guiso de carne.

—Mañana vendrás conmigo a la obra.

—¿Yo, padre? —se extrañó Enrique.

—Sí, claro, tú. Tienes siete años, y va siendo hora de que comiences a trabajar en este oficio. Durante este próximo año aprenderás los rudimentos que debe conocer cualquier aprendiz. La mayoría de mis aprendices comienza a trabajar a los doce o trece años, pero tú eres el hijo del maestro y lo harás mucho antes. Dentro de un par de años irás a la escuela de la catedral. El obispo me ha dicho que te reservará una de las plazas escolares. Allí aprenderás matemáticas, geometría, filosofía y latín. Voy a hacer de ti un gran arquitecto; espero que no me defraudes.

Todavía no habían acabado de cenar cuando unos golpes sonaron en la puerta.

El maestro Juan le indicó a su esposa que abriera; era su hermano, que acababa de llegar de París.

—¡Hermano, hermano, lo he conseguido, lo he conseguido! El examen ha sido muy duro y difícil, pero aquí está, aquí lo tengo.

Luis, hermano menor del maestro Juan de Rouen, acababa de conseguir el título de maestro de obra en un examen celebrado ante un tribunal de maestros en París. Nada más recibir el diploma, había salido al galope hacia Chartres para comunicarle la buena noticia a su hermano mayor, bajo cuyas enseñanzas se había formado como arquitecto.

—Enhorabuena, hermano, nunca dudé de que lo lograrías —repuso Juan.

—¡Aquí lo tengo! —reiteró Luis mostrando orgulloso el pergamino en el que el tribunal de cinco maestros le había concedido la capacidad para dirigir la construcción de edificios.

—Mira, sobrino, mira. Algún día tú también tendrás uno parecido a éste. ¿Te queda algo de cena, cuñada? Con las prisas me he olvidado hasta de comer.

—Claro; vamos, siéntate, te prepararé carne y queso.

—Y cerveza; esto hay que celebrarlo.

—Mejor que sea vino —dijo Juan—. ¿Cómo ha sido el examen?

—Tan difícil como esperaba. Me interrogaron sobre las teorías de Roberto Grosseteste, y creo que los dejé impresionados. Hace unos meses pude estudiar su tratado sobre la expresión matemática del pensamiento y sus comentarios y sus correcciones al sistema de observación y experimentación de Aristóteles. Durante más de una hora diserté sobre la relación entre la matemática y la razón y la necesidad de conjugar ambas a la hora de planear un edificio.

—¿Y las pruebas prácticas?

—Bueno, esas fueron, al menos para mí, las más sencillas. Ya sabes que soy muy hábil manejando el martillo y el escoplo. Tuve que tallar una imagen de san Pedro, y para hacer las cosas más difíciles me dijeron que tenía que ser de bulto redondo, totalmente exenta. Después me encargaron dibujar la planta de una catedral nueva. La tracé con una girola simple, con cinco capillas semicirculares, un crucero de una sola nave y tres naves en el tramo de los pies.

—Bueno, sencillo pero eficaz.

—No creas, hermano. Tuve que resolver algunos problemas de la estructura del crucero, pues alargué la nave del transepto destacándolo mucho en planta, lo que me obligó a introducir una innovación técnica en esa zona del templo.

—¿Y sobre la luz, te preguntaron sobre la luz?

—Ni una sola palabra; pero tal como tú me habías aconsejado, les hablé de cuanto me has enseñado sobre la importancia de la luz, y quedaron muy sorprendidos.

—La luz es la señal de Dios —dijo el maestro Juan—. Y Dios está presente en el mundo a través de la luz. Nosotros construimos catedrales, pero Dios es el único que puede crear la luz. La luz hace posible la belleza del mundo, la armonía de la naturaleza. Los arquitectos hemos recibido de Dios un don extraordinario: podemos hacer que la luz ilumine la piedra, que la resalte; somos los únicos capaces de atrapar la luz en el interior de una catedral y darle vida.

»¿Lo entiendes, hijo?

Enrique miró a su padre ensimismado.

—No, padre.

—No importa. Cada cosa a su tiempo, a su tiempo.

Un perlado manto de rocío había esmaltado los campos de Burgos. Arnal Rendol había madrugado para acudir al velatorio del maestro Ricardo, el constructor de la iglesia abacial del monasterio femenino de Las Huelgas, uno de los principales del reino de Castilla. El maestro Ricardo había llegado desde París hacía quince años y había trabajado durante todo ese tiempo en la iglesia abacial según los cánones del nuevo estilo.

Fundado en 1180 por los reyes Alfonso VIII y su esposa Leonor de Inglaterra, la hija de Enrique II y de Leonor de Aquitania, el monasterio de Las Huelgas sólo admitía a novicias de sangre real o a hijas de la más alta nobleza, y se había construido con el propósito de convertirlo en panteón de los reyes de Castilla. La abadesa era tan poderosa que sólo dependía jerárquicamente del Papa y del abad de Cîteaux.

El maestro Ricardo había contratado al maestro Arnal para pintar unos frescos en Las Huelgas, y gracias a ese trabajo le habían surgido otros muchos por toda la comarca de Burgos. El obispo Mauricio también se había acercado hasta Las Huelgas, pues en su cabeza hacía ya algunos años que anidaba la idea de construir una nueva catedral en Burgos que sustituyera a la que fundara hacía más de un siglo el rey Alfonso VI.

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